EN UN ESCENARIO DE CRISIS GLOBAL
En medio de una crisis global que parece mostrarnos los escenarios más radicales de la modernidad, surgen ideas y cuestionamientos que trazan la posibilidad de un cambio alentador. ¿Cómo debe actuar la universidad ante las problemáticas que ha causado la globalización? ¿Cuál es el gran desafío? Miguel Albarrán, coordinador de Asesores de Rectoría de la UAEM, nos aproxima a las respuestas de esta discusión.
Nada altera el desastre: llena el mundo
la caudal pesadumbre de la sangre.
EFRAÍN HUERTA
LA CRISIS GLOBAL
APENAS INICIADO EL SIGLO XXI, la crisis del sistema global se agudizó. El mundo se desgarra y amenaza con derrumbarse. La violencia como ideología del darwinismo de libre mercado está barriendo con toda cohesión social. La sociedad está atomizada, inmersa en un proceso de autodestrucción.
Estamos indudablemente frente a la más grave encrucijada de la historia; ya no se puede caminar más por el mismo camino. Hace tiempo que el sentido humanista de la vida perdió su frescura; en su interior han estallado contradicciones destructivas: la desconfianza, el miedo, la inseguridad y una cosmovisión caótica de lo desconocido han minado su vitalidad. Demasiadas esperanzas se han quebrado en el corazón de los hombres.
La modernidad occidental otorgó a los hombres una cultura que les dio amparo y orientación. Bajo su firmamento, los seres humanos atravesaron con euforia momentos de esplendor y sufrieron guerras y miserias atroces. Hoy esa modernidad se derrumba estrepitosamente; asistimos a su muerte, sabiendo que ha sido construida con los esfuerzos de millones de hombres que, paradójicamente, le han dedicado voluntariamente su vida, con sentido o sin él, para bien o para mal, durante cinco siglos. Es una muerte que arrastra tras de sí una triple destrucción: del individuo, de la naturaleza y de pueblos enteros.
La confianza en el hombre y en las fuerzas autónomas que lo sostenían se ha erosionado profundamente. La razón liberal del Renacimiento devino arrogante, egoísta y utilitaria: en aras del progreso capitalista renunció a la justicia social. Hoy aparece desencantada y agotada en el mejor de los casos, o repudiada por aquellos que en los dos últimos siglos fueron objeto de las pretensiones civilizatorias de occidente. La crisis civilizatoria que estamos viviendo –crisis de sentido como numerosos autores le llaman–, se explica a partir de esa racionalidad arrogante y sus excesos de explotación despiadada de la naturaleza por la vía de la ciencia, la técnica y el progreso: “No, el infierno no ha ascendido a la superficie. Es que a causa del progreso, la tierra desciende al orbe subterráneo en donde sólo existe fuego oscuro. Poco a poco bajamos sin darnos cuenta hasta el centro en llamas.
Nos fundiremos con la hoguera en que empezó este error ya irreparable”1.
La destrucción de la naturaleza, consecuencia del error que señala Pacheco, obedeció a una actitud profunda: la degradación de los entes naturales en meros objetos. Al reducir el mundo a un objeto que debe ser dominado y transformado, las cosas dejan de tener un sentido intrínseco; el hombre deja de escuchar lo que las cosas tengan que decirle, para exigir que se sometan al lugar que les señala en su discurso. El hombre se ve a sí mismo como “amo” de la naturaleza y actúa con respecto a ella obedeciendo a su codicia y a su afán de dominio, más que a su inteligencia; usa destructivamente el enorme poder que adquiere. Su racionalidad ha devenido, paradójicamente, en irracionalidad: “Si nos salvamos no ha de ser con la tecnología, sino con un retorno a la inteligencia. Aunque por ahora, está venciendo el homo stupidus stupidus”2.
Así hemos aprendido brutalmente una realidad que debimos haber previsto dado el fundamento amoral del conocimiento científico: la ciencia y la técnica no son neutras ni por sí mismas garantía de nada, mientras que a sus realizaciones les sean ajenas las preocupaciones éticas: “Demasiados seres humanos, apoyados en el desarrollo tecnológico y espoleados por la codicia, continúan dominando y expoliando a la naturaleza en el avance hacia el “progreso”; son pocos, demasiado pocos, los que toman en consideración las consecuencias de sus acciones… Nuestra experiencia está dominada por respuestas racionales y técnicas que embotan nuestra sensibilidad para descubrir la diversidad y la inmensidad de la vida y del universo”3.
