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Sistemas… en las cabezas

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Traducción de Javier Sicilia

La era de las herramientas, de la instrumentalidad o de la “tecnología” es un movimiento de larga duración de la historia del mundo occidental y del occidentalizado, de la que la época industrial fue el último avatar. La herramienta se mantenía en una relación cara a cara con el cuerpo de quien la usaba. Un sistema carece de cara a cara y de exterior. Absorbe a quien lo usa y no conoce límite.


 

Esplendor y ocaso de la era instrumental

Iván Illich era también un pensador de las herramientas o, como se dice más comúnmente, de la tecnología. Su reflexión sobre las herramientas va desde su encuentro con América Latina a principios de los años cincuenta del siglo XX –sobre todo con la idea del “tamaño justo” de Leopold Kohr con quien se encontró en Puerto Rico–; continúa con su critica a un proyecto de desarrollo disfrazado de misión en la década de los sesenta y su comprensión del carácter histórico de las herramientas en la de los ochenta, hasta su intuición de un posible fin de la era de las herramientas a partir de la década de los noventa.

Durante más de siete siglos, Occidente fue instrumental, es decir, estaba centrado en el instrumentum, palabra latina que significa herramienta.

Desde fines del Medievo, lo que caracterizaba las herramientas eran las intenciones que las motivaban, generalmente expresadas por la palabra “para”. A principios de la década de los noventa, Illich planteó la hipótesis de que la cultura occidental y las culturas occidentalizadas, abandonadas por sus herramientas familiares e invadidas por artefactos, cuyas intenciones son imprecisas, se habían orientado hacia un “adiós a las herramientas”, todavía tácito, que sacude sus fundamentos. También se dio cuenta de que el concepto de herramienta que guió sus estudios históricos y sus análisis de la sociedad contemporánea, estaba a punto de estallar. O, más bien, que la categoría de “instrumentalidad” se había vuelto coextensiva a la sociedad misma y, al dejar de tener un exterior, se había transformado en un fin en sí. Comenzaron entonces a proliferar artefactos:

      • que no pueden definirse como medios con fines claramente determinados,
      • que no están ya –o no solamente– al servicio de intenciones personales,
      • que no mantienen ya relaciones cara a cara con el cuerpo de sus usuarios.

Al perder cualquier límite, esos artefactos no son ya herramientas propiamente dichas. Illich los llamó “sistemas”:

Desde la década de los setenta y los ochenta, el mundo occidental pasa por una de sus mayores transformaciones históricas, transformaciones que Illich calificó de “derrumbamientos” o de “deslizamientos de tierra”.

Illich lanzó la idea de que este derrumbamiento, que no termina, es síntoma del fin de uno de los conceptos más fundamentales de la cultura occidental, el de la herramienta o instrumentum. La herramienta occidental tradicional mantenía con el cuerpo de su usuario una relación de exterioridad o, en términos de Illich, de “distalidad”, en el sentido de distancia constitutiva de la relación entre el usuario y la herramienta que permite al usuario ponderar si tomarla o dejarla.

A partir de la década de los setenta, esta relación pasó por una inversión, preludio de su desaparición: nuevos artefactos, siempre calificados de herramientas, pero desprovistos de distalidad, empezaron a proliferar. Esta pérdida de exterioridad de artefactos que engloban y se apropian del cuerpo de quien los maneja sería la razón profunda de los derrumbamientos que comenzaron a sucederse de manera acelerada desde las décadas de los setenta y los ochenta.

 

Cuando Iván Illich proyectaba escribir el epílogo de la era instrumental

En 1973, en la Introducción a La convivencialidad1Aunque la mayor parte de las obras de Iván Illich, citadas en el presente ensayo, están publicadas en español por el Fondo de Cultura Económica (Obras reunidas, II volúmenes), utilizaré por motivos de simplificación la bibliografía francesa de la que Jean Robert toma las citas (N. de T.) La Convivialité (en inglés Toods For Conviviality), “…un análisis multidimensional del sobrecrecimiento industrial se formuló por vez primera en 1971, en un trabajo elaborado junto con Valentina Borremans como texto preparatorio a una reunión latinoamericana realizada en el Cidoc en enero de 1972 […] A finales [de ese mismo año], el editor Harper and Row aceptó el texto inglés de ese documento de trabajo […] En 1973 fue necesario que yo me ocupara de redactar una versión francesa de esta obra”. La versión que me sirve de base es “Introduction”, La Convivialité, Oeuvres Complètes, vol. 1, Paris: Fayard, 2004, p. 453., Iván Illich escribió: “Durante los próximos años pretendo trabajar en un epílogo de la era industrial. Quiero delinear el contorno de las mutaciones que afectan el lenguaje, el derecho, los mitos y los ritos, en esta época en que los hombres y los productos se condicionan. Quisiera trazar un cuadro del ocaso del modo de producción industrial (…)”2La Convivencialité, Ibid., p. 453..

Como testimonian sus Obras completas, después de La convivencialidad, Illich publicó muchos libros y artículos que podríamos calificar de tangenciales a esta intención. Sin embargo, nunca escribió el anunciado epílogo. La razón, según yo, se debe a que el ocaso del modo de producción industrial le ganó en velocidad o, mejor, que ese ocaso, que percibió primero que todos, es de una amplitud tal que sobrepasa los dos siglos que razonablemente podemos atribuir a la era industrial. Lo que de manera muy repentina, Illich comprendió o creyó comprender es que, entre 1970 y 1980, empezó a manifestarse el declive de lo que los historiadores de los Annales calificaban como un movimiento de larga duración, en este caso, el de la edad instrumental de la que la era industrial fue el último avatar.

Illich nunca escribió el epílogo que nos prometió. En cambio trazó, en breves ensayos y en conversaciones, un cuadro convincente del epílogo de una era que duró cerca de ocho siglos, la era instrumental. 

 

Una hipótesis que debe abordarse con guantes 

Sé perfectamente que lo que acabo de escribir no atraerá necesariamente la adhesión del lector. Una nueva idea gana cuando se presenta como una hipótesis abierta a la controversia. En contra de la idea de que la época industrial tardía tiene un carácter de epílogo militan los signos de una exacerbación de la producción industrial: frenesí por la construcción de fábricas, presas, centrales termoeléctricas y termonucleares, segundos pisos viales, alargamiento de las cotidianas migraciones alternantes o “pendulares” de trabajadores, concentración habitacionales cada vez más lejanas de las concentraciones industriales, “fracking”, proyectos de vinculaciones ferroviarias entre Asia y América… ¿Podría yo mismo dejar de calificar como “industrial” las características de esas obras y concentraciones? No. ¿Cómo decir entonces que la era industrial dejó de ser instrumental, que la industria se volvió “postinstrumental”? Yo personalmente tomo en serio esta idea y pregunto: ¿cómo podría hablarse de una prolongación “no instrumental” de la era industrial, es decir, de una prolongación no fundada sobre los instrumentos en el sentido clásico? Si tuviera que argumentar con el lector, podría proponerle una palabra de origen griego, la histéresis, retraso, que podemos definir como la persistencia de un efecto más allá de la desaparición de su causa. Podría decir también que las características de una era pueden exacerbarse en el momento de su declive.

