El pasado domingo 7 de junio se llevó a cabo una de las jornadas electorales quizá con mayor incertidumbre en los últimos años. Millones de mexicanos salieron a votar, pero otros optaron por la abstención. ¿Qué significado tiene esto en el plano de lo que llamamos democracia? El académico y expresidente del Instituto Federal Electoral, autor de La voz de los otros. Libros para leer el siglo (Cal y Arena, 2015), José Woldenberg, realiza un análisis sobre los resultados de los comicios e interpreta las condiciones en que se votó y la presencia de candidaturas independientes.
DECLARACIÓN DE LOS PRINCIPIOS
LAS ELECCIONES DEBEN Ser una rutina. Son la fórmula a través de la cual comunidades masivas, contradictorias, diferenciadas, pueden dotarse de gobernantes y cuerpos legislativos de una manera participativa y pacífica. No se ha inventado un método superior y que al mismo tiempo permita la convivencia y competencia de la pluralidad política que modela a una nación. Por ello, las elecciones son un eslabón fundamental dentro de cualquier proyecto civilizatorio que entienda que las sociedades no son monolíticas, que no se pueden alinear como si fueran ejércitos o iglesias, sino que se trata de entidades cruzadas y labradas por diferentes intereses, ideologías, programas e incluso sensibilidades.
Cierto, democracia y elecciones no son lo mismo. Pero no hay democracia sin elecciones. Es decir, estas últimas son condición necesaria, pero no suficiente, para hablar de democracia, porque a diferencia de las otras fórmulas de gobierno (autoritarias, dictatoriales o totalitarias o teocráticas), la democracia asume como un bien la coexistencia de la pluralidad de corrientes de pensamiento, y por ello intenta ofrecerles un cauce para su expresión y recreación. Y para ello las elecciones resultan inescapables: son el escenario donde esa diversidad de opciones compite, y son los ciudadanos, con su voto, los que deciden quiénes deben gobernar y legislar. Se escribe fácil, pero ha sido una de las construcciones civilizatorias más difíciles, puesto que la pulsión primera de los seres humanos y sus organizaciones es la de pensar que en él o en ellos (en nosotros) están depositados todos los valores y en sus contendientes (los otros) todos los antivalores.
EN MÉXICO
En nuestro país las elecciones, como rutina, son competitivas y auténticas hace apenas pocos años. Menos de veinte. Fueron necesarias movilizaciones, reclamos, conflictos y diagnósticos, elaboraciones, reformas normativas e institucionales, para que la diversidad política encontrara un campo para su expresión y competencia. Y la rutina se asienta. Son auténticamente excéntricas las corrientes políticas y/o ideológicas que no afirman que la única vía legítima y legal para acceder a los cargos públicos es la electoral.
Durante la larga etapa de partido hegemónico, las elecciones no dejaron de celebrarse. No obstante, se trataba de un ritual sin tensión dramática en el cual ganadores y perdedores se encontraban predeterminados. Procesos combinados que genéricamente se engloban con el calificativo de modernización (urbanización, alfabetización, incremento de la escolaridad, crecimiento de los servicios), y una sociedad diversa que no se reconocía, y no quería hacerlo, en el ideario consagrado por el oficialismo, pusieron en jaque al “sistema de partido casi único”.
No fue un proceso ni sencillo ni terso. Luego de la cruda represión al movimiento estudiantil de 1968, la conflictividad político-social fue al alza: la llamada insurgencia sindical, la efervescencia en el campo, las tensiones en las universidades públicas, la aparición de nuevas publicaciones y partidos y la irrupción de grupos armados, demandaban, con diversas formas e intensidades, la transformación del espacio de la representación (básicamente monocolor entonces).
Seis reformas políticas entre 1977 y 1996, acicateadas por movilizaciones y agudos conflictos, acabaron por modelar un escenario para el encuentro y competencia pacífica entre las muy diversas corrientes políticas. Primero (1977) se abrió el espacio para que los excluidos pudieran ingresar al mundo electoral institucional; después, se crearon las instituciones capaces de garantizar una organización imparcial de los comicios (1989-90), y finalmente (1996) se edificaron condiciones de la competencia medianamente equilibradas. Desde entonces en las elecciones se reflejan las oscilaciones de los humores públicos, los avances y retrocesos de los distintos partidos; los fenómenos de alternancia se han producido en todos los niveles de gobierno y han modificado la correlación de fuerzas en los congresos.
