(CERCA DE LOS RÍOS AL NORTE DEL FUTURO)1
Tras la muerte de Illich, uno de los libros que más influyó en los estudiosos y lectores del pensador dálmata, fue el que reunió las conversaciones que éste tuvo con David Cayley. Para Rabinovich, es una suerte de testamento que le da pauta para trazar un puente entre la espiritualidad judía y la cristiana, y desde este ángulo buscar la relación con la violencia estructural de Morelos.
¡Al diablo con el futuro!
(…) es un ídolo antropófago.
Las instituciones tienen un futuro…
pero la gente no tiene futuro.
La gente sólo tiene esperanza.
IVÁN ILLICH2
Hay muchísima esperanza, pero no para nosotros.
FRANZ KAFKA
ANTES DE AGRADECER la enorme responsabilidad que me honra de estar aquí con quienes conspiraron junto con este pensador imprescindible, quiero aclarar que vine a aprender. Tómese lo que diga en este simposio como el resultado del esfuerzo por leer escuchando, del que posiblemente nada distinto salga de lo ya conocido por todos ustedes. Hace poco más de diez años, cuando abrí por primera vez En el viñedo del texto3, recuperé la experiencia vital propia de la lectura infantil (tan bien descrita por Walter Benjamin en sus textos sobre la infancia)4. Desde entonces vuelvo de vez en cuando a beber de sus páginas. Todos los escritos de Illich que leí después siguieron iluminados y acogidos por aquella primera lectura.
Hace unas semanas, apenas, me sumergí en un “baño ritual” en Los ríos al norte del futuro. Siento que por ahora sólo puedo leerlo desde “la otra orilla”, cuya arena está hecha de letras cuadradas: leo el testamento de Iván Illich –tal como le fuera narrado a David Cayley–, desde ese otro testamento, que suelen llamar el “viejo”. Disculpen por estas líneas que posiblemente huelan a viejo (y tendrían razón en percibirlas así porque, sin sospecharlo, la lectura de este libro me depositó –a la manera del pez a Jonás– en la ribera del lado de mi abuelo, quien de chica me enseñaba a leer su Jumash5 de hojas color ocre sin ninguna solemnidad. Y con el mismo cariño y humor con que Illich evoca a “mi amigo Hugo”, mi abuelo me contaba cosas asombrosas de aquél a quien llamaba “mi amigo Jehova”).
Leer con el testamento de Illich la violencia estructural ocasionada por el capitalismo criminal6 en México, nos obliga a pensar en términos de catástrofe. Aquí y ahora la ley se pavonea ante todos en su ilegitimidad congénita7. Al ritmo del Antiguo Testamento, aquí en Morelos se escucha con nitidez el versículo “… la voz de las sangres de tu hermano claman a mí desde la tierra”, que Walter Benjamin tradujo con la advertencia de que “tampoco los muertos están a salvo del enemigo” (que sigue siendo el fascismo aggiornado). Pero también, por la labor infatigable de los familiares en búsqueda de los desaparecidos9, siento que estamos viviendo en “el valle de los huesos secos”. Aquí los muertos se están levantando. Como en la profecía potente de Ezequiel10, nuestros muertos están retornando y hay que estar a la altura de esta decisión. Es cierto que a ese capítulo le sigue la guerra de Gog y Magog… (Los cabalistas dicen que la Torá está en desorden, que si la leyéramos en el orden correcto, cada lectura se volvería una nueva creación del mundo. Quisiera creer que las profecías del exilio también están en orden inverso, y que luego de la batalla de Gog y Magog resucitarán nuestros muertos). Pero eso se halla al norte del futuro… Por ahora podríamos decir que, en cada exhumación de una fosa clandestina –y el correspondiente reconocimiento de los familiares– se manifiesta una rebeldía radical, surgida de un pacto de sangre entre vivos y muertos.