Pero Illich considera esas preguntas como historiador. Todo lo que tiene un fin tiene necesariamente un principio. Si algo entró en declive hacia 1970 o 1980, ¿qué y cuáles fueron sus inicios? A esta doble cuestión, Illich da una respuesta precisa. A la pregunta por el qué, Illich responde: un nuevo concepto del instrumento3La herramienta se refiere a un instrumento de hierro, ferramentum (de ferrum –hierro– y el sufijo mentum –instrumento–); instrumento (objeto para realizar un trabajo) es mucho más amplio. (N. de. T).; a la de sus inicios, textos escolásticos del siglo XII como el De variis artibus de Theophilus Presbyter y el Didascalicon de Hugo de San Víctor, ambos datados en 1128 por las mayoría de los historiadores. Con esa nueva idea de lo que es una herramienta, habría despegado una época histórica de larga duración: la era instrumental. Ésa es la hipótesis.

La historicidad de las herramientas

La era industrial estuvo abarrotada de máquinas, aparatos, dispositivos técnicos que ofrecían a la vez servicios y empleos. Cualquier “problema” detectado en ese ciclo ofrecía la “solución” de adquirir más aparatos. El término más general para designar los elementos de “solución” que llenan el paisaje de la era industrial es “herramienta”, que se refiere a un tipo de artefacto que desde el siglo XII se llamó en latín instrumentum. Illich le confesó a David Cayley que, cuando escribía La convivencialidad, una herramienta era para él una herramienta o, dicho de otra forma, que el instrumento era coextensivo a la historia humana y que, desde siempre, hubo herramientas. Los artesanos medievales, griegos, egipcios, neolíticos o paleolíticos elaboraban o se servían de herramientas, primitivas o refinadas, simples o complejos, de piedra o de metal. Bajo sus evidentes diferencias, la herramienta era, para el Illich de La convivencialidad, una constante de la historia.

También Illich le confió a Cayley, que fue en conversaciones con el filósofo de la técnica, Carl Mitcham4Ivan Illich, La perte des sens, París: Fayard, 2004, p. 279, n. 1. , su colega en el departamento Science-Technology-Society de Penn State, la Universidad del Estado de Pennsylvania, que surgió la intuición de la historicidad de las herramientas. Dicha historicidad se refiere, no a lo que un instrumento es en su forma o su constitución material, sino a su idea, a su concepto. Por ejemplo, para un griego clásico, un martillo –que no era menos martillo que la herramienta que lleva hoy este nombre– era una prolongación de la mano que lo manejaba. La palabra griega organon designaba la herramienta. El martillo era un organon como también lo era la mano que sostenía el martillo, mientras que a ella se le calificaba como órgano de todos los órganos. Se definía como organón “todo lo que ayudaba a un ser a realizar su esencia”5Marianne Groenemeyer, Wer arbeitet sündigt. Ein Plädoyer für gute Arbeit (Quien trabaja peca. Un Una defensa para el buen trabajo), Darmstadt: Primus Verlag, 2012, pp. 102-111. Según Aristóteles, “un organon es todo lo que ayuda a un ser vivo a vivir y contribuye a su salud”. En sus obras, el alma “quiere realizar la esencia de lo que debe volverse”. Para ello, “tiene necesidad de un cuerpo […] constituido de tal forma que pueda servirle para cumplir sus tareas”. Cada ser viviente debe realizar las obras que le son necesarias para “ser lo que es”. A partir del siglo XII se rompió el “juego inseparable del alma y del cuerpo que permitía a éste devenir lo que podía y debía ser […] y el instrumento, que había asistido al cuerpo –en su juego con el alma– pudo aislarse”. La separación del instrumento y de la mano, tanto como el declive de la idea de que el instrumento está al servicio del devenir del alma hicieron del instrumento un “medio” de una nueva manera: ya no un intermediario “entre dos”, como lo era la proporción (analogía) en Platón, sino un medio instrumental con fines arbitrarios. . Llamemos herramienta orgánica al artefacto definido de esa manera. Cualquier herramienta orgánica era apropiada a una mano particular, el hacha a la mano campesina, la espada a la mano de un hombre libre y bien nacido (kaloskagathos).

En el siglo XII, una nueva noción de la herramienta surgió en algunos escritos escolásticos bajo el nombre de instrumentum. Esta herramienta no orgánica, sino instrumental –en su origen un concepto teológico más que tecnológico–, se definió en independencia conceptual de la mano y podría por ello calificarse de instrumentum separatum. La idea de separación conceptual entre el instrumento y la mano, al poner la herramienta a disposición de cualquiera, permitió, siglos después, levantar inmensos ejércitos de campesinos equipados con espadas y cuchillos.

Eso fue a grosso modo la línea de conversación sobre la historicidad de la idea de instrumento entre Iván Illich y Carl Mitcham6Mitcham me envió su propia versión de sus conversaciones con Iván Illich, versión que traduje al español, pero que permanece inédita tanto en español como en inglés: Carl Mitcham, “Reflexiones sobre mis enseñanzas sobre las herramientas después de Illich” (traducción inedita por J.R., de Carl Mitcham, “Teaching with and Thinking after Illich on Tools”)..

La herramienta instrumental en su contexto filosófico 

A partir del siglo XII surgió la idea de que los ángeles, seres ígneos inmateriales, estaban encargados de mantener las esferas del mundo en movimiento. Debido a su condición espiritual, necesitaban intermediarios para actuar sobre la materia. Así, nos dice Illich, utilizaban los planetas como instrumentos para mover las esferas celestes. Las enseñanzas de Tomás de Aquino sobre ese tema, apoyadas en seiscientos o setecientos años de ideas, imágenes y concepciones neoplatónicas, pintaban el universo como una jerarquía gobernada por un rey mucho más grande que el propio Carlomagno.

En esta visión del cosmos, el instrumentum estuvo primero al servicio de intenciones divinas. En su condición de instrumento en las manos de Dios, un sacerdote administra los sacramentos en forma independiente de sus cualidades personales. Del mismo modo que un tubo de plomo conduce igual de bien el agua que un tubo de plata, Tomás de Aquino7[…] sicut dictum est, ministri Ecclesiae intrumentaliter operatum in sacramentis, eo quod quadammodo eadem ratio est ministri et intrumenti. Sicut autem supra dictum est, instrumentum non agit secundum propriam formam, sed secundum virtutem ejus a quo movetur. Et ideo accidit #instrumentum, inquantum est instrumentum, #qualemcumquenformam vel virtutem habeat, praeter id quod exigitur ad rationem instrumenti ; sicut quod corpus medici, quod est instrumentum animae habentis artem, sit sanum vel infirmum ; et sicut quod fistula, per quam transit aqua, sit argentae vel plumbea. Unde ministri Ecclesiae possunt sacramenta conferre, etiamsi sint mali. III. q. 64, a. 5, c. sugería que un sacerdote mediocre transmite igual de bien la gracia divina que un buen sacerdote.

