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Nuevos horizontes

Alejandro Vera
Rector de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos

La idea de aire fresco en el espacio universitario no es algo menor. La institución universitaria que conocemos llega a su fin. Hace tiempo dejó de cumplir su función original y se está agotando por sus vínculos con el capital. La universidad debe ser repensada, tiene que ser resignificada, recreada en función de la emergencia que enfrentamos.

Hoy, en Morelos, pero también en muchos puntos de la geografía nacional, se vive una profunda tragedia humanitaria, se vive el terror de la ausencia de Estado, cuando no la complicidad y solapamiento dde éste a los grupos delincuenciales. En el contexto de las tres guerras que se viven en México nos tenemos que preguntar, parafraseando a Ignacio Ellacuría, ¿es hoy posible una universidad distinta? No lo sé de cierto, pero sí sé, como el propio Ellacuría lo dice, que no podemos dejar de intentarlo, no tenemos derecho a no intentarlo.

“El sentido último de la universidad –afirma Ellacuría– debe mesurarse desde el criterio de su incidencia en la realidad histórica en la que se da y a la que sirve. Debe mesurarse, por lo tanto, desde un criterio político”. Esta afirmación puede parecer que implica una politización desfiguradora de la auténtica labor universitaria, en lo que tiene de esfuerzo teórico por saber y por posibilitar un hacer desde ese saber.

No tiene que ser así. Y para que no lo sea, es necesario preguntarse explícitamente por la dimensión política de la universidad. El carácter distinto de la universidad no estará, entonces, en no cumplir con su misión política, sino en cumplirla de otra manera.

Permítanme compartirles lo que en este momento estamos viviendo en Morelos y en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, lo cual ilustra, desde nuestro análisis, lo certero de la tesis de Ignacio Ellacuría, en particular cuando habla de que para que la universidad no se quede sin norte debe afrontar el tema de la dimensión política.

En días pasados se hizo público que la Fiscalía General del Estado de Morelos “cuenta con sus propias fosas comunes clandestinas donde inhuma sin permiso y de manera subrepticia cadáveres que nadie reclama, algunos de los cuales ni siquiera cuentan con número de carpeta de investigación ni siquiera constancia alguna del levantamiento del cuerpo” (revista Proceso).

“Todo esto se desprende de la investigación realizada por la familia de Oliver Wenceslao Rodríguez Hernández, quien fue secuestrado y luego asesinado en 2013, y cuyo cadáver forma parte del grupo de los 150, mismo que fue colocado ‘por error u omisión’ en una de estas fosas clandestinas por personal de la Fiscalía, a pesar de estar plenamente identificado por la familia, pero también, no obstante que existía una prueba de ADN que confirmaba plenamente la identidad del cadáver”.

A partir del descubrimiento de estas fosas clandestinas de la Fiscalía de Morelos, el día 12 de noviembre se publicó en la prensa de Morelos y en el periódico La Jornada de la Ciudad de México, una carta abierta suscrita por colectivos y familiares de víctimas, así como por movimientos y personas defensoras de los derechos humanos y de las víctimas, dirigido al Presidente de la República, a la procuradora general de la República, al gobernador del estado de Morelos, al secretario de gobierno del estado de Morelos y al fiscal general del mismo estado, exigiendo el esclarecimiento de la fosa clandestina de la Fiscalía de Morelos que se encuentra en el poblado de Tetelcingo del municipio de Cuautla.

En mi participación durante el inicio de este encuentro internacional aproveché para hacer mío en lo personal y como rector de la máxima casa de estudios de Morelos, el contenido de la carta abierta citada y puse públicamente al servicio de quienes la suscriben las capacidades técnico-científicas, así como humanas y políticas de la universidad.

Evidentemente, las reacciones desde el poder se manifestaron de inmediato. La primera de ellas fue cuestionar si la universidad estaba certificada para realizar labores forenses; la segunda, días después, se presentó al nombrar al nuevo titular de la Coordinación Central de Servicios Periciales y recaer este nombramiento en un destacado y reconocido profesor universitario, nombramiento que buscaron hacer aparecer como un acercamiento de la universidad con la Fiscalía, como una disposición de la universidad a coadyuvar con la fiscalía.

Nada más lejos de la verdad. Al término de mi participación en este coloquio regresaré a Cuernavaca para acompañar a quienes suscribieron la carta abierta señalada a una reunión con el secretario de gobierno y con el fiscal.

Gracias a que el Consejo Universitario de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos se ha ocupado de la dimensión política en los términos en los que propuso en su momento Ignacio Ellacuría, podemos afirmar con legítima satisfacción y profunda responsabilidad que tenemos norte, la claridad de que hoy nuestro lugar es estar con las víctimas, que más allá de la retórica debemos hacer nuestro su dolor.

La universidad que requerimos ha de tener una ética más bien centrada en el interés de la sociedad, particularmente del sur global y de las mayorías empobrecidas y excluidas del desarrollo. Para apoyarnos en esa ética, las universidades y los universitarios debemos replantearnos muchas cuestiones, debemos resignificar la totalidad de nuestro ser y de nuestro hacer.

Boaventura de Souza Santos, en su libro La universidad en el siglo XXI: para una reforma democrática y emancipatoria de la universidad, sostiene que: “…el único modo eficaz y emancipador de enfrentar la globalización neoliberal es contraponerle una globalización alternativa, una globalización contrahegemónica”.

Tengo la firme convicción de que el ejercicio que se desplegó en este coloquio internacional nos deja muchas enseñanzas en la dirección correcta, en la de derribar muros y privilegiar el espacio público en la que Boaventura de Souza denomina “globalización contrahegemónica de la universidad”. Esto también en el sentido en que Hannah Arendt lo plantea como un ámbito dominado por la luz, como símbolo claro de lo que se ve y se revela ante los ojos de los demás, y cuya cegadora luminosidad hace que nada pueda permanecer oculto. Según esta metáfora, la palabra y la acción son las capacidades más propiamente humanas y las que permiten gestar, renovar y hacer luminoso el espacio público. En el acto de contar la propia historia el sujeto descubre, muestra e ilumina su identidad.

De eso se trata: de darnos a luz, y en ese darnos a luz construir ese “mundo en el que quepan muchos mundos”.

Señor Rector David Fernández Dávalos, hago votos porque esta primera acción concertada entre nuestras instituciones sea un primer paso en el acompañarnos a construir un horizonte de fraternidad, de solidaridad, de generosidad, de respeto al ambiente, a la dignidad de las personas y de justicia verdadera.

David Fernández, S. J.
Rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

Vivimos una crisis de finalidades, de dirección, de utopías: nos falta claridad del rumbo al que nos dirigimos como sociedad.

El derrumbe posmoderno de los grandes relatos de sentido nos ha dejado una sociedad sin claridad sobre el horizonte hacia el cual encamina sus pasos. La sociedad, sin embargo, está avanzando. La pregunta es: ¿hacia dónde?, ¿quién la dirige?, ¿en razón de qué? El bloque popular afirma que “otro mundo es posible”. Para un mundo en crisis que busca rumbo hay que aportar, al menos, tres elementos: una hermenéutica, la lectura de la historia desde su reverso, desde las víctimas de la historia; una ética, en que la compasión sea el principal imperativo y principio de toda relación humana, y una utopía, o al menos una idea especular del rumbo hacia el cual queremos caminar.

Nos hemos quedado sin sueños movilizadores, sin proyectos generadores de actividad transformadora. Parece dar lo mismo votar por una opción de izquierda que de derecha: quien gane no tendrá otra posibilidad que aplicar las políticas tecnocráticas globales, al servicio del gran capital transnacional y de sus organismos reguladores. La izquierda tradicional ya no es portadora de políticas emancipadoras. La derecha sólo ofrece proyectos individualistas de consumismo y bienestar con exclusión de las mayorías. El único horizonte de futuro que se nos ofrece es el del libre mercado absoluto, y así culmina el afán despolitizador de la ideología dominante: despojar a la política de su carácter transformador.

El ser humano siempre imagina mundos mejores. Por eso, los altermundistas europeos dejaron claro, ante los poderosos, que “si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”; y los muchachos del #Yosoy132 decían: “Nuestros sueños no caben en sus urnas”. 

Conviene preguntarse: ¿a qué sufrimiento responde el sueño de la globalización?, ¿qué males remedia el sueño político del partido en el poder?, ¿beneficia a los más pobres el sueño del actual gobierno? Toda política que no responda al sufrimiento y al sueño de los más débiles es totalmente vana. La democracia formal actual nos desilusiona porque no pone en el centro de sus procesos y proyectos a los pobres y excluidos, porque los derechos humanos no los entiende primordialmente como derechos de los pobres, porque no se trata sólo de ayudar a los pobres, sino de ponerlos como actores en el centro de la realidad.

Como dice Zizek: “Es profundamente sintomático que las sociedades occidentales, tan sensibles a las diferentes formas de persecución, sean también capaces de poner en marcha infinidad de mecanismos destinados a hacernos insensibles a las formas más brutales de la violencia, paradójicamente, en la misma forma en que despiertan la simpatía humanitaria para con las víctimas”.

Nuestro pensamiento no es imparcial. Aspira a ser objetivo. Por eso, otra de las características del proyecto que necesitamos toma partido por las víctimas; exige que construyamos la convivencia social desde la atención prioritaria a las necesidades y demandas de los que menos tienen, de los más vulnerables. Una característica más del proyecto que estamos buscando es que rompe la lógica en la que avanzamos y con la idea de progreso dominante.

Hasta ahora, la historia se cuenta en clave de “progreso”, de “desarrollo”, una concepción mítica –ideológica– que la propia historia se ha encargado de destruir. Ésa es la manera en que, según Zubiri, la modernidad pensó la historia: el desenvolvimiento de unas potencias que el género humano posee desde el comienzo de los tiempos. En esta concepción determinista, la historia queda prisionera de aquello que la naturaleza, la materia o el espíritu –según la filosofía que utilicemos– ya tenía en potencia al comienzo de los tiempos, y que simplemente se limita a pasar a acto durante los procesos históricos.

La verdad de la realidad no es lo ya hecho, eso es sólo una parte de la realidad. Hay que ver también lo que se está haciendo y tomar conciencia de lo que está por hacerse, para así comprender la praxis histórica en el proceso de transformación de la realidad. La historia no se predice ni está determinada fatalísticamente hacia una determinada dirección. La historia se produce, se crea, mediante la actividad humana de transformación. Y por ello, Ellacuría, de la mano de Zubiri, critica las concepciones de la historia que la entienden como un proceso de maduración o desvelación. La historia humana no es sino la creación sucesiva de nuevas posibilidades junto con la obturación o marginación de otras.

¿Qué hacer, entonces, para avanzar? Examinemos los paradigmas centrales de lo que hoy podríamos definir como una forma alternativa de hacer política.

Slavoj Zizek, siempre controvertido y sugerente, propone no hacer nada. Para ejemplificar su estrategia, Zizek expone el argumento de la novela Ensayo sobre la lucidez, de José Saramago. Ahí se narra la historia de los extraños acontecimientos ocurridos en una capital sin nombre de un país democrático, cuando la mayoría de la población decide votar en blanco. Para Zizek, la abstención de los votantes va más allá de la negación intrapolítica, el voto de no confianza: rechaza el marco de la decisión. En términos psicoanalíticos –dice– la abstención de los votantes es de algún modo como la Verwerfung (forclusión), mucho más radical que la represión (Verdrängung). Y evoca, entonces, una provocadora tesis de Badiou: “Es mejor no hacer nada que contribuir a la invención de nuevas formas de hacer visible lo que el imperio ya reconoce como existente”. Mejor no hacer nada –dice Zizek– que implicarse en actos localizados cuya función última es hacer funcionar con mayor suavidad el sistema (actos como proporcionar espacio para la multitud de nuevas subjetividades).

Según él, hoy la amenaza no es la pasividad, sino la seudoactividad, la necesidad de “ser activo”, de “participar”, de enmascarar la vacuidad de lo que ocurre. La gente interviene todo el tiempo, siempre está “haciendo algo”, los académicos participan en debates sin sentido, etcétera. En realidad –continúa–, lo más difícil es dar un paso atrás, sustraerse. La abstención de los votantes es, por tanto, un acto político auténtico, pues nos enfrenta a la vacuidad de las democracias actuales. A veces –concluye– no hacer nada es lo más violento que puede hacerse.

Contraria a esta posición de “abstención activa” que sugieren Badiou y Zizek, Boaventura de Sousa propone tres tipos de acciones de resistencia: democratizar, descolonizar y desmercantilizar la realidad. Las expongo brevemente.

Democratizar significa democratizar la democracia: rechazar la idea de que la democracia liberal representativa es la única manera válida de democracia y legitimar otras formas de deliberación democrática. De Sousa habla, por ejemplo, de la democracia participativa o de la democracia comunitaria. Es preciso terminar la distinción entre revolución y democracia. Éste es uno de los fraudes conceptuales de esa izquierda que usa el concepto de democracia para tomar posiciones de derecha.

Descolonizar significa intentar eliminar toda relación de opresión basada en la inferioridad supuestamente natural, racial o étnico-cultural del oprimido. Entre muchas otras relaciones coloniales se encuentra el racismo. En el plano epistemológico –dice Boaventura–, el colonialismo se manifiesta al atribuirle el monopolio del conocimiento válido a la ciencia moderna y a la filosofía occidental. Así se desvalorizan, suprimen, o marginalizan otros conocimientos populares, tradicionales, urbanos y campesinos, que al final rigen la vida cotidiana de la mayoría de la población mundial.

Desmercantilizar, por último, significa poner en cuestión algunos lugares comunes o evidencias colectivas en torno al funcionamiento económico de la sociedad. Algunas de estas evidencias que enlista De Sousa son concebir el desarrollo como crecimiento infinito basado en la apropiación intensa de la naturaleza y reducir el bienestar al bienestar material.

Igualmente, desmercantilizar significa entender que se viven muchas lógicas de relación económica que no pasaron ni por la acumulación de riqueza, ni por el lucro a cualquier precio. Desmercantilizar, consiste en impedir que la economía de mercado extienda su campo de acción a tal punto que transforme toda la sociedad en una sociedad de mercado.

Desde mi punto de vista, con la perspectiva de la izquierda neo-comunista europea, la estrategia transformadora de la realidad que requerimos debe abrirse camino con sagacidad entre el impulso de reformas “menores” que acaben conduciendo a un derrumbamiento total (hay que recordar a Mao y su desconfianza a las mínimas concesiones a la economía de mercado que, hemos visto, tenía fundamento) y, por otro lado, las reformas “radicales” que a la larga no hacen sino fortalecer al sistema (el New Deal de Roosevelt, entre otros).

El verdadero acto transformador es una intervención que no actúa sólo dentro de un trasfondo dado, sino que altera sus coordenadas y, por tanto, lo vuelve visible como trasfondo. Así pues, en la política contemporánea, algo imprescindible de un acto es que altere la categoría de trasfondo de la economía volviendo palpable su dimensión política. Recuérdese la mordaz observación de Wendy Brown: “Si el marxismo tuvo algo de valor para la teoría política, ¿no era la insistencia en que el problema de la libertad estaba contenido en las relaciones sociales implícitamente declaradas ‘apolíticas’ –es decir, naturalizadas– en el discurso liberal?” Con nuestra organización de pueblos indios, de trabajadores, de mujeres y migrantes, de lo que se trata es hacer comprender que las reglas del juego económico en el que nos desenvolvemos están cargadas en favor de las empresas transnacionales y del capital financiero, y eso debemos hacerlo visible. No hay neutralidad económica ni libre mercado porque el campo económico está dominado por los poderosos, es profundamente político.

Pero también hay que cambiar la cultura: toda revolución abarca dos aspectos diferentes: el de la revolución fáctica y el de la reforma espiritual, es decir, el de la lucha real por el poder Estatal, y el de la lucha virtual por la transformación de las costumbres, de la sustancia de la vida cotidiana. Mientras se generan las condiciones para alcanzar lo primero, las organizaciones de la gente tienen un papel fundamental que jugar.

No puede haber gobierno sin movimientos sociales, como decía Toni Negri, pero tampoco puede haber movimiento social sin un poder Estatal que sustente el espacio de los movimientos sociales. La lucha por el poder del Estado –por la vía electoral o la acción revolucionaria– no puede dejarse de lado. Y para eso se requiere la creación, el desarrollo y fortalecimiento de los movimientos sociales, así como la paciencia revolucionaria.

Los grandes cambios no llegan por sí mismos: hay que preparar pacientemente el terreno, y no dejar escapar el momento en que parecen posibles. La paciencia que se requiere no es sólo la que espera, sino también la que pierde batallas para ganar la guerra.

Nada de lo dicho es posible si no hay una política consciente de sustraerse del control del Estado. Como hemos visto, no podemos llevar una política revolucionaria ni fuera del marco del Estado ni dentro de él. Alain Badiou habla de que hay que hacerla “a cierta distancia” de la forma estatal, afuera, pero no en un afuera destructivo de ésta, sino cuestionándola. A “cierta distancia del Estado” significa con independencia y autonomía del mismo, y esto quiere decir, entre otras cosas, que la política propia no está estructurada o polarizada en torno a una agenda, a un calendario y a unos plazos fijados por el Estado. Corre, en cambio, entre la sustracción democrática pura, despojada del potencial revolucionario, y una negación puramente destructiva (“terrorista”). La sustracción, la cierta distancia, debe crear un nuevo espacio. Las organizaciones, colectivos y movimientos de los sectores populares han de situarse, pues, con una nueva política, a cierta distancia del Estado, de suerte que pueda constituirse en una política de resistencia a éste, que lo demande constantemente y denuncie las limitaciones de los mecanismos estatales.

Si el Estado sólo fuera un aparato administrativo, se entiende que pueda haber una distancia total del mismo, tipo zonas autónomas; pero si el Estado es un proceso social que refleja el estado de la conflictividad social, la distancia con él debe ser mucho más matizada. Es importante, pues, recordar que el Estado tiene un doble carácter: por un lado, es un monopolio (de la violencia, por ejemplo) y garantiza el carácter privado de la acumulación de capital (que crea otros monopolios), y por otro, es un mecanismo de representación de diversas clases y sectores de la sociedad –un campo de lucha– y de distribución de recursos y condiciones de socialización. El Estado nunca se pondrá al servicio de la transformación general, pero sí puede ser utilizado por quienes luchan por esta transformación. Más aún: es un sitio donde las luchas por esta transformación alcanzan una dimensión pública efectiva. De ahí que sea imprescindible resguardar la autonomía de los movimientos y, a la vez, crear instrumentos paralelos de intervención en el Estado.

Según Critchley, para acabar con el Estado capitalista hay que bombardearlo con exigencias “infinitas”, que quienes están en el poder no pueden satisfacer. Pero la historia muestra, más bien, que lo verdaderamente subversivo es bombardearlos con exigencias precisas y finitas, seleccionadas estratégicamente, ante las que no quepa aducir ninguna excusa. Se trata, entonces, de resistir al poder Estatal, sí, pero también írselo apropiando.

Las experiencias que se dieron cita en este coloquio, en la búsqueda de tejer voces por la casa común, son primicias de la sociedad que estamos construyendo, realidades que anticipan el futuro. Todas ellas se basan en la presencia permanente del pueblo que sufre y espera. En él se descubre la verdad del proceso histórico y la potencialidad que abre paso a la vida buena, a la vida nueva.

