Huellas

Tetelcingo, tierra de náufragos en el olvido

La investigación realizada por la familia de Oliver Wenceslao Rodríguez Hernández, quien fue secuestrado y luego asesinado en 2013, y cuyo cadáver fue colocado “por error” en una de las tres fosas clandestinas de Tetelcingo, Cuautla, por personal de la fiscalía de Morelos, a pesar de que estaba plenamente identificado por la familia, reveló uno de los escenarios más terribles y dolorosos de la barbarie que se vive en México1.

Luego de momentos de tensión por exigir al Estado que se aclarara la procedencia y se llevara a cabo otra exhumación de más de cien cuerpos –de adultos y niños– que se hallaban en dichas fosas, familiares de personas desaparecidas y la UAEM trabajaron con la fiscalía estatal y corporaciones federales, registrando la extracción de cuerpos a fin de ayudar a identificarlos. Una de las personas involucradas en ello es Valentina Peralta, quien, al término de la primera fase de investigación, cuenta lo que significó para ella Tetelcingo.


ANOCHE TUVE PRESENCIAS de caras blancas flotando en mi cuarto, acercándose y oprimiendo mi cuerpo contra la cama; presionaban con fuerza la cadera y el costado izquierdo, en la parte del tronco, al lado de las costillas. No podía respirar…

Me sabía despierta, miraba todo alrededor y reconocía mi recámara. No sé si eran los muertos o quienes los mataron o quienes los enterraron o quienes no querían que los sacáramos… Creo que era la maldad con caras de humanoides en blanco y negro, que abrían y cerraban las bocas, amenazantes, vociferantes encima de mí.

Me quieren asustar, pensé. No lo van a lograr, repetía en la mente mientras hacía esfuerzos por hablar, por empezar a balbucear desde mi declarado escepticismo religioso –producto de la escuela de monjas– los párrafos del padre nuestro, pero no lo recordaba… Padre nuestro, que estás en el cielo… los cielos, hágase tu voluntad, ¿qué sigue…?

Mientras, las caras blancas con huecos oscuros, máscaras montoneras sin cuerpos oscilaban a mi alrededor, y yo inmovilizada en la cama; hacía esfuerzos por moverme, por hablar, pero pesaban mucho. Logré liberarme y desperté; mientras regresaba a la realidad, alcancé a escuchar un ruido gutural enronquecido que salía de mi garganta, como el de un animal que gruñe, acompañado del sabor agridulce a nanches maduros.

Era mi primera noche desde que volví a casa nuevamente, por primera vez en mi cama, después de pasar quince días en Tetelcingo, del 21 de mayo al 4 de junio, la mayor parte del tiempo con personas muertas. El cansancio acumulado me cerraba los ojos como párpados de plastilina; pudo más el sueño que el miedo a que volvieran a manifestarse esas apariciones de aspecto siniestro, y esa madrugada sólo cambié de posición, boca arriba para estar alerta por si regresaban… y regresaron, necios ellos, necia yo.

Aletearon, revolotearon sobre mí con más fuerza, otra vez abriendo y cerrando sus hocicos blancos, vacíos, profundos y oscuros, gritando mudos sobre mi cara, oscilando cerca, lejos, cerca, lejos en un columpio de hambre… Me querían comer; se combinaban como jauría esperando un descuido mío para alcanzarme.

No van a poder, me dije en la mente. Mi cuerpo estaba cautivo, otra vez estaba atada, amarrada, sin que pudiera moverme, ni despertar ni hablar…

No van a poder, no van a poder; no les tengo miedo, esto es sólo producto del cansancio, sólo estoy cansada y me voy a dormir a pesar de que me quieren asustar. Voy a dormir y todo pasará, llegará la mañana y todo habrá pasado, no van a poder doblegarme, es sólo mi subconsciente… hágase tu voluntad… ¿qué sigue? Sólo recordaba el “amén”. No es suficiente, seguro tengo que echarme completo el padre nuestro, pero como no lo recordaba creía en lo que dice Solalinde: que me asista el Espíritu Santo, que me asista para correr a todas estas presencias que me quieren asfixiar, que me asista para que me dejen dormir… ¿O tal vez eran ellos mismos, nuestros muertos rescatados de su naufragio, quienes me compartían un poco de las sensaciones de ahogo y opresión en que vivieron muertos durante dos años, sepultados en las fosas de Tetelcingo?

