La madrugada del 7 de septiembre, Mara Castilla de 19 años tomó un taxi de la empresa Cabify para dirigirse a su casa. Pero nunca llegó. Nadie supo de ella hasta días después, cuando se confirmaron su asesinato y el arresto del conductor. De inmediato, surgieron comentarios en las redes sociales que culpaban a la joven, haciendo referencia a su vida personal. ¿Qué hay detrás de la responsabilización de las víctimas de violencia de género?
La mayoría de las familias de Latinoamérica es producto de una violación, decía mi abuela. El primer esposo de su madre, es decir, de mi bisabuela, cobró dos gallinas por casarse con ella. Una tarde se la robó a su jacal y abusó sexualmente de ella toda la tarde y parte de la noche. A la mañana siguiente, la llevó de la mano con sus padres y les pidió dos gallinas a cambio de casarse con ella, pues ya “desflorada” nadie más la querría para contraer matrimonio.
Las historias de abuso y violencia en las mujeres de mi vida son muchas y terribles. La devastación sistemática del cuerpo de las mujeres recorre las venas del mundo; la historia debería de estar escrita con los nombres de las mujeres indígenas que sufrieron los abusos de los invasores. A partir de entonces se borró nuestra presencia como protagonistas de la historia y nos convertimos en los vientres que parirían hijos de un sistema de dominación que educaría a hombres para que violaran y despojaran a otras mujeres, asegurando así su territorio de control.
Rita Segato, profesora de Antropología y Bioética en la Universidad de Brasilia hasta hace apenas unas semanas, directora del grupo de investigación Antropología y Derechos Humanos del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Brasil, y doctora en Antropología de Queen´s University of Belfast, en Irlanda del Norte, cuenta con un amplio número de obras y artículos sobre este tema, entre los que se encuentran La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2014), La nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad (2007), y “Las estructuras elementales de la violencia” (2003). La editorial Traficantes de sueños recoge en La guerra contra las mujeres (2016) sus artículos más recientes, en los que analiza lo que ella llama la “pedagogía de la crueldad”, refiriéndose a la causa de las muertes de las mujeres que fueron devoradas lentamente por las ceremonias del odio, que abandonaron desnudas y fracturadas, con la ternura oscurecida por el terror de saber que, lo que traían en las manos, era su corazón cercenado.
Segato ha declarado en distintas presentaciones que lo que sucede con las mujeres es un síntoma de los tiempos. No son crímenes de la intimidad, sino que expresan el estado de arbitrio, que es el estado del presente. Estos crímenes deben ser leídos como un termómetro de la época histórica en la sociedad. Desafían la autoridad y el control legítimos de la violencia por parte del Estado. Pero también representan el funcionamiento de las agencias estatales –policiales y jurídicas–, que son cómplices. En estos delitos, el poder se confirma y se espectaculariza y, a través de la exhibición, se genera una forma de control.
Verónica Gago, doctora en Ciencias Sociales, ha definido la violencia contra las mujeres con una metáfora textil que hace referencia a los nuevos “ropajes” que retoma este tipo de agresión y a su principal bastidor, que es el cuerpo femenino. Texto y territorio de una violencia que se escribe privilegiadamente en el cuerpo de las mujeres. Cuerpos frágiles, ya no guerreros, amenazados en colectivo.
En ese sentido, Rita Segato asocia la guerra y el cuerpo de las mujeres con un punto que resulta fundamental: los modos de desposesión, agresión y captura de lo femenino, y la dinámica aplastante del despojo sistemático.
En México y en Latinoamérica en general, se visualizan dichas acciones con formas muchas veces opacas e incomprensibles, siempre crueles: caóticos enfrentamientos armados, asesinatos selectivos y en masa, desapariciones y agresiones generalizadas contra una población que aparentemente sufre y muere aleatoriamente. Como si un azaroso furor de muerte se expandiera sin ton ni son, nos dice Segato.
Frente a la masacre, ¿por qué es necesario hablar de la violencia hacia lo femenino y, en particular, de violencia de género?
Segato sostiene que el concepto de género fue un hallazgo para poder hablar de una estructura que organiza los cuerpos desde un teatro de sombras, y que es una categoría muy útil, aunque enigmática.