EL MALESTAR
No obstante, en los pasados comicios fue claro, como nunca antes, el hartazgo que en capas importantes de ciudadanos generan las elecciones, los partidos, los políticos. La pregunta ineludible parece ser: ¿qué genera ese malestar, esa distancia crítica, que como una ola potente acompaña las contiendas electorales?
La respuesta no es sencilla, pero creo que los nutrientes son muy diversos: desde el comportamiento de los partidos y los medios de comunicación –que ni de lejos son capaces de explicar lo que se encuentra en juego en las elecciones y lo que significan las diferentes opciones–, hasta el estancamiento económico que impide el mejoramiento de las condiciones materiales de vida de franjas enormes de ciudadanos, la ancestral desigualdad que crea varios países escindidos, hasta el déficit en el Estado de derecho, los actos sucesivos de corrupción que quedan impunes o la violación escandalosa de los derechos humanos. Es decir, un caldo de cultivo que no contribuye al asentamiento de las rutinas democráticas, porque, en una palabra, México carece de una cohesión social mínima que genere que la mayoría nos sintamos como parte de una comunidad.
No obstante, nuestro país sería peor sin elecciones, partidos y un mundo de la pluralidad que se expresa y tiene presencia en las instituciones del Estado. De hecho, en esa dimensión hemos avanzado de manera clara: de un sistema de partido hegemónico a un sistema de partidos equilibrados; de un mundo de la representación solamente habitado por el PRI a un universo en el cual la diversidad se encuentra y reproduce; de elecciones sin competencia a elecciones altamente competidas. Y todo ello ha repercutido en el funcionamiento del régimen republicano: de una presidencia (casi) omnipotente hemos transitado a una presidencia acotada por otros poderes constitucionales; de un Congreso subordinado a la voluntad del Ejecutivo a un Legislativo que se mueve según su propia correlación de fuerzas, e incluso de una Corte marginal en asuntos políticos a una Corte central en la solución de diferencias entre los poderes públicos.
Pero, en efecto, falta todo lo demás. Y lo demás es, en una frase sintética, la construcción de un auténtico Estado de derecho y una sociedad medianamente cohesionada.
LOS RESULTADOS
Así, en un ambiente difícil, en el cual franjas relevantes de ciudadanos (53%) decidieron no asistir a las urnas, en medio de una campaña por anular el voto (al final esos votos ascendieron a 4.7%) y, lo más preocupante, que grupos movilizados amenazaron con boicotear de manera violenta los comicios en algunas zonas del país, la jornada electoral transcurrió, en lo fundamental, en orden en (casi) todo el país. La participación no fue baja (47%), si se toman en cuenta los números de las elecciones de 2003 y 2009, y los resultados no dejan de ser interesantes.
Para quien quiera verlo, las elecciones siguen siendo un expediente que premia y castiga, que modifica gobiernos y congresos, que mide la adhesión ciudadana a las diferentes ofertas políticas y la traduce en representación.
Y las elecciones son como los poliedros: tiene muchas caras. Aquí sólo cuatro notas que me parecen relevantes sobre los resultados: a) la dispersión del voto, b) la muy distinta inserción social de los partidos, c) el flanco izquierdo y d) los candidatos independientes.
a) La dispersión de los votos. Los resultados de los cómputos distritales para integrar la Cámara de Diputados fueron elocuentes: PAN 21.01 por ciento de votos, PRI 29.18; PRD 10.87; PVEM 6.91; PT 2.84; MC 6.19; NA 3.72; Morena 8.39; PH 2.14; Encuentro Social 3.32. Esa votación se tradujo en los siguientes escaños de mayoría relativa: Coalición PRI-PVEM 160 diputados; PRI (sólo) 25; PAN 55; Coalición PRD-PT 29; PRD (sólo) 5; Morena 14; MC 10; PANAL 1; independiente 1. (Se puede observar la importancia del sistema mixto. Sólo con uninominales el PRI-Verde tendrían el 61.66% de la representación con el 36% de los votos). Pero una vez asignados los diputados plurinominales, la composición de la Cámara será la siguiente: PRI 203; PAN 108; PRD 56; PVEM 47; Morena 35; MC 26; NA 10; ES 8; PT 6, y un independiente.
