Además de destacar como promotora de lectura y escritura en Morelos, Carmen Gamiño ha ido colocándose en la mira de los lectores con historias que retratan la condición femenina en la cotidianeidad, pero son atravesadas por lo onírico y lo irreal. En 2016, resultó ganadora del primer Certamen Nacional de Cuento Breve “Los mil y un insomnios”.
Era mi espíritu de niña buscándose en la noche.
–Qué lástima que no llegaras antes para que te vieras –me decía mi hermana, zigzagueando entre los árboles.
Pero yo ya me había visto sin verme. Sabía perfectamente que lo que tenía que encontrar era mi osamenta de ocho años recostada en el fango. Por eso buscaba sin prisa la blancura de los huesos como si jugara a las escondidas: “una dos tres por mí, una dos tres por Carmen, una dos tres por nadie”.
¡Magnífica sensación! No era yo tratando de cerrar la grieta que aleja el nombre del cuerpo, o mi prisa por sostener un cielo que se desmorona y deja caer migajas rancias. Era simplemente como asomar las arrugas al espejo y no ver más que mi calavera de niña con un moño en la cabeza; las cuencas sin aspiraciones ni mares rabiosos.
Los sueños son piezas únicas. Pueden dejar evocaciones más hermosas que las que se guardan por inercia en el transitar consciente. Nadie escoge los recuerdos que quiere conservar para mañana; ellos tienen vida propia y se eligen para estarse revolcando hasta en el recto con tal de envejecer al mismo tiempo que nosotros. Lo que pasa mientras dormimos es distinto, nos dan la sorpresa de besar lo inimaginable, de morder lo intangible. Ante todo, es nuestra la elección de matarlos aun antes de abrirnos otra vez a lo mismo o de preservarlos para siempre en una libreta común. El otro día soñé que amaba a mi padre; locura jocosa que decidí atrapar en signos negros para la posteridad.
─Por ahí no, regresa y gira a la izquierda cuando llegues a aquel tronco –insistía mi hermana, un tanto divertida.
La carne se nos pegaba humedecida en lo tierno de los años, sin embargo, no había miedo ni frío: estábamos recorriendo aquel pantano en una noche sin ranuras.
Desperté ese día con la sensación de reposar aún en la tranquilidad espesa del fango. Seguramente el sol brillaba alto. Estiré completamente el cuerpo con los brazos a los costados, imitando la postura en que me había visto. No cuestioné cuánto tiempo iba a permanecer así. Sólo me quedé recostada saboreando el sueño, momentáneo como una burbuja de colores que revienta, de haber encontrado a mi infancia descansando en paz.
Me sobra vida para seguirte
Eran como las once cuando el vendedor apareció ese domingo; las once.
La naranja estaba entre los dientes del señor Pardo, Sebastián se atragantaba con el beso, el pie descalzo de Diana jugueteaba con el calamar gigante, Toño le clavaba el cuchillo a su marrano, la sombra del guayabo estaba a punto de mojarse con el río, Catalina reposaba tranquila con el sexo tibio, el sol daba garnuchazos a la oreja de Paloma.
Eran casi las once cuando el vendedor llegó. Las palmeras y sus cocos de agua lo escucharon, y la rata, y el pozo, y Damián, que se hizo el dormido, y el camino nuevo, y la vergüenza de Vicente, y los mangos verdes, y el eco que no rebota. Yo también lo oí, eran las once en punto cuando gritó, cuando grité yo también por el susto. No fue el grito que me callo para que nadie me lo oiga, éste me salió, clarito, de la garganta, cuando Alfonsa dejó caer la olla grande que se estrelló en el suelo. La dejó caer de la prisa, de la urgencia de comprar aquello. Rápido se fue a donde guarda los dineros mientras se secaba las manos en el pecho. Temblaba toda. Cálmate –le dije–, él ya sabe que tú lo esperas desde hace mucho, no se va a ir sin verte. Pero no me escuchó; seguía hurgando en los cajones en busca de más monedas. Ya voy, Leoncio, ya voy, decía, como si eso fuera a duplicarle su dinero, a sacudirle la osamenta para decirle que ya iba, que le hiciera un hueco a su lado para dormir como antes.