Sin embargo, la autora ha reforzado la propuesta de nombrar las violencias: femigenocidio, violencia doméstica, asesinatos machistas, terrorismo de género. Nombrarlas no las ha detenido. Las manifestaciones en torno a estos hechos siguen en aumento, no sólo por las cifras, sino también por los modos de crueldad. En una era en que se reconocen los Derechos Humanos y la proliferación de políticas públicas y leyes se manifiestan en contra de la violación de éstos, las pedagogías de la crueldad, contrariamente, parecen expandirse más.
Al tratar de explicar la maldad, la crueldad se justifica; se crean raíces imaginarias que en apariencia se entienden, y se piensa que si lo explicamos y justificamos es posible detenerla. La guetificación de la violencia de género no puede ser un tema particular, o sólo de las feministas. Verlo desde ese ángulo, nos coloca en una desventaja doble: expone al agresor primario, ése que puede golpear, violar y matar, y también al imitador, ése que reproduce los actos de crueldad en las redes sociales.
Como lo han mencionado Gago, Segato y Delmas y otras pensadoras feministas, el tema de la violencia y su pedagogía tienen que verse como un rizoma, en el que cada violencia se conecta con distintas expresiones, pero es violencia en sí, con fundamento en el momento histórico, económico y político.
Nombrarlo no lo desvanece, no lo modifica; legislar sin entender no lo transforma. Los nombres sirven para tener un lenguaje común, y la expresión de violencia hacia lo femenino es homónima a la violencia de género, pero se trata sólo de una forma de aproximación.
Segato explora el tema de la crueldad y añade que la guerra, hoy, se ha transformado. Hemos sufrido una mutación como sociedades; su destrucción con exceso de crueldad, su expoliación hasta el último vestigio de vida, su tortura hasta la muerte, la rapiña que se desata sobre lo femenino, se manifiestan tanto en formas de destrucción corporal como en formas socioculturales, normalizando una “nueva pedagogía de la crueldad”.
Las manifestaciones en torno a estos hechos siguen en aumento, no sólo por las cifras, sino también por los modos de crueldad. En una era en que se reconocen los Derechos Humanos y la proliferación de políticas públicas y leyes se manifiestan en contra de la violación de éstos, las pedagogías de la crueldad, contrariamente, parecen expandirse más.
Para que esta pedagogía funcione es indispensable que las personas se vuelvan apáticas y que el sufrimiento del cuerpo del otro no valga el mínimo respeto. Para sostenernos en la cotidianidad de la muerte es necesario, por una parte, culpar a las otras mujeres de su desgracia, para sentirnos a salvo, mientras ellas, las otras, las violadas, las asesinadas, sean culpables. Así, en nuestro imaginario se reduce el riesgo de salir a la calle, pues nosotras no somos aquéllas a las que han asesinado; por otro lado, se genera de manera instantánea una imitación del agresor, del victimario, justificando sus actos criminales.
Estas respuestas no son una ocurrencia de nuestros tiempos: durante décadas, nos han educado para culpar, castigar y revictimizar a las víctimas de cualquier tipo de violencia: “para qué sale con sus joyas, por eso lo asaltaron”, “para qué se compró esa casota, por eso lo secuestraron”, “para qué salía tanto de noche, por eso la mataron”, “para qué se manifiesta, nomás anda de revoltosa”. Estamos acostumbrados a este virus, ha pasado de generación tras generación, para justificar la violencia en cualquiera de sus presentaciones, como si fuera algo irremediable, una epidemia.
No sólo hemos aprendido a justificar la violencia, en particular, en contra de las mujeres, sino además hemos normalizado acciones y reacciones que buscan denigrar a una víctima: “se lo merecía”, “pues qué esperaba, con ese hombre”, o “qué quería, vistiéndose así”. Puedo asegurar que ninguna esperaba que la amenazaran, hostigaran, violaran, secuestraran o asesinaran. Hemos normalizado la violencia y nos hemos jactado del apoyo invisible al otro, al dominante, al victimario. Segato confirma que cada denuncia que se publica en Internet es viralizada en distintas redes sociales y eso da origen a una confraternización masculina, que resguarda y defiende el poder dominador, violador, profanador de los hombres frente a las mujeres. Pero el agresor pierde culpabilidad cuando aparecen sus iguales justificando el crimen cometido. Es un festín masculino en el que la víctima resulta sacrificada, borrando así el hecho primario, que es la agresión, eliminando al agresor y responsabilizando a la víctima.
Basta un primer comentario de odio para que la epidemia se expanda y se sustente con un sistema de patriarcado moderno, que es fraternal en su forma, diría Pateman (1995), el contrato original de un pacto fraterno, esto es: un acuerdo entre varones.
La mayor y más clara expresión del patriarcado se puede observar en las violaciones sexuales. Al respecto, Segato afirma que la violación no es un acto individual, sino colectivo, pues en este hecho se justifica la apropiación de los cuerpos, como mecanismo de conquista y despojo de la dignidad humana. El mandato de violación que emana de la cofradía masculina en el horizonte mental del violador común1 Segato, 2003., acaba siendo análogo del mandato de la pandilla o corporación armada que ordena reducir, subordinar, masacrar moralmente, mediante la violación sexual de la mujer asociada a la facción antagonista, o al niño que no se deja reclutar y que desobedece.
Como lo sugiere la autora, es necesario recordar que estos crímenes no tienen una motivación sexual, como los medios y las autoridades insisten en llamarlos para banalizar este tipo de violencia ante el sentido común de la opinión pública; son crímenes de guerra, de una guerra que debe de ser redefinida urgentemente, analizada bajo una nueva luz y a partir de otros modelos.
Flavia Delmas, en su estudio “Reflexiones acerca de la trama de la violencia”, nos habla de ese pacto invisible –e irrompible al parecer–, profundamente político, entre los hombres. Un poder que establece un orden universal, que va tomando las características del tiempo y del espacio en los que se produce y que se repite una y otra vez hasta considerarse normal, secundario frente a otras contradicciones. Flavia Delmas retoma los planteamientos de Segato para hablar del aprendizaje de la crueldad como una pedagogía que se transmite y se aprende en la vida común con la ayuda de los medios de comunicación. No se refiere únicamente a la espectacularización de la noticia de los crímenes de género, sino a una reedición de los crímenes.
Delmas retoma el concepto de pedagogía de la crueldad y lo introduce con una relectura de la obra de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1987); pone en la discusión una pregunta guía para entender la normalización de la violencia de género: ¿a quién le interesa esta espectacularización necrofílica sobre el cuerpo de las mujeres?
Al nacer, no existe una mirada cruel, rapiñadora, despojadora. Esa forma de ver se aprende; la crueldad se enseña. En “Reflexiones acerca de la trama de la violencia”, Delmas aborda ideas de Arendt para ayudarnos a pensar acerca de los mecanismos de la crueldad y nos introduce en la siguiente cuestión: ¿cómo opera esa pedagogía en los medios y los públicos masivos? Una de las respuestas es: a través de la pérdida radical del interés, es decir, con la indiferencia a la muerte o, como afirma Arendt, la ausencia de empatía.
Podemos enumerar algunas de estas ausencias: cuerpos fragmentados, colgados de los puentes principales de las ciudades, mujeres en trozos metidas en bolsas de basura, cuerpos femeninos secuestrados y puestos a disposición de la explotación de los otros, a los que se les ha permitido pagar por lastimar, como una especie de espectáculo o cultura de la rapiña y el despojo de lo humano. Fosas clandestinas del gobierno, como las de Tetelcingo y de Jojutla en Morelos, donde se encontraron los cuerpos de niñas con marcas de explotación sexual, ante una exposición de tales magnitudes, se normalizan, pese a que se traten de las expresiones más cruentas de la violencia; no sólo se convierten en una nota amarillista, sino que también se vuelven cotidianas. Eso nos puede pasar si seguimos por el camino de las dignidades, de las resistencias: “eso les pasa por putas, eso les pasa por feminazis”, pero también eso les pasa a los otros, por vínculos con la ilegalidad, por defender el territorio, por documentar la verdad (en el caso lamentable de los periodistas y activistas asesinados).
Un ejemplo de esta teoría es el cruel asesinato de la estudiante Lesvy Berlín Osorio de 22 años. No podemos siquiera imaginar la angustia que sufre una persona que muere a manos de su agresor de una de las formas más crueles: por asfixia. Lo primero que supimos, por parte de la fiscalía y sus medios de comunicación, fue un distractor: se dijo que se trataba de un suicidio, es decir, antes de indignarse por el asesinato, decidieron especular –ridícula y pobremente, vale la pena decirlo–: querían hacer creer a la gente, a la familia, a los amigos, que Lesvy se suicidó con el cable de un teléfono público.
Frente al fracaso de la versión construida de forma cínica, decidieron culparla dando amplia cobertura a las acusaciones contra Lesvy, que al paso de las horas se fueron multiplicando. Escuchamos todo tipo de rumores sobre la vida de la estudiante, pero ninguna línea de investigación que diera con su atacante, como si las mujeres fueran asesinadas por seres fantasmales, sin rostro, sin nombre, sin historia.
Así dio inicio una operación mediática para justificar el feminicidio y todas las formas en las que se expresa la violencia contra las mujeres. La UNAM hizo una ofrenda a la vida de las mujeres en México, otra vez, prestándose a esas acusaciones. Poco antes había sido señalada como una institución que perpetuaba la misoginia al conservar en sus filas a personajes como Marcelino Perelló, quien, en su ritual patriarcal, no pudo contener las ganas de adoctrinar a sus radioescuchas, diciendo que “si no hay verga, no hay violación”. Este comentario generó una ola de indignación por su apología de las violaciones en un país donde se registran alrededor de siete feminicidios por día con muestras de violencia sexual; sin temor a equivocarme, al menos en seis de éstos se culpan a las víctimas y se invisibiliza al agresor, y por ello el comentario tuvo un gran impacto en Latinoamérica. Mujeres feministas se sumaron a externar las razones por las que serían culpadas en caso de ser asesinadas, utilizando el hashtag #SiMeMatan. Las redes sociales se llenaron de frases como: “#SiMeMatan dirán que me lo merecía por ser madre soltera, porque salía de noche y reprobé materias”. Más allá de ser una propuesta mediática, este ejercicio nos habla de cómo las mujeres pueden ser blancos de discriminación sistémica de violencias normalizadas, al grado de que cada día parezca habitual que una mujer sea asesinada, en lugar de preguntarnos si es “lógico” que los otros asesinen a ese nivel de impunidad y de crueldad.
En este sentido, para Segato “el poder tiene que expresarse por medio de la espectacularidad de la crueldad sobre el cuerpo y el territorio, un modo de expresión del control sobre las personas en una fase de dueñidad, de señorío”.
Por ello, entre más violento sea el asesinato de una mujer, mayor será la rapiña sobre su dignidad y humanidad. Segato nos dice que la violencia mediatizada muestra un sujeto potente. Un sujeto monstruoso. Lo que la masculinidad busca es la potencia, aunque sea monstruosa; lo que impera es la necesidad de perpetuar los privilegios.
Así, entre más explícito sea el detalle del asesinato de una mujer, más cruento será el juicio social-mediático sobre ella; lo mediático se socializa, se vuelve “común” “instantáneo”, no perdura, no hace memoria. La saturación de “noticias” no permite la empatía. Lo mismo vemos en los detalles de un feminicidio que en noticias de la farándula. Las nuevas expresiones de los medios de comunicación sustentan la crueldad.
En México vivimos una guerra no declarada, una guerra “informal” que nos atraviesa a todos, pero que se expresa de manera distinta hacia con lo femenino. El cuerpo de las mujeres es torturado por medios sexuales hasta la muerte… No en vano la expresión mundial: cuerpo de mujer, campo de batalla, cuerpo de mujer, peligro de muerte.
En un tiempo en el que se habla de “comunidad” feminista, comunidad académica, activista, ecologista, vegana, lésbica, etcétera., este fenómeno parece suceder siempre en la periferia, pues en los espacios de vida cotidiana, la vivencia de la “comunidad” sólo sirve para dar cuenta de personas desconocidas, “reunidas” en un espacio virtual, y de la crueldad en un tiempo que no es capaz de construir vínculos humanos cara a cara, en el que prepondera el discurso de odio de los dueños: los victimarios, los que sostienen la crueldad, porque les ayuda a perpetuarlos en el espacio de poder. Se encuentran tras un monitor, probablemente con nombres falsos en sus perfiles, no se conocen entre ellos, porque no es necesario conocerse, sino sólo reconocerse como iguales; atacan de manera cibernética a las víctimas que hacen denuncias sobre agresiones vividas. Lo pudimos constatar con la reportera de VICE, Andrea Noel, o el caso de Miriam Rodríguez Martínez, quien sufrió el secuestro y el asesinato de su hija a manos de un grupo delictivo en Tamaulipas, en 2012, y que fue asesinada el pasado 10 de mayo, al recibir varios impactos de bala en el interior de su casa.
Las redes sociales y los medios institucionales construyen narrativas permisivas, privilegiando el uso de los cuerpos de las mujeres hasta transformarlos en residuos; no sólo en la noticia amarillista, sino en la vida cotidiana, en la televisión abierta o de paga, en los espectaculares, en las revistas, en la venta de alimentos: siempre hay una mujer-objeto dispuesta a ser consumida. Es ahí donde una y otra vez se promueve y reitera la mímesis de ese crimen, el detalle de cómo una mujer fue violada por soldados para luego asesinarla, y entonces se propaga la epidemia del castigo con una serie de mensajes y amenazas de vida a quienes intenten protestar en contra de esta visión, porque sí, porque son las nuevas formas de exterminio contra lo femenino.
El despojo, la profanación, la basuralización de los cuerpos responden también, lamentablemente, a una ruta económica. Las remesas que dejan la explotación sexual, la violencia de grupos delictivos, los intereses personales por perpetuar políticas de desplazamiento y despojo, llevan a las instituciones a desaparecer cuerpos, como dan testimonio las fosas en Morelos y en toda la República.
Arendt ya ha discutido ampliamente sobre la “terrible y desmoralizante fascinación de que pudieran afirmarse mentiras gigantescas y monstruosas, como hechos indiscutibles con los que se afianza y se permite la violencia sistémica”. Culpan a las víctimas, las criminalizan, denuestan, desacreditan y deshumanizan, porque entre menos personas sean, más fácil será imponer el desprecio por la vida humana en el colectivo social.
En México vivimos una guerra no declarada, una guerra “informal” que nos atraviesa a todos, pero que se expresa de manera distinta hacia con lo femenino. El cuerpo de las mujeres es torturado por medios sexuales hasta la muerte, como lo explora ampliamente Segato en su capítulo “Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres”, en el apartado de “Femigenocidio, la dificultad de percibir la dimensión pública de los feminicidios bélicos”. No en vano la expresión mundial: cuerpo de mujer, campo de batalla, cuerpo de mujer, peligro de muerte.
El tema del feminicidio se vuelve fundamental por su rasgo profanador de los cuerpos. “Las violaciones son crímenes por medios sexuales, pero no son crímenes para la sexualidad”, dice Rita Segato.
Por eso esta autora defiende que hablar de crímenes sexuales desorienta. El acceso sexual es una forma de castigo, de dominación: “No hay placer, sino gozo dominador”. Y es un acto expresivo, dirigido a otras, sin importar su nivel social, económico político, o si era una niña de dos o doce años. Tampoco importa si era una mujer de Atenco o del Estado de México, pues “la persona más importante para un hombre es otro hombre, pero sobre todo, otro que ponga en su lugar a las mujeres, que les recuerden a quién pertenece el poder, lo que se constata todo el tiempo, todos los días. Al explorar literatura previa sobre este fenómeno, Segato descubrió datos reveladores: las sociedades racistas y consumistas tienen mayores tasas de violación y, cuando son los jóvenes quienes las ejecutan, son también más cruentas, “porque la adquisición de este título, de ser capaz de crueldad y traspasar los límites es central en estos grupos”.
Segato inicia una vía que la aleja de lo que considera el gran error del feminismo: centrarse en el eje vertical de la violación, la relación entre victimario y víctima. Una reducción que, en su opinión, responde a un problema mayor; guetificar todo aquello que nos pasa a las mujeres. Pensar que la violencia es un problema de las mujeres es dejarnos otra vez en la indefensión, aceptar la expulsión de todo lo que pasa a las mujeres, dejar que se convierta en un tema minoritario y no entender que ahí hay luz para entender esta época, la civilización, la sociedad, la economía e, incluso, la marcha del capital.
Con ello, ser mujer en un país misógino es una condición de riesgo, peligro de muerte; el espanto nos toca cada día el hombro, en la casa, en la calle, en el trabajo, en la escuela. Vivimos en la frontera invisible de la violencia expresiva, una violencia que habla, que transmite un mensaje de impunidad. No es suficiente violar y asesinar a una mujer. Hay que violarla y asesinarla mediáticamente, hay que pedirle a la cofradía masculina que ayude al Estado a justificar cada crimen, otorgándole la libertad de castigar a las víctimas, desvelando la expansión de la pedagogía de la violencia, la apología de lo descarnado, de lo que ya no tiene, ni tendrá rostro de humanidad.❧
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