Huellas

Violencia en el oriente de Morelos

1Ilustración del cómic “Me estaban entrenando como un pinche sicario” de Octavio Jiménez (www.patreon.com/mercadonegrocomics )
Experiencias directas y cercanas de estudiantes de la UAEM

Morna Macleod, Deysi Jaqueline Aguilar de la Cruz,  Carmen Yazmín Canizal Rueda, Jonathan Manuel Flores  Ocelotl, Yasmín Hernández y Viviana Lima Vidal

A raíz del asesinato de un familiar de una estudiante de Sociología, en Cuautla, cinco alumnos de esta misma licenciatura y su profesora se reunieron para contar, escuchar y documentar experiencias cercanas de violencia. La realidad morelense, mexicana en general, se compone de este tipo de historias, en que la crueldad y el dolor son protagonistas.

 

A nuestro querido Max que en paz descansa.

 

Hace unos meses recibimos un correo de una estudiante de Sociología de la Facultad de Estudios Superiores de Cuautla (UAEM), en el que nos avisaba que no podía llegar a clase porque acababan de matar a un familiar cercano. Este hecho nos hizo pensar que la academia no puede mantenerse callada ante la violencia directa o inmediata que afecta a los estudiantes de nuestra Universidad. Cinco alumnos de dicha licenciatura decidieron externar sus historias, las documentamos y aquí las compartimos.

Escuchar, reconocer el dolor, el trauma y escribir estos relatos es parte de un compromiso ético de la academia, para denunciar y desnaturalizar lo que está sucediendo en el oriente de Morelos. Por razones de seguridad, usamos nombres ficticios y a veces somos imprecisos en cuanto a lugares y fechas.

Morna Macleod

Secuestro

A finales de 2014, tres jóvenes (dos mujeres y un hombre) decidieron tomar un paseo en carro por la carretera federal del oriente de Morelos. Llegaron a un mirador lleno de personas; disfrutaron la vista y tomaron unas cervezas. No se dieron cuenta de que, al anochecer, se habían quedado solos. De repente, el joven sintió una pistola en su espalda. Dos sujetos, uno con pasamontañas, tomaron el carro y obligaron a los jóvenes a subirse, insultándolos con gritos. Durante todo el viaje los mantuvieron encañonados en el asiento de atrás, con la cabeza agachada; iban tomados de las manos, temían por su vida.

“Ya valieron”, les decían continuamente aquellos hombres.

Los llevaron a un llano que parecía un centro de operaciones. Aparecieron ocho tipos más, casi todos encapuchados. Les preguntaron insistentemente a qué cártel pertenecían o si eran hijos de algún líder. El joven respondió que era campesino, pero nadie le creyó; sólo miraban sus manos y su vestimenta para desmentirlo. Una de las jóvenes traía siete mil pesos; el carro era de buena marca. Tal vez a eso se debía la insistencia de los encapuchados.

Les robaron el dinero y los celulares y se llevaron el auto. Horas después lo trajeron de vuelta al llano, sin gasolina. Los jóvenes pasaron horas en ese lugar, por momentos juntos. Fueron golpeados y maltratados verbal y psicológicamente. A las chicas las llevaron a la fuerza por separado. A una la quisieron violar, pero ella argumentó que estaba “en sus días”; al constatar que era cierto, el hombre habló de “otras formas de hacerlo”. Ella alcanzó a decirle –con cierta serenidad– que seguramente tenía hijas y que a él no le gustaría que les pasara algo semejante. Así evitó ser violada, pero la otra joven no contó con la misma suerte.

Otra vez juntos, abrazados, los amigos lloraron y rezaron, convencidos de que que iban a matarlos en cualquier momento.

Entre los agresores, había un hombre menos duro con ellos; los regañó por estar en esos rumbos a tales horas de la noche y, finalmente, los llevó al carro. Les ordenó que esperaran 15 minutos antes de partir, si no, los iban a matar. Les tiraron sus celulares.

Los jóvenes esperaron 25 minutos y volvieron muy impactados a sus casas.

Al día siguiente, el joven le contó a su mamá lo ocurrido, luego de que ella recibiera una amenaza por teléfono. A él le dieron atención psicológica y una “rezada” para quitarle el susto. Las chicas no dijeron nada a sus familias, preocupadas por que les echaran la culpa de lo que había pasado. Llevan el trauma adentro todavía. Sólo levantaron acta por el robo temporal del carro y por la IFE del joven, quien temía que suplantaran su identidad.