La crisis civilizatoria coincide con el avance de la globalización, actualización compleja y sofisticada de la múltiple y secular violencia que ha acompañado a la modernidad capitalista y que se ejerce, sobre todo, contra las culturas originarias, la naturaleza y las personas: “Para sus malditos creadores, la globalización significa la captura ad infinitum del poder omnímodo. Pero es también el sistema adicional para acabar con la humanidad. Tal vez sus gestores no advirtieron que la humanidad no sólo incluye a los seres comunes y a los menesterosos, sino también a los dueños del poder, a los fabricantes de misiles y a los empresarios de la muerte”4.
En el marco de esa globalización se actualizan los procesos de acumulación por despojo –sostenidos por múltiples tipos de violencia, incluida la violencia de Estado–, que destruyen otras matrices civilizatorias e incorporan a productores antes autónomos a la red salarial del mercado, en condiciones de humillación y servidumbre.
La privatización de todo es la consigna de nuestro tiempo. Detrás de esta consigna se esconden monumentales intereses económicos que imponen un proceso de acumulación por despojo que se extiende en el mundo pasando por encima de los derechos humanos y la legalidad. En las últimas tres décadas se han privatizado bienes y servicios públicos, tierras, medios de comunicación y transporte, telecomunicaciones, la banca y los servicios financieros, la seguridad pública, el petróleo y la petroquímica; minas y complejos siderúrgicos, sistemas de seguridad social, fondos de pensiones, la educación, puertos, carreteras, sistemas de agua potable, represas y la energía, hasta llegar a la imposición de la minería a cielo abierto, que destruye ecosistemas y vida. “Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus tierras, y siguen condenados a la negación de su identidad diferente… Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron ejecutados a nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen a nombre del dios del progreso”5.
De esta manera se arrasa con la biodiversidad, las creaciones intelectuales, los saberes locales, los códigos genéticos, los espacios radioeléctricos y aéreos, la energía eólica, la biósfera y recursos necesarios para la vida, como el agua y las semillas. Se trata de una fuerza abstracta que conduce finalmente a la violencia y al exterminio de pueblos enteros, culturas, bosques, ríos, lagos y cultivos milenarios, todos consustanciales a la vida humana.
Sin embargo, frente a este despojo, hoy también se develan renovadas formas de democracia, organización, producción, solidaridad, resistencia y rebelión. Somos testigos de la irrupción de amplios movimientos ciudadanos en innumerables países que protestan indignados contra la realidad de un mundo cada vez más injusto, más violento e inseguro, movimientos desde los cuales emergen opciones que reivindican la utopía y apuntan a la conformación de un proceso global emancipatorio.
LA UNIVERSIDAD PÚBLICA DE
CARA A LA CRISIS GLOBAL
En tiempos en que el planeta es amenazado, razonar con lucidez y obrar con justicia –como apuntó Jorge Luis Borges– nutre el espíritu de rebeldía ante un presente estado del mundo que es intolerable.
Es deseable que la universidad pública haga eco de Borges: no puede permanecer al margen de esa amenaza, de sus orígenes y de sus efectos; mucho menos puede ignorar las alternativas emergentes que otros actores sociales impulsan para enfrentarla. En este sentido, no sólo debe estar atenta al desarrollo de esas alternativas, nutrirse de ellas y articularse estrechamente a ellas como protagonista principal, sino, a su vez, construir alternativas propias e impulsar esfuerzos colectivos orientados a cambiar el rumbo de la historia: “Hace ya cinco siglos, Europa decretó que eran delitos la memoria y la dignidad en América. Los nuevos dueños de estas tierras prohibieron recordar la historia y prohibieron hacerla. Desde entonces, sólo podemos aceptarla”6. La universidad pública ha de oponerse enfáticamente a esta prohibición.
