El escritor chiapaneco Eraclio Zepeda (1937-2015), “don Laco”, se consideraba sobre todo un cuentista. Una de las mayores aportaciones que nos deja su obra es narrar el habla, las costumbres e idiosincrasia del pueblo chiapaneco, y con ello explorar el universo indígena del sur de México. “Quien dice verdad” es uno de los cuentos que integran Benzulul, publicado cuando tenía 22 años, en el que destacan el lenguaje, la fidelidad de las voces narrativas y su visión antropológica y política que, desde muy joven, se reflejaba ya en sus relatos.
Como poeta, en los sesenta Eraclio Zepeda fue integrante del legendario grupo La espiga amotinada, junto con Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida, cuya inquietud era publicar poesía limpia y disidente. Hoy el libro que lleva ese mismo nombre, en el cual compilaron versos de los cinco escritores, es un referente de la poesía nacional.
–Quien dice verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena y tiene los dientes limpios, blancos, porque no hay lodo en su corazón –decía el viejo tata Juan.
Sebastián Pérez Tul nunca dijo palabra que no encerrara verdad. Lo que hablaba era lo cierto y así había sucedido algún día en algún lugar.
–Los que tienen valor pueden ver de noche y llevar la frente erguida. Quien es valiente conserva las manos limpias; sabe recoger su gusto y su pena. Sabe aceptar el castigo. Quien es miedoso huye de su huella y sufre y grita y la Luna no puede limpiarle los ojos. Quien no acepta su falta no tiene paz y parece que todas las piedras le sangraran el paso porque no hay sabor en su cuerpo ni paz en su corazón –decía el viejo tata Juan.
Sebastián Pérez Tul nunca evadió el castigo que limpia la falta. Nunca corrió caminos para engañar a la verdad. Nunca tembló ante las penas y vivía en paz con su corazón…
–Quien no recuerda vive en el fondo de un pozo y sus acciones pasadas se ponen agrias porque no sienten al viento ni al sol. Los que olvidan no pueden reír y el llanto vive en sus ojos porque no pueden recordar la luz –decía el viejo tata Juan.
Sebastián Pérez Tul vivía con sus recuerdos y estos caminaban a su lado y en su compañía saltaban de alegría y también se ponían a sufrir y a lamentarse. Sebastián Pérez Tul no olvidó nunca lo que sus manos acariciaron o sus pies destruyeron.
–Aquél que hiere debe ser herido, y aquél que cura debe ser curado, y el que es matador debe ser matado, y el que perdona debe ser olvidado en sus faltas. Pero aquél que hace daño y huye no tiene amor en su espalda, y hay espinas en sus párpados y el sueño le causa dolor y ya no puede volver a cantar –decía el viejo tata Juan.
Sebastián Pérez Tul estaba de acuerdo en todo y no dudó que ahora él debía cumplir. Nunca pensó en negar que él, con sus manos, había matado al ladino Lorenzo Castillo, comerciante en aguardientes.
–Vos lo mataste, Sebastián. Estabas loco de la furia, pero vos juiste quien lo cerrajó.
–Juí yo.
–Vos lo seguiste, Sebastián, y le gritaste y él se detuvo.
–Le grité y se detuvo. Ese jué su mal: se detuvo.
–Vos lo alcanzaste y le hiciste reclamo…
–Le reclamé pué.
–Y vos lo agarraste del pelo y lo porraseaste y le empezaste a pegar…
–Le empecé a pegar. Pero yo ya no miraba nada y sólo quería acabarlo.
–Y aluego cuando quedó quieto lo soltaste y el finado Lorenzo se jué rodando por la cañada.
–Sí pué. Se puso blando y empezó a rodar. Sí pué.
–Vos juíste, Sebastián. Pero él se lo anduvo buscando. Si ya lo había hecho el daño, pa qué volvió.
–Pa qué volvió. Esa jué la cosa.
Sebastián Pérez Tul estaba sentado en la entrada de su jacal con los codos apoyados sobre sus gruesas y macizas rodillas, y la cabeza, llena de preocupaciones y sustos, en medio de sus manos. Estaba con el miedo secándole la lengua. Su hermano, el Fermín Pérez Jo, le hablaba y le quería quitar las ganas de arrepentirse.
–Vos se lo alvertiste en San Ramón, a la salida de Ciudad Real. Bien que se lo alvertiste. Todos lo oímos clarito.
–Pa que no me anduviera con cosas jué que se lo dije. Pa que supiera de dónde salía el camino. Pa que no le tomaran las cosas desprevenido. Yo se lo dije. Y todos lo oyeron…
–Pero como es su modo, o era, porque ya es dijunto, no hizo caso de razones y nomás se empezó a carcajiar allá en San Ramón.
–Eso jué lo que me dio más rabia, Fermín; eso jué lo que me nubló la vista: se quedó riyendo sin hacer caso de palabras.