A partir del siglo XII, las intenciones que motivaban el uso de herramientas se humanizaron y, de manera tímida entonces y agresiva desde el siglo XIV, la cultura europea se volvió progresivamente instrumental. Desarrolló –o intentó desarrollar, a veces siglos antes de que fuera materialmente posible– herramientas o instrumentos para todas las intenciones posibles, incluso la de volar como un pájaro. Luego, a la sombra del Colonialismo y, más tarde, del Desarrollo, Europa, es decir, Occidente, ofreció esas herramientas o instrumentos al mundo entero8Wolfgang Sachs, “One World”, en W. Sachs, ed., The Development Dictionary, Londres : Zed Boocks, 1992, p. 109 : “El Estado, la ciencia o el mercado se basan en un sistema de conocimiento sobre el hombre, la sociedad y la naturaleza pretendidamente válido en todas partes y para todos. Esta forma de saber no tiene huellas de su origen ni indica el lugar ni el contexto de ese origen; por ello, precisamente, porque no es de ningún lado, ese saber puede penetrar donde quiera.”. El rechazo de ese ofrecimiento se tachó de incultura. La ausencia de herramientas occidentales se calificó de subdesarrollo. A fines del siglo XX, argumenta Illich, mucho de lo que llamábamos todavía “herramientas” ya no correspondía a intenciones simplemente humanas; se habían vuelto “a-humanas”, que es lo que para mí puede significar “sistémico”.

Esta crisis cultural, según Illich, es una crisis profunda del paradigma instrumental, una crisis de amplitud semejante a la del siglo XII, que desplazó el concepto de organon. Sin embargo, de manera contraria al sentido de la palabra griega crisis, que implica una decisión y un más allá, la crisis del paradigma instrumental que hoy vivimos, no ofrece la posibilidad de decidir verdaderamente; tampoco ofrece la suficiente distancia crítica que nos permita verla desde el exterior. Estaríamos así en medio de una crisis sin solución de las ideas o de los conceptos instrumentales, económicos y colonialistas, de esas ideas sobre-entendidas en los conceptos de Desarrollo y superioridad de la cultura occidental. En el epicentro de ese seísmo cultural, sugiere Illich: el desmoronamiento de evidencias mucho tiempo aceptadas sin jamás cuestionarlas sobre lo que una herramienta o un instrumento es. En otras palabras: la “crisis” contemporánea manifestaría el desvanecimiento de las categorías instrumentales que durante mucho tiempo fueron la marca distintiva de Occidente. Según Illich, esta desaparición progresiva es el signo verdadero de que la era instrumental o era de las herramientas llegó a su fin:

Si este concepto de herramienta (o de tecnología como frecuentemente se dice) es realmente característico de cierto momento de la historia en el que se volvió, tal vez, la más indudable de las certezas cotidianas, entonces –como no he dejado de hacerlo desde hace quince o veinte años–, podemos al menos lanzar la hipótesis de que en otro momento, en los años de 1980, la sociedad tecnológica que nació en el siglo XIV terminó9 Ivan Illich & David Cayley, The Rivers North of the Future. The #Testament of Ivan Illich as told to David Cayley, Toronto : House of Anansi Press, 2005. En francés: La corruption du meilleur engendre le pire, Arles, Acte Sud, 2007 [2005], p. 119..

El genio del Illich historiador consiste en haber hablado de la era instrumental a la luz de sus inicios y con los ojos puestos en su final, un final que tiene la apariencia de una “crisis” incapaz de encontrar su solución y, a causa de ello, de terminar.

“Crisis que dura” es un oxímoron

Crisis sin fin y sin solución, crisis sin momento crítico, crisis que continúa significaría decisión sin fin, lo que es un oxímoron. Tener que decidir sin fin es igual a “parálisis de todo poder real de decidir”, escribió la genetista Silja Samerski en una tesis de doctorado en la que documenta sesiones de orientación a mujeres embarazadas en las que “gentiles consejeros” se afanan en prepararlas para tomar “decisiones informadas”. En esas sesiones, ellas, en función de perfiles de riesgo establecidos en laboratorios y de una apreciación realista, deben valorar sus posibilidades financieras10La tesis está a disposición en forma de libro: Die Entscheindungsfalle. Wie Aufklärung die Gesellschaft entmündigt (La trampa de la decisión: cómo la instrucción genética puede infantilizar a la sociedad), Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2010..

La crisis en tanto decisión implica una distancia y un lapso de tiempo, cierta frontera espacial y temporal, la libertad de decir: “un momento”, “hay que pensarlo”, la posibilidad de respirar.

En sus conversaciones con David Cayley, Illich, ante una pregunta sobre el tiempo, dijo:

Si entiendo bien, tú me lanzas un anzuelo para que te hable de mis reflexiones y hasta de mis sentimientos sobre el talante de lo que se llama poesía, literatura y filosofía posmodernas. Tomo tu pregunta como una cuestión sobre la transformación de la dimensión temporal, del tiempo transcurrido desde nuestro nacimiento: ¿cómo esta especie de desfiladero en el que nos metimos a lo largo de la década de los setenta afectó nuestro sentido de lo que, a falta de mejores palabras, definiría como temporalidad, espacialidad y frontera, inevitablemente unidas? Para hablar de la transición, de la transformación, de la grotesca metamorfosis a la que aludes –tú y yo sabemos de qué se trata, aún cuando ni tú ni yo podamos decir con toda precisión lo que es– debo, en lo que a mi concierne, comenzar por examinarlo históricamente.”11Ibid. p. 242.

Las certezas fundamentales, esas “cosas que están allí” y durante decenios o hasta siglos fueron los fundamentos de ideas y conceptos filosóficos, sociales, económicos y políticos occidentales, todas esas evidencias primeras se minaron a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años. O, para decirlo de manera más exacta: los axiomas que fundan nuestros teoremas sociales se volvieron tambaleantes. En sus últimas entrevistas con David Cayley, Illich atribuye la crisis civilizatoria de nuestra época a una profunda metamorfosis de las ideas y percepciones que durante muchos siglos dieron su relativa coherencia a Occidente. Al llegar a ese punto, podríamos tener la tentación de sugerir que la salida de la “crisis” podría ser la restauración de las categorías instrumentales. ¡Los pensadores y artistas que desde la lógica, la matemática, la geometría o la música han violentado esas categorías deberían ser proscritos en nombre del buen sentido! Pero las investigaciones de Illich a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado no van en esa dirección. Illich no quería la restauración de las categorías instrumentales.

 

Las bendiciones que todavía nos gratifican

En las entrevistas a las que me he referido, Iván Illich propone a David Cayley, dos argumentos. En el primero dice:

No podría imaginar en este mundo una mejor situación para vivir con aquellos a quienes amo: en su mayoría personas que perciben profundamente que franquearon un umbral. Porque al ya no estar impregnadas del espíritu de la instrumentalidad o de la utilidad pueden comprender lo que yo entiendo por gratuidad. Me parece que existe una manera de ser comprendido hoy cuando se habla de gratuidad; su fina flor es la celebración, la alegría mutua que ciertas personas, como las que proponen una nueva ortodoxia, descubren en el mensaje de la cristiandad: un llamado a vivir juntas celebrando el hecho de que estamos donde estamos y que la contrición y el perdón forman parte de lo que celebramos doxológicamente. 12Ibid. P. 305.

En el segundo afirma:

La época a lo largo de la cual la instrumentalidad fue una llave que abrió cada vez más puertas duró desde el siglo XII hasta un quiebre que sucedió a lo largo de la edad adulta de la mayoría de quienes nos escucharán. No hay persona, entre nuestros auditores, que no tenga un pie puesto en la era de la instrumentalidad. Además, casi ninguno de ellos se da cuenta del hecho de que cayó en la era de los sistemas […] en la que ya no es posible hablar de instrumento.13 Ibid. P. 272.

En el primer argumento, Illich festeja el fin de una época en la que todo tenía una utilidad y en la que cada vez menos cosas eran gratuitas. En el segundo, sugiere que muchos de nuestros contemporáneos podrían haberse deslizado sin darse cuenta en una nueva era más implacable que la precedente: la era o la edad de los sistemas. Hay que distinguir esos dos momentos en el pensamiento de Illich: primero celebra el declinar de las categorías instrumentales como la posibilidad de una nueva libertad; luego habla de la amenaza de un orden más desolado. La esperanza en la nueva posibilidad abierta por el declinar de la instrumentalidad converge con la esperanza de Jacques Ellul en un “sobresalto de la libertad”.14Extractos de un mensaje de Daniel Cérézuelle de mayo de 2017: “Al lo largo de toda su obra, Ellul precisa que contra la “fuerza de las cosas” (de la Técnica del Estado) siempre es posible un sobresalto, aunque difícil. Por ejemplo, en A contra corriente: ‘Siempre estoy persuadido que el hombre es libre de iniciar algo distinto de lo que parece fatal’. También en la Técnica o la apuesta del siglo: “¿No hay otro posible camino para realizar esta obra? Yo estoy convencido de que sí”. La segunda cita expresa el temor de Illich de que nos encontremos en el umbral de otra historia de desarrollos, una historia en la que cualquier invención y cualquier desarrollo contribuirán a reforzar la integración de todos los dispositivos, materiales, institucionales e intelectuales, en un sistema bien lubricado15Véase Jacques Ellul, Le Système Technicien, París : Calman-Lévy, 1997, pp. 7-8 : “La Técnica no se contenta con ser, y, en nuestro mundo, con ser el factor principal o determinante, se volvió Sistema […] Señalemos que el hecho industrial se caracteriza por la multiplicación de máquinas y de cierta organización de la producción. Estos son dos factores técnicos. Hoy, sin embargo, el hecho industrial, siempre considerable, tiene poco que ver con lo que era en el siglo XIX, inundado de un conjunto de otros fenómenos igualmente importantes que el hecho industrial determinó parcialmente, pero que se separaron de él, adquiriendo un volumen dotado de una fuerza de transformación que escapa a la industria en sentido estricto. La actual sociedad industrial es siempre industrial, pero no es lo esencial”., un encierro sin ventanas, sin exterior, sin alteridad, sin más allá.

Contra quien piensa que efectivamente nos encontramos en ese umbral, hay que insistir en el hecho de que el futuro no existe como un tiempo que fue presente y que en tanto presente que será, deberá someterse a una crítica del tiempo actual: “¡No queremos vivir bajo la sombra del futuro!”. Las contribuciones de Illich a esta crítica del tiempo presente son principalmente ensayos sobre la transformación post-industrial de los conceptos de frontera, de espacialidad y de temporalidad, sobre los vestigios del género vernáculo en la época industrial tardía, sobre la pérdida nunca irrevocable de los sentidos, sobre lo que subsiste del sentido de la justa proporción y sobre las bendiciones de las que todavía gozamos.

El 23 de marzo de 1996, Illich dio en los Ángeles una conferencia a los miembros de la Catholic Philosophical Association16“L’ascèse à l’âge des systèmes. Propédeutique philosophique à l’usage chrétien des instruments (1966/2002), La Perte des Sens, op. cit., pp. 279-286. . Su tema era la emergencia histórica de lo que acabamos de discutir: un nuevo concepto de herramienta en el siglo XII, la herramienta instrumental, que relegó la herramienta orgánica a las obliteraciones de la historia. Ésta no estaba mentalmente separada de la mano y expresaba una correspondencia entre el cuerpo y el cosmos. La nueva idea de herramienta rompía esta correspondencia cósmica. El punto central es que la percepción de la diferencia entre herramienta orgánica e instrumental es una condición necesaria de la práctica ascética, es decir, de la búsqueda de la vida buena en el mundo de la técnica. Mediante esta distinción podemos evitar confundir la producción útil de un servicio con el amor al prójimo: “La ‘instrumentalización de la herramienta’ cegó, anestesió y ensordeció el sentido del amor gratuito, condujo a la confusión entre el amor y el servicio, y volvió inaudible la Buena Nueva”17Ibid. P. 280..

Tanto como el sexo o la velocidad medida en kilómetros por hora (dos grandezas inconmensurables entre las que no puede haber proporción), la idea de una intención especial implantada en la herramienta es específicamente occidental. De allí el peligro de que las Iglesias justifiquen el crecimiento de las agencias de servicio del Estado para una clientela en aumento. Pero lo que más temía Illich era el efecto simbólico de ese crecimiento: que el valor instrumental obscureciera la vocación de las personas a la misericordia.

Un griego entendía el hacha como un organon: un órgano, lo mismo que la pala, el cuchillo o la mano: “órgano de todos los órganos”. Pero durante el segundo milenio cristiano, el hacha se redefinió como un instrumentum. Illich consideraba ese cambio conceptual como un paso decisivo hacia el mundo moderno. Si la idea de una instrumentalización de la herramienta a lo largo de la Alta Edad Media pudiera hacer su camino en la filosofía de la técnica, la diferencia esencial entre herramienta orgánica y herramienta instrumental, pensaba Illich, podría ser su fundamento. No obstante ése no es el caso. La mayoría de los filósofos de la técnica nunca percibieron la diferencia entre las herramientas orgánicas y las herramientas instrumentales, razón por la cual su comprensión de las herramientas y de la “tecnología” es completamente a-histórica. Además, el hombre moderno ya no se define como hacedor, sino como utilizador de herramientas. Cada una de las que usa representa una intención definida por un designer, un educador o un ingeniero. Hoy en día, las herramientas y la técnica se sitúan en una esfera heterónoma que desalienta cualquier reflexión filosófica fundamental.