La separación tradicional entre lo doméstico y la política debe superarse. Una nueva política pasa por volver a fundir polis y domus. La política no es lo propio de las instituciones públicas y los políticos profesionales. Nuestros modos de consumir, de relacionarnos, de afrontar el trabajo, tienen mayor relevancia política de la que se les atribuye. Son hechos políticos. “Contrato social” y “fraternidad” deben conciliarse en el discurso y la práctica. El “bien común” está cabalmente unido a las necesidades “domésticas”. La nueva política debe unir justicia, cuidado y transformación social. Las utopías o los proyectos políticos que requerimos deben ser capaces de integrar la preocupación y el cuidado por los más débiles en el centro de sus intereses.

La situación es desesperada para los pueblos del mundo, para los trabajadores, para los pueblos originarios, especialmente en el momento actual de la crisis global. No parece haber caminos claros para avanzar desde una postura popular alternativa hacia rumbos distintos. La ideología dominante marcha en contra nuestra. Pero eso mismo nos da una peculiar libertad para experimentar. Basta con deshacerse del modelo determinista de las “necesidades objetivas” y las “fases” obligatorias del desarrollo, preservar un mínimo de antideterminismo: nunca está todo predeterminado en una “situación objetiva”. Siempre queda espacio para un acto verdaderamente transformador; no basta con esperar pacientemente al “momento adecuado” de la revolución. Si uno se limita a esperarlo, nunca llegará, pues hay que empezar con intentos “prematuros” que, con su propio fracaso creen las condiciones (subjetivas) del momento adecuado. Recuérdese el lema de Mao: “De derrota en derrota hasta la victoria final”. Debemos olvidar, sin más, la prenoción de que el tiempo lineal de la evolución está “de nuestro lado”, de que la historia obra a nuestro favor. Como lo expresa con agudeza Zizek: la distinción inglesa para decir “meta” puede ayudar a lo que queremos decir. El anticapitalismo no puede ser el goal inmediato de la actividad emancipadora de la ESS, pero debería ser su aim último, el horizonte de toda su actividad. Aquí está Marx presente: aunque la esfera económica parece “apolítica”, ella es el secreto punto de referencia y el principio estructurador de las luchas políticas. Por eso, El Capital, la obra cumbre de Marx, era una crítica a la economía política.

Los sistemas alternativos de producción económica, la pretención de construir un mundo en el que quepan muchos mundos, como la que ahora nos reúne, la unidad de los pueblos indios y los sectores explotados, pueden ser dinámicas fundamentales para construir gradualmente una globalización contrahegemónica en las próximas décadas. La fórmula aquí esbozada, de proceder desde la idea universal de la igualdad, imprimir un sesgo de clase a las empresas de la ESS, apoyar la organización de los pobladores pobres y excluidos, facilitar su politización, generar una nueva cultura no capitalista, esperar activamente la oportunidad de un cambio sustancial desde una posición de independencia y autonomía del Estado, y acompañarse de luchas que busquen controlar a este último, puede constituir justamente el horizonte de novedad para movernos.

En todo caso, como afirma Arturo Escobar en su reciente trabajo sobre el pensamiento crítico latinoamericano, debemos definirlo como el entramado de tres grandes vertientes: el pensamiento de la izquierda, el pensamiento autonómico, y el pensamiento de la Tierra. Para él, éstas no son esferas separadas y preconstituidas, sino que se traslapan, a veces alimentándose mutuamente, otras en abierto conflicto. Coincido con él en que hoy tenemos que cultivar las tres vertientes, manteniéndolas en tensión y en diálogo continuo, abandonando toda pretensión universalizante y de poseer la verdad.

Afiancemos, pues, una concepción abarcadora y profundamente política de la “economía”. Incluyamos en ella objetivos como la participación democrática, la sustentabilidad ambiental, la equidad social, racial, étnica y cultural, la solidaridad transnacional y, ¿por qué no?, la acción directamente antisistémica. ❧

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