La tarea, sin embargo, no es fácil. Las universidades públicas del siglo XXI están siendo sometidas a enormes presiones de diversa naturaleza. Es obvio que la globalización como proyecto cultural hegemónico tiene profundas repercusiones sobre la educación superior. La productividad y la eficiencia se han impuesto como criterios de calidad educativa; la competitividad económica y la “racionalidad del mercado” inciden en los estándares de calidad académica de las universidades mexicanas; hay presiones para que los estudios realizados en ellas sean evaluados conforme a “competencias” y a normas internacionales7.
A medida que se reafirman las políticas neoliberales globalizantes en lo económico, se van también consolidando políticas de educación superior coherentes con ellas. Unas y otras son parte del programa económico y social neoliberal y constituyen un conjunto orgánico de estrategias culturales orientadas a revertir el consenso y la legitimidad existentes que consideran al espacio de las universidades públicas como escenario abierto al debate y reflexión crítica en la lucha por los derechos humanos, individuales y sociales.
El horizonte de este programa es un cambio cultural que permita sustituir ese consenso por otro que incorpore de manera incuestionable los valores propios de la empresa privada, de la competitividad y del lucro. Es decir, sustituir la ética pública construida colectivamente, por una ética de libre mercado, importada del mundo empresarial sin mediación alguna, y que supone la eliminación de la dimensión política de la vida universitaria.
De esta manera, se busca imponer una “nueva racionalidad educativa”, que borre del imaginario social la idea de la educación pública como derecho social y conquista democrática, reivindicaciones parcialmente logradas después de años de luchas históricamente vinculadas a la construcción de ciudadanía. Se trata de despojar a la memoria colectiva de sus anclas histórico-culturales y retirar del sentido común de las mayorías el interés político que orientó la constitución de valores y contenidos culturales referentes a la educación.
La crisis de la universidad pública es mucho más que un problema de gestión, capacidad y competitividad académicas, internacionalización o innovación tecnológica.
Esta nueva racionalidad ha dado lugar a una revaloración de la universidad privada y a una nueva ubicación de la universidad pública. En efecto, en los últimos 30 años los devastadores efectos económicos y sociales de las políticas neoliberales –contracción de los salarios, desempleo, pobreza, corrupción, inseguridad, violencia, ruptura del tejido social–, han transformado profundamente las condiciones de la universidad pública, que hoy enfrenta su propia crisis institucional de hegemonía, legitimidad y autonomía, que pone en peligro su existencia como bien público.
La crisis de la universidad pública es mucho más que un problema de gestión, capacidad y competitividad académicas, internacionalización o innovación tecnológica. Es un problema ético-político de pérdida de sentido –la misma pérdida de sentido que experimenta la modernidad realmente existente–, extravío que le exige a la universidad resignificar sus funciones sustantivas y adjetivas, a fin de re-crear su articulación con la sociedad en términos de compromiso con un proyecto histórico, ético-político, de universidad incluyente y socialmente responsable: “Hablamos del compromiso que, como universitarios, debemos asumir con las mujeres y hombres concretos de la sociedad. Hablamos de un compromiso ético-político de solidaridad, especialmente con aquellos que, en una situación y momento histórico concretos, están en condiciones de exclusión social, invisibilizados, cosificados, sin un futuro digno en su horizonte de vida; con aquellos que, perversamente, han sido producidos intencionalmente como inexistentes”8.
Lo anterior implica una universidad pública renovada, autocrítica, capaz de recrearse y de actuar en el mundo con responsabilidad y compromiso social; una universidad pública que reivindique la utopía como lectura alternativa de la realidad y que, en este sentido, rechace el dogma del pensamiento único; que postule la solidaridad y la ética pública por encima de la ética del mercado; que defienda el principio de la educación universitaria como derecho social y conquista democrática. Que forme sujetos históricos autónomos, dignos, solidarios, capaces de construir su propio proyecto de vida. En suma, una universidad pública del sujeto político que, como proyecto histórico, integre las diversas dimensiones de la vida humana: éticas, estéticas, científicas, culturales, sociales, económicas y políticas.
EL GRAN DESAFÍO
En un escenario de crisis global y de presiones de diversa naturaleza a las que es sometida la universidad pública, ampliar y consolidar su autonomía y legitimidad, en el horizonte de garantizar su existencia como bien público y de evitar su “mercantilización”, se constituye en el gran desafío de todo proyecto histórico universitario.