Otro cambio es contemporáneo de la transición de la herramienta orgánica a la herramienta instrumental: una quinta causa, causa instrumentalis, se añade a las cuatro causas aristotélicas, causa materialis, causa formalis, causa efficiens y causa finalis. La causa instrumental, de cierta manera, permite que la herramienta se sustituya al actor de una acción. Por ejemplo, en los siglos XI y XII, se popularizó un nuevo tipo de arado (el arado de hoja curva) que exigía menos fuerza y habilidad del labrador. Esta nueva herramienta pudo sustituirse mentalmente al labrador como la causa instrumental de la labranza.

 

Algunas reflexiones personales sobre el epílogo de la era instrumental

Recordemos algunas de las características de la herramienta que tomó forma el los siglos XII, XIII y XIV y que –según Illich– comenzaron a desdibujarse en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX18Las fuentes de donde saco esta muy sucinta caracterología de la herramienta instrumental son principalmente, Iván Illich & David Cayley, op.cit., los capítulos IV, XIII y XVIII y La perte de sens, op.cit., pp. 187-231 y 279-286.:

    • Desde el siglo XII, fue posible pensar una herramienta o instrumento como un medio con fines precisos; cualquier medio con un fin o un objetivo determinado pudo así definirse como una herramienta. En la medida en que tenían un objetivo definido, a partir del siglo XIX, las instituciones de servicio como la escuela, los transportes y los hospitales, pudieron considerarse como herramientas.
    • Una herramienta estaba al servicio de intenciones personales que de alguna forma, se habían “enclavadas en la herramienta”, se habían instrumentalizado.
    • Pero, como causa instrumentalis, una herramienta o un instrumento era una causa que carecía de intención.
    • La herramienta se distinguía de la mano que la sostenía; era distal en relación con ella; su distalidad[mfn]Dicho término designa la distancia de la parte de un todo desde el punto que se considera central. Hay una distancia entre la mano y el centro del cuerpo. La distalidad de la herramienta designa su distancia con el cuerpo o, mejor, su separación de él. Un artefacto que integra a quien lo utiliza como una parte de sí misma pierde lo que, desde el siglo XII, fue una característica del nuevo concepto de herramienta: su distalidad. Un sistema hace de “quien lo utiliza” un subsistema. Bajo la guía de gentiles facilitadores médicos, la consulta médica se vuelve una sesión de implantación de “percepciones” de las que el paciente tiene necesidad para funcionar como subsistema del sistema bio-médico. [/mfn] era una distancia crítica que hacía posible la decisión de tomarla o dejarla.
    • Cualquier cosa dotada de utilidad podía considerarse como una herramienta: la utilidad era una característica hermana de la instrumentalidad.
    • El cuerpo estaba en un cara a cara físico con la herramienta.

La asociación de la herramienta con intenciones precisas y su relación cara a cara con el cuerpo de quien la utiliza indican claramente que toda herramienta es por naturaleza limitada, se despliega de cara o al exterior de lo que no es ella. A partir de la década de 1980, Illich presintió la irrupción de dispositivos coextensivos con el espacio social y desprovistos de distalidad que calificó como sistemas. Me parece que es allí donde conviene situar el inicio del epílogo de la era instrumental.

Epílogo de la era instrumental: herramientas que ya no merecen ese nombre e instituciones que no son ya herramientas

La pérdida de cualquier exterioridad de los sistemas hace movedizo el suelo sobre el que Illich estableció su crítica de las herramientas en la década de los setenta del siglo XX. Dijo que antes de 1976, se había interesado sobre todo en lo que ellas hacen, en sus efectos materiales. A partir del fin de los años 70, se interesó en lo que ellas dicen, en sus efectos simbólicos. Pero en un mundo donde las herramientas –siempre exteriores al cuerpo– son expulsadas por los sistemas –desprovistos de exterioridad– se vuelve difícil distinguir entre lo que hacen y dicen. Los sistemas dictan a quienes les sirven mandatos sin distinción entre lo real y lo simbólico, ordenan a los usuarios de los sistemas lo que son y lo que deben ser. Los sistemas “engullen” a sus usuarios haciéndolos parte de sí mismos, los integran como subsistemas.

 

Esperando a Godot

La era industrial designaba el conjunto de sus herramientas mediante la palabra tecnología y un imperativo tecnológico ejercía presión sobre los países pobres para que importaran las herramientas y las necesidades de los países ricos. En el “sistema técnico” que amenaza con suceder a la era industrial, la misma palabra, tecnología, designa el conjunto de los sistemas, dificultando la distinción entre herramienta y sistema. El mando sistémico toma, por lo tanto, subrepticiamente el lugar del imperativo tecnológico. Ésa es, desde mi punto de vista, la intuición central de Illich sobre el carácter de la espera de Godot del fin de la era industrial: la imposibilidad de despedirse de las herramientas y también la casi imposibilidad de asumir la dimensión de la era de los sistemas y asir su especificidad: su ausencia de exterioridad.

Antes de la era industrial, el “ser-herramienta” o, dicho de otra forma, lo que definía a la herramienta como tal, su instrumentalidad, se desplegaba en cierta envoltura dimensional, bajo un conjunto de umbrales difíciles de sobrepasar: los ejércitos de Napoleón I no podían marchar más rápido que los de César. Los nuevos poderes de la era industrial permitieron franquearlos e ignorar cualquier límite “natural”. Napoleón III se enorgullecía de haber recorrido 90 kilómetros en una hora. Pero el hombre industrial parece no comprender que más allá de esos umbrales y límites, las herramientas pueden perder su carácter instrumental, su “ser-herramienta”. Entonces se vuelven no sólo contraproductivas, terminan también por mutar en otra cosa distinta a una herramienta que continúa calificándose como herramienta19Sobre la hipótesis de que el mundo occidental y el mundo occidentalizado está a punto de salir de la era de las herramientas para caer en la de los sistemas, véase “L’âge des systèmes” y “Des outils aux Systèmes”, capítulos XIII y XVIII, en Ivan Illich & David Cayley, op. cit.. Illich definió esa mutación de la herramienta en otra cosa distinta a la herramienta por la pérdida de su distinción con el cuerpo: lo que es-otra- cosa-que-una-herramienta engulle el cuerpo de su usuario, lo hace parte de sí mismo.