La seguí hasta la puerta, yo la verdad no me atrevo todavía a acercármele mucho a ese hombre, y vi cómo le extendía las manos como niño que no sabe para cuántos dulces le alcanza. El vendedor le echó una ojeada a las monedas, y luego, mirándola, negó con la cabeza. Se va a caer –pensé–, pero ella entró y salió de la casa con el Cristo de madera y se lo ofreció suplicante.
–Ya sabe que no se puede, señora, tendrá que esperar a que regrese.
–¿Cuándo? –contestó Alfonsa con el cuerpo doblado por el dolor.
–No lo sé, señora, por estos lados nadie me quiere.
–¿Y yo?
–Qué le vamos a hacer si no le alcanza.
Eran pasadas las once. Gaspar le daba un mordisco a su torta, el cormorán salía del huevo, la maestra improvisaba la clase, el vidrio de la botella reflejaba la luz, yo deseé cambiar la historia, Justino le brincaba en el útero a María, el diccionario estaba abierto en la letra C, los cachetes de Tilia se sonrojaban, la grieta junto al río se hacía más grande.
Eran pasadas las once cuando el vendedor dijo, para después marcharse:
─Lo siento, señora, pero usted no podrá morirse hoy.
Inventario de emociones
Prenso los párpados con los dedos y los cierro como persianas. A ver si logro retener el sueño.
–Cómo si se tratara sólo de cerrar los ojos –me dice el iris.
–Tú cállate y duérmete –le contesto.
–¡Pero no le grites! –replica la nariz–. ¡Como si no supiéramos que tú tienes la culpa de que nadie pueda descansar!
–¿Por qué yo?
–Y todavía se hace la que no sabe; pues por andar mandando adrenalinas
innecesarias –dice la oreja.
─¡Que todos se duerman, menos la garganta, porque con esos rugidos de león, hasta el colon se despierta! –dice uno de los dientes, provocando la risa de todos. La mía incluida.
–¡Y tú de qué te ríes! –le grita la garganta al estómago–, si también pareces la banda desafinada de Tlaltequiya.
Volvemos a reír.
–¡Cállense, creo que ya llegó! –apunta el seno derecho.
–¡Rápido cerebro, bloquéanos! –pide, desesperado, el paladar.
–¡Uy sí, como si fuera yo el esfínter! –le contesta éste.
–¡Pues haz algo! –le ruega la barbilla.
El cerebro se acomide y lanza impulsos nerviosos a la mano derecha, que comienza a repartir manazos a diestra y siniestra.
–¡Ya, no seas payaso! –le reclama una de las mejillas afectadas.
–¡A quién se le ocurre ponerse a jugar en estos momentos! –lo regaña
el pulmón.
–¡Me falta oxígeno, me falta oxígeno! –grita desesperado el cerebro.
–Pues para que veas lo que se siente –dice el sistema circulatorio.
–¡Ash, tenían que salir otros con su babosada! –murmura la espalda.
Yo vuelvo a cerrar los ojos que se abrieron, no sé bien, en qué momento.
–¡Corazón, aviéntate una rumba! –gritan los pies.
–Si se trata de dormir –no sean tontos.
–¡Y a ti quién te habla!
–No seas majadero.
–Yo tengo ganas de ir al baño.
–Elisa, ¡estira el húmero que ya me estoy acalambrando!
–¡Hazte para allá!
–¡Carajo, ya cállense! ─les digo mientras ruedo hacia la pared, pegando las piernas al pecho.
El rechinado de la puerta y el sonido de los pasos tallando la alfombra en dirección de mi cuerpo, bullen en cada uno de mis órganos y sistemas.
–Amor, ¿estás despierta?
Silencio absoluto.
Vida en puntos diminutos
Como un último recurso tomó el televisor y lo metió en la licuadora con un poco de mezcal. La encendió y pacientemente, con esperanza y placer, observó cómo se trituraban todos los circuitos y cada uno de los programas favoritos de él: Súbete a la gorda, Tribili tribili y Cansados y sudados, entre otros. Cuando esta operación hubo finalizado, introdujo la poción en un frasco y esperó a que la noche llegara.
Casi a la hora de costumbre, escuchó aquel ruido indicador de que su marido había regresado. Corrió a la recámara y, con nerviosismo, se puso tres gotas de la poción ahora convertida en perfume: detrás de las orejas, en el cuello y en aquella oscura partecita hace ya tiempo olvidada y que mayor felicidad mostraba por el quizás exitoso cambio. Bajó las escaleras tronándose los dedos, y se dirigió rápidamente al corredor para encontrarse con aquel ser sometido al experimento: la rara fragancia le llegó de inmediato a las fosas nasales.
