Cada fin de año y principio del nuevo, La Universidad de la Tierra, vinculada con el zapatismo, realiza en san Cristóbal de la Casas, Chiapas, un coloquio sobre los movimientos antisistémicos. En 2009, Javier Sicilia participó con una ponencia titulada: “Proporción y revolución” (Conspiratio 07, Jus, México, 2010). La presente entrega continúa con esa reflexión. En ella, retomando a los Padres del Desierto que salvaron a Europa cuando cayó el Imperio Romano, trata de analizar la manera en la que los movimientos sociales comienzan a generar lo nuevo frente al desmoronamiento de las instituciones de la modernidad.
No se echa vino nuevo en odres viejos, pues los odres reventarían, el vino se derramaría y los odres se echarían a perder. El vino nuevo se hecha en odres nuevos y los dos se conservan.
MATEO 9:17
UNO DE LOS GRANDES problemas de la percepción humana es que las realidades históricas en las que vivimos parecen haber estado siempre allí. Entidades como el Estado, la economía, el mercado, las instituciones de servicio del mundo moderno y sus innumerables sistemas (el burocrático, el financiero, el carretero, el médico, el educativo, por nombrar algunos) parecen, en la percepción del hombre contemporáneo, realidades inmutables cuyas crisis e injusticias pueden superarse. Así, desde la creación del Estado moderno y del capitalismo, las luchas políticas y sociales que surgieron de la Revolución Francesa no han sido otra cosa que los intentos del hombre occidental por hacer que el Estado y el capital encarnen en la historia –como soñaba Hegel– el sueño ilustrado de la Razón: la libertad, la igualdad, la fraternidad y la abundancia. Ya fuera bajo la lógica de los fascismos, del marxismo y sus variantes revolucionarias o del actual liberalismo económico, el objetivo ha sido domesticar al Estado, al capital y a los sistemas que nacieron de ellos para ponerlos al servicio de los hombres. Sin embargo, no se ha logrado. Lejos de ello, el fracaso, el malestar y el horror han cundido por todas partes. No sólo los seres humanos han sido, en una u otra de sus variantes, instrumentalizados, es decir, sometidos, humillados y destrozados en nombre de esos sueños que, a través del Estado, debían encarnar en la historia*, sino que esas instituciones, a las que se ha intentado domesticar y dirigir para que sirvan a todos, están, al igual que le sucedió al imperio romano, o a los Estados absolutistas en una profunda descomposición y pronto colapsarán.
De esta crisis civilizatoria, cuyos estragos pueden sentirse en los desastres ecológicos, la ineficiencia y la corrupción de los partidos y de los gobiernos, en la destrucción de las culturas y de los ámbitos de comunidad, y en el crecimiento del despojo, de la miseria y del crimen, comienza –como sucede en cualquiera de esas crisis que registra la historia– a emerger lo nuevo.
*Los horrendos asesinatos del crimen organizado no son más que la forma sin contenido ideológico de esa instrumentalización humana, que corre a lo largo de los tres últimos siglos.
¿De qué orden es? No lo sabemos. Lo nuevo es siempre tan tradicional, como el cultivo de la uva, y tan sorprendente como un vino nuevo. Quisiera, sin embargo, delinear algunos rasgos que creo comenzar a descubrir en esa novedad. Para ello, me serviré de una analogía histórica –siempre para comprenderse hay que mirarse en el espejo del pasado– a la que ya había aludido en mi ponencia “Proporción y revolución”1.
En el siglo iv, frente a las fracturas del Imperio Romano y como una manera de rescatarlo, Constantino I dio rango jurídico a una de las doctrinas religiosas que, por sus contenidos éticos y por su expansión por los territorios dominados por el Imperio podía funcionar como una manera de apuntalar las corrompidas instituciones romanas: la Iglesia Cristiana. Conferirle a los obispos el mismo rango que a los magistrados romanos en las cuestiones jurídicas le permitió al Imperio darle nuevos contenidos a las urbs romanas: no sólo –algo que ya estaba en el derecho romano– tener ciudadanos romanos por adopción, sino también, por esa novedad que el cristianismo trajo al mundo: la caridad, atender y mantener bajo el control del Imperio, a los extranjeros sin estatuto jurídico que invadían las urbs y que los cristianos llamaban prójimos, mediante órdenes caritativas de derecho social. En ese contexto, un grupo de hombres de la joven cristiandad, conocidos como los Padres del Desierto, abandonó las ciudades del Imperio para irse a vivir a los desiertos de Siria y Egipto. Seguramente intuyeron que la libertad del Evangelio era incompatible con un poder administrativo y una política de regulación. Lo que buscaban en los desiertos era paradójicamente el Paraíso2. No un lugar, como el que siempre han soñado los milenarismos y las utopías modernas nacidas de la Revolución Francesa, de abundancia y riqueza, sino un sitio donde pudieran vivir una nueva naturaleza, revelada en Cristo, y expresada en la sabiduría y el amor encarnado en la vida solitaria o común, llena de proporciones –lo que las sociedades modernas despectivamente llaman “pobreza”– y siempre abierta a todos. Fueron ellos –y no la Iglesia institucionalizada que siempre quiso, como los Estados modernos, rehacer el Imperio,– los que, un poco después de la caída de Roma en el siglo v, rescataron, bajo la inspiración de la vida monástica articulada por San Benito, la civilización. Fueron también ellos quienes crearon una forma de vida nueva; el feudum, un pacto entre el mundo de Dios y el de los hombres para mantener la subsistencia económica, que más tarde la Iglesia y los remanentes imperiales se encargarían de corromper, dejándola sólo como espacios simbólicos de una vida buena.