Pensador de la catástrofe, en medio de la corrupción de lo mejor (donde el bien prefiere ser cotizado –prostituido– como valor, y que él mismo relaciona con cierto doble filo de la encarnación), ya en el capítulo dos (que volverá en el 14 y encuentra eco en el 15), Illich evoca los versículos explosivos de quien nació bajo el nombre de Saúl de Tarso (cuyas llamas Giorgio Agamben sabe avivar con maestría) y los lee situado en “el principio del fin”. Cito las misteriosas palabras que se anteponen a la parusía siguiendo la versión en español de la cuidada traducción que presenta el filósofo italiano:
“Os rogamos hermanos, en cuanto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y de nuestra reunión con Él, que no os dejéis turbar en vuestra mente ni asustar por inspiraciones o discursos, ni por una carta que se pretende enviada por mí, como si el día del Señor fuese inminente. Nadie os engañe de ninguna manera; porque [no vendrá] si antes no viene la apostasía y no se revela el hombre de la anomia (ho ánthropos tês anomías), el hijo de la destrucción, aquél que se opone y se levanta por sobre todo ser que se llama Dios, o que es objeto de culto; hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios. ¿No os acordáis de que cuando yo aún estaba entre vosotros os decía estas cosas? Ahora vosotros sabéis lo que retiene (tò katéckhon) y a su tiempo será revelado”11. El misterio de la anomia (mystérion tês anomías, que en la Vulgata se traduce como mysterium iniquitatis; en la traducción de la que se sirve Ticonio, mysterium fascinoris) ya está en acto; sólo aquél que retiene (ho kathékhon), hasta que no sea quitado de en medio. Y entonces el impío será revelado (ánomos, literalmente “el sin ley”) al cual el señor Jesús eliminará con su aliento y lo volverá inoperante con el aparecer de su venida: aquél cuya venida es según el ser en acto de Satanás en toda potencia y signos y falsos prodigios y con todos los engaños de la injusticia para aquéllos que se pierden porque no han acogido el amor de la verdad para su salvación.
Siguiendo el drama que plantea Agamben en este misterio12, de los tres personajes (el katékhon que bajo la investidura de la legalidad retarda el desenlace, tratando de postergar/disimular la anomia; el segundo sería el ánomos/anticristo y el tercero es el Mesías, que es el “elemento decisivo”, esto es, la legitimidad que me atrevería a llamar heteronomía en tanto lo otro que la ley)13, se escucha la esperanza (en la cual convergen la promesa y el terror)14 de que aquél que retrasa sea quitado de en medio. Agamben lo traduce en términos políticos:
El desvelamiento de este misterio coincide con la manifestación de la inoperosidad de la ley y con la esencial ilegitimidad de todo poder en el tiempo mesiánico. (Esto es, según toda evidencia, lo que está ocurriendo hoy ante nuestros ojos, cuando los poderes estatales actúan abiertamente como fuera-de-la-ley. El ánomos no representa, en este sentido, otra cosa que el desvelamiento de la anomia que define hoy a todo poder constituido, dentro de la cual Estado y terrorismo forman un sistema único)15.
En las fuentes judías esa misma anomia, tan presente en nuestra vida cotidiana, aparece descrita en el final de la Mishná Sotá, citado por Scholem para ilustrar las paradojas de la espera del Mesías, que se vislumbra mezclada con la catástrofe final:
Tras las huellas del Mesías [es decir, en la época de su venida] crecerá el descaro y desaparecerá el respeto. Los gobiernos se entregarán a la herejía y ya no existirán las exhortaciones morales. La sede de la asamblea se convertirá en burdel, Galilea será arrasada y los habitantes de las fronteras vagarán de ciudad en ciudad sin hallar compasión. La sabiduría de los doctores de la Ley producirá hedor y serán despreciados quienes eviten el pecado. La verdad ya no tendrá cabida, los mozalbetes avergonzarán a los ancianos y los ancianos habrán de responder ante los imberbes. El hijo despreciará a su padre y las hijas se levantarán contra sus madres y los enemigos de cada uno serán los de su casa. El rostro de la época se parecerá a la cara de un perro [esto es, reinará la desvergüenza]. ¿En quién debiéramos confiar si no en nuestro Padre del cielo?16
La turbación ante la catástrofe que nos acecha hoy y sobre la cual Illich no dejó de alertar proviene de un eco de la apocalíptica judaica y de la cristiana.