La contraproductividad de las herramientas industriales se refería, primero, al hecho de que ellas producían cada vez más y con mayor frecuencia lo contrario de lo que prometían. Por ejemplo, cuando los instrumentos de transporte –los vehículos– paralizan a sus usuarios en los embotellamientos, merecerían ser calificados de contraproductivos. Eso, en segundo lugar, significa que si persisten en su tamaño y su poder fuera de límites, terminan por perder las características que los definían como herramientas. Pero en aquel momento era imposible calificarlos de contraproductivos porque los fines a los que servían habían dejado de ser humanos. Si, por ejemplo, uno de los fines ocultos de los transportes compulsivos era fatigar a los ciudadanos a fin de desanimarlos a rebelarse, la imposición de tres o cuatro horas diarias de “migraciones alternantes” obligatorias entre la cama y la oficina podría calificarse de políticamente productiva. En el mismo sentido, esta computadora sobre mi mesa no es una herramienta, como puede serlo un martillo, porque al formar parte de un sistema de vigilancia anónimo no obedece estrictamente a mis intenciones. De cierta manera, mi computadora me espía y permitírselo no forma parte de mis intenciones. Si la computadora personal se redefine como un artefacto de control social, la angustia confusa de vigilancia que induce puede, en ciertos medios distanciados del común, calificarse como “productiva”. De manera análoga, como lo señala Sajay Samuel20 “Le rôle des professions”, París: Esprit. Actualité d’Ivan Illich, Agosto-septiembre, 2010, p. 190., “la producción de peligro se vuelve un recurso para la gestión de riesgos”.

El análisis de Illich sobre la contraproductividad en 1970 enfrentaba un mundo en el que las herramientas y las instituciones correspondían a intenciones humanas simples de entender, cuya definición podía servir de punto de apoyo a la crítica: bajo la égida de la industria educativa de los años 1970, el aliento del deseo de aprender era el criterio con el cual evaluar a las escuelas que, en la medida en que no fomentaban el aprendizaje autónomo, podían con justicia calificarse de “contraproductivas”. En el marco de este análisis, los efectos reales de las herramientas –lo que hacen– puede evaluarse como desviaciones de lo que prometen. Por ejemplo, más allá de ciertos umbrales de velocidad permitida, los transportes motorizados devoran cada vez más tiempo de vida de sus usuarios, empezando por los más pobres de los trabajadores, aun cuando prometen hacer ganar tiempo a todos por igual. Lo que Martin Fortier califica de crítica peirastica21“Illich, et la méthode peirastique. Petit manuel de déboulonnage de l’irrationalité des modernes”, en Martin Fortier y Thierry Paquot, Ivan Illich, l’alchimiste des possibles, París: Lemieux Éditeur, 2016, pp. 73-136. me parece justificada mientras las herramientas e instituciones de servicio puedan evaluarse según las premisas de quienes las planifican y las proponen al voto de los ciudadanos. Ejemplo: “Señores planificadores de transportes, ustedes pretenden que su objetivo es disminuir el tiempo de transporte compulsivo impuesto a los ciudadanos-trabajadores-contribuyentes. Pretenden realizarlo aumentando la velocidad de circulación posible con el objetivo de “hacer ganar tiempo”. Los estudios sobre el transporte muestran, sin embargo, que en las ciudades donde hay metro, la velocidad de circulación media oscila alrededor de los 15 kilómetros por hora –es menor en las que carecen de metro– y es imposible aumentarla sin medidas de excepción que, como los peajes, violan el principio de libre circulación excluyendo a los usuarios que no pueden pagar la cuota de admisión. Sin otras medidas de exclusión como las cuotas de utilización de la vialidad urbana, el promedio de velocidad sobre el día en una ciudad tiende generalmente a bajar22El estadístico inglés Reuben J. Smeed (1909-1976) pensaba que la congestión de la circulación (trafic jam) es la condición límite que revela su esencia. Esta idea le vino de su experiencia en la guerra como consejero de la RAF. Smeed aconsejaba a los pilotos en misión de bombardear Alemania volar a su regreso en una formación lo más cerrada posible, lo que aumentaba el riesgo de colisiones internas, pero disminuía el de los tiros fatales de la flack alemana. Después de la guerra aplicó sus conocimientos estadísticos en la circulación de los automóviles y fue, en Inglaterra, uno de los principales pioneros de los “impuesto a la congestión” (congestion pricing) en el centro de Londres. Lanzó la hipótesis de que los clientes de la industria de los transportes no tolerarían velocidades medias inferiores a 15 km/h –que corresponden a la velocidad media actual en ciudades como México, París o Nueva Cork, muy inferior a la velocidad media en el centro de Londres hacia 1970–. Su propuesta de un “impuesto a la congestión” no se aplicó mientras vivía, pero se reconsideró en 2003, cuando la velocidad en el centro de Londres descendió a 14 km/h. La introducción de ese impuesto hizo subir la velocidad media a 17 km/h, media que rápidamente disminuyó a causa de la asignación del espacio de circulación de los automóviles para otros usos, como los de la bicicleta y el autobús. Véase Reuben J. Smeed, Road Pricing: The Economic and Technical Possibility (Smeed Report), 1964. . La manera de llevar a cabo el objetivo que se han propuesto sería fijar un límite superior de velocidad en la ciudad del orden de dos veces la velocidad confortable de una bicicleta. La única manera de reducir la cronofagia de los transportes es limitar el espectro de velocidades autorizadas.

El método llamado peirástico (término socrático) es eficaz mientras el objetivo propuesto por los promotores de infraestructuras de servicio está contenido en argumentos de sentido común, como limitar las pérdidas de tiempo vinculadas con los transportes. Al desaparecer ese referente, la industria de los servicios se vuelve un factor de hegemonía de la economía y de agravamiento de la escasez resentida, que es el motor del crecimiento econónico. Cualquier intuición de los límites que dan sentido a la acción desaparece y el crecimiento ilimitado de los servicios puede presentarse como la condición sine qua non de todos los derechos, un no-sentido.

La escasez resentida de manera crónica puede definirse como la incapacidad de los productos de la sociedad industrial de satisfacer los sentidos: cualquiera que sea su cantidad, “nunca habrá suficiente”. Ejemplo: pasado cierto umbral, cualesquiera que sean las cantidades de gasolina invertidas en la industria del transporte, jamás podrán satisfacer el sentido de urgencia que empuja a los automovilistas a competir por las vías de circulación más rápidas. Dicha competencia incita a los ingenieros a multiplicar las carreteras urbanas, las autopistas y las vías de múltiples pisos, imponiendo a los usuarios rodeos que disminuyen el valor del desplazamiento real –de umbral en umbral– de todo kilómetro recorrido en carretera. Dicho de otra manera, entre más autopistas urbanas y segundos pisos haya, más girarán en redondo los vehículos.

