“No estamos al borde del abismo –nos dice Gustavo Esteva–, ya caímos en él […], el país que teníamos se ha ido cayendo a pedazos y ni siquiera sabemos dónde van quedando algunos de ellos”. Es, sin embargo, desde ese abismo, donde aquellos que saben ver lo nuevo que de él emerge, se puede pensar. Esteva reflexiona desde allí y nos muestra no sólo esa novedad, sino lo que a partir de ella debemos hacer frente a ese abismo que tiene el nombre de emergencia nacional. Quizá unos versos de “Patmos” de Hölderlin podrían funcionar como epígrafe de este texto: “Allí donde está el peligro/ está también lo que salva”. Esta ponencia, leída durante el Coloquio sobre los Movimientos Antisistémicos organizado por la Universidad de la Tierra, Chiapas (30-31 de diciembre 2011 y 1-2 de enero de 2012), ha sido, a causa de su extensión, cuidadosamente editada y actualizada.
DESDE HACE AÑOS, México creó al hombre más rico del mundo y a un grupo de gente que lo acompaña en los primeros lugares de esa lista escandalosa de potentados mundiales que hoy son más ricos que nunca. México ha creado también a algunos de los pobres más pobres del planeta y una proporción creciente de los mexicanos ha entrado en esa categoría. No son dos hechos separados. Son el mismo. Lo que destroza cada vez más al país es esta máquina enloquecida que acumula inmensas riquezas para algunos y despoja y empobrece a la mayoría. El sistema, el capitalismo, es, como explican muy bien Jean Robert y Majid Rahnema en su libro La potencia de los pobres, un dispositivo para empobrecer. Esta máquina de organizar la sociedad es la raíz y el trasfondo de nuestros desastres. Repasemos algunos:
- La quinta parte de los mexicanos ha tenido que abandonar el país para irse a Canadá y Estados Unidos, incluso tan lejos como a Japón. La nuestra es una de las más grandes emigraciones de la historia. Cientos de miles siguen tratando de cruzar cada año la puerta de escape, aunque se encuentre cada vez más cerrada. ¿Dónde quedan ahora nuestras fronteras? Los nuestros de allá, que hace años no están con nosotros, se siguen sintiendo mexicanos y sus remesas son condición de subsistencia para millones de personas. Aquí operan y dirigen los policías de allá, las corporaciones transnacionales controlan sectores cada vez más amplios de nuestra economía, y se afianzan costumbres, productos, actitudes y músicas que desplazan todo lo nuestro. ¿Cuál es hoy el contorno actual del país en términos geográficos, económicos, culturales? ¿Cómo fue que permitimos este trágico desmantelamiento?
- El número de crímenes que se cometen diariamente en México es abrumador. Su barbarie encoge el corazón. No hay ya lugar seguro. En amplias porciones del territorio nacional se han perdido todas las formas civilizadas de convivencia; rige sólo la ley del más fuerte. La violencia, cada vez más general, se hace cada vez más aleatoria. Activistas, dirigentes sociales y periodistas siguen siendo blancos favoritos, pero se multiplican también asesinatos sin sentido que el gobierno ya no llama “bajas colaterales”, pero pretende esconder bajo el silencio criminal. Las mujeres, como siempre, padecen más que los hombres. La violencia ha invadido la esfera doméstica y se instituye como norma de relación.
- Estos dos géneros de violencia brutal, la que separa a la gente de su familia, su comunidad y su país, y la que mata y golpea indiscriminadamente, se manifiestan también como la agresión brutal a la Madre Tierra. Se despoja a pueblos enteros para destrozar con formas muy dañinas de explotación el pedazo de tierra que habían protegido hasta ahora. Se destruye continuamente, con la complicidad general, lo que nos queda de un territorio privilegiado, esa porción de la Madre Tierra considerada entre las de mayor diversidad en el mundo.