Fotografía de Nelly Ramírez Olayo

Desperté.

Seguro era por el impacto que me guardé todos estos días, era mi inconsciente que ahora se da el permiso de asustarse del horror, de todas esas horas en que fui anfitriona de los recién llegados, de los invitados, de los devueltos, de los muertos, de los muertos, de los muchas veces muertos de muchas maneras.

Seguramente era el permiso que me daba de recordar su nacimiento, su llegada a la superficie, paridos por la tierra seca, uno a uno, una a una, sacados a fuerza por una herida profunda de cesárea violenta y desgarrada como única opción de vida o muerte, fueron presentándose ante nosotros con sus cuencas profundas, encías incompletas, cráneos aplastados, deformados o fracturados por los mismos cuerpos de sus compañeros de sepultura, que aventaron unos sobre otros, como bolsas de basura, triturándose entre todos inevitablemente; genitales machacados que ya no representaban ningún género, sólo servían de referencia para decirles: “Probablemente masculino o femenino”. Dejaron de ser personas, ahora eran cuerpos, restos: cadáver uno, dos, tres, ochenta y cinco, ciento catorce… resto I, II, III, IV…

Personas convertidas en costales, capullos de olvido, madejas de polietileno, amarrados como momias con plástico negro en la postura vertical del cuerpo roto, muerto, olvidado, con un cacho de triplay de 30 por 180 centímetros, atado a la espalda con plástico de embalaje, rebobinados, envueltos por la telaraña de la alimaña gigante de la omisión, la negligencia, el crimen que los llevó a su nido bajo tierra, a la nada de la desaparición, la cual los guardaría para siempre, para comerlos después, para roer sus huesos con calma, para beber sus líquidos, depositarlos en un enjambre de huevecillos dentro de un pozo al que nunca se consideró abrir. No existía resquicio para dejarlos escapar una vez que se los había tragado la tierra.

Para eso le alcanzó a la Procuraduría de Justicia del Estado de Morelos, para que las personas no identificadas fueran envueltas con unos metros de plástico, amarrados en los extremos con tiras de trapo, como un caramelo con relleno humano; algunos con un cacho de madera sujeto en la espalda, entre decenas de cuerpos revueltos con la tierra, en dos hoyos de tres por seis metros y cuatro de profundidad, sin más clasificación que una etiqueta de papel pegada encima del envoltorio, a sabiendas de que la humedad la desbarataría. En el mejor de los casos, fueron acompañados por una botella de plástico o recipientes reciclados con un papel en su interior, con datos que pudieran ser del número de carpeta, de SEMEFO, de alguna fecha o algo que nos pudiera decir quién era esa persona, dónde la encontraron, cómo llegó ahí.

Algunos fueron sepultados con sus pertenencias en lugar de entregarlas al Ministerio Público para que formaran parte de las evidencias de investigación. Éstas fueron sepultadas junto con las personas sin vida: pulseras, collares, anillos, percings, medallas, llaveros, zapatos. La ropa, a veces en bolsas de plástico dentro del envoltorio, otras directamente sobre los cuerpos, estaba enmohecida, atrapada por el tejido esponjoso que recubre todo; algunas prendas tenían adentro papeles con escritos ilegibles, letras que por la humedad se disolvieron, probables datos de identificación, perdidos por desdén y negligencia. Encontramos cosas en las bolsas, cuando se supone que esas prendas ya se debían haber revisado previamente de manera exhaustiva por las autoridades.

Todos náufragos en el olvido, en la oscuridad, alejados cada vez más de lo humano, soterrados, abandonados, desamparados, esperanzados sólo en el recado de la botellita: su SOS para que pudieran regresar a su vida cegada.