Vivimos, en este sentido, una realidad parecida. La crisis del Estado moderno y del modelo económico ha hecho emerger de sus fracturas un conjunto de movimientos contestatarios y, semejantes a los Padres del Desierto en su momento, marginales, llamados “antisistémicos”. El zapatismo es uno de ellos. Lo son también Los indignados, la llamada Primavera de los países árabes, los Occupy (Ocupa), el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, en lo mejor de sí mismo, el #YoSoy132 y, más recientemente, la emergencia de las policías comunitarias y las autodefensas. Lo que los asemeja a los Padres del Desierto es que entraron en conflicto con los poderes de su tiempo. Lo que los diferencia es que no han huido a los desiertos –ya nos los hay; los que aún existen están sometidos a los Estados y a las expansiones del capitalismo global, del crimen organizado y de sus sistemas– y han decidido enfrentar esos poderes. Hay otras diferencias. Mientras los Padres del Desierto trataron de crear un nuevo modo de vida basado en una existencia austera de oración y de trabajo con sus manos –el de un nuevo estatus ontológico de libertad venido de Cristo, al margen del Estado y sus instituciones–, los movimientos de hoy quieren, como un remanente del cerco de las percepciones y de las maneras en las que durante los últimos tres siglos otros movimientos se han enfrentado al poder, transformar al Estado. Hay en este sentido algo nuevo y algo viejo en los movimientos antisistémicos. Los parteaguas históricos generan franjas ambiguas donde lo nuevo no termina de delinear su rostro y lo consabido, que ya no sirve, continúa utilizándose para una transformación fundamental. Son, por lo mismo, momentos de profundos claroscuros. En nuestro caso, lo nuevo es la conciencia de que tanto el Estado como la economía ya no responden a lo que se esperaba de ellos: ni cuidan la vida de los ciudadanos ni producen riqueza para todos –la suma de sus destrucciones y despojos es más profunda que la suma de sus producciones que invaden todo–. Lo nuevo, también, es que a diferencia de los movimientos sociales del pasado, no quieren el poder y en lo mejor de sí mismos son noviolentos. Lo viejo es que creen todavía que el Estado y el mercado, que ya entraron en una descomposición fatal que terminará por destruirlos, pueden cambiar, transformarse o enmendarse. En medio de ellos, se encuentra lo ambiguo.
«Lo ambiguo de estos movimientos está tanto en lo que son… como en lo que demandan al Estado y a un sistema económico en descomposición que los ha desplazado».
Permítanme un ejemplo. Cuando leí la Primera Declaración de la Selva Lacandona, lo que admiraba era la aparición del universo indígena que reclamaba su autonomía y la defensa de sus mundos. Lo que me alarmaba era que también querían lo que los destruiría: el mundo de la modernidad expresado en un conjunto de sistemas propios del Estado moderno y su economía: lavadoras, escuelas, clínicas, etcétera. Algo parecido me encontré cuando visité a los Occupy en Washington y Los Ángeles. La forma en la que vivían era un proceso de autonomía –en medio de sus campamentos, levantados en parques públicos, dialogaban entre sí, se organizaban, se alimentaban, mantenían su entorno limpio y cuidado y se apoyaban unos a otros–. Estaban asentados en los espacios de la ciudad que custodia el Estado, pero confrontados y al margen de él. Sin embargo, su accionar reclamaba al Estado y al mercado su inoperancia para incluirlos en el pastel. Son, decían y aún dicen algunos de ellos, el 99% de los excluidos que buscan las rebanadas que el Estado y el mercado les roban. Algo parecido sucedió y sucede con Los indignados y, habría que decir también, con los jóvenes de la llamada Primavera Árabe, el #YoSoy132 y las autodefensas (el caso de las policías comunitarias –cuyo estado de defensa quiere proteger, como en el feudum, su autosubsistencias– es de otra índole); lo mismo sucede con el del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que, a pesar de moverse, como los otros, en el mismo territorio de la descomposición, tiene otra característica; me referiré a él más adelante. Lo ambiguo de estos movimientos está tanto en lo que son –una forma distinta de ser al margen del Estado y una respuesta a su resquebrajamiento–, como en lo que demandan al Estado y a un sistema económico en descomposición que los ha desplazado. Lo que no comprenden –de allí su ambigüedad– es que si el Estado moderno y la economía capitalista no pueden darles lo que reclaman es porque se basan en lo que Iván Illich llama el “desvalor”.
El concepto es complejo3. No existe en el diccionario. Pero en relación con el valor que, despojado de su sentido utilitario, está asociado con lo bueno, significa, en los términos de Illich, una destrucción de los ámbitos de comunidad, de sus culturas y del medio ambiente, cuyo resultado es la pérdida del trabajo tradicional, es decir, proporcional y limitado, que hace posible la subsistencia, y su reemplazo por el desempleo, las mercancías y la lucha por acceder a ellas, es decir, la instalación de la violencia. Es, en síntesis, la destrucción de lo bueno por el valor de lo inaccesible o, en otras palabras, la desvalorización de la bondad.
A pesar de que estos movimientos habitan ya lo nuevo, como un retorno al límite, a la proporción, al trabajo común, utilizando de manera limitada ciertas herramientas del mundo moderno, siguen creyendo, primero, que las tareas del Estado y las tareas económicas, cuya finalidad es el control de los seres humanos bajo burocracias y cadenas productivas, pueden todavía usarse en las realidades humanas, cuya dimensión no es el valor, sino, como lo dice lo nuevo que defienden, la proporción, el equilibrio y la bondad. Segundo, continúan creyendo en una dimensión ficticia del progreso, cuya realidad más evidente es la negación del pasado, de la tradición y de la convivencia, como desechos de la historia. Aunque el zapatismo, iluminado por la tradición de los pueblos indios, y obligado a replegarse por la persecución del Estado, ha logrado descubrir la fuerza de sus saberes creando los Caracoles, creo que en su fondo continúan creyendo que es posible transformar al Estado para reproducir, en la lógica de las ideologías históricas, sus propios descubrimientos.
Esta crítica puede hacerse también al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Sin embargo, hay ciertos matices en él. De alguna forma se parece al zapatismo. Nace, como él, de la visibilización de los negados por el sistema –no de los indígenas, sino de las víctimas de una guerra, consecuencia del pudrimiento del Estado y de una criminalidad que en la lógica del capital lleva a grados atroces la instrumentalización de lo humano–. Al igual que él tiene un lenguaje poético de altísima dignidad moral. A diferencia suya, no tiene un ejército ni un territorio y ha apostado por un diálogo con todos los poderes y los sectores sociales para obligar al Estado a reparar la justicia y la paz. También, a diferencia suya, no nace de una comunidad ancestral que le ha permitido crear una sólida estructura comunitaria y proporcional al margen del Estado; sino, semejantes a los Occupy, a los Indignados, a los muchachos de la Primavera Árabe y del #YoSoy132 y a las autodefensas, es el fruto de ciudadanos, atomizados por el Estado y la economía, que el dolor y la exclusión ha reunido en un extraño común. Su fuerza no radicó tanto en su confrontación con el Estado y los criminales, sino en la manera en que lo hizo. Al dialogar, confrontó la ancestral violencia de las ideologías por la disputa del poder y la administración del Estado; al recorrer el país, reunir a las víctimas en un abrazo y darles voz en el espacio público, usurpado por los poderes, rompió el cerco del poder y redescubrió la vida comunitaria hecha de solidaridad, de límites, de apoyo mutuo y de relaciones personales. Por último, al besar a todos, reeditó una antigua práctica de las primeras comunidades cristianas: la conspiratio, el intercambio de espíritus, a través del aliento, que simboliza la abolición de los estamentos, la reconciliación y la paz.
Ninguno de estos movimientos reformará al Estado ni al capital que está en el centro del malestar. Son, como digo, en analogía con los cristianos que partieron a los desiertos de Siria y Egipto, formas nuevas que, al mirarse en la tradición, emergen de las grietas de las instituciones modernas como preludio de lo que se gesta en medio de este nuevo desastre histórico. En esas condiciones no es posible saber, como tampoco lo sabían los Padres del Desierto, lo que estos movimientos aportarán al desmoronamiento para rehacer y preservar el mundo. Lo que, sin embargo, sabemos es que podemos mantenernos juntos, en un profundo diálogo, en un profundo apoyo y profundizando lo nuevo que emerge de nosotros al margen del Estado y de la economía, como formas pedagógicas de lo que el Estado y el capital han negado y se obstinan en continuar negando a pesar del desastre. No es otra cosa lo que esos Padres del Desierto hicieron mientras el Imperio terminaba de desmoronarse. No es otra cosa tampoco lo que en el fondo, en los márgenes que a veces ocupan el centro, hacen los nuevos movimientos antisistémicos al expresar una vida de proporción, es decir, humana. Nuestras diversas formas de caminar, nuestras distintas maneras de organizarnos y de decir, deben ser una invitación a los otros a reflexionar sobre lo que conviene hacer en determinado sitio y en determinadas circunstancias teniendo siempre en mente el bien como virtud y no como valor. Estas maneras de ser y de actuar son, como lo señalé en mi ponencia pasada, “Proporción y revolución”4, una manera no sólo de conservar el mundo que otros prepararon para nosotros, sino de hacerlo más habitable. Son los odres nuevos para el vino nuevo que se prepara por encima del horror y la desesperanza de esta crisis civilizatoria.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés. ❧