Tal desafío implica avanzar decididamente en la construcción de un paradigma universitario incluyente y socialmente responsable que, por un lado, reconozca saberes históricamente negados por el paradigma de racionalidad científica que le ha dado sustento a la universidad moderna heredada del siglo XVI europeo y, por otro, postule como principio la unidad naturaleza-ser humano.
Un paradigma que confiera una nueva centralidad a la universidad pública en el actual momento histórico; que le atribuya un papel activo en la reconstrucción del tejido social, en la construcción de solidaridad y de nuevas formas de democracia y producción social; en la defensa de los derechos humanos, de la diversidad cultural y de la biodiversidad; en la formación del sujeto político y la construcción de ciudadanía; en la lucha contra la exclusión social, la degradación ambiental y todo tipo de violencia: “Un paradigma de universidad imaginada como espacio público para la democratización de los conocimientos, es decir, como espacio de posibilidad para la construcción, por los diferentes actores sociales, de realidades alternativas que conjuguen experiencia política y utopía, experiencia histórica y contexto; es decir, como un espacio público de diálogos políticos y de saberes desde donde los sujetos sociales, mujeres y hombres concretos –trabajadores del campo y la ciudad, profesionales de diversas disciplinas, amas de casa, estudiantes–, recuperen su papel protagónico en la construcción de la historia”9.
En este horizonte utópico y autocrítico, la resignificación de la praxis universitaria en general es un imperativo insoslayable, pero, en particular, aquella que determina las formas de relación de la universidad con su entorno, puesto que es esta relación el fundamento de su legitimidad social y de su autonomía.
En este sentido, adquiere especial relevancia la función de Extensión universitaria. Su renovación y resignificación ha de orientarse en el sentido de propiciar un “diálogo de saberes” entre los actores universitarios y los actores sociales; diálogo cuyo horizonte histórico sea la construcción colectiva de alternativas a la globalización hegemónica, que tome en cuenta la diversidad cultural y la heterogeneidad de las lógicas, intereses y desarrollo histórico de las comunidades, las personas y los grupos sociales que las conforman.
Sólo desde una Extensión universitaria resignificada y renovada, se podrán trascender los esquemas lineales y unidireccionales de vinculación universidad-sociedad que históricamente han favorecido el colonialismo cultural, la fragmentación de los conocimientos, el aislamiento de las funciones sustantivas y el distanciamiento de la universidad de realidades y problemáticas locales reales; sobre todo, la exclusión de la vida universitaria de las creaciones culturales no occidentales, de los saberes sociales llamados “no científicos” y de los grupos sociales que solamente disponen de esas formas de conocimiento.
Sólo desde una Extensión universitaria resignificada y renovada, se podrán trascender los esquemas lineales y unidireccionales de vinculación universidad-sociedad.
Se trata de que la universidad pública asuma, desde esta función sustantiva, la realidad sociohistórica en movimiento; que se posicione políticamente frente a ella e incorpore la historia y la cultura como elementos vivos y actuantes en la construcción de sociedades más humanas y solidarias, más justas, libres y democráticas.
Pero, además, se trata de construir, junto con los jóvenes estudiantes, propuestas educativas vivenciales que “hagan apasionante el aprendizaje, que abran los espacios educativos a la realidad y, con ello, a lo no racional y no instrumental, en beneficio de la imaginación y el gozo de vivir que parecen perdidos en nuestros espacios universitarios y que, asimismo, proporcionen a nuestros estudiantes un sentido de realización personal y de futuro, más allá de los imponderables y reduccionistas signos del mercado”10.
Concebida de esta manera, la extensión universitaria se convierte en una función integradora y atributo esencial de la acción educativa, en tanto orientada a construir una relación de comunicación horizontal, estrecha y comprometida de la universidad con su entorno; una relación de comunicación y aprendizaje mutuo que permita, entre otras cosas, un constante diálogo e intercambio de saberes y experiencias entre interlocutores igualmente importantes, es decir, entre actores universitarios y actores sociales que, históricamente, han estado ausentes de la vida universitaria.
Una extensión universitaria resignificada y renovada en estos términos, contribuirá a la democratización radical de los conocimientos y al fortalecimiento de la universidad como espacio público abierto al debate político, desde donde los ciudadanos y los grupos sociales coadyuven con sus propios saberes y experiencias, a la solución de los problemas reales que les afectan.