Sin embargo, debo confesar como judía que la encarnación de Dios me causa desasosiego17. (Todo este drama, este misterio del mal, gira en torno a ella). Me inquieta el concepto de la carne que, a pesar de que ofrece múltiples sentidos desde el mundo griego (sarx), en mi percepción se aleja del hebreo (basár) para afincarse en un dualismo que a este último le es ajeno18. Jacob Taubes (un rav –un maestro– revolucionario) fue quien verdaderamente me ayudó a enfrentar este agobio que me produce no tanto la idea de escuchar la voz de Dios en un cuerpo –al modo de los profetas–, sino la incisión de lo divino19 en la carne (sarx) y de este modo acercarme a la escatología planteada por el judío Pablo. Según el autor de la Escatología occidental, con Pablo de Tarso… “las esperanzas políticas y sociales que la apocalíptica judía asocia con la aparición del Mesías son eclipsadas por la unión simbólico-mística de la humanidad como cuerpo de Cristo”20. Este eclipse no deja de inquietarme… presiento en esa unión institucionalizada algo que detiene las esperanzas de justicia social que permitirían vislumbrar una política del otro.
En ese libro, Taubes recorre la escatología occidental desde los profetas nómadas del desierto hasta la apocalíptica filosófica que culmina con Kierkegaard y Marx. En consonancia con el verso borgeano sobre un rabino de Praga en relación con el cual el poeta dice “los artificios y el candor del hombre/ no tienen fin”21, este filósofo marxista de formación rabínica plantea el problema del error que podríamos llamar “fetichismo de la técnica” (preocupación illicheana sobre las derivas de la razón instrumental que enajena al homo technologicus en el marco de una idolatría de sus propias capacidades técnicas)22.
Cabe preguntarse: ¿por qué precisamente este error domina de parte a parte al hombre, este error que arroja al hombre a la mayor distancia respecto de Dios? En este errar, la esencia del hombre se revela como sombra de Dios. Justamente porque el hombre es la sombra de Dios, puede caer y –esto es lo decisivo– puede conseguir ponerse a sí mismo como medida. La sombra es la serpiente que seduce al hombre creyendo jactanciosamente saber tanto como Dios y, al final, creyendo ser igual a Dios, y Dios sólo como sombra de sí mismo. En tanto, el hombre se pone como medida, la sombra se ubica en el centro y la conexión entre las cosas y Dios se oscurece. Éstas son las tinieblas y el ensombrecimiento del mundo.
Pero si el ser humano no queda prendido de la hermosura de la noche, sino que la ve como tinieblas, si el hombre reconoce su caparazón como impostura, si percibe su insistencia como anquilosamiento, descubre su propia medida como mentira y error, se hace de día también en el mundo del hombre (…) La medida de Dios es lo sagrado. Lo sagrado es ante todo selección [Aussonderung] y segregación [Absonderung]. Ser-sagrado significa en primer lugar estar segregado. Lo sagrado es el terror que hace estremecer el marco del mundo. El estremecimiento a través de lo sagrado hace estallar el marco del mundo para la salvación. En el tribunal de la historia, lo sagrado es juez. Sólo hay historia si la verdad es seleccionada a partir del error, si la verdad se esclarece a partir del misterio. La historia se esclarece, desde el misterio del error a la revelación de la verdad23.
Estas palabras esperanzadas –que leo en consonancia con la interpretación levinasiana de la prohibición de matar como la responsabilidad por la vida del otro24– resuenan en la esperanza illicheana en “la resurrección de la Iglesia de la humillación que se provocó ella misma al engendrar y traer a la existencia la modernidad”25. Es necesario recuperar lo sagrado que se encuentra enterrado bajo el derrumbe que provocó esta modernidad en la cual (siguiendo la imagen que me transmitió el historiador Amnon Raz Krakotzkin) “el cielo se estrelló contra la tierra”. Se trata de un gesto de humildad que exige una separación de las partes colisionadas y, de inmediato, un giro copernicano en el lugar del ser humano y sus habilidades tecnológicas, que tienen al planeta al filo del abismo26. Sólo así, con esta distancia –de profundo respeto– ante el otro, será posible detener la pulsión asesina (y suicida) que campea en nuestro tiempo. Hay promesa en la distancia que caracteriza a lo sagrado, pero la modernidad no deja de atentar en su contra. La supresión de la separación de lo sagrado está predicha en la descripción apocalíptica de la Mishná Sotá, citada más arriba, que se explica como desvergüenza. La recuperación de esta distancia será posible a partir de una crítica radical a la ideología del progreso como la idolatría de la carrera tecnológica.
Después de una larga travesía por los ríos al norte del futuro… sin haberlo planeado, me encontré en el viejo puerto benjaminiano: las tesis ocho y seis sobre el concepto de historia.