En el Ministerio Público les dijeron que había sido un grupo de “judas”, policías municipales durante el día, y que lo aconsejable era no levantar denuncia por secuestro. Así que no lo hicieron.

Extorsiones

Daniela trabajaba en una tienda de ropa de segunda mano en el centro de Cuautla. En octubre de 2014, llegaron dos sujetos al negocio y dijeron que eran del cártel de la “Familia michoacana”. Exigieron un pago por “derecho de piso”: 200 pesos semanales, y señalaron que pasarían cada viernes a recogerlos. Daniela explicó que era empleada y que la dueña de la tienda no estaba. Los hombres dijeron que regresarían al día siguiente. La dueña los esperó, pero nunca llegaron.

Una semana después, Daniela se encontraba nuevamente sola en el local. Alrededor de las tres de la tarde, una camioneta negra con vidrios polarizados se detuvo frente a la tienda y, desde adentro, unos hombres le gritaron: “Esto no es un juego; si no tienen el dinero mañana, vamos a quemar el lugar”.

Aterrorizada, les contestó que sólo era la encargada; fue todo lo que pudo decir porque la camioneta arrancó enseguida.

La joven comunicó lo sucedido a la dueña. Al  siguiente día, la señora esperó de nuevo a los extorsionadores, con el temor de que pudieran cumplir su amenaza o que las fueran a lastimar. Ese día sí se presentaron, le dijeron a la dueña que pasarían por el dinero los días viernes. Con miedo, la señora accedió a pagarles.

Los dos hombres pasaban cada viernes entre las 3:00 y 4:00 p.m. Uno entraba por el dinero y el otro vigilaba afuera.

Durante diez meses los hombres cobraron “derecho de piso” a muchos negocios en el centro de Cuautla y en el nuevo mercado. Los comerciantes se hartaron. Hicieron un plan con el Ministerio Público de Cuautla y, un día, unos agentes apresaron a los hombres. Durante cinco meses los comerciantes vivieron en paz hasta que dos nuevos sujetos llegaron y anunciaron que eran del mismo grupo delictivo.

Daniela les dio 200 pesos, siguiendo los consejos de su jefa, para evitar que les hicieran daño. En muchos otros negocios se negaron a pagar y los hombres no volvieron a aparecerse. Los comerciantes lograron detener el cobro.

***

Un día, en los altos de Morelos, a finales de 2014, David estaba trabajando en su cultivo de pepino, cuando recibió una llamada de un hombre que, al instante, comenzó a insultarlo. David pensó que era una extorsión y que debía colgar, pero no lo hizo. El agresor le dijo que lo tenían vigilado, que sabía que en ese momento estaba en el campo con un azadón quitando la hierba de las plantas, que sus hijos estaban en la iglesia del pueblo tomando catecismo, y que su esposa había ido al mercado. El miedo lo paralizó y no pudo hacer nada. El hombre le gritó con insultos que le tenía que entregar 250 mil pesos para que no sufriera las consecuencias, y le advirtió que no intentara “pasarse de listo”.

David volvió rápido del campo y encontró a sus hijos en la iglesia. A su esposa se le hizo extraño que su marido llegara temprano; no le comentó nada. Fue directamente al altar de su casa a pedir ayuda a la Virgen de Juquilita. Le contó a su compadre y llegaron a la conclusión de que sólo era un intento de extorsión telefónica que no trascendería. Pasó una semana y no supo más de los extorsionadores.

Pero luego recibió otra llamada. Una voz prepotente le dijo que esperaba los 250 mil pesos, que los dejara en un terreno, adentro de una bolsa de costal tirada en la barranca, como si fuera basura. El miedo regresó, y se intensificó esa noche cuando le enviaron unas fotos de él con toda su familia.

Al día siguiente lo llamaron nuevamente. Esta vez fueron más agresivos. Le dijeron que sólo contaba con 24 horas para entregar el dinero, y que su tiempo corría.

David tuvo que contarle a su esposa para que se cuidara y cuidara a sus hijos. Empezó a conseguir el dinero; su compadre le prestó, pero no completaba el monto que le pedían. Decidió vender su terreno para ajustar la cantidad. Era muy precipitado; su compadre encontró un conocido que trabajaba en el ayuntamiento, que, a un precio menor de su valor real, compró el terreno. David y su compadre pidieron prestada una camioneta; llegaron al lugar pero no había nadie. Colocaron el dinero dentro del costal, lo aventaron a la barranca y, sin perder un segundo, se fueron.

Desde ese momento ya no ha vuelto a recibir llamadas. Pero el miedo persiste, así como la duda acerca de cómo los extorsionadores conocían todos los movimientos de su familia. Esto hizo que David sospechara de alguien de su mismo pueblo. Se preguntó si había pasado lo mismo con otras familias de la comunidad, pero no se atrevió a investigar. Por seguridad y para proteger a su familia, no presentó denuncia.

Ahora espera que nada más suceda, y pone su fe en Dios y en la Virgen. Asegura que volvería a perder todo a cambio de estar bien con su familia: “Mejor perder un terreno y dinero, que a mis hijos”.

Homicidio y “derecho de piso”

José, de 42 años, con cuatro hijos de entre 3 meses y 12 años de edad, atendía el negocio familiar de compra y venta de artículos del hogar. Cuando bajó la venta, decidió ofrecer también licuados, jugos, fruta, gelatinas y pulque los fines de semana; así le iba bien.

Un miércoles, angustiado, José le contó a su hermana que hacía unos días unos hombres lo habían visitado. Lo obligaron a trabajar para ellos vendiendo diferentes tipos de droga; el negocio era una buena pantalla y las autoridades no se darían cuenta. Pero José no aceptó. Los sujetos le exigieron 20 mil pesos para poder seguir trabajando en su negocio; en caso de no entregarlos –le advirtieron– lo matarían.

José le pidió a su hermana que el tema se quedara entre ellos; no quería alarmar a la familia. La hermana logró entregarle ocho mil pesos y entre los dos juntaron diez mil. Dos días antes de la fecha límite, llegaron dos sujetos en moto y al no haber logrado reunir los 20 mil pesos, lo mataron con cinco impactos de bala: dos en el brazo, dos en la pierna y el tiro de gracia, en la cabeza.

Al parecer, una bala perdida alcanzó a otro hombre por el frente. Fue llevado al hospital, pero se desconoce si sobrevivió.

Posteriormente, la familia de José levantó una demanda contra el Servicio Médico Forense, por no haber realizado el levantamiento del cuerpo debidamente y porque la tienda había quedado sellada. Con esta medida lograron reapropiarse del negocio familiar. Por miedo, la familia no levantó ninguna demanda por la muerte de José.

En los últimos tres meses, la violencia ha sacudido su colonia: más de veinte casas han sido saqueadas, muchos negocios están cerrando debido a que, luego de los robos, sus dueños no se sienten seguros. Al parecer, se trata de una banda extremadamente violenta que integra a miembros de la misma colonia. Los vecinos están organizados, se han coordinado con la policía preventiva, pero no se sienten convencidos. Piensan que el linchamiento sería la única forma efectiva de resolver el problema.

Ilustración del cómic “Me estaban entrenando como un pinche sicario” de Octavio Jiménez (http://mercadonegro.x10.mx/admin/)
La comunidad se levanta

El 14 de junio de 2017, Julio César Hernández Bonilla, de 42 años, moto-taxista de Amayuca, fue asesinado en Amilcingo, Temoac.

Al regreso de un viaje a Huazulco, fue interceptado por tres hombres desconocidos de aproximadamente 30 años de edad, que lo despojaron de su vehículo y lo llevaron a una zona apartada a las afueras del pueblo de Amilcingo.

Julio César alcanzó a llamar a su esposa para decirle que su vida corría peligro. Ella de inmediato solicitó ayuda a las autoridades policiacas y a los moto-taxistas para encontrar y auxiliar a su esposo. Los policías –salvo los de una patrulla– no reaccionaron, pero unos 40 hombres jóvenes y mayores, la mayoría moto-taxistas, fueron a buscarlo.

Su cuerpo fue localizado sin vida en la puerta de una casa en construcción, a las afueras de Amilcingo, cerca de una carretera que colinda con el municipio de Jantetelco. Tenía dos impactos de bala en el cráneo. El grupo que halló el cuerpo pidió revisar una bodega de cacahuates, detrás de la casa; el dueño accedió. Dos hombres salieron corriendo de ahí y tomaron un taxi. Un tercero logró escapar a pie, al parecer conocía bien el terreno.