EL DIÁLOGO DE SABERES COMO EJE
ARTICULADOR UNIVERSIDAD-SOCIEDAD
El “diálogo de saberes” se plantea como principal eje articulador de la comunicación universidad-sociedad. Pero, ¿cuál es el sentido de este diálogo, es decir, su significado profundo?
Habría que señalar que en el planteamiento del diálogo de saberes subyace una crítica radical a la racionalidad científica que surgió en el siglo XVI europeo bajo el dominio de las ciencias naturales –que más tarde, en el siglo XIX, se extendió a las emergentes ciencias sociales– y cuyos signos esenciales son, por un lado, la confianza ilimitada en una sola forma de conocimiento verdadero, en la razón humana; y por otro, la visión autocomplaciente de occidente como civilización universal y su misión sobre el mundo.
Esta racionalidad, sustento de la modernidad realmente existente y de la universidad moderna, postula a la razón como el fundamento autosuficiente de la actividad humana: la historia es razón, la razón se realiza en la historia humana ya sea linealmente (Kant, Comte), ya dialécticamente (Hegel, Marx)11. De este postulado se derivan dos distinciones fundamentales que hacen relación al diálogo de saberes: una, entre el llamado conocimiento científico y el conocimiento del sentido común, y otra, entre naturaleza y persona humana.
La ciencia moderna desconfía de las evidencias de la experiencia inmediata, evidencias que considera “ilusorias”, base de un conocimiento “vulgar”. Asimismo, sostiene la separación total naturaleza-ser humano. La naturaleza es, para la racionalidad moderna, tan sólo extensión, ente pasivo, eterno y renovable; mecanismo cuyos elementos se pueden separar y después relacionar bajo la forma de leyes, sin tener otra cualidad que impida revelar sus misterios con la única finalidad de dominarla y explotarla. Según pensaba Bacon, la ciencia haría de la persona humana el señor y poseedor de la naturaleza.
La observación neutral, sistemática y rigurosa de los fenómenos naturales; la matemática como instrumento privilegiado de análisis; la idea del orden y estabilidad del mundo y la noción de “progreso”, constituyen rasgos y presupuestos epistemológicos clave de la racionalidad científica que se difundió desde Europa Occidental y América del Norte hacia otras partes del mundo, o bien se impusieron en éstas –como es el caso de América Latina– como resultado de la conquista o del dominio occidental del sistema mundial. Hoy estos rasgos y presupuestos aún distinguen a la universidad moderna: son el fundamento de sus tradicionales funciones sustantivas y determinan sus formas de organización basadas en estructuras departamentales y disciplinarias.
Pero hoy, ese paradigma de racionalidad científica pasa por una crisis profunda e irreversible12. Los límites e insuficiencias estructurales del paradigma científico moderno son resultado del gran avance que él mismo propició; del derrumbe de los principios de autonomía y neutralidad de la ciencia que durante mucho tiempo constituyeran la ideología de los científicos; de la destrucción provocada como resultado de un modo de producción y aplicación de la ciencia al margen de toda ética y de toda dimensión humana, es decir, de la separación naturaleza-ser humano.
La razón arrogante, liberal y utópica del pasado aparece hoy en día desencantada y agotada, en el mejor de los casos, o repudiada por aquellos que en los últimos siglos fueron objeto de las pretensiones civilizatorias de occidente. La actual crisis civilizatoria –y de la modernidad realmente existente– se explica, en parte, por esa racionalidad arrogante y sus excesos de explotación despiadada del ser humano y de la naturaleza en nombre del progreso.
El diálogo de saberes cuestiona esa racionalidad en su esencia, desde el momento mismo en que postula la legitimidad y validez de los saberes y experiencias que ella niega. Lo hace asumiendo que la realidad es un lenguaje de símbolos, vivencias y experiencias en donde cada parte es una metáfora del todo. Así, desde su poderoso silencio, estos símbolos, vivencias y experiencias, desnudan las hipócritas fronteras que ponen a salvo el orden establecido y cuestionan su derecho natural al poder y la dominación.