Volvamos a leer (esta vez con luz paulina) la octava tesis:
La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos es en verdad la regla. El concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con ello. Promover el verdadero estado de excepción se nos presentará entonces como tarea nuestra, lo que mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. La oportunidad que éste tiene está, en parte no insignificante, en que sus adversarios lo enfrentan en nombre del progreso como norma histórica. El asombro ante el hecho de que las cosas que vivimos sean “aún” posibles en el siglo veinte no tiene nada de filosófico. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser el de que la idea de la historia de la cual proviene ya no puede sostenerse27.
Sabemos que Benjamin se refiere al concepto schmittiano de “estado de excepción”28, para ponerlo en crisis y luego para revertirlo. Taubes define a Schmitt (quien celebra en el estado fascista al katéckhon que atrasa la venida del anticristo) como un “apocalíptico de la contrarrevolución”29. Desde la trinchera de Taubes, Benjamin en su octava tesis plantea una apocalíptica revolucionaria: el “verdadero estado de excepción” es la suspensión del progreso en tanto norma histórica (pero esto no lo entendía el materialismo histórico, que en la primera tesis aparece fumando –tal vez el opio del progreso–, como un autómata manipulado por un enano impresentable llamado teología)30. El “verdadero estado de excepción” detiene a la legalidad desde la memoria de la legitimidad. Creo que Illich podría suscribir a esta sentencia de Taubes31: “El katéckhon, el que detiene, y hacia el que dirige su mirada Carl Schmitt, ya es un primer signo de que la experiencia cristiana del tiempo final está siendo domesticada y pacta con el mundo y sus potencias”. Allí Taubes alude a la concepción de Günther Anders acerca del “tiempo del fin” y del “final del tiempo”: “Desde luego que la historia como plazo admite muchas interpretaciones y puede perder el filo y embotarse. Pero es sólo gracias a la experiencia del final de la historia como ésta se convierte en una ‘calle de una sola dirección’, tal como manifiesta ser, al menos a nuestros ojos, la historia de Occidente”.
Leamos aquí y ahora la tesis seis:
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal como ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante de peligro. El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla, pues el Mesías no sólo viene como el Redentor sino como el vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos están a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
A la luz del drama paulino32, la tarea del historiador materialista es detectar el tiempo del fin que se da en un instante de peligro y ser él quien quite de en medio al conformismo imperante en las posiciones academicistas, como el historicismo positivista. El conformismo, conservador del statu quo, es quien retrasa la llegada del Mesías, que es el vencedor del anticristo (este último es el fascismo, que no cesa de vencer y sigue sometiendo a los muertos, hoy encarnado en un Estado abocado al servicio del capital transnacional legal e ilegal). Leer tan cerca de Tetelcingo la sexta tesis benjaminiana nos permite percibir aquí la chispa de la esperanza que logró encenderse en el pasado. (Habría que revisar la hidrografía morelense, tal vez esta tierra esté siendo irrigada por alguno de aquellos ríos al norte del futuro…).
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Para concluir (por ahora): una cavilación a sombra de Paul Celan33:
En los ríos al norte del futuro
Echo la red que tú
Indecisa lastras
De sombras escritas
Con piedras34.
En esos ríos al norte del futuro, el amigo al cual Illich confió su testamento vislumbra la esperanza, un “todavía no”, y cita el primer epígrafe: “¡Al diablo con el futuro! (…) es un ídolo antropófago. Las instituciones tienen un futuro…, pero la gente no tiene futuro. La gente sólo tiene esperanza”.
Y sí. Dice David Cayley que mientras “la expectativa trata de atraer el futuro, la esperanza alarga el presente y hace un futuro, al norte del futuro”. Me atrevo a decir que es lo que hace el poeta: libera al tú (destino necesario de su poesía)35 del peso de la escritura sombría del presente, transformándola en promesa, en el acto de arrojarla a las aguas de esos ríos de esperanza.
Kafka hubiera estado de acuerdo en ubicar las coordenadas de la esperanza “al norte del futuro”, por eso decía que hay muchísima… pero no para nosotros. Y es en este “todavía no” que nos encontramos hoy, en el “no para nosotros” (en nuestras manos está que sí lo sea para los que ya no están, para los que estamos buscando y para los que vendrán). ❧