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Los místicos epitalámicos

web-saint-october-16-margaret-mary-alacoque-fr-lawrence-lew-cc Margarita María Alacoque

Para rastrear el origen del eros, del amor, habría que sumergirse en tradiciones milenarias que, como dice el poeta Javier Sicilia, celebran el misterio de la intimidad de los amantes. En este ensayo, se arrojan pistas acerca de los senderos poéticos en los que la espiritualidad y la mística han sido puentes para llegar al núcleo erótico del Otro, ese otro que es también uno mismo.


  

Los vínculos entre la experiencia mística y el eros han sido profundos en la vida de Occidente. Aunque, como lo ha mostrado Elsa Cross1 Los dos jardines. Mística y erotismo en algunos poetas mexicanos, “La Centena”, ensayo, Ediciones Sin Nombre y Conaculta, México, 2003, éstos no son exclusivos de Occidente (hay antecedentes en Sumeria, con los himnos nupciales de la diosa Inanna y el pastor Dumuzi –escritos un milenio antes del Cantar de los cantares–; en la India, con las poesías que describen los amores de Krishna con la pastora Radha y los de Shiva y Páravati o con esa espléndida mística medieval que fue Akka Mahadevi, cuya poesía, de un refinamiento erótico envidiable, concluye siempre con el estribillo: “Oh, mi Señor, tan blanco como el jazmín”), es en la tradición judeocristiana donde el eros y la mística han adquirido su expresión más profunda con lo que se llama los místicos epitalámicos, en alusión al epitalamio, composición poética que celebra el misterio de la intimidad de los amantes, el lugar del lecho, del tálamo nupcial.

Las razones son muchas. Tocaré sólo una: la revelación de Dios en Cristo como persona. Sólo donde hay un tú, una persona, puede haber eros, y sólo puede haber mística, en el sentido epitalámico, cuando lo inefable se mira y se experimenta como ese totalmente Otro que se ha revelado en las coordenadas de nuestra humanidad. De ahí el consejo que Santa Teresa daba a sus monjas: “Nunca prescindan [en el sentido literal del término] del cuerpo de Cristo”. Aquélla que se enamoró primero del cuerpo de los hombres, supo perfectamente lo que en el orden de lo espiritual significaba enamorarse del cuerpo de Cristo, que reverbera como una imagen en el cuerpo del hombre y de la mujer. En Él el espíritu se encarna y la carne se espiritualiza. De ahí también que Juan de la Cruz haya escrito el más bello poema místico-erótico de Occidente y que la mayoría de las místicas –pienso en Concepción Cabrera de Armida, en Margarita María Alacoque, por nombrar sólo algunas– se hayan expresado con el lenguaje de las grandes amantes de la historia, en un lenguaje sólo equiparable al de Eloísa en las cartas escritas a su amado Abelardo.

Juan de la Cruz

Esto no quiere decir que el eros sea la vida mística. Quiere decir, primero, que, en la medida en que la relación con lo inefable es la relación con un Otro dentro de las coordenadas psicofísicas de la vida humana, de nuestra realidad de espíritus encarnados, esa experiencia tiene resonancias eróticas; segundo, que al carecer la mística de lenguaje, el eros, que resuena en una parte de la experiencia, se vuelve un análogo de la misma que permite, a quienes no la han vivido, saber algo de su misterio.

Tanto el eros, como la mística, nos introducen en la intimidad de un otro. Habitamos en un tú que se vuelve un yo. ¿Quién soy yo en el otro, sino el otro que me habita? Vivimos en un allá que es un acá, dentro de alguien que somos y no somos. Todo ahí se transfigura, al grado que no sabemos si es gozo o dolor lo que sentimos, si soy el otro en él o el otro soy yo en mí. Salidos de nosotros y abandonados a la intimidad de ese otro, experimentamos nuestro ser: sólo tenemos sentido por el otro que entra en lo más íntimo de nuestra existencia. En esa constelación, la palabra central tal vez sería la pureza de corazón: afirmación de mi ser en el ser del otro y aparición de lo verdaderamente real: el amor donde contemplamos a Dios.

Pero sólo la experiencia mística introduce al hombre en el misterio que está en la profundidad del eros: el deseo de completud que sólo Dios puede saciar. Por ello se dice que todo erotómano es un místico que se ignora. Se ignora porque cree que el otro o la otra son Dios, y no su imagen en ellos. De ahí su insaciabilidad y su idolatría. Los místicos, en cambio, dicen: sólo Dios es el objeto y el sentido último del deseo. Cuando se ha entrado en Él ya no hay criatura que sacie. Juan de la Cruz lo dice en estos versos magníficos del Cantico espiritual: “¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?/ ¡Acaba de entregarte ya de vero,/ no quieras enviarme/ de hoy más mensajero,/ que no sabe decirme lo que quiero […] Descubre tu presencia/ y máteme tu vista y hermosura;/ mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura […]”.

El eros es apenas un atisbo del único misterio que cuenta: ser en Dios. ❧

 

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