Algunos no tenían nada, ni etiqueta, ni botellita ni papel, únicamente su cuerpo macerado y su silencio. Sólo nos tenían a nosotros para que les buscáramos tatuajes, cicatrices, dientes chuecos, lunares, cualquier símbolo que nos dijera algo acerca de su identidad; nos tenían a nosotros, los locos, a los creyentes de las quimeras, del sueño de la verdad, de justicia, de la paz, a los delirantes de lograr que México sea nuevamente nuestro país, un país en el que siempre podamos ser personas, donde podamos recuperar el derecho a vivir y a morir como seres humanos.

Lo más nítido de los sepultados en las fosas de Tetelcingo es su inevitable transformación en quijotes de papel maché húmedo, oloroso; lo preciso son sus manos crispadas, sus dedos cerrados, aferrados, los pliegues de sus pieles deshidratadas, el desfile de jugos putrefactos que fluyen y resbalan, de requesones de larvas, de tapas de cráneo que al abrirse dejaban escapar nubes de moscas pequeñas, después de incubarse y alimentarse durante 26 meses de ese guiso caliente de decenas de seres humanos, de personas pudriéndose bajo la tierra helada.

Imágenes en carrusel que giran y se suceden interminables: abrir los envoltorios, el plástico transparente, el plástico negro, la bolsa para cadáver, la tapa del cráneo, la piel, cuerpos envueltos en una suerte de muñecas matrioska, dejando escapar en cada capa de la desenvoltura a cientos de insectos, polvos y tejidos pulverizados que resucitaban con el aire; los insectos se dispersaban con sus patitas y alas impregnadas de tejido putrefacto (como las mariposas de García Márquez). Imaginé el cielo de Tetelcingo, de Cuautla, de Morelos, de todo México, cubierto por estos diminutos seres que transportan y polinizan en los caminos de su vida, la evidencia de la muerte en nuestro país.

Después de algunos días conviviendo y conmuriendo entre ellos y ellas, cuando el “gusto” de sus variados olores agridulces mezclados se había instalado en mi paladar como depósito de nanches maduros, fermentados, ácidos y dulces, reconocí que cuando tosía, estornudaba, gritaba o cantaba, cuando el aire pasaba con fuerza por mi garganta, se presenta nuevamente no como un olor, sino como un sabor. Los muertos no huelen; cuando pasas muchos días con ellos, te das cuenta de que los muertos saben, su sabor se anida en el fondo de la garganta, en lo alto del paladar.

Así vamos aprendiendo a identificarlos, por todo lo que los hace diferentes. Ya no son los muertos numerados, los cadáveres, los cuerpos, los restos. Se van convirtiendo en el joven con dentadura impecable; el anciano sin un solo diente, el peloncito; la muchachita delgada con brackets de ligas rojas; el señor enorme con tatuajes en los antebrazos que no podían cargar entre dos; el pie blanco de mujer que estaba partido a la mitad y tenía un tatuaje amarillo de flores, que fue colocado dentro de una bolsa de plástico junto con el cuerpo de otra persona; el brazo con tatuaje y una mano larga con dedos de pianista; el señor que resultó con tres piernas. Niños y niñas que estuvieron aplastados entre decenas de cuerpos de adultos: la chiquita que la doctora de la fiscalía no quería armar, porque “…no tiene caso llamar a antropología para que intervenga el cuerpo, ya tiene número de carpeta de investigación”.

¿Cómo no va a tener caso llamar a los peritos para que rescaten sus pequeños huesos de entre esa masa de tejido putrefacto? ¿Cómo no va a tener caso devolverle la humanidad a esa pequeña que se le ha partido en cachos el cráneo, con costillitas de bebé y huesos como de pollito, revueltos en esa pasta pegajosa y blanquecina que la oculta, que la envuelve, que la desaparece? ¡Que chinguen a su madre todos los que consideran que un ser humano muerto ya no tiene derechos ni dignidad, que lo único que importa de su existencia se reduce a tener un número de carpeta! ¡Claro que se arma su cuerpo, sobre mi cadáver que se arma! Si no, ¿entonces para qué estamos aquí, si no es para defenderlos, para hacer que los respeten? Los integrantes de la sociedad civil no somos sólo observadores, somos hacedores, somos exigidores de lo justo, de lo debido.