–Sí, Sebastián, pero vos se lo anticipaste.
–No hice traición…
–No, Sebastián; vos se lo anticipaste. En San Ramón se lo anticipaste.
San Ramón sólo tiene una larga calle. Por allí corre el viento que viene de los cerros para irse a meter a Ciudad Real. Es sólo una calle, pero hay rencor y hay lodo… y hay maldad. San Ramón es el primer anuncio de ladinos que se encuentra cuando se llega a Ciudad Real; y es la última oportunidad para llenarse la boca de amargos cuando se sale de Ciudad Real. Es el último sitio. Hasta allí es que llegan los comerciantes, los curas, los abogados, los burdeles, el viejo señorío, en suma, de Ciudad Real. Hasta allí es que llegan. Hasta allí es que se quedan.
–En San Ramón jué que se lo dije… Allí jué…
San Ramón tiene nombre de santo, pero esto no es de primera intención. No es su nombre de origen, porque antes el gobierno le puso Ramón Larráinzar, pero ahora le nombran San Ramón. Los ladinos le hicieron el cambio porque cuando no hay protección de santo, los pecados brillan en la oscuridad… y el diablo sigue los reflejos y se guía por los brillos hasta donde están las almas de aquéllos que perdieron la pureza.
–Allá jué que me lo encontré de primeras. De nuevo como quien dice. Allá se lo hice ver su mal. Su daño que había dejado; y le hice su anticipo. Se lo anticipé al Lorenzo.
En San Ramón vivía el Lorenzo Castillo, ladino, gordo, comerciante en aguardientes. Allá fue que se lo encontró Sebastián.
–Tené cuidado, Lorenzo. No asomés por allá. Te dejé salir, pero no volvás. Te lo estoy alvirtiendo, Lorenzo. No volvás.
–Calláte, indio.
–Te dejé dormir en mi casa. Te di posada. Te dejé vender trago en mi puerta. Pero cuando todos estábamos borrachos vos te pusiste a robar y aluego pepenaste a mi hija y la dañaste y aluego te empezaste a burlar. No vayás a regresar. Te lo estoy anticipando…
–¡Indio mierda! Andarás engazado por la borrachera. Qué me voy a meter con tu hija. Ni conozco a la puta ésa, pero si es india ha de estar toda apestosa –y el Lorenzo enseñó su boca sucia y sus dientes negros en medio de una carcajada.
–Te lo dije tres veces. No asomés por allá.
–¿Me estás amenazando? ¿Desde cuándo los indios me hablan de igual a igual? Eso quiero que me digás. Anda, vamos al carajo, no sea que te vaya a meter a la cárcel por injurias y amenazas, ¿verdad, licenciado? –y el viejo vestido de negro que estaba al lado de Lorenzo, con la cabeza, afirmó y juntos se estuvieron riendo hasta que el Sebastián se perdió de vista.
Así fue como Sebastián Pérez Tul se lo advirtió. Quedó avisado. Se lo dijo las veces que deben ser, ni una menos ni una más. Así fue como se lo anticipó.
–Pero él ni caso hizo, y te vino a hacer burla, Sebastián. Hasta tu casa te vino a buscar, Sebastián, y te insultó y se volvió a reír de tu hija, y dijo que estaba más galana.
–Y ya estaba sobreaviso. No jué traición.
–No jué traición, Sebastián… Jué a la buena.
Lorenzo Castillo llegó a este paraje, con sus garrafones de aguardiente sobre las tres mulas viejas en que realizaba el comercio. Venía cayéndose de borracho desde San Juan Chamula; allá había hecho una buena venta y del gusto había estado bebiendo hasta que se sintió mareado y pensó en regresar. Iba para Ciudad Real, pero desde que vio el caserío de este lugar se le metió en la cabeza la idea de venir a burlarse del Sebastián. A la casa de éste se dirigió, llegando, y le llamó a gritos y le insultó y se puso a decir a todos lo de su hija.
–¡A mí los indios me la juegan!
–Vos lo mataste, Sebastián…
–Yo lo maté.
–Él tuvo la culpa. No te arrepintás. No tengás triste tu corazón.
–No me da remordimiento. Ni estoy ciscado. Lo maté porque había que acabar lo que es malo, lo que es ponzoña, lo que jiede.
–Pero te debés juyir, Sebastián. Ayer que llevamos al dijunto dijeron que ahora te iban a agarrar.
–No me juyo.
–Peláte, Sebastián. La sangre dice que te quedés, pero los policillas y los ladinos no saben de esto. No saben la lengua ni el corazón. Peláte.
–No.
–Entonces echáles mentira. Decí que vos no juíste. Nosotros lo vamos a decir también, porque ellos no hacen aprecio del corazón.
–No lo voy a negar. Yo juí.
