Recientemente se llevó a cabo un emotivo homenaje por los 100 años del escritor, filósofo y catedrático Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011), exiliado español cuya obra mantuvo siempre un diálogo con el marxismo para analizar los acontecimientos sociales que marcaron el siglo XX, desde el Holocausto hasta la matanza de Tlatelolco. Fue un maestro incansable de varias generaciones en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde actualmente un edificio lleva su nombre. Para conmemorar el centenario, publicamos un texto que nos acerca a este intelectual desde el núcleo familiar y compartimos un soneto de su autoría que habla del exilio.
Para Nenita, Fito y Quique
Hace casi diez años mi tío Adolfo organizó una gran comilona para festejar sus 90 años. Fue en un restaurante de Tlalpan, muy cerca de la salida a Cuernavaca. El inmenso salón estaba atiborrado: mi tío había invitado a la familia, que es muy numerosa, y a sus amigos, que son muchísimos más. Lo recuerdo muy bien, sentado al centro de la mesa de honor, flanqueado por el rector de la UNAM y el embajador de Cuba en el país en aquel entonces. Su lacio cabello, ya casi blanco pero aún abundante, como siempre, estaba peinado hacia atrás; sus gruesos anteojos de miope, como siempre, agrandaban sus generosos ojos; su sonrisa, como siempre, esbozaba cierta timidez, y su voz, como siempre, sonaba grave, dulce y armónica, con un sutil dejo andaluz.
“Es increíble que haya cambiado tan poco”, pensaba mientras lo veía y evocaba recuerdos muy lejanos. “Esta pera me la como, Nenilla”, decía mi tío Adolfo, rígido tras el volante (que parecía una llanta de bicicleta) del vetusto y gigantesco Mercury beige que recién había comprado y que era el primer coche que entraba a la familia. Yo tenía diez años entonces y estaba lejos de sospechar que mi tío Adolfo también era el Dr. Sánchez Vázquez, uno de los más temidos, respetados y admirados maestros de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, autoridad inapelable en la teoría marxista y conocedor profundo de los vericuetos de la Ética y la Estética. Para mí era simplemente el tío Adolfo, el marido eterno de la tía Nena, el querido cuñado de mis padres, el sufrido yerno de mi feroz abuela, el padre de mis primos y, según pude averiguar ese día que manejó rumbo a Cuernavaca por primera vez, un lamentable conductor.
Lo veía en la mesa de honor, pensativo, escuchando concentrado al rector. Y lo veía entonces 45 años antes, sentado a la mesa del comedor de su casa, pensativo, escuchando concentrado a mi primo Fito, quien disertaba vehemente sobre la flamante Revolución cubana. Me fascinaba (y aún me fascina) escuchar a mi primo, pues tenía el don de expresarse de forma clara y amena, y sabía tanto de la joven revolución que cualquiera que lo escuchara juraría que estuvo al lado de Fidel durante toda la contienda. Como yo, mi tío Adolfo escuchaba embobado a su hijo. Ese día descubrí la enorme veneración que sentía por su primogénito. Pero tuvieron que pasar varios años para que descubriera de dónde había sacado mi primo tanta cultura y tanta inteligencia y, de paso, descubriera quién era Sánchez Vázquez.
Fue a mediados de los setenta, en la librería Gandhi. Habían invitado a mi tío a impartir una conferencia sobre el exilio español. Iba de traje gris, impecable, primera cosa que me llamó la atención, pues yo siempre lo había visto en su casa, por lo general los domingos, vestido informal y en mangas de camisa. Pero lo que realmente me sorprendió (y cautivó) fue su charla. Con esa voz suave y ligeramente andaluza que mencioné arriba y que tanto me recordaba a mi padre, nos narró durante más de una hora las vicisitudes de un transterrado; la historia de un joven estudiante de filosofía que vio interrumpido un destino previsible porque se atravesó en su camino, y en el de tantos otros, una terrible guerra incubada en los salones de los poderosos y en los palacetes de la jerarquía de la Iglesia católica española. Dejó los libros por las armas y luchó en esa terrible conflagración, tal vez la que marcó como ninguna otra el futuro del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La derrota lo expulsó de su país y lo lanzó a México que, generoso, lo acogió junto a muchos otros. Aprendió a amar a su nueva patria tanto o quizá más que a la antigua; allí estableció su hogar, allí nacieron sus hijos y allí vertió, para fortuna nuestra, su enorme talento y su no menos enorme don para la enseñanza. Como le ha ocurrido a infinidad de sus alumnos después de haberlo escuchado por primera vez, desde entonces quedé prendado de mi tío por su sabiduría, su elocuencia, su rectitud y su naturaleza profundamente humana.
Recordaba, ahora que se dirigía al atril que habían instalado en el restaurante para leer un discurso, cuando lo vi por televisión en uno de los programas de la serie que había organizado Octavio Paz para “celebrar” la caída del Muro de Berlín y el advenimiento de una era sin potencias comunistas en Occidente. Él y Castoriadis fueron los únicos que no compartieron el entusiasmo del anfitrión y los demás invitados, muchos de ellos pensadores de izquierda en su juventud que ya hacía mucho tiempo habían marcado su distancia frente al marxismo. A diferencia de ellos, mi tío no renegó de él; al contrario: ante la mirada intrigada y un tanto contrariada del poeta y sus acompañantes, dijo Sánchez Vázquez algo parecido a esto: “Mientras existan las terribles desigualdades e injusticas que asolan al mundo, mientras haya un alma joven que se indigne por ello y luche por cambiarlo, los ideales del socialismo democrático y con ellos la filosofía de Carlos Marx seguirán vigentes…” Así era mi tío.
Ya en el atril, se cambiaba las gafas y acomodaba un fajo de hojas escritas a máquina con una letra gigantesca, pues su vista, tras 90 años de vida y un sinfín de libros que desfilaron frente a ella, estaba casi agotada. Y se me vino entonces a la mente la imagen de mi tío leyendo el pequeño ensayo que había escrito para presentar mi primera novela. Fue uno de esos proverbiales actos de generosidad de Sánchez Vázquez. Ya antes de terminar Rasero había pensado en pedirle a mi tío que me la presentara. No se me ocurría un padrino mejor. Lo hice con cierta timidez. Al oír la petición, mi tío me miró un tanto sorprendido y receloso: como me había ocurrido antes respecto a él, Sánchez Vázquez no tenía una idea muy clara de quién era su sobrino. Lo ubicaba como un muchacho bastante parlanchín y dedicado a la enseñanza de la química y otras ciencias. Pero al fin y al cabo aceptó; le entregué feliz un tambache de más de mil cuartillas mecanografiadas, y me di la vuelta para no ver su previsible expresión. Llegó el gran día y mi tío se portó como el presentador de lujo que era. Primero advirtió a la audiencia que había aceptado un poco a regañadientes la encomienda, pues no tenía el menor antecedente de su sobrino como escritor y temía que “Paquito resultara ser un químico con aspiraciones fallidas de novelista”. Si era el caso, se sentía obligado a decirlo pues, “como diría Aristóteles refiriéndose a Platón: quiero mucho a mi maestro, pero quiero más a la verdad…” Por fortuna, la novela le gustó e hizo una espléndida exégesis de ella, que guardo como uno de los más valiosos tesoros de mi egoteca.
Por fin comenzó su discurso. Agradeció la presencia de todos; recordó, por supuesto, a su entrañable compañera de toda la vida, mi tía Aurora, quien, aunque ausente desde hacía varios años, yo sabía muy bien que seguía incrustada en el alma de mi tío, y dedicó una mención especial y muy cálida a sus hijos y a sus nietos, responsables, según él, de lo mucho o poco bueno que ha hecho en esta vida. Por último, hizo un somero análisis de la situación actual de la filosofía marxista, y esbozó proyectos y programas para el futuro. Esto último me conmovió hasta la médula: un hombre con 90 años a cuestas hablando entusiasmado de los retos que le deparaba el futuro en su actuar profesional. Con lágrimas en los ojos pensé que mi tío Adolfo, con su congruencia, rectitud y nobleza, me había dado muchas lecciones de vida. Pero esta última fue una lección definitiva e inolvidable: el anciano catedrático hablaba del futuro con el entusiasmo y las esperanzas de aquel joven que abandonó la Universidad de Madrid para combatir por su patria y sus ideas. Comprendí que seguía siendo el mismo…
Desterrado muerto
En la huesa ya has dado con tu empeño,
¡cuánta furia se queda sin batalla!
Enmudece la sangre; el pecho calla
y tu dolor cabalga ya sin dueño.
La tierra es tu mansión; la sepultura,
el albergue final de la jornada.
Por testamento dejas tu pisada,
la dulce huella de tu mano pura.
El destierro no para con tu muerte
que, implacable, dilata tu destino,
bajo la tierra misma prolongado.
Tú no descansas, no, con esta suerte
de muerte enajenada, con el sino
de estar bajo la tierra, desterrado.
Adolfo Sánchez Vázquez
0