Entonces se armó y la pudimos ver por su esqueleto limpio y acomodado, conformando; se llevaron muestras para sacar su perfil genético. Ahora, sus huesitos limpios están juntos en una bolsa para esperar que alguien que la busque, la vuelva a encontrar; nosotros ya la encontramos, la conocimos, la arrullamos con nuestras miradas húmedas y la hicimos respetar como lobas rabiosas, con esa misma rabia miramos al funcionario que dijo que algunos no tenían necropsia porque eran indigentes. ¿Qué los indigentes no son personas? ¿No son sujetos de derechos ni vivos ni muertos?

La niña de 1. 35 de estatura a quien, por los dientes, le calculan la edad de 11 años, tiene las uñas pintadas de blanco o rosa pálido. ¿Cómo nadie la va a estar buscando? ¿Estaría perdida, sería víctima de trata? El otro niño o niña tiene aproximadamente tres años de edad. ¿Cómo puede no ser reclamado? La señora de Tepoztlán de cabello largo, con sus pulseras puestas y pezones negros y grandes que se han resistido durante años a pudrirse y desaparecer; la muchacha entre 18 y 23 años con pantalones de moda con brillantitos; el muchacho ejecutado desde marzo de 2011 por disparo de arma de fuego en la cabeza, con el borde del hueco quemado que le quedó en el cráneo cuando le dispararon a quemarropa, el mismo a quien no le hicieron la necropsia de ley y lo tuvieron así en el SEMEFO durante tres años, sin desvestirlo, sin quitarle los tenis, y así permaneció sepultado en Tetelcingo durante otros dos años, con su playera deportiva tipo jersey blanco con el número nueve y el nombre “Romo” en la espalda, dejó de ser el cadáver 37, para convertirse en una de las evidencias más oscuras y perfectas del desprecio que el estado de Morelos demuestra por la vida de las personas. La entonces Procuraduría General del Estado de Morelos, bajo el mando de Rodrigo Dorantes Salgado (ahora inexplicablemente delegado de la PGR en Durango, donde hay múltiples fosas clandestinas, ¿será su especialidad?), dejó pudrir a ese muchacho con su propia ropa, sus pies se desbarataron en sus tenis Nike rojos que tuvieron las agujetas amarradas durante cinco años de olvido, de ultraje, de ocultamiento. El joven médico forense sacó con sus manos los pies en pedazos, en puños de huesillos revueltos con tejido putrefacto. Ese joven asesinado que fue desvestido en la niñez cientos de veces por sus padres, era desvestido ahora con su cuerpo muerto y fermentado en una mesa metálica, colocada sobre un terreno árido, donde se improvisó el área técnico-científica de intervención, reconocimiento y procesamiento pericial de cuerpos sin vida, con el trabajo simultáneo de los científicos de la PGR, CNS, PGJ, UAEM, donde se recuperó todo lo que se inhumó de las fosas de Tetelcingo; donde también se instaló nuestra voluntad como parientes de la familia humana, como sociedad civil para usar nuestro radar que detecta marrullerías, trampas, artimañas, donde nuestra determinación de cuidar a cada persona rescatada propició un marcaje personal de las acciones e intenciones de quienes pretendían ocultarnos algo, que querían sesgar procedimientos.

