La escritora chilena Eliana Albala, quien llegó a México en 1974 y desde entonces vive en Cuernavaca, no sólo es un referente en el ámbito académico, sino también en la literatura contemporánea. Su obra teórica y creativa –en gran parte marcada por el exilio– ha dejado cátedra sobre lo que significa vivir por y para las letras. Durante décadas su presencia ha sido un factor elemental para la creación de escritores y lectores. Actualmente, además de ser profesora de diversas universidades, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua, en México.
Recién descansada de una mudanza, la maestra Eliana Albala me recibe en su casa, entre recuerdos, entre cosas sin desempacar, entre sus libros recién acomodados, y me platica de su gusto por enseñar literatura, de su historia en México y de algunas de sus obras literarias y de análisis más significativas.
¿Cómo fue llegar a México desde Chile? ¿Cómo fue empezar una nueva vida en un país lejano y ante la situación de aquel tiempo?
En un principio fueron como una especie de vacaciones novedosas, sobre todo porque mi esposo ya estaba en Cuernavaca por asuntos de salud, y Echeverría no permitía que hubiera chilenos dispersos; los juntó a todos en la Villa Olímpica. Sin embargo, le dio trabajo a mi esposo en la UAEM, que tenía pocos años de antigüedad; entonces, alguien dijo que tú sólo aguantas dos años de vacaciones, no más, y yo eso llevaba. En Cuernavaca no había ninguna institución que tuviera que ver con Letras. Me ofrecieron trabajo en escuelas privadas porque para estar en cualquier otro lado alguien me tenía que conocer, cosa que no era así. El gobierno permitía que sólo un miembro de una familia exiliada en México trabajara, y mi esposo tenía miedo de que yo trabajara y ellos se dieran cuenta, por lo que me pidió no hacerlo. En Chile. el trabajo tenía un precio, valía tanto; aquí resultaba que las mujeres valían de una manera y los hombres de otra. Si mi esposo ganaba 3 mil pesos, a mí me ofrecían mil, condición que yo no acepté y no me di a conocer como maestra; perdí esa oportunidad. Estuve dos años deprimida casi hasta la muerte. A través de la Casa de Chile lograron que me atendiera un psiquiatra, que después supe que estaba loco: empezó a convencerme de que yo tenía que obedecer a mi marido y que no tenía razón de querer trabajar, lo que me deprimió más. ¿Cómo salí de eso? Mi hija venía de Puebla a verme, y me dijo que no hiciera caso del psiquiatra y fuera a pedir trabajo a la UNAM. Lo hice y hablé con una persona y con otra, hasta lograr horas de clases e ir dos veces por semana a dar clases allí, gracias, entre otros, al Dr. Ricardo Guerra que ayudaba a los chilenos, dándoles trabajo. Así que comencé a dar mi curso de Literatura y Sociedad. Tiempo después comencé a dar clases también en Cuernavaca, primero en la UAEM y luego en el Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos.
¿Cuál actividad ha sido más gratificante en sus años de carrera? ¿Escribir, enseñar a escribir, enseñar literatura?
Me gusta enseñar, pero no podría comparar una cosa con la otra. Si yo tuviera medios, quizá sólo escribiría. Puedo enseñar porque me preocupo de escribir, está íntimamente relacionado. Todo lo teórico que sé, siempre lo estudié primero de manera muy egoísta para saber escribir, para saber más, pero nunca pensé que eso lo iba a guardar solamente para mí. Entonces entrego datos muy concretos, no me importa la competencia de decir: mire, si usted hace esto, va ganar esto otro. Es mi preocupación personal de escribir, de tener material para enseñar. Pongo de ejemplo a Vargas Llosa, a quien le gusta escribir, pero tiene montones de libros teóricos; le gusta compartir lo que aprende y estudia. Parece que esa combinación de preocuparte por la teoría y la enseñanza te permite escribir mejor, gusto que también compartía Cortázar.
Nunca he tenido dificultades para enseñar literatura. He pasado por todos los niveles educativos de Cuernavaca, desde primaria en colegios hasta universidades, como UAEM y CIDHEM. Durante años estuve con niños de secundaria experimentando en literatura, ayudándolos a escribir, controlando lectura y escritura. En los primeros niveles como en CIDHEM, los alumnos descubren en mis clases que pueden escribir. Después de pequeñas tareas, ejercicios, se dan cuenta de que pueden y lo hacen bien, incluso hay los que han ganado premios sin ser necesariamente alumnos de Literatura.
¿Cómo nace su aclamado poema: “Los que nos fuimos sin las cosas”?
Vivían aquí en Cuernavaca unos amigos chilenos, que ya no están ahora, y mi amiga me cuenta que fue a Chile, y al querer traer algunas cosas que dejó a guardar en casa de su hermana, ella le dice que ya no son suyas, y me lo cuenta llorando. “Eliana, tú que eres escritora, ¿por qué no escribes un cuento de toda la gente que se quedó con las cosas de los otros?”, me dijo. Ella lo pensó como un cuento. Claro que muchas cosas mías se quedaron allá, por ejemplo libros en casa de mi hija, que yo siento que en verdad ya le pertenecen a ella después de tanto tiempo. Te duele un poco, claro, sentir que alguien más se apropia de tus cosas. Gente que dejó libros, pinturas, autos y hasta casas que ya no pudieron recuperar. Me fui preocupando, entonces, de las cosas que dejé, con la idea de crear una historia. El día que vine de Chile la gente entró a la cocina y alguien dijo: “Yo me llevo esto”; empezaron a repartirse cosas en mi cara. Y yo no tenía ni ganas ni ánimo de meterme en ese tema, hasta que mi amiga me metió, y un día me salió el poema, que no un cuento. Y tiene mucho que ver con el exilio, por supuesto, aunque cada quien encuentra cuestiones diferentes, sentimientos distintos de lo que deja atrás. Hay quien llora aunque no haya vivido el exilio, pero sí, por ejemplo en México, mucha gente se muda de ciudad y deja sus cosas, por divorcio, por trabajo. Eso de dejar cosas atrás es universal.
Nosotros los amnésicos,
¿en qué idioma
desarraigamos nuestra vida?
¿Pensando qué palabras,
escuchando qué ruidos
amontonábamos el tiempo,
las lentas muertes cotidianas,
la inevitable
perfección
del cosmos?
¿Con qué mano
nos abrochamos el abrigo
el día en que nos fuimos?
Esto sí lo recuerdo:
corría un viento helado,
una brisa maligna.
Usted dejó muchos sentimientos grabados en el poema: “Cuernavaca doblada en los espejos del aire”, ¿qué nos puede contar de ese texto?
En la lápida de mi esposo quedó marcado: Cuernavaca, 1985. Cuernavaca está en esa lápida, es algo eterno, por eso el valor del poema está en ciertos puntos, pero sobre todo al final, cuando se menciona eso. Lo escribí para el concurso de los Juegos Florales en Cuernavaca, donde fue uno de los ganadores. En él se quedan muchos aspectos de lo que pienso de la ciudad, pero sobre todo es un texto personal, muy personal y sentido.
Mientras tanto, doblada en los espejos del aire, Cuernavaca,
te extiendes boca abajo
de bruces contra el sur
para alcanzar el mar
que está tan lejos.
Cuernavaca, estoy sola,
pero esta oda te envuelve en mis palabras.
Dentro de ti, mi compañero
ha muerto
inolvidable
para siempre en tus brazos.
En su larga lista de lecturas, de estudio, ¿tiene algún escritor favorito?
No uno pero sí algunos por distintas cosas. Neruda me gusta mucho, por ejemplo. Tengo una admiración increíble por la cuentística de Cortázar, nadie más como él, y no tanto su novela, sino la creatividad de sus cuentos. También a Vargas Llosa en su obra creativa, como maestro, pero si tú lees La guerra del fin del mundo, el escritor se te va para arriba; en mi opinión, un genio que mueve ejércitos con literatura, también como teórico; mi admiración. Y Neruda, sí, en muchos planos, la parte surrealista, la parte política poéticamente hablando. Huidobro lo conozco pero lo admiro de otra manera en su poética. García Márquez, le tengo gran admiración como creador de recursos retóricos, a quien considero el gramático equivalente en este siglo al Quijote. Sin escribir poesía tiene cosas muy poéticas. Borges no tanto, me decepcioné cuando descubrí que el estilo al que yo nombré “seudoerudición”, era tomado de Poe. Hasta que Cortázar tradujo al 100% a Edgar Allan Poe, para descubrir que ya lo había hecho y me parece magnífico, entonces Borges ya no me lo pareció tanto. Admiro a Carlos Fuentes por su enorme multiplicidad creativa. En cada obra inaugura otro estilo, se multiplica; es muy difícil encasillarlo en un modelo. De Paz me gusta solamente el ensayo, sus ensayos, aunque no todos. No es fácil encontrar historiadores de la cultura, por ejemplo historia del sexo (La llama doble), de la pintura, de las costumbres de la India, de México; te pone en contacto con la cultura sin ser ensayos políticos ni como los que te obligan a leer en las clases de Historia; son maravillosos, como el libro formidable sobre Sor Juana, y a Paz lo premiaron con el Nobel por eso –por su ensayística–, sin decirlo.
Su libro Sobre la mímesis y el tono en los relatos infantiles de Horacio Quiroga es una excelente herramienta de análisis literario, ¿cómo nació?
Fue mi tesis de doctorado. La escribí en un año mientras trabajaba. Son años de estudio y conocimiento que fui acumulando. Había dado clases en Chile, un seminario de literatura infantil, donde había que buscar herramientas para que crearan; son cursos que yo había dado. Junté el material sola, hasta que la Dra. Adriana Yáñez, poeta y filósofa, se volvió mi directora de tesis y con su ayuda y crítica comenzó a tomar mejor forma el libro; hubo que incluir, además, parte de la biografía de Quiroga, y gracias a alumnos colaboradores de mis seminarios en la UNAM, recibí mucho material que después se incluyó en la tesis y el libro, dando lugar a una excelente fuente de la vida y obra de Quiroga.
También se destaca su único libro de cuentos, Mitomanías. Háblenos de éste.
Tenía ese libro de cuentos junto a cuatro novelas inéditas, todo guardado, hasta que el entonces director del CIDHEM me tomó simpatía y ofreció publicarme un libro. Yo decidí publicar Mitomanías, que era una serie de cuentos que yo no sabía hasta qué punto serían bien recibidos, y sin embargo fue todo un éxito. Decidí publicarlo por que era mi único libro de cuentos, y dejar inéditas mis novelas y otros libros de ensayo. Actualmente, una alumna está haciendo una tesis basada, en gran parte, en el análisis de los cuentos de dicho libro.
Su más reciente título es El estilo ensayístico de Octavio Paz, en el que comparte sus hallazgos en la pluma del Nobel mexicano, ¿cómo fueron sucediendo estos descubrimientos hasta dar por resultado un libro, de cierto modo, revelador?
Y estamos más o menos en 2006, o tal vez 2008 y porque tengo abierto sobre la mesa “Liminar” (que es el prefacio de La llama doble) veo de modo transparente, espontáneo, a flor de piel y sin esfuerzo alguno, sin el apoyo de ningún conocimiento recientemente adquirido, el llamativo estilo de sus tres páginas, flotando sobre la superficie del papel. Así… como la manzana de Newton. Estas casualidades sorpresivas, inesperadas; estos descubrimientos insospechados y accidentales han sido bautizados en un inglés informal con la también extraña y asombrosa palabra: serendipity.
Y entonces surge una pregunta obligatoria: ¿esto que acabo de descubrir en “Liminar” es también el misterioso estilo de El arco y la lira? ¿Éste es el mismo estilo de todos los ensayos de Octavio Paz? ¿De todos sus años creativos? La verdad es que éstas son muchas preguntas. Y en ellas se solapa una urgencia obsesiva que hay que ir calmando poco a poco. Que no se puede responder sin un estudio gradual y dilatado. Lo que debe alegrarnos es que tenemos en la mano un pequeño secreto. Entonces me pregunté: ¿seré capaz de demostrar por escrito –en las páginas de este estudio– los recursos que me han sido tan fáciles de explicar oralmente y de señalar línea a línea con el dedo sobre el papel durante seis o siete años? Y, luego de plantearme esta pregunta, surgió finalmente el libro.
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