Ante la apatía de la policía, la gente se montó en cólera. Amayuca, de unos 1300 habitantes, era un poblado tranquilo; pero últimamente se habían presentado robos y un asesinato de un agricultor, en su propio terreno. Las autoridades no hicieron nada. Este último suceso fue la gota que derramó el vaso.

El ayudante municipal dio permiso para hacer sonar las campanas de la iglesia, a donde llegó más de la mitad del pueblo. El hermano de Julio César hizo un llamado enardecido a la comunidad de Amayuca, denunciando la inoperancia de las autoridades. Urgió a la población a que despertara ante esta ola de violencia para exigir a las autoridades detener y encarcelar a los culpables. El presidente municipal y los policías no dieron la cara; quizá temían ser linchados por la multitud enfurecida.

Los pobladores decidieron salir a buscar a los responsables y hacer justicia por su propia mano. Al llegar a la escena del crimen, no encontraron nada; entonces se trasladaron a la cabecera de Jantetelco para pedir en persona al presidente municipal, Juan Felipe Domínguez Robles, que hiciera su trabajo. Cuando llegaron, no encontraron a nadie. Sólo hallaron a un policía que tomaron como rehén para presionar a que las autoridades dieran la cara. Pero aun así, nadie se presentó.

Pasaron las horas y ninguna autoridad llegó. Los familiares de Julio César decidieron trasladar el cuerpo a su hogar para ser velado por la esposa y los hijos. El pueblo hizo una colecta. Al día siguiente, el cuerpo fue trasladado a las afueras de la Ayudantía Municipal de Amayuca con carteles que exigían la renuncia del presidente municipal y del jefe de policías.

Tres días después, la policía volvió a Amayuca junto con el Ejército, pero encontraron a un pueblo sosegado. También llegaron los periodistas. Una semana más tarde apareció el presidente municipal para atender otro asunto. Frente a este abandono e inseguridad, la comunidad decidió formar grupos de vigilancia vecinal para así poder poner un alto a la delincuencia. Es la primera vez que la población de Amayuca se organiza para defenderse de la delincuencia.

Reflexiones finales

Estos sucesos, experimentados por estudiantes de la licenciatura en Sociología de la FESC/UAEM, constituyen una ventana para entender la realidad que están viviendo muchas personas en el oriente de Morelos. Saltan a la vista los niveles de indefensión y de terror en que la población está inmersa: casi no hay denuncias por el miedo, la impunidad y la falta de confianza en el sistema judicial. La denuncia se percibe como una situación que coloca a la víctima en un mayor riesgo e inseguridad. Por supuesto, Morelos no ha sido históricamente un estado pacífico, pero en el pasado la violencia se había dado en olas, como por ejemplo en los tiempos de los bandoleros, los poderes fácticos de los hacendados y los enfrentamientos entre insurgentes zapatistas y militares, en la Revolución mexicana1Entrevista con Dr. Carlos Barreto, UAEM, 31 de julio de 2017.. Hoy en día, las violencias tampoco son permanentes, lineales ni homogéneas en todo Morelos, pero sí se constata en estas historias que mucha gente que vivía en relativa paz en el presente quiere hacer justicia con sus propias manos, como resultado de la absoluta ineficiencia –¿o miedo, ¿colusión?– de las autoridades. Otros, en cambio, como en el centro de Cuautla, lograron colaborar con el Ministerio Público para poner fin a una ola prolongada de extorsiones o “derecho de piso”.

A través de estos relatos podemos ver la manera en que la violencia afecta las subjetividades de las personas de a pie y sus familias, dejando huellas difíciles de sanar. Han tenido que tomar medidas que antes no se acostumbraban: evitar andar solo de noche, asumir una actitud de vigilancia permanente, desconfiar de los vecinos, de la gente en la calle, encerrarse, defenderse con bardas, con carteles, y seguramente algunas personas con armas, aunque esto es rechazado por otras.

Lo que es alarmante es que, al parecer, la violencia y la inseguridad ciudadana están al alza en muchas colonias y pueblos, y que hay perpetradores dentro de las mismas. Esto lo señala elocuentemente el agricultor que tuvo que vender su terreno, por las fotos que revelaban que los malhechores sabían cada paso suyo y de su familia. Se percibe que el tejido social está en juego. Cuando la gente se junta y se solidariza –como en Amayuca– a la vez se empodera; mientras que en algunas colonias de Cuautla, el tejido social histórico se está desgarrando entre vecinos: las familias se aíslan, desconfían, se inmovilizan por miedo a represalias.  

0

Leave a Comment