- La injusticia, opresión y arbitrariedad que antes afectaban sobre todo a los más pobres se han generalizado. Las instituciones creadas para proteger de la violencia, ofrecer solidaridad frente al infortunio y el desamparo, y garantizar el respeto a la libertad de las personas están produciendo lo contrario. Aparece en toda su desnudez el carácter de nuestro régimen político, en el que las leyes se formulan y aplican como privilegio de clase. “Nuestra clase política –ha dicho Javier Sicilia– vive una forma de criminalidad tan impune como la delincuencia que dice combatir”. Al convertir el fraude en “modo de vida” y “hacer de la depredación, del pillaje y del crimen simples técnicas de gestión, la verdadera diferencia entre el crimen legal y el ilegal sólo es una diferencia de intensidad”1. En vez de estructuras formales reguladas por normas generales, conocidas y aceptadas por el cuerpo social, la mayor parte de lo que nos queda del país se encuentra bajo el control de mafias y bandas que operan al margen de todas las normas legales e institucionales, dentro y fuera de los aparatos de Estado…
Aunque no lo queramos reconocer, estamos, aun con el cambio del nuevo régimen, en plena guerra civil. Y una de las peores de su clase, porque se ha ido perdiendo la noción clara de los bandos en pugna y no existe ya ganador posible. Como escribió el subcomandante Marcos, “esta guerra […] está destruyendo el último reducto que le queda a una nación: el tejido social”2.
Hace tiempo escribí que “un horror gelatinoso amenaza cada vez más nuestra vida cotidiana. En muchas partes ya no se puede salir a la calle a ciertas horas. Este toque de queda no declarado marca límites y orienta el comportamiento. En una variedad de esferas no hay siquiera toques de queda que delimiten lo que podemos o no hacer. No sabemos ya dónde se hallan peligros a menudo mortales”3. La situación ha empeorado desde entonces. Estamos de verdad en caída libre en un abismo insondable.
EL DOLOR DE LA CONCIENCIA
Estar intranquilo sería síntoma de una enfermedad o anomalía si no hubiera motivo para estarlo. Pero hay, según hemos podido ver, razones sobradas para la intranquilidad actual. En las culturas tradicionales, el dolor y el sufrimiento –de los cuales la intranquilidad es una de sus formas– se interpretan como un reto que exige una respuesta, y como parte inevitable de un enfrentamiento consciente con la realidad. En la sociedad moderna, en cambio, se nos enseña a interpretarlos como un indicador de que necesitamos las comodidades y mimos de los médicos; el dolor, en las sociedades modernas, es un problema técnico. Se trata de matarlo, de mantenernos anestesiados. Decía Iván Illich que el uso creciente de dispositivos para matar el dolor nos convierte en espectadores insensibles de nuestra propia decadencia.
Eso es lo que experimentamos hoy. Ante el desastre, cuyas evidencias cotidianas se multiplican, aumenta el consumo de tranquilizantes químicos o discursivos. Con las drogas legales o ilegales, con la cocaína lo mismo que con el Prozac y el Valium o con la simple aspirina, perdemos vitalidad y capacidad de respuesta, nos hacemos pasivos y apagados, dejamos de sentir. Lo mismo ocurre cuando consumimos discursos en vez de drogas. Unos políticos tratan de negar la evidencia y se afanan continuamente en ocultarla tras nubes estadísticas y retóricas. Otros usan una especie de cachondeo apocalíptico para llevar agua a su molino ideológico: sostienen que para que el cáncer desaparezca bastará con usar las aspirinas que prescriben y administran. Las elecciones que vivimos el año pasado lograron que hasta algunos de los más enterados de nosotros desviaran su atención de lo importante. Disimularon lo que nos causa dolor y vergüenza para que nos refugiáramos en un juego de ilusiones que condena a la parálisis, para que no intentáramos la acción que realizaríamos si hubiéramos sentido plenamente lo que está ocurriendo con nosotros y nuestro país, una situación que con antelación el movimiento zapatista había advertido que sucedería4.
LA ILUSIÓN DEMOCRÁTICA
Tengo la impresión de que la más grave de las drogas paralizantes que se distribuyen entre nosotros se llama “ilusión democrática”. Se le consume de manera masiva, a la vista de todos, hasta que se produce una profunda intoxicación colectiva. Emmanuel Lizcano, recordando al poeta Antonio Machado, la llamó una creencia que no sólo, como toda creencia, es refractaria a los argumentos, sino que, “impermeable a la experiencia reiterada, parece […] una creencia formidablemente acorazada”5.
Pero no sólo estamos ante una creencia: se trata ya de una forma de fundamentalismo. Hace más de 10 años, en plena transición española, la revista Archipiélago señaló en su número 9 que:
“En el punto en que la democracia se afirma como tabú de la tribu empieza a negarse a sí misma, a instituirse como manera desnuda de dominio, como bruta sinrazón sin otro objeto que el de perpetuar el para tantos insoslayable estado de cosas […] ¿No será ésta nuestra peculiar variante de fundamentalismo? ¿No se tiene a sí misma por el único camino verdadero en vez de como uno más entre los posibles o deseables? ¿No comparte con otros fundamentalismos análoga pretensión de verdad definitiva y conquista irrenunciable? […] ¿No se adorna de una misma ceguera respecto de sí misma? ¿No se estará creyendo en la democracia bajo la misma ilusión con que se cree en el Corán o en el carácter divino del imperio?”
Estamos, efectivamente, ante una forma de fundamentalismo que consagra como ideal supremo e intocable a instituciones que generan sólo ilusiones de democracia y la convierten en espectáculo.
Los pontífices de la religión democrática repitieron incansablemente en 2012 que el camino electoral era el único para transformar el país y agregaron que la vía armada era inaceptable. Se divulgó así una doble falacia. Por un lado, el camino electoral fue también el de las armas. Estuvo y continúa estando sembrado de cadáveres y desembocó, inevitablemente, y como era previsible, en un régimen basado en la violencia. El monopolio de la “violencia legítima” que se otorgó al gobierno para proteger a los ciudadanos se usa cada vez más contra ellos. La vía electoral sólo sirvió para definir, tramposamente, quién estará a cargo del gatillo.
«…los movimientos tradicionales de la izquierda, lo mismo que los nuevos movimientos sociales, se encuentran paralizados “porque el mundo en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente”.
Insinuar, por otro lado, que la única opción al camino electoral es la vía armada nos atrapa en la obsesión de que sólo a través de la toma del poder estatal –con votos o con armas– podemos plantear el cambio. Necesitamos escapar de esa trampa. La lucha actual no consiste en conquistar un dispositivo de opresión con la ilusión de que será posible darle funciones emancipadoras. Lo que hace falta es desmantelar esa maquinaria estatal –como señaló Marx cuando examinó el caso de la Comuna de París–. Michael Foucault nos lo planteó en términos contemporáneos al señalar que unos proponen sustituir la ideología sin modificar las instituciones y otros quieren cambiar éstas sin alterar el rumbo ideológico. Todo marchará bien si yo estoy ahí, dicen unos; con ajustes aquí y allá, corrigiendo vicios del pasado, resolveremos todos los problemas, dicen otros. Lo que hace falta, subrayó Foucault, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Es inútil sustituir al capitán del barco, si el barco mismo es el problema y se está hundiendo. Es evidente, en este sentido, que el famoso “gobierno de la mayoría” es profundamente autoritario y que las elecciones son sólo la cortina de humo para disimularlo. No sólo vivimos, como lo refirió y lo alertó Javier Sicilia, las elecciones de la ignominia, sino la ignominia del voto.
No obstante, la gente continúa recurriendo a la droga de la democracia. La razón, como lo ha señalado Raúl Zibechi, es que los movimientos tradicionales de la izquierda, lo mismo que los nuevos movimientos sociales, se encuentran paralizados “porque el mundo en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente”. “Sería vanidoso pretender que podemos salvarnos por el sólo hecho de creernos revolucionarios […] No tenemos [en primer lugar] estrategias para vencer al capital, ni electorales ni insurreccionales, y no tenemos siquiera un imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio. En segundo lugar, no hemos puesto en pie economías autosustentables, capaces de sostener la vida y de entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus energías a esas tareas. En suma, si llegamos a triunfar contra el capital, no sabemos con qué sustituir el capitalismo, salvo empeñarnos en repetir aquel ‘socialismo de Estado’ [que en realidad era un capitalismo de Estado autoritario] que fracasó a finales de la década de 1980”6.
EL DESPERTAR
Ciertamente Zibechi tiene razón. Pero sólo ve un lado de la medalla. Del otro lado de su hipótesis podemos observar también un despertar que a menudo se manifiesta de manera caótica e imprevisible, como un estallido en medio de la noche. De repente se perciben inmensas cuarteaduras que estaban ahí desde hace tiempo, pero que dejamos de ver y entraron a formar parte del paisaje. Poco a poco, en la base social, la gente comienza a sustituir sustantivos como educación, salud o vivienda, que serían “necesidades” cuya satisfacción depende de entidades públicas o privadas, por verbos como aprender, sanar o habitar, los cuales expresarían el intento de recuperar lo personal y lo colectivo, y habilitar caminos autónomos de transformación social.
Frente al miedo no sólo del hambre sino de los ingredientes dañinos que tienen los alimentos, algunos habitantes de las ciudades empiezan a producir sus propios alimentos. La mitad de lo que comen en La Habana, por ejemplo, lo cultivan ahí mismo. En Pasadena, California, en poco más de 300 metros cuadrados se cultivan tres toneladas al año de más de 400 vegetales. Se cultivan alimentos hasta en el centro de la Ciudad de México. Al mismo tiempo, se asocian consumidores urbanos y productores rurales para crear una alternativa al mercado. La tradicional lucha por la tierra se ha ido convirtiendo también en defensa del territorio: “Estamos en resistencia –se dijo en Jaltepec durante el Foro Nacional Tejiendo Resistencia por la Defensa de Nuestros Territorios–. No nos dejaremos vencer por esta nueva ofensiva neoliberal de despojo. Creemos profundamente en el valor de nuestras asambleas, del ejercicio de la autoridad vista como servicio, la propiedad colectiva de la tierra y la reconstitución de nuestros territorios como pueblos, como instituciones de las que obtendremos fortaleza”7. Hace varios años los zapatistas anunciaron la Campaña Mundial por la Defensa de las Tierras y los Territorios Indígenas, Campesinos y Autónomos en Chiapas, México y el Mundo. Todas estas expresiones se enmarcan en la idea de soberanía alimentaria que ha definido Vía Campesina, la organización de campesinos más grande de la historia: se trata de definir por nosotros mismos lo que comemos […] y producirlo en nuestros propios términos8.
Junto a los intentos de reformar y mejorar el sistema educativo que ya no prepara a la gente para la vida y el trabajo y margina a la mayoría, se extiende cada vez más un movimiento vigoroso que avanza en otra dirección. Las prácticas de aprendizaje autónomo y libre se han vuelto más populares que nunca y el movimiento está generando sus propios arreglos institucionales, al margen, en contra y más allá del sistema. Tales prácticas, sustentadas en su propio aparato teórico, desbordan los marcos actuales, recuperan antiguas tradiciones de aprendizaje e introducen tecnologías contemporáneas en las formas de aprender y estudiar como actividades gozosas y libres. Se trata de un movimiento peculiar. Es posiblemente el más grande del mundo, en términos del número de personas involucradas: quizá miles de millones. Pero es básicamente invisible y buena parte de quienes participan en él no se sienten parte de un movimiento social o político en el sentido convencional del término, aunque se entusiasman al encontrarse con otros como ellos, entablar relaciones horizontales y compartir experiencias. En general, están plenamente conscientes del significado de lo que hacen: viven a fondo la radicalidad de romper con toda forma de educación para aprender y estudiar en libertad.
Junto al sistema de salud cada vez más ineficiente, discriminatorio y contraproductivo –se ha documentado ya el efecto iatrogénico: médicos y hospitales producen más enfermedades que las que curan–, cunden iniciativas que desafían abiertamente al sistema mismo de salud, rompen con las nociones dominantes de enfermedad, salud e incluso cuerpo y mente, al tiempo que nutren prácticas autónomas de sanación, recuperan tradiciones terapéuticas que habían sido marginalizadas y descalificadas por la profesión médica, y habilitan formas de comportamiento más sanas y formas de tratamiento más humanas, arraigadas en el hogar y la comunidad.
Junto a los desastres que habitualmente acompañan los desarrollos públicos y privados y estimulan la proliferación de personas sin techo, se multiplican las movilizaciones que tienden a frenarlos y a crear condiciones de vida diferentes en las ciudades. Se consolidan y fortalecen prácticas de autoconstrucción que definieron por mucho tiempo la expansión urbana, enriqueciéndolas con tecnologías contemporáneas. Estilos de asentarse, que por muchos años fueron la forma característica de construir de los llamados “marginales”, contagian hoy a otras capas sociales. Proliferan luchas que traen a la ciudad la mutación política en el campo y crean coaliciones de defensa. Forman también parte de estos movimientos las iniciativas tendientes a recuperar la automovilidad, a pie o en bicicleta, y a resistir activamente la subordinación a los vehículos de motor.
Aunque prosigue la walmartización del mundo y unas cuantas compañías extienden su capacidad predatoria causando toda suerte de daños, se amplía también una nueva era de intercambio directo que se realiza fuera del mercado capitalista. Prosperan no sólo los mercados en que productores y consumidores abandonan esa condición abstracta para practicar el trato directo entre personas, sino también las monedas locales, que operan como medios de pago y argamasa comunal para facilitar las diversas formas de trueque que están renaciendo. Reciben muy diversos nombres los métodos de intercambio que en muchos casos abandonan la utilización directa del dinero-mercancía y buscan sustituir el mercado abstracto por relaciones entre partes que se conocen, se tienen confianza y ninguna explota a la otra. En todos los casos, son iniciativas que desafían abiertamente la ficción del mercado autorregulado que se ha empleado para disimular el dominio corporativo.
Es cierto que muchas personas participan en estas iniciativas sin abandonar el individualismo dominante. No sólo se centran en sí mismas para su propia satisfacción, sino que rechazan con firmeza su sentido social y político. Pero es igualmente cierto que incluso ellas empiezan a reaccionar contra el hiperindividualismo reinante, padecen sus consecuencias y se abren a otras en un intento de redefinirse en su condición social.
También es cierto que una buena parte de estas iniciativas –por lo general desarticuladas entre sí– aparecen como reacciones de supervivencia en situaciones difíciles y hasta desesperadas. Pero también es cierto que se enmarcan en una situación radical, en ese despertar colectivo en que personas de las más diversas características coinciden en una toma común de conciencia y logran por sí mismas encontrar respuestas que tienen un denominador común: su carácter no capitalista. Hay en ellas, con toda claridad, eficaces respuestas a la doble enajenación de las relaciones capitalistas de producción: la de los frutos del trabajo y la de la propia actividad creadora. Son también reacciones heréticas a la religión del dinero.
EL DESPERTAR EN LA CALLE
Algunas de esas manifestaciones del despertar colectivo se han hecho mundialmente visibles. “Mis sueños no caben en tus urnas”, dijeron en la Plaza del Sol, en España. “Tener demandas sería pensar que allá arriba hay alguien que las pueda atender –dijeron en la Plaza de la Libertad en Wall Street– y eso es, exactamente, lo que ya no creemos”. Es ésta la novedad, lo que revela el carácter de estas acciones multitudinarias.
“Tener demandas sería pensar que allá arriba hay alguien que las pueda atender… y eso es, exactamente, lo que ya no creemos”.
Contra ellos, los que se presentan a sí mismos como meros gestores de la crisis y sólo pueden dar cierto cauce a fuerzas que los rebasan y los preceden; los que se lavan continuamente las manos con medidas no sólo impopulares sino antipopulares, pues según ellos no tienen más remedio que aplicarlas; los que exigen continuamente “obediencia debida” a decisiones que no deben ser cuestionadas y por ello criminalizan toda disidencia; los que así instalan lo que Hannah Arendt llamó “gobierno de nadie”, una de las formas más crueles y tiránicas de gobierno porque nadie aparece como auténtico autor de las acciones y de los acontecimientos y todos actúan como meros engranajes de una maquinaria total de la que nadie está a cargo; todos estos “poderes” predican, generalizan y arraigan formas de comportamiento homogéneas, atrapadas en la norma, sujetas a las disposiciones del mercado y del Estado, configuradas y moldeadas desde arriba, que son condición para que la maquinaria pueda seguir funcionando. Se trata, como ha recordado Amador Fernández-Savater9, de que interioricemos esos automatismos impuestos para que hagamos lo que debemos hacer, veamos lo que tenemos que ver, digamos lo que hay que decir y pensemos lo que está prescrito pensar, es decir, que seamos interna y externamente lo que esos poderes establecen. Esas actitudes son la que nos llevaron a las catástrofes actuales.
Sin embargo, lo que vimos con los movimientos sociales encaja bien en lo que la propia Arendt llamaba “la acción”. Esa acción surge cuando la gente, los cualquieras, los hombres y mujeres ordinarios, personas sin líderes y, en general, sin partidos o ideologías específicas, desafían radicalmente aquellos automatismos, se unen a sus iguales, resisten cuanto significa obedecer y repetir, salen de su aislamiento e impotencia y empiezan algo nuevo. Estas iniciativas, subraya Fernández-Savater, “no confían el mando a los que saben, sino que parten del principio de que todos podemos pensar; no tienen rostro, pero precisamente para que quepan todos y cada uno de los rostros singulares; no gestionan lo que hay, sino que inventan colectivamente nuevas respuestas para problemas comunes. Pluralidad, invención, pensamiento: así es la danza de los nadie contra el Gobierno de Nadie”. En esta actitud radical, que se extiende por todas partes, parece inevitable recordar el momento en que se nos dijo, con toda claridad: “Detrás de nosotros estamos ustedes”. Por ello, Raoul Vaneighem menciona a los zapatistas:
“que han emprendido la resistencia contra todos las formas de poder organizándose ellos mismos y practicando la autonomía. Estos ‘sin rostro’, que tienen la cara de todos, están a punto de devolver a la humanidad su verdadera faz [porque] en la crisis de nuestras democracias parlamentarias, corroídas por la corrupción en todos los sitios y manipuladas también en todos los sitios por las empresas multinacionales, [inventan una sociedad que libera] la vida cotidiana de la empresa económica en la que se encuentra reducida a un objeto de transacción mercantil”11.
ARTICULAR LA REBELDÍA
La guerra civil y el control delincuencial de la realidad social, que en muchos puntos de la geografía nacional hace ya imposible una vida cotidiana normal, ya no digamos una elección, está ampliándose e intensificándose. Es posible que su extensión a todo el territorio constituya la perspectiva más realista. Va tomando forma la hipótesis de que el gobierno no tiene real interés en detenerla. Es probable que el gobierno esté esperando que la preferencia de la gente por el control del ejército se generalice para dar base social a la decisión de consolidar legalmente el estado de excepción no declarado en que ahora vivimos, a fin de profundizar la represión y detener las iniciativas populares.
En un artículo12, Javier Sicilia señaló que “las crisis que vivimos […] nos colocan en estado de revolución, es decir, en la necesidad de un cambio profundo”. Advirtió que se trata de una revolución de naturaleza distinta a las que conocemos y recordamos, porque la idea misma de revolución que viene del pasado se ha vuelto inviable. La nueva revolución, para Sicilia, que sigue estando en la entraña del zapatismo, apenas ha sido entendida.
Nadie, sin embargo, sabe cómo hacerla. No es algo que alguien pueda proponerse y someter a un plan. Pero no podemos seguir a la expectativa. Estamos desde hace mucho ante una emergencia nacional y sabemos bien que las clases políticas no se atreverán a declararla. Hacerlo mostraría su inutilidad y su complicidad con ella: no supieron preverla, han contribuido a crearla y no saben cómo enfrentarla.
Nosotros, sin embargo, podríamos declararla apoyándonos en el despertar colectivo en que nos encontramos. Contra lo que piensa Zibechi, y como he tratado de mostrar, se ha estado construyendo, desde abajo y a la izquierda, como un “imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio” para vencer al capital por vías que no son electorales ni violentas. El nuevo imaginario, que toma formas cada vez más claras, acota con precisión el camino. Hemos aprendido ya a prescindir de la construcción de tierras prometidas, de visiones alternativas de la sociedad en conjunto y de proyectos alternativos de nación. Identificamos ilusiones útiles para la manipulación y el control en todas esas fórmulas, y no para la acción auténticamente transformadora. Confiamos ahora en que la propia gente, desde sus ámbitos propios, en sus asambleas y foros, desde la diversidad, podrá imaginar y construir uno por uno los ingredientes del mundo nuevo, que como siempre surgirá del vientre de la sociedad que muere.
Por ello, declarar la emergencia nacional no operaría en el vacío. Serviría ante todo para evitar la trampa de pensar que el mero recambio de dirigentes permitirá enfrentar las dificultades actuales.
Aunque ese nosotros, que necesita declarar el estado de emergencia y hacerle frente, es, como ya lo referí, todavía tenue, vago y desarticulado, tiene, sin embargo, como también lo mostré más arriba, una base social que, ante las dificultades del día y las agresiones permanentes, se ha fortalecido en estos años con infinidad de nombres: “foros”, “coaliciones”, “coordinadoras”, “espacios”, “congresos”, “alianzas”. A partir de las simples organizaciones de barrio, de comunidades, de pueblos, se han multiplicado las formas organizativas que ya entran en disputa con las mafias y bandas políticas y económicas, legales e ilegales, que intentan controlar todos los territorios. Declarar desde ellas y con ellas la emergencia nacional sería una forma de articular esas múltiples iniciativas en un empeño común que ha de eludir cuidadosamente el carácter de una revuelta.
Las iniciativas en pequeña escala, que he mencionando, son un claro anticipo de esa revuelta y de la sociedad por venir. Lo son también los días de furia en las calles y en las plazas, lo mismo que las acciones calladas en las casas y en los patios. Ellos siguen las gradaciones de la revuelta y la rebelión. A través de ellos se va mostrando un tipo de contagio revolucionario que se realiza sin la Bastilla o el Palacio de Invierno y carece de zapatas, villas, carranzas y obregones. Existe como iniciativa de la propia gente, de hombres y mujeres ordinarios, de la gente común, de los insumisos, los rebeldes, los soñadores, que saben bien cuál es el calendario y la geografía apropiados para su acción.
Desde el vientre de una sociedad destrozada, bajo amenazas insoportables, está naciendo ya la nueva. Nace para evitar el horror que nos acosa y agobia y para contener los males en curso. Nace también para iniciar un nuevo camino de transformación y regeneración. Declarar la emergencia nacional, desde nosotros mismos, le daría visibilidad y dinamismo a esa nueva sociedad, haría posible concertar el empeño y así podríamos ponernos en marcha con la urgencia que hace falta.❧