Hicimos que mostraran etiquetas que escondían fugazmente bajo los cuerpos, que rectificaran medidas, que limpiaran tatuajes, que revisaran sus cuerpos por detrás, que contaran cada dedo de manos y pies, que voltearan las prendas de vestir, que buscaran tallas, marcas, etiquetas, que midieran zapatos…

Los representantes de la fiscalía de Morelos, médicos, peritos, criminalistas, reaccionaron con agresión y violencia del tamaño de su miedo, del temor hacia lo inocultable, del tamaño del ego y la soberbia sólida y acumulada por administraciones de gobierno, donde la prepotencia y las prácticas feudales son la única manera en que conciben gobernar, en las que les parece inconcebible que la gente común les exija información, transparencia, y donde más bien las personas somos consideradas como lacayos. De todos modos, no dimos un paso atrás.

Ahí estuvimos, en nuestros puestos, para recibirlos, para darles la bienvenida, para acariciarlos con los ojos y hablarles, sincronizando con ellos, nuestros seres humanos sin vida, el ritmo de nuestros latidos, hasta que reverberaran dentro de sus huecos, hasta que se filtraran entre sus tejidos porosos, hasta que el eco de nuestra presencia los despertara de la ausencia y escucharan nuestro deseo de que vayan calmos al sitio de los muertos mientras nosotros, los vivos, buscamos a sus familias. Nos respondieron con su lenguaje de “la casualidad”, reforzando nuestros argumentos con evidencias, con pruebas en el momento oportuno.

Fotografía de Lilia Villegas

En medio de decenas de ojos incrédulos de peritos y médicos, ministerios públicos, defensores de derechos humanos y víctimas que buscan a sus familiares, nos preguntamos: ¿qué tiene que pasar en una institución que procura justicia para que a una persona asesinada por arma de fuego le asignen carpeta de investigación, expediente forense, llamado pericial y se le practique la necropsia de ley? Que no se le quite la ropa, que lo tengan retenido sin vida durante tres años en el SEMEFO y luego lo dejen sepultado durante otros dos años en una fosa irregular, sin observar los mínimos detalles que determinan los protocolos relacionados con fosas comunes, sin señalamientos, con características más propias de las fosas de la delincuencia organizada que de las fosas comunes institucionales. ¿Quién hizo o dejó de hacer para que este muchacho estuviera cinco años en manos de la autoridad y fuera privado de sus derechos elementales de justicia, de sus derechos humanos? ¿Quién es, por qué lo ocultaron, a quién encubren…?

Convivir y conmorir con los muertos de las fosas de Tetelcingo me hizo desaprender los prejuicios hacia los cuerpos de las personas, hacia los seres humanos sin vida; me hizo conocerlos más allá de la vida y de la muerte, más allá de la forma, del límite y del estado de sus cuerpos; unos tienen la piel oscura, otros clara, otros son osamentas, sólo huesos desarticulados, siluetas con poca piel; otros con músculos casi intactos, delgados, gordos, con barba, lampiños. Uno olía a mantequilla. Me acerqué más y comprobé que sí… olía a mantequilla.

Huelen distinto, se ven distintos a los vivos, pero son personas, siguen siendo personas como yo, como mis hijos, como mis hermanos, como mis amigos, sólo están muertos de la carne. Los muertos rescatados de las fosas de Tetelcingo no dan miedo, no dan asco: dan tristeza y coraje por ver cómo los han tratado; dan ternura, como encontrar un pajarito muerto por el que ya no puedes hacer algo para que vuelva a volar.

Aquí estamos lo suficientemente enloquecidos, delirantes, cuerdos, convencidos, fuertes y decididos a continuar, para tratar de regresarlos a los brazos de sus familias. Mientras tanto, que se consideren adoptados por todos nosotros, que los muertos sepan que los queremos. Dan ganas de ayudarlos, dan ganas de abrazarlos, de estirar sus dedos, de extender sus brazos, de acomodarlos para que descansen, de tomar sus manos y hablarles y decirles que ahora duerman. Que la pesadilla en la que los sumieron en esa fosa oscura y terrible, llena de desprecio y olvido, ya terminó.

Tlalpan, Ciudad de México,
5 de junio de 2016. 

 


1. Ver Jaime Luis Brito, “Fosas de Tetelcingo: Las historias de las víctimas (video)”, Proceso, México, 2016.
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