Al ver a su mujer, le vino a Cristóbal un sabor añejo desde el estómago, un regusto a programa repetido, a torneo de fútbol sin ganador, a concurso de preguntas sin premios. No pudo ver la mancha oscura que la falta del televisor había dejado en la cómoda; la cara y el cuerpo se le llenaron de ausencias añoradas.
Como un autómata se dirigió a la puerta y cerrándola de golpe tras de sí, se perdió para siempre en los canales de la vida.
Recurriendo a la ciencia
–¡Estoy decidida!, le dije al doctor apenas entré en el consultorio.
–Muy bien –me contestó casi feliz, y sacando mi expediente del cajón derecho, preguntó:
–¿Qué es lo que desea reconstruir?
–En principio, quisiera un implante de silicón en el ánimo para traerlo siempre levantado, una restiradita en la conciencia, y la eliminación de cinco o seis años de tristeza, por medio de la liposucción. Ya después veré si me animo con la restauración de la confianza y la reducción de remordimientos con la técnica de los rayos láser.
El médico me veía interrogante, y como yo no agregara nada más, se atrevió a preguntar casi temeroso:
–¿Y de lo otro que habíamos platicado?
Le respondí rápido y sin pensar, al tiempo que guardaba un folleto que se titulaba: Cómo disminuir los efectos de la menopausia mediante la eliminación de pensamientos oscuros, sólo para irme previniendo de tiempos más difíciles y amenazadoramente cercanos.
–No, los senos caídos y las nalgas raquíticas déjemelas como están.
Biografía dormida en un doblez
La fractura comienza cuando en un descuido le doy un sorbo a mi propio nombre. Si percibo el inicio del proceso, con sacudir la cabeza me basta para detenerlo; si no, resbalan húmedas desde la “c” hasta la “n”, y como un río se dejan arrastrar hasta los confines de mi propia existencia. Ahí el sustantivo se arma y se desarma como gaviota que se estrella en la roca y revive para reconocer el acantilado. En mi cuerpo, un solo nombre se pronuncia. Con las seis letras clavadas en el pecho, levito sobre el tiempo. Un viento seco arrastra personas y objetos y los lleva lejos. Se hace el silencio… y aparece la puerta.
Detrás de ella me veo…
Camina sucia y envejecida por la calle que aún de día permanece en penumbras. No hay sol ni lo habrá nunca. Nadie que viva ahí lo ignora. Camina con una botella de alcohol en la mano entre hombres deformados. Unos la insultan, otros la ignoran. Ella se dejará querer por más de uno en cuanto la botella se vacíe, sin imágenes vacilantes que alteren el simple hecho. No ama a nadie. No necesita de nadie. Camina por este rumbo que parece el esbozo hecho por un hombre envilecido que dibujó paredes y gestos con líneas viejas y sucias. Ladrones y prostitutas hablan a gritos y se pelean por decir las peores ofensas. Camina segura. Es dueña de su aliento, de su mirada, de su cuerpo roto. Se encuentra donde la justicia no se hinca y la inocencia se pudre al menor asomo. Ratas se multiplican aventando crías en montones de basura. Va a quedarse aquí por mucho tiempo. En este lugar el dolor es auténtico, la mentira es auténtica, la degradación es auténtica. No puede ir más abajo, no puede conceder nada más. Camina hacia un rincón que no ha sido corrompido aún por la humedad para alcanzar el sueño. Compartirá con otros. Rozará sus hombros con los de otros. Quizás hasta haga el amor entre periódicos y sábanas pestilentes. Mañana caminará de nuevo sobre esta tierra cercada por otra tierra que también está cercada por otra, con el rostro de vigilia empatado al rostro que duerme. Caminará hacia la frontera, hacia el puente donde el sol calienta. Ahí se dormirá de nuevo, esta vez profunda, agradecidamente sola… llena de sol y del espacio que ocupa. Regresará más tarde hacia la llaga abierta de la vida, en donde no tendrá que defenderse de nada, porque todo es descarado y cierto.
…En el umbral de la puerta, el que me adivina me arrastra dolorosamente por la cintura y me clava en este mundo, con el pretexto irrefutable del amor. ❧
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