Llega un momento en que un diálogo entre ciudadanos y tecnócratas pierde todo sentido: es cuando éstos consideran que sus acciones ya no son contribuciones a la calidad de los servicios definidos con los ciudadanos, sino a fines sistémicos expresados en términos generales como empleo, crecimiento, educación, accesibilidad o salud. En la medida en que los ciudadanos-clientes-contribuyentes los internalizan como “necesidades de servicio”, dichas abstracciones merecen ser calificadas como “concretudes desplazadas”. Por ejemplo, cuando el empleo se vuelve un eslogan político que invade las campañas electorales, los trabajadores-contribuyentes-electores están emplazados a ver en ello la condición de la presencia del pan en su mesa y de reservas en su cuenta bancaria. La abstracción de ese eslogan vela y confirma a la vez las realidades que son su condición: el crecimiento de redes de carreteras que vinculan las actividades económicas y los habitantes, el saqueo de la naturaleza que proporciona sus materias primas a la industria, la extinción de actividades callejeras, crisol de la cultura urbana.

Este límite de la crítica que Fortier califica de peirástica no es otra cosa que el límite de la posibilidad de evaluar los productos de un herramentaje según los fines humanos que supone servir. En la actualidad, el crecimiento de los servicios escolares, de las infraestructuras de transporte y de la industria de la salud ya no corresponde a los fines personales o comunitarios de sus clientes, sino a una especie de “mando sistémico” que no se deja rastrear a partir de intenciones humanas.

La caída en una “Era de los Sistemas” no es ineluctable

La palabra sistema aquí está asociada con una salida de la era de la herramienta tal y como Occidente la conoció desde el siglo XII. La herramienta se mantenía en una relación cara a cara con el cuerpo de quien la usaba. Un sistema carece de cara a cara y de exterior. Absorbe a quien lo usa y no conoce límite: es potencialmente co-extensivo al espacio social. La era de la instrumentalidad, durante la cual el concepto de herramienta pudo ser “la llave que abría todas las puertas” duró más de siete siglos. El historiador de las herramientas que estudia esta época a partir del punto en el que la herramienta instrumental pudo distinguirse de la herramienta orgánica gana una perspectiva única sobre la historia del segundo milenio cristiano, que podría ser la base de una nueva filosofía de la tecnología.

La era de las herramientas, de la instrumentalidad o de la “tecnología” es un movimiento de larga duración de la historia del mundo occidental y del occidentalizado, de la que la época industrial fue el último avatar. Ya que “las épocas sucesivas siempre se encabalgan”, la historia contemporánea puede todavía indagar de manera directa en los estudios fenomenológicos sobre la época industrial que, según Illich, está en recesión. Él mismo puede ser considerado como uno de los testigos más significativos de esta época, de la que quiso escribir el epílogo. En los años noventa, argumentó de manera persuasiva que el epílogo de la sociedad industrial que proyectaba escribir sólo podría ser el de la era instrumental o era de las herramientas, una convicción que expresó en un panfleto intitulado “Adiós a las herramientas”.

 El fin de la era instrumental, el más dramático “deslizamiento de tierra” del segundo milenio, es una “crisis” única porque, contrariamente a cualquier crisis anterior –la palabra krisis en griego significa decisión–, ninguna decisión pensable puede sobrepasarla y darle fin. Esta crisis “sin posibilidad de decisión”, que nos mantiene en un “aquí sin más allá” (Hüben ohne Drüben), es insuperable como también parece serlo la instrumentalidad, horizonte de la cultura occidental.

 

¿Sobrepasar la topología mental instrumental?

En lugar de una crisis que busca su punto de inflexión, vivimos una época de crecientes desarrollos que velan la posibilidad propia de ese momento23Martin Fortier et Thierry Paquot, op. cit.. En breves ensayos, escritos por y frecuentemente con sus estudiantes de Bremen y Penn State, Illich celebró las posibilidades abiertas por el final del “espíritu de la instrumentalidad y de la utilidad”24Dichas reflexiones se encuentran en cuadernos publicados por sus estudiantes de la universidad bajo el título general de Schriften Bremen (Escritos de Bremen). Véase, por ejemplo: Vol.I, 1994-1997: Zur Geschichte des Blickens (sobre la historia de la mirada). . Abiertas ahora, esas posibilidades exigen actos de valor análogos al “gran sobresalto” de Jacques Ellul, sobresalto que algunos de los estudiantes de Illich tuvieron el valor de dar.

Al mismo tiempo, Illich –estoy tentado a decir que demasiado pronto– expresó su temor en la caída en una nueva era más implacable que la precedente, de la que ninguna fenomenología puede todavía establecerse, porque los conceptos que permitirían asirla no existen aún; cualquier tentativa en este sentido a lo más que podría darnos sería una fenomenología de la época industrial tardía.

¿Demasiado pronto? Illich, efectivamente, escribió diversos ensayos en los que contrastaba una “era de las herramientas” con una “era de los sistemas”25Véase, «De l’âge des outils à l’âge des systèmes», en op. cit., sin insistir demasiado en el hecho de que la palabra “edad” no tiene el mismo peso ni el mismo espesor en esos dos sintagmas. En el primero, la palabra tiene el peso de la experiencia vivida por quienes hoy en día son nuestros muertos y el espesor de muchos siglos. En la segunda, por el contrario, la palabra carece de peso y de espesor; evoca esa “sombra” del futuro bajo la cual Illich no dejaba de afirmar que no quería vivir. Caer en la edad de los sistemas podría, por lo tanto, significar caer en la sombra de un futuro supuestamente sistémico.

ill Arney –a lo largo de un encuentro en Cuernavaca en el que se celebró el nonagésimo aniversario del nacimiento de Iván Illich, el 4 de septiembre de 201626 El seminario fue realizado por el Programa Universitario de Estudios de la Complejidad y Ciudadanía (PUECC) de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) bajo el título de “Iván Illich, 90 años. Lo político en tiempos apocalípticos” (agosto-septiembre 2016). – nos recordó, entre otras cosas, que “los sistemas están en las cabezas […] Un sistema exige de quien se somete a él que se comporte como un componente sistémico. Debe incorporarse en el sistema”.

En su libro Experts in the Age of Systems, Arney nos dice que había mostrado que las personas que construyeron la bomba atómica se habían vuelto ‘ejecutantes muertos, pero reales’ de lo inevitable. No se sentían libres; se percibían a sí mismos como componentes de un proceso que consistía en darle existencia a la bomba. Pero, agrega: “La buena nueva es que el sistema es una no-cosa […], solamente es una visión, una manera de pensar. Para adquirir una ‘visión sistémica del mundo’ debemos ser entrenados. En lugar de ser sensibles a la simplicidad y a la autonomía, debemos aprender a ver las complejidades y sus indefinidas interconexiones. Debemos afrontar el ‘hecho’ de que los sistemas consisten en cajas negras y, por ello, son incognoscibles. Debemos aceptar que los sistemas no son completamente predictibles. Debemos poner entre paréntesis la libertad de la acción autónoma y privilegiar la heteronomía […]. Pero cuando se nos ofrece una nueva manera de ver las cosas, una nueva manera de pensar, siempre es posible –aunque frecuentemente difícil– decir ‘no, gracias’”.