En las elecciones intermedias, luego de la creación del IFE, el PRI, el PAN y el PRD concentraron las siguientes votaciones: 1991, 83.20 por ciento; 1997, 88.84; 2003, 84.11; 2009, 77.13. Ahora, 61.06. (Reforma, 14 de junio de 2015). Hace unos años todo parecía indicar que el país se enfilaba hacia un sistema básicamente tripartidista (fruto sobre todo de las tendencias electorales, pero también de las pequeñas ayudas diseñadas en la legislación), pero los resultados del 7 de junio van en otro sentido. Se trata de un “quiebre” (veremos si se mantiene) con la tendencia anterior.
Cuando escribo “pequeñas ayudas normativas”, me refiero a episodios conocidos. Recordemos: en 2007 se regularon las coaliciones electorales de tal manera que los partidos coaligados deberían aparecer cada uno de ellos en su respectivo espacio en la boleta. El objetivo: conocer con cuántos votos había contribuido cada uno a la candidatura coaligada. Hasta antes de esa fecha, los partidos que se unían aparecían en un mismo espacio en la boleta, y por ello era necesario que realizaran un convenio en el cual estableciera cómo se repartirían los votos entre ellos. Sobra decir que lo mínimo que los partidos pequeños solicitaban a los grandes era el 2% de la votación, lo que les permitía refrendar su registro. Cuando la nueva fórmula se aprobó, los partidos más chicos se inconformaron, decían que se trataba de desaparecerlos. Pues bien, las últimas elecciones parecen desmentir esa posibilidad.
Luego, en 2014, se incrementó el umbral para mantener el registro: del 2 al 3% de la votación. Cierto, el 2% era sobre el total de la votación, y hoy el 3 es sólo sobre la votación válida. Pero no cabe duda de que hoy se requiere un porcentaje mayor de votos que en el pasado. Y, al parecer, por lo menos ocho de 10 partidos lo lograron (y quizá sean nueve; el PT se mantiene, al momento de escribir esta nota, en la cuerda floja).
Lo que hoy observamos es una pérdida de votos de los “tres grandes” (PRI, PAN y PRD) que capitalizan los medianos. Ese pluralismo equilibrado que habita los congresos obliga a la negociación y al acuerdo. De hecho, en la Cámara se observan tres posibles pero no fáciles alineamientos: el PRI y el Verde suman 250; sólo un diputado les falta para ser mayoría absoluta, y quizá con los 10 del PANAL puedan forjarla, pero no sin acuerdos y negociación.
El PAN tiene 108 diputados y habrá que ver cómo gravitan en la Cámara. Y la izquierda, si actuara unida, poco probable, tendría 123 representantes. Resultan más que inciertas las zonas de posibles convergencias y divergencias. Una incógnita es Encuentro Social, con sus ocho diputados.
Hay que recordar, sin embargo, que la Cámara de Senadores se mantiene intacta, aunque algunos senadores anunciaron que desean configurar una bancada de Morena.
b) El arraigo desigual de los partidos. No se requiere demasiada sagacidad para detectarlo. Veamos el siguiente cuadro, en el que aparecen los principales partidos y el número de estados en los que logran diferentes porcentajes de votos (más del 40%, entre 30 y 40; entre 20 y 30; entre 10 y 20; entre 5 y 10, y menos de 5).
El PRI sigue siendo el partido con una implantación nacional más pareja. A pesar de su caída, en ningún estado obtiene menos del 10% de la votación. En cuatro entidades logra más del 40% (Coahuila, Durango, Yucatán y Tamaulipas); en 11, más del 30% (Nayarit, Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Hidalgo, Zacatecas, Campeche, Guerrero, México, Quintana Roo y Oaxaca); más del 20% en 14 (Querétaro, Colima, Puebla, Aguascalientes, Tlaxcala, Michoacán, Nuevo León, Veracruz, Jalisco, Tabasco, San Luis Potosí, Baja California Sur, Chiapas y Guanajuato). Y sus peores resultados fueron en el D. F. (11.54%), Baja California (17.30%) y Morelos (18.89%). ¿No influirá ello en los lentes distorsionados que se usan para juzgar al tricolor? La mayor parte de los comentarios que circulan se acuñan en el D. F., la entidad menos priísta del país.
El PAN le sigue en implantación. Logró más del 40% de la votación en dos estados (Baja California Sur y Guanajuato); más del 30% en 7 (Querétaro, Sonora, Yucatán, Colima, Nuevo León, Campeche y Aguascalientes); más del 20% en 8 (Baja California, Puebla, San Luis Potosí, Chihuahua, Tamaulipas, Coahuila, Veracruz y Sinaloa); más del 10% en 11 (Jalisco, Nayarit, Michoacán, Durango, México, Tlaxcala, D. F., Hidalgo, Zacatecas, Morelos y Oaxaca). Sus peores estados, en los que no alcanzó ni el 10% de los votos, fueron: Chiapas (4.0%), Tabasco (4.61%), Guerrero (5.67%) y Quintana Roo (9.98%).
El PRD constató que sus mejores zonas son Guerrero, Tabasco, Michoacán y Oaxaca, en donde obtuvo entre el 20% y el 28.04% de la votación. Luego, en 10 estados logró más del 10%, destacando el Distrito Federal con el 19.75%. Los siguientes, y en orden decreciente, fueron Colima, Nayarit, San Luis Potosí, Morelos, México, Zacatecas y Veracruz. En seis estados más obtuvo entre el 5% y el 10% (Hidalgo, Tlaxcala, Quintana Roo, Guanajuato, Baja California Sur y Chiapas), pero en 14 estados no llegó ni al 5% (Puebla, Yucatán, Durango, Sinaloa, Aguascalientes, Baja California, Jalisco, Campeche, Sonora, Querétaro, Chihuahua, Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León). Nueve estados del Norte.
Morena sólo en una entidad alcanzó más del 20%. En el D. F. llegó al 23.69% de los votos. Luego, en ocho entidades alcanzó más del 10% y menos del 14% (Oaxaca, Quintana Roo, Tlaxcala, Campeche, Baja California, Tabasco, Veracruz y México). En 11, su votación fluctuó entre el 5% y el 10%: Puebla, Morelos, Zacatecas, Hidalgo, Chihuahua, Baja California Sur, Chiapas, Querétaro, Aguascalientes, Durango y Coahuila). Pero en 12 no alcanzó ni el 5% (Michoacán, Nayarit, Sinaloa, San Luis Potosí, Guerrero, Sonora, Tamaulipas, Yucatán, Guanajuato, Jalisco, Nuevo León y Colima). Me llama la atención los resultados de los estados de Guerrero y Michoacán, en los cuales se presume una presencia relevante de la izquierda.
Pero la desigualdad en el arraigo nacional se acentúa en el PVEM y en MC. El Verde logró en un estado (Chiapas) el 44.65% de los votos. Su segundo lugar fue Tabasco con 13.46%; en el resto de las treinta entidades no alcanzó ni el 10, y en veinte de ellas ni siquiera el 5. En las que logró entre el 5 y el 10% fueron Guanajuato, Quintana Roo, Morelos, Zacatecas, Veracruz, Aguascalientes, San Luis Potosí, Guerrero, Michoacán y Querétaro.
Algo similar se observa en MC. Mientras en Jalisco obtuvo el 29.33% de los votos y en Nuevo León el 11.94%, en cinco estados obtuvo entre el 5 y el 10% (Guerrero, Morelos, Baja California, Tamaulipas, Durango y Quintana Roo), pero en 24 entidades no llegó siquiera al 5%, en nueve de las cuales ni el 2% alcanzó.
Tenemos, pues, algunos partidos nacionales que realmente son partidos regionales.
c) El flanco izquierdo. La izquierda participó dividida en las elecciones como nunca desde 1985. Luego de la escisión que sufrió el PRD y que dio vida a Morena, en la boleta aparecieron cuatro partidos que se autodescriben como de izquierda. La suma de sus votos no es menor, 28.29%.
El triunfo más destacado del PRD fue la recuperación de Michoacán, aunque perdió en Guerrero. El avance de Movimiento Ciudadano se produjo por su crecimiento espectacular en Jalisco. Y quizás el PT –como ya se apuntó– acabe por perder su registro.