–¡Sebastián!, juyíte. Ahí vienen ya los policillas –gritó la Rosa López Chalchele.
–Yo lo maté. Es la verdad. La palabra es limpia. Yo juí.
–Sebastián, peláte. Te van a llevar. A la cárcel te van a llevar.
–Es mi pago. Lo maté. Yo lo maté.
Los vecinos iban llegando. Hicieron una rueda ante la puerta del Sebastián. Le aconsejaban que se fuera. Que pusiera los pies en una vereda y se perdiera por un tiempo.
–¡Juyíte! Te podés juyir.
–Es mi castigo. Ansina está bueno. Mi corazón es limpio y si juyo se apesta.
–El que es ladino ya no se acuerda de la verdá, y cuando la encuentra sólo se burla.
–Vos no tuviste la culpa, Sebastián. Él se lo buscó.
–Vos se lo habías anticipado. juyíte.
–No.
Los policías de la montada se recortaron sobre la loma. A un lado de la cruz del cerro se destacaban los grandes caballos que hacían saltar las piedras a su paso. Eran cinco.
–Entuavía podés, Sebastián.
–Agarrá camino, Sebastián.
–Juyíte. Vos no tenés pecado.
–Jué el Lorenzo el que se lo buscó.
–Yo juí. No me voy. No me juigo.
Los caballos de los policías bajaron al llano. Se abrieron en una larga línea que abarcaba el pequeño valle.
–Todavía podés, Sebastián. Juyíte.
–Tenés mujer. Juyíte.
–Si te agarran, te amuelan, Sebastián.
–Tenés hijos, Sebastián. Juyíte.
–No puedo. Estoy debiendo. No es bueno jugar al castigo.
Los policías desenfundaron sus armas. Un brillo frío brincó de los cañones de las carabinas. Ya están entrando al caserío.
–Corréte, Sebastián. No te han visto… Al poco podés volver. Se van a olvidar.
–No.
–Sebastián. El Lorenzo era ladino. Vos sos indio. Corréte.
–No. Ansina es como debe ser. Debo quedarme.
Los perros empezaron a ladrar. Los policías estaban entrando a las calles del poblado. Ya se les veían las caras. Clarito oyeron cuando el sargento ordenó cortar cartucho; el ruido seco y ronco de los cerrojos de las carabinas les llegó a la cara. Los perros seguían ladrando y uno de los policías le dio un latigazo al que estaba más cercano.
Todo esto lo vieron desde la casa del Sebastián.
–Escondéte. Podés todavía.
–No…
–Escondéte. Te van a fregar.
–Es el castigo.
–Son ladinos los policillas, Sebastián.
–Es el castigo.
–Castigo de otro es que saben, Sebastián.
Los policías se detuvieron a diez metros de los indígenas que los observaban temerosamente.
–Sebastián Pérez Tul: reo de asesinato –gritó el sargento de policía.
Todos permanecieron callados. Clavaron la vista al suelo.
–¿Quién conoce a este desgraciado? –volvió a gritar.
Sebastián se levantó de su puerta. Se dirigió a los policías. Todos se le quedaron viendo. AIgunos cerraron los puños para no detenerlo.
–¿Quién sabe dónde putas está el asesino? –preguntó a gritos el sargento. Todos los ojos se clavaron en el Sebastián que se iba yendo a donde estaban los policías.
–Aquí estoy, gobierno…
–¿Quién sos vos?
–Sebastián Pérez Tul.
–¿Por qué no te pelaste?
–Porque no.
–¿Querés ir a la cárcel?
–Sí.
–¿No tenés dinero pa que te defienda un licenciado en Ciudad Real?
–No.
–Bueno. Volteáte pa que te amarren.
El Sebastián se dio la vuelta. Quedó de espaldas a los policías y con los ojos quería despedirse de su casa, de su mujer, de sus hijos, de su gente, de sus montañas. El Sebastián estaba tranquilo. Nunca conoció su boca más palabra que la de la verdad, y nunca hubo miedo en sus ojos, y siempre tuvo la frente erguida. Nunca hubo temor en sus piernas ante el castigo.
–Ahora –dijo el sargento.
El Sebastián Pérez Tul no supo cómo fue la cosa. La gente oyó un disparo y vieron que aquél caía de rodillas.
–Pa qué perdemos tiempo con éste –dijeron los policías y se alejaron al galope.
–Sebastián, Sebastián, te lo estamos diciendo. Sebastián.
Alguien se arrodilló para levantarlo. Le pasó la mano detrás de la nuca y sintió que por los dedos le corría la sangre del Sebastián. Tenía la cabeza destrozada.
–Te lo dijimos. Te hubieras juyido, Sebastián. Entre varios vecinos levantaron el cuerpo.
–Quien dice verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena… –así empezó a decir el viejo tata Juan, pero la voz se le quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas.