15809887756_7922d9ab7b_kFotografía de Tuncay
(Fragmento)

Una de las virtudes que tienen los libros del escritor Víctor Manuel Camposeco, particularmente Correo de Hiroshima e Historias de volada, es la forma en que acerca a los lectores a su experiencia como piloto aviador, siempre desde la generosidad y la inteligencia. En este relato, el Premio Nacional de Crónica (1993) plasma la esencia de un amor efímero pero de alto vuelo.  


Para ti, para siempre.

 

 Es una casa tan grande la ausencia

                                                                                                             que pasarás en ella a través de los muros

                                                                                                                           y colgarás los cuadros en el aire.

                                       Pablo Neruda.

 

Al filo del agua está la tarde, a punto de estallar la tormenta. El viento enfurecido azota los ramajes y desprende las hojas de los árboles que se van dando tumbos envueltas en la luz amarilla del ocaso. En el interior del restaurante Los Geranios, en el barrio de Coyoacán de la Ciudad de México, un mesero se apresura a cerrar la entrada principal “antes de que caiga el aguacerón”, dice, y toma las dos hojas de madera que enmarcan los cristales biselados de las puertas y las une por el centro con un pestillo de hierro forjado, pulido por el uso. Luego se queda un momento viendo hacia afuera, y agrega: “se va a venir un tormentón”. Se vuelve hacia la mesa de junto y pregunta a un hombre joven que está solo desde hace una hora; no ha probado la copa de vino tinto que tiene sobre su mesa.

¿No va a comer, joven?

Sí, comeré algo… y con el aguacero que viene… tráigame un fetuccini.

Cómo lo prefiere… Alfredo… primavera…

Primavera está bien, aunque estemos en verano –dice el cliente con una leve sonrisa, tratando de aligerar el plantón.

El mesero se aleja sin hacer más comentarios, mientras el comensal ve cómo se estrellan sobre los cristales de las puertas las primeras gotas de agua. Son gruesas, golpean pesadas sobre el vidrio como si fueran de plomo. Por la calle pasan de prisa el polvo y las hojas fugitivas.

Cuando sobrevolamos Londres era noche cerrada todavía. Horas antes, aún sobre el Atlántico, para combatir el aburrimiento los tres pilotos habíamos hecho cada uno un cálculo, con el método arcaico de navegación por estima, sin usar las computadoras del avión, sobre la hora precisa en que pasaríamos sobre Londres. Habíamos cruzado una apuesta. Nos ganó Jorge Zárate, el ingeniero de vuelo y el más inteligente de los tres. Nos propuso entonces hacer otra apuesta con la hora de aterrizaje en Frankfurt, nuestro destino. Riéndonos de nosotros mismos nos negamos rotundamente. José Luis Valencia, el capitán, le dijo: “si quieres mejor te damos ahorita los diez dólares; ahórranos la humillación”.

Para que no se sientan mal, con el dinero que les gané pagaré la primera botella de vino del Rin en Sachsenhausen hoy en la noche nos dijo, y cogió triunfante los billetes de la apuesta, que estaban entre las palancas de los aceleradores.

Cenaremos kalb axen, bratten dijo José Luis, el capitán, exagerando en broma la pronunciación del alemán.

Mientras los escuchaba me asomé por la ventanilla y vi Londres allá abajo: era una reproducción de aquella noche estrellada… y tiritan, azules, los astros, a lo lejos. Poco después, iniciamos el descenso para aterrizar en Frankfurt, eran los últimos minutos de la madrugada. Durante el descenso vimos el amanecer por el lado izquierdo del avión. El sol parecía hervir de tan rojo. Sin aviones a esa hora en el área de Frankfurt nuestro descenso fue directo a las pistas del aeropuerto. Descendimos tan rápido que poco antes de aterrizar vimos cómo el sol se volvió a ocultar en el horizonte. El mar inmenso de abedules que rodea al aeropuerto de Frankfurt estaba cubierto por una finísima sábana de bruma. Segundos antes del aterrizaje, al sobrevolar apenas arriba de las copas de los árboles los abedules parecían centinelas insomnes. Los centinelas de la madrugada. En la ciudad era de noche todavía.

Cuando salíamos del aeropuerto en el autobús que nos llevaba al hotel vimos otra vez salir el sol que se elevaba espléndidamente anaranjado entre los árboles. Fue para nosotros el segundo amanecer el mismo día, una experiencia extraña que ahora me parece una metáfora de lo que sucedió la siguiente madrugada; fue la primera y única vez que yo vi algo así. Enseguida se organizó entre la tripulación un grupo para ir a cenar esa misma noche al barrio de Sachsenhausen, una de las azafatas conocía un buen restaurante donde la especialidad era precisamente el kalb axen bratten, dijo. Algunos levantamos el pulgar en señal de aprobación.

Cuando salimos del restaurante alguien propuso ir a tomar una copa por allí, todos estuvieron de acuerdo, excepto Marianne y yo que preferimos volver al hotel en el mismo taxi. Durante el viaje al hotel hablamos un poco sobre lo que haría cada quien durante los días que teníamos libre. Yo pensaba visitar la Goethehaus a la mañana siguiente. Marianne planeaba ir a Heidelberg a conocer la Universidad y luego a otras ciudades. Cuando llegamos al hotel, sin el menor rastro de sueño, pues habíamos dormido todo el día, le propuse que nos tomáramos un café antes de retirarnos a nuestras habitaciones a leer, según coincidimos en decir.

Ya sentados a la mesa del café, iniciamos una conversación, primero errática, que después tendría una orientación definitiva. Marianne empezó por decirme que por primera vez estaba en Europa y tenía muchas ganas de conocer otras ciudades de Alemania. Se quejó de que el resto de las chicas pensaran quedarse en Frankfurt y, si acaso, visitar los alrededores. Marianne en cambio quería aprovechar al máximo los días libres. Se casaría en los próximos meses.

Pronto descubrí que su cultura y su lenguaje, sin ser falsamente pretenciosos, eran de un nivel inusual entre las azafatas: estaba muy enterada de obras, autores, y en su conversación se transparentaba su cercanía con los libros. Era hija de un poeta, me dijo. Cuando también me contó que había estudiado Letras Hispánicas en la UNAM, me expliqué todo y me pareció más bella. En la aerolínea nunca antes me había encontrado con alguien que realmente se interesara en los libros. En ocasiones algún tripulante, en el área de la alberca, calentaba uno bajo el brazo, pero el desencanto era inmediato y la conversación imposible: La verdadera historia del Chapo, Padre rico, padre pobre, Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva… Paulo Coelho; los más exquisitos se paseaban por el hotel con algún ladrillo de Dan Brown.

Pronto cerraron la cafetería del hotel; nos fuimos al bar a seguir platicando. En un pequeño foro cuatro músicos con cara de aburridos afinaban sus instrumentos, como disponiéndose a tocar. Uno de ellos, negro, que parecía un massai de tan alto, llevaba puesta la clásica gorrita musulmana y ajustaba el tirante del que colgaría su saxo tenor, mientras el pianista fumaba un cigarrillo acodado sobre la cubierta del teclado. El bar era muy pequeño y agradable. Pedimos vino del Rin y reiniciamos nuestra conversación, de mi parte con manifiesto interés por ganarme su amistad. Una de las primeras cosas que celebré fue que hubiéramos decidido volver al hotel, que la conversación que teníamos me interesaba más, le dije; agregué que tenía una curiosa sensación de conocerla desde antes. Marianne me interrumpió para decirme: “es una sensación de déjà vu, como dicen los pedantes, ¿no? Yo también la tengo, aunque la historia de nuestra amistad tenga unas cuantas horas”.

El cuarteto ya había empezado a tocar algo que lideraba el pianista. Un momento después el negro de gorrito musulmán inició un solo con su saxo tenor que me pareció magnífico. Le aplaudí con entusiasmo cuando terminó.

–A mí también me gusta mucho el jazz –me dijo Marianne y afirmó con la cabeza, sonriendo, mientras aplaudía con más serenidad.

–Así que déjà vù… –le dije, en un intento por retomar nuestra charla.

–A veces no podemos expresar algunas cosas; además de las limitaciones propias… bueno, las mías; el lenguaje me parece insuficiente: ahora mismo necesitamos estirarlo para expresar lo que queremos, ¿no? Por la facilidad con que conversamos pareciera que nos conocemos desde siempre, aunque no sea así. No encuentro una palabra para describirlo, necesito utilizar una frase completa. Es curioso, ¿no? ¿Cuál es la palabra en español para expresarlo, cómo se llama ésta experiencia, cómo dices déjà vu en una sola palabra o dos, sin parecer pedante? –Marianne se rio de buena gana.

–Quizás existe, pero yo tampoco la conozco.

El futuro inmediato de Marianne apuntaba en una dirección muy distinta de la mía. Muy pronto se iba de la aerolínea para casarse con un contador, según me había dicho. Luego sugirió que nuestro encuentro tenía algo de paradójico:

–Después de que cada uno de nosotros ha tenido una vida totalmente distinta –se explicó Marianne–, sin conexión factible, mira que la hay y en qué circunstancias venimos a descubrirlo, y cuándo –me dijo.