En este sentido, el diálogo de saberes se concibe como una forma de extensión “a la inversa”, es decir, desde fuera de la universidad hacia su interior. Implica una ruptura epistemológica orientada a propiciar el diálogo entre los saberes científico y humanístico que en ella se producen y los saberes populares, tradicionales, urbanos, campesinos, del sentido común, de culturas no occidentales, generados en el entorno social.
Subyace en esta ruptura epistemológica el reconocimiento de que la injusticia social contiene en su seno la injusticia cognitiva, es decir, de que la universidad, al considerar el conocimiento científico como la única forma de conocimiento válido, contribuye a la negación e inclusive a la destrucción de otros conocimientos, calificándolos de no científicos y, con ello, a la exclusión de los sujetos sociales que solamente disponen de esas formas de conocimiento.
El diálogo de saberes así concebido sería la base para la creación de comunidades epistémicas y de aprendizaje contra-hegemónicas capaces de protagonizar el tránsito de un paradigma universitario disciplinar a otro transdisciplinar y abrir el paso a la incorporación de la complejidad –la complejidad de lo natural, de lo social y de la relación entre natural y social–, como categoría epistemológica en los procesos de lectura y construcción de realidades sociales13.
Cabe anotar también que la crítica a la racionalidad científica hegemónica es parte de una crítica más amplia que, sobre todo en los últimos años, se viene haciendo de la modernidad y, particularmente, del Estado moderno, así como de las prácticas y los discursos de carácter totalitario, evolventes y globales, con los que se pretende justificar el actual desastre civilizatorio.
Un rasgo distintivo de esta crítica es que ella se ha efectuado, esencialmente, desde lo local, desde lo que Foucault llama “retornos del saber” o “insurrección de los saberes sometidos”14; esto es, de contenidos históricos que fueron sepultados y negados por la racionalidad hegemónica, justamente porque son los que abren la posibilidad de recuperar el sentido de las tensiones y las luchas sociales que las estructuras e instituciones funcionales tienen por meta invisibilizar15.
De modo que los “saberes sometidos” son esos bloques de saberes históricos que han estado presentes pero negados, enmascarados dentro de conjuntos funcionales, y que la crítica local que emerge desde diferentes actores y movimientos sociales ha permitido visibilizar.
Una Extensión universitaria resignificada, centrada en el diálogo de saberes permitirá aprovechar los “saberes sometidos” y la experiencia social que están siendo desperdiciados, desperdicio que nutre las ideas que proclaman que no hay alternativa posible a la situación actual, que la historia llegó a su fin y otras similares. Se trata de que los sujetos sociales pasen de ser objeto de las interpelaciones de las ciencias a ser ellos mismos sujetos de las interpelaciones a las ciencias.
En este sentido, el diálogo de saberes debe priorizar aquellos campos relativos a alternativas que conlleven más potencial para construir otras modernidades o globalizaciones contrahegemónicas posibles. América Latina, nuestro país y nuestro estado de Morelos en particular, tienen una vasta experiencia histórica de lucha en la construcción de alternativas emancipatorias. Constituyen espacios privilegiados desde los cuales confrontar los retos planteados por el proyecto cultural hegemónico e ir a la búsqueda de tales alternativas.
En el actual momento histórico, algunos de los campos de diálogo podrían ser los siguientes:
Sistemas alternativos de producción
Una economía de mercado es sólo un curso posible; una sociedad de mercado es imposible y, si lo fuera, sería ingobernable y éticamente inadmisible. Una posible respuesta a ésta son los sistemas alternativos de producción; iniciativas sociales, políticas, culturales de carácter local/global que implican una producción y distribución no capitalista de bienes y servicios.
Democracia participativa
Junto con el modelo hegemónico de democracia representativa, siempre han existido otros modelos subalternos. Frente a la crisis de la representación, comunidades locales, regionales y nacionales en diferentes partes del mundo han emprendido experiencias e iniciativas democráticas que se convierten en la energía positiva que respalda pactos sociales más justos.
Justicia y ciudadanía multiculturales
La crisis de la modernidad occidental ha demostrado que el fracaso de los proyectos “progresistas” se debe en parte a la falta de legitimidad cultural. La idea de dignidad humana puede formularse en diferentes lenguajes culturales. El reconocimiento de un multiculturalismo entraña la aspiración a la autodeterminación. La aspiración de multiculturalismo y autodeterminación implica una lucha por la justicia y la ciudadanía, un reclamo de formas alternativas de justicia y derecho.
Una Extensión universitaria resignificada, centrada en el diálogo de saberes permitirá aprovechar los “saberes sometidos” y la experiencia social que están siendo desperdiciados.
Biodiversidad y saberes
Debido al avance de las ciencias de la vida, sobre todo la biotecnología, la biodiversidad se ha convertido en el más asediado “recurso natural”. Para las transnacionales farmacéuticas y de biotecnología, la biodiversidad emerge como el eje más rentable para el desarrollo de nuevos productos en los años venideros. Contribuir a garantizar la conservación y la reproducción de la diversidad protegiendo territorios, formas de vida y saberes tradicionales de comunidades indígenas y campesinas es un desafío del diálogo de saberes.
Comunicación e información
Se trata de abordar los conflictos derivados de la revolución de las tecnologías de la información, entre los flujos globales de información y los medios de comunicación hegemónicos, por un lado y, por otro, las redes de comunicación independientes y los medios alternativos locales y globales.
Ninguno de estos campos temáticos tomados por separado, logrará impulsar alternativas contrahegemónicas, a menos que se conviertan en redes, en movimientos sociales y proyectos pluriculturales políticamente aterrizados. Una universidad pública socialmente responsable debe jugar un papel protagónico en esta conversión.
En síntesis
En medio de la actual tragedia civilizatoria, la sociedad interpela hoy a las universidades públicas, con más fuerza que nunca, sobre el ancestral reclamo de una educación superior pertinente. Tal reclamo nos remite al desafío que representa su responsabilidad social; al compromiso de solidaridad con los hombres y mujeres concretos de la sociedad, especialmente con aquellos que están insertos en ella “cosificados”, excluidos, sin posibilidad de un futuro digno.
¿Es posible, desde nuestras universidades públicas, contribuir a la construcción de una síntesis cultural sustentada en el reconocimiento del otro y la solidaridad social; que concilie el bien individual y el bien común, la democracia representativa y la democracia participativa, la libertad individual y la libertad comunitaria?
¿Una síntesis cultural que cuestione los dogmas del mercado, que sustituya el universo matemático por el universo humano, la educación instrumental por una intercultural humanista; que permita eliminar la violencia y educar para la paz?
En un momento histórico en que la injusticia, la inseguridad y la violencia cotidianas de todo tipo desquebrajan el tejido social, de agresiones culturales y de barbarie ecológica por el afán de lucro, ¿puede la universidad pública asumir un papel protagónico en la construcción de alternativas que resistan o se opongan a la globalización negativa que produce tales pandemias?
Una universidad socialmente responsable debe responder afirmativamente a esas preguntas; porfiar en el “afán ético-político de ampliar los cauces para la circulación de las ideas; de trastocar el apego a limitadas visiones de la realidad; de voltear la vista a las problemáticas locales más urgentes; de mirar y escuchar a los distintos actores sociales históricamente negados y ausentes de la vida universitaria, nutrirnos de ellos y vislumbrar con ellos otros horizontes de solidaridad, dignidad humana, justicia, democracia y libertad para la sociedad mexicana en general y morelense en particular. En el afán, esencialmente humano, de vislumbrar horizontes de modernidad que impidan borrar la alegría, la imaginación y la utopía del tablero del mundo”16.
Para ello, debe realizar un profundo ejercicio de autocrítica que le permita superar prácticas históricamente conformadas y profundamente enraizadas; romper con los parámetros del discurso hegemónico para vislumbrar realidades diferentes; convertirse en un espacio democrático de creación simbólica y cultural; un espacio para la construcción de sentidos y significados educativos profundamente humanos, y, sobre todo, un espacio público para imaginar nuevas utopías y recuperar lo esencial del hecho educativo: el diálogo de saberes como eje dinamizador de procesos de formación de sujetos políticos y de construcción colectiva de realidad.
Como escribió Benedetti: “Lo imposible es una burla de los dioses. La utopía tiene la gracia de los mitos, la maravilla de las quimeras. Si tenemos ánimo, paciencia y un poco de ilusión, podemos navegar en la barcaza de la utopía, pero no en el acorazado de lo imposible”17.❧