Arney agrega que Illich parecía pensar que, en la era de los sistemas, la política cambió y que la misma crítica política fue absorbida por el sistema político. A lo largo de sus últimos años, Illich meditó sobre todo en la amistad como el único fundamento posible del “cumplimiento de la existencia” y de la posibilidad de una nueva política. Conversando con Jerry Brown y Carl Mitcham declaró: “No creo que hoy en día la amistad pueda florecer en la vida política. Creo que si en el mundo de las ‘tecnologías’ nos queda una posibilidad de vida política, ella sólo podrá florecer en la amistad”.

Por ello considero que mi tarea es cultivar amistades disciplinadas, desinteresadas, respetuosas y de buen gusto. Siempre amistades mutuas, ustedes y yo, y espero a otro a partir del cual una comunidad pueda prosperar. Quizás allí podremos descubrir lo que es el bien.

Yo me rehúso a pasar sin tiempo de detención y de reflexión de la celebración de la gratuidad que señala el fin de la instrumentalidad y de la utilidad en la fatalidad de la era de los sistemas. Aspiro a un tiempo de respiro, de revisión de categorías fundamentales de la época instrumental tardía: la espacialidad y la temporalidad y, con ellas, la noción de frontera, la habitabilidad del mundo y sus cuestionamientos, la reformulación de las fuerzas naturales en un concepto que implica su escasez, la energía, la escasez misma, postulado fundamental de la economía, la confusión entre información y conocimiento. No podemos examinar los “axiomas que fundan la topología mental moderna” sin abordar estos agregados de preceptos y conceptos. El cuestionamiento de estas categorías puede precisamente ser la expresión de una nueva libertad que es renuncia a ciertas anteojeras dispensadoras de confort mental como la que aún puede inspirar la idea de la superioridad de Occidente. Otro doloroso tema es la paradoja fundamental de Occidente: cultura nacida de la fe en la encarnación del verbo se ha vuelto la más desencarnada de todos los registros históricos. Allí se arraiga el dictum de Illich: corruptio optimi quae est pessima que me he prometido no mencionar más de dos veces a lo largo de este texto.

            Durante sus últimos años, Illich, con sus amigos de Bremen y de Penn State, elaboró numerosos temas que cuestionan las categorías fundamentales del pensamiento moderno:

    • Una somática histórica o historia del cuerpo autopercibido con Bárbara Duden;
    • Una historia de la instrumentalización de la mirada que castró a ésta de su dimensión moral,
    • Una historia de la instrumentalización del alfabeto a partir del siglo XII que desemboca en una genealogía de la desmaterialización del texto;
    • El fin de la gran tradición de la proporcionalidad a partir de la formulación matemática del temperamento musical en el siglo XVII.

De la cocina del porvenir a la alquimia de los posibles

 

Ya no se trata, como en la Cuernavaca de 1975, de “preparar los grandes debates del fin del siglo XX” que, por desgracia, nunca llegaron, sino, más modesta y profundamente, de hablar de lo que fue y ya no será, y de afrontar lo que pueda venir. Se trata también de percibir lo que es posible. Sí, Illich habló de la era de los sistemas como habló de la era de las herramientas, pero la palabra era no tiene el mismo sentido cuando se aplica a los “impedimentos” del pasado que cuando se dirige al vacío de un futuro cuyo fin propio es no ser. Sí, algo podría coagular súbitamente y caer sobre nosotros en el momento de nuestra indiferencia. Sí, también, un sobresalto es siempre posible, incluso si se expresa en dos modestas palabras: no, gracias.

El conditionarium instrumental de la sociedad industrial –y con él de la cultura occidental desde hace cinco o seis siglos– está a punto de derrumbarse bajo el choque de una de las más profundas transformaciones del segundo milenio cristiano. Pero no hay conceptos para definir lo que “viene”, visible en los nuevos artefactos que por todas partes proliferan. Lo único que podemos decir es que ya no corresponden a la idea clásica de herramienta. Podemos llamarles “sistemas” y observar que quienes los sirven tampoco ya son profesionales clásicos, sino gentiles facilitadores que hacen oficio de interfaces27Sobre la historia de la palabra interface, véase « Surveiller son regard à l’âge du ‘show’», en La perte des sens, op.cit., p. 188. que transforman a sus clientes en subsistemas y les imputan los simulacros de percepción necesarios para esta transformación. Ya no es posible estar ciego al hecho de que la incorporación de los usuarios al sistema prohíbe ver éste como una herramienta que está frente al cuerpo.

Otra reflexión debe conducirnos a meditar sobre el uso de la palabra tecnología en la era de los sistemas. El término “tecnología” no ha dejado de evocar los olores, los aceites y las cadencias de las herramientas industriales y aplicarlo a los silencios puntuados de “clics” de los sistemas instaura a las “tecnologías” como antecedentes de los sistemas, creando una falsa línea de continuidad entre ellos. Pertenece a la filosofía de la técnica denunciar esta superchería: presentar a los sistemas como una tecnología es un tranquilizante, un velo echado sobre un cambio histórico a partir del cual, desde los años ochenta del siglo pasado, se delinea un mundo todavía innombrable.

Ese cambio es también la frontera a partir de la cual es imposible mantener la distinción entre lo que hacen y lo que dicen los artefactos que ya no son herramientas: los sistemas emiten mandatos: “Ve esta marca en la ecografía, es tu futuro bebé”. Los enunciados “a-humanos” de los sistemas son irrefutables, excluyen cualquier controversia, cualquier cuestionamiento, cualquier conversación. Virtuales, los “hechos” que presentan como evidencias no son reales ni simbólicos. Más que modificadores de percepciones, los sistemas son los sintetizadores de una nueva clase de percepciones. La internalización de esos simulacros sería una catástrofe antropológica mayor. Hay rebeliones a tales entumecimientos de los sentidos, por ejemplo, las comunidades zapatistas en las montañas del sur del país que habito y cuya lucha es antisistémica.

Bajo la implacable luz de los sistemas, nuevas “necesidades” nacen; una vez establecidas ya no podemos pensar el mundo sin ellas. Frente a esas nuevas necesidades sin fronteras, ¿hay que hacer un auto de fe de lo que llamamos las “app”? o ¿hay que desplazar la luz bajo la cual las examinamos con la esperanza de iluminar lo que dejan en las sombras? ¿Salir de lo virtual para restaurar ciertas distinciones entre efectos materiales y efectos simbólicos? ¿Restaurar ciertas distinciones entre mi cuerpo y los sistemas que pretenden reducirlo a un subsistema? ¿No habría que tematizar el divorcio entre el aparente carácter del herramentaje de mi computadora y las redes ilimitadas en las que me compromete? ❧

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