–En un momento quizá tardío –acoté.

Platicamos de nuestros proyectos personales y luego de la relación de pareja. A veces nos decíamos frases más sentenciosas que consistentes, pero no podíamos ocultar que había entre nosotros entusiasmo y descubrimiento; acaso perfumado de feromonas. No coincidíamos en todo, pero nuestras ideas al menos parecían compartibles. Como a las dos de la mañana, el cuarteto de jazz terminó de tocar. Marianne y yo les aplaudimos mucho. Era un poco extraño todo porque éramos los únicos clientes en el bar. Los músicos lo agradecieron y se rieron bastante de que les aplaudiéramos con tanto entusiasmo. Aquello era francamente cómico, pues éramos un frenético auditorio de dos personas. Sólo nos hizo falta lanzar prendas de vestir al escenario. Los músicos se fueron. Después de unos minutos pusieron por el sonido local algo de música que se podía bailar. Lo hicimos con cierta cautela pero abrazados francamente. La ternura de Marianne era sutil y natural. “Nadas o te ahogas”, me dije, y toqué su cuello con mis labios, sentí cómo su cuerpo se juntó más al mío y ella dijo una frase que no entendí pero que contesté con un beso que buscó sus labios. Marianne no dijo ni hizo nada más. Minutos después nos sentamos a la mesa y tomamos un par de copas de vino del Rin, mientras intercambiábamos miradas en silencio. No sucedió nada más aquella noche, pero el encuentro con Marianne fue excesivo a su modo, fue demasiado para mí, demasiado como para que me pudiera ir a dormir con el espíritu en paz aquella madrugada. Soñé despierto un buen rato.

Al día siguiente rentamos un VW rojo, “Beetle” le decía el tipo del mostrador, y salimos rumbo a Heidelberg con ropa para varios días. En el pequeño Beetle yo me sentía al volante de un Alfa Romeo. Marianne llevaba puesto un vestido de algodón, ligeramente entallado hasta la cintura, estampado con pequeñas florecitas de colores. Vestida así, de sandalias, parecía una menonita, bellísima; sólo le faltaba su pañoleta de soltera. Minutos antes, mientras le abría la puerta del Beetle, me dijo que estaba leyendo una biografía de la Yourcenar.

–¿Qué traes tú para leer? –me preguntó entonces.

The Last Voyage of Somebody the Sailor, de John Barth –le dije; le di mi libro que puso sobre el suyo y abrazó los dos tomos. La risa de Marianne me hizo entender la ironía del título del libro que yo leía, ya que iniciábamos “el primero y último viaje” para ambos, según habíamos aceptado la noche anterior. Cuando le di mi libro, Marianne me vio y dijo:

–Haremos querido Somebody, mi querido Simbad, nuestro primer viaje… y también el último. Ni modo.

–Puede ser un viaje sin futuro, es cierto, pero también tiene el valor de ser el primero. Algo inventaremos para que nos dure más de los días que estaremos juntos –le dije. Nos separaba la portezuela de Beetle. Habría querido besarla.

Con una mezcla de gracia y madurez, abrazada aún a los dos libros, antes de subir al auto, Marianne me respondió:

–Inventemos todo, Simbad, menos enamorarnos, ¿ok?

Llueve con tal intensidad que apenas se distingue en la acera frente al restaurante Los Geranios, el muro rojizo de la casa colonial que habitó el conquistador español Diego de Ordás. Zumba el aire como un machetazo en el vacío por el furor del aguacero. Ya entra el agua al restaurante por debajo de la puerta de dos hojas que hace unos minutos cerrara el camarero. Se ve encarnada sobre el piso de barro, parece un charco de sangre.

–¡Es un diluvio!, ya hasta el hambre se le quitó, joven, ¿le traigo más vinito, un cafecito, mientras pasa el aguacero? –dice el camarero a su comensal, quien dejó intacto el fetuccini primavera.

–Nada, gracias. Tráigame la cuenta, por favor.

–No me diga que se va con este aguacerón, joven…

El camarero, que cerró deprisa la puerta cuando su cliente salió, se queda viéndolo, incrédulo de que alguien se pueda entregar tan serenamente a un aguacero implacable. A través de los cristales mira cómo en un instante se lo traga la lluvia e irrumpe en ella como quien entra a su destino. Ante los ojos del camarero, a cada momento el hombre aquel se desvanece más; se afantasma en la corriente cuando atraviesa la calle, bañado de agua lustral. ❧

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Víctor Manuel Camposeco
Víctor Manuel Camposeco
Escritor mexicano, autor de "Correo de Hiroshima".
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