No obstante, la disputa fundamental se dio en el D. F. Y no podía ser de otra manera. Es la entidad donde la izquierda ha sido más fuerte, además la capital tiene una enorme centralidad política y una carga simbólica nada despreciable. Observamos el fin de un partido hegemónico. Como se esperaba, la contienda cardinal fue entre el PRD y Morena, y esa disputa abrió, además, las puertas a un avance del PRI y el PAN. El blanquiazul gobernará dos delegaciones (Benito Juárez y Miguel Hidalgo), el tricolor tres (Cuajimalpa, Magdalena Contreras y Milpa Alta), Morena cinco (Cuauhtémoc, Azcapotzalco, Xochimilco, Tlalpan y Tláhuac) y el PRD seis (Coyoacán, Iztapalapa, Álvaro Obregón, Gustavo A. Madero, Venustiano Carranza e Iztacalco). Los diputados de mayoría relativa son 18 para el Morena, 14 para el PRD, 5 para el PAN y 3 para el PRI. Y la Asamblea, al final, quedó con la siguiente composición: Morena 22, PRD 19, PAN 10, PRI 7, PVEM 2, PES 2, y con uno MC, PT, PANAL y Humanista. (Aunque al momento de escribir estas notas se han producido impugnaciones que pueden modificar las cifras).
¿Qué pasará en ese flanco del espectro político? ¿Se volverá a desatar algún proceso unitario (como en 1981, 1987 y 1989) o los partidos seguirán rutas en paralelo y en competencia? Las diferencias son marcadas y no se les puede exorcizar. Pero muy probablemente para la cita de 2018 se volverán a colocar en el centro del debate las posibilidades y necesidades de coaliciones. Veremos.
4. Los independientes. No hay duda: se abre una nueva vía para que los ciudadanos se incorporen a la política. Se ha demostrado que es transitable. Y robustece un contexto de exigencia hacia los partidos ya que han perdido el monopolio de la postulación de candidatos.
Cierto, la mayoría de los independientes perdieron. Pero algunos triunfadores resultan no sólo llamativos, sino también interesantes. Antes, y como paréntesis, algunas palabras, enfiladas contra la retórica antipolítica. Cuando un ciudadano se inscribe para contender por un cargo de elección popular se convierte en político (no importa lo que él mismo piense de sí mismo), no hay escape; y cuando aparece en la boleta construye –lo quiera o no– un partido, y eso fue lo que hicieron ganadores y perdedores postulados como independientes. Es decir, forjaron una organización (regional, distrital, municipal, personalista o no), construyeron una red de relaciones, generaron relaciones entre “líderes” y “bases”, se dotaron de un ideario (así sea elemental), desplegaron sus signos de identidad. Y todo ello en español configura un partido. Pero a pocos interesan los debates nominalistas que no lo son, porque creo tienen importantes derivaciones políticas. Pero…
Ahora será importante seguir y evaluar lo que hagan o dejen de hacer como gobernantes o legisladores. El triunfo más sugerente es el de Jaime Rodríguez, alias El Bronco, a la gubernatura de Nuevo León. Se impuso al PRI y al PAN, y lo hizo con unos márgenes sobresalientes. Imagino que ha despertado el entusiasmo de amplias franjas de ciudadanos en la entidad del Norte, y ahora será obligado observar cómo construye relaciones con los presidentes municipales y, sobre todo, con el Congreso local (en el cual carece de un solo diputado, mientras las bancadas del PRI y el PAN parecen robustas). Algo similar habrá que ver con el nuevo alcalde de Morelia.
En relación con los legisladores independientes, tanto en la Cámara de Diputados federal (Clouthier) o en el Congreso de Jalisco (Pedro Kumamoto), tendrán, en términos simplificados y polares, dos opciones: a) ser una voz testimonial con escasa relevancia en los procesos de toma de decisiones –ya que cuentan con un solo voto–, o b) girar o alinearse en torno a alguna bancada de tal forma que su presencia no sea solamente testimonial. Por supuesto, hay muchas opciones intermedias, eventualmente moduladas por la o las agendas en confrontación. Pero lo mejor es esperar y no adelantar vísperas. Lo cierto es que existe ya una vía nueva para incorporarse a la política y al mundo de la representación y los gobiernos, y que no es una vía utópica o inaccesible.❧
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