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Libertad fatal

140068806_b8cac11154_zCafé internet en China. Fotografía de Kai Hendry
Traducción de Pedro Bonnin

Hace tiempo, la Fundación 2 de Marzo invitó al filósofo francés Alain Finkielkraut a una mesa redonda sobre los actuales sistemas de comunicación. Finkielkraut aprovechó el foro para hablar de las formas totalitarias que esos medios, que se presentan como espacios de libertad y democracia, encierran. La libertad fatal es la libertad de una opresión tiránica que nos hace creer que somos libres; es, dice Finkielkraut, el “peligro totalitario de una vigilancia omnipresente”.


Cuando escucho los eslóganes de la revolución digital, cuando miro –¿cómo hacerlo?– sus innumerables filmes publicitarios, tengo la penosa impresión de vivir en el reino de los muertos, de ser el sobreviviente un poco aturdido de un mundo sepultado, un sobreviviente de la Atlántida.

Estos eslóganes y estos filmes, extáticos e impíos, me recuerdan mi condición de vestigio, de fósil, de residuo, de reliquia, de anacronismo, de hombre de las cavernas, de dinosaurio, de noble destituido… Según ellos, soy el testimonio encarnado del Antiguo Régimen, de la comunicación anterior a la interconexión, de la vida mutilada anterior a la vida.com.

Sólo de mí depende, es cierto, formar parte de la generación Internet, ya que, precisamente, es transgeneracional. Se me pide una sola cosa: estar Ready. Pero, es cierto, me resisto, me empecino, sigo obstinadamente desconectado de las “fuerzas vivas”. Al mantenerme a distancia de las máquinas, me atrinchero, en cierto modo, en lo permitido, me aferro a mi lapicero, a mis papeles y a mis queridos amigos, los libros.

Entonces, invitándome, arrastrándome incluso, a esta mesa redonda, la Fundación 2 de Marzo me obliga a expresar mis razones y a elucidar esta tecnofobia, para retomar un instante, sólo un instante, el término forjado por los “tecnólatras”.

Así, desdeño la pantalla, pero, ¿acaso puedo querer que la máxima de este desdén se convierta en ley universal?

Ante todo, descarto la hipótesis psicológica de la pereza y aquella otra, fisiológica, del envejecimiento.

Por cierto, cuanto más avanzamos en edad, más nos cuidamos; menos flexibles, abiertos y adaptables somos. La rigidez es el triste atributo del retrógrado.

Pero hay tantos veteranos que navegan eufóricamente por el ciberespacio y que, no bien regresan de su primer viaje, ponen un celo tan tenaz en convertirnos que se necesita mucha fuerza de voluntad para no vivir conectado.

Los viejos y los jóvenes, los colegas y los niños, todo el mundo hoy en día se hace cargo del compromiso asumido por France Telecom de “hacerme amar el mundo del siglo XXI”, es decir, el mundo multimedia. Algún día quizá me falte la energía para decir “no”; la pereza entonces triunfará y me suscribiré a la lógica histórica, me dejaré llevar por la ola y, para que me dejen en paz, nadaré en el sentido de la corriente.

La segunda hipótesis me la sugiere el discurso apocalíptico que en la actualidad responde al desarrollo planetario de Internet, pues el entusiasmo por la cuarta dimensión es ciertamente mayoritario y transgeneracional, ya lo he dicho, pero no es unánime. Como lo muestran Michel Bera y Éric Mechoulan, Internet permite la creación de una base de datos en la que están “repertoriados”, clasificados y fichados los individuos, como nunca antes. Nuestra evolución en la Red corre el serio riesgo de traer aparejada una evaluación ininterrumpida, y con ella, una perpetua actualización de nuestro perfil de ciudadano o de consumidor. Así como no hay nada que escape al registro, tampoco hay nada que no sea, de una forma u otra, explotable.

Entonces, muy pronto quizá ya no exista el derecho a borrarse o a existir sin dejar rastros. Habremos conquistado todos los derechos y perdido el derecho a la discreción.

Cuantas más prótesis haya, menos vida privada y menos fuero interno tendremos. Cada uno de nuestros gestos, cada uno de nuestros pensamientos, cada uno de nuestros sueños, se inscribirán en alguna parte y, por lo tanto, serán una información, incluso una confesión. Aunque murmuremos, seremos escuchados. Un espionaje generalizado reforzará la comunicación sin fronteras y, pese a su anarquismo resplandeciente y a su hostilidad militante contra toda forma de regulación, los libres hijos de lo digital estarán atrapados en la Red.

¿Quién será entonces la Gran Araña? ¿Quién sacará provecho de este archivo sin desperdicio? Tal vez, los beneficios serán menores para los Estados que para las empresas, los grupos colosales y las multinacionales –en su mayoría estadounidenses– que poseen los satélites, los cables, y que controlan los flujos. Pero esta transferencia no es de ningún modo tranquilizadora, y además el Big Brother puede tener más de un rostro.

El ingreso en la era de la rastreabilidad universal o de la omnimemorización acredita la idea deleuziana de un reemplazo del hombre de las disciplinas por el hombre del control.

Las sociedades disciplinarias, explica Giles Deleuze en un libro intitulado Pourparlers, hacían pasar a los individuos de un medio cerrado a otro, de la familia a la escuela, de la escuela al cuartel, del cuartel a la fábrica, y estaban equipadas con máquinas energéticas. Equipada, de ahora en adelante, con máquinas informáticas, la sociedad ya no funciona por encierro sino al aire libre, por control continuo y comunicación instantánea. Peligro totalitario de una vigilancia omipresente, peligro imperialista de una colonización del hipermundo por los EU triunfantes, un nuevo poder quizás esté comenzando a instaurarse con el Internet, “esa suerte de telefonista capaz de recordar, no sólo todos los remitentes y todos los destinatarios de mensajes de todo tipo, sino también el contenido de esos mensajes”, como escriben Michel Béra y Éric Méchoulan. Sería difícil no estremecerse ante semejante perspectiva: me estremezco entonces. Pero, si quiero ser honesto, debo reconocer además que este temor no deja de ser para mí un tanto formal, por no decir virtual, y que la preocupación apocalíptica de los enemigos declarados de la vida on Une no obtiene mi total adhesión.

A las amenazas, a los inconvenientes, a las pérdidas deploradas por aquéllos que ven con malos ojos que la impetuosa avanzada de los multimedia conmueva, no sólo nuestros hábitos de consumo y nuestro entorno cotidiano, sino también nuestro comportamiento privado, profesional y, dentro de poco, político, los amigos de la Red oponen las promesas fantásticas de la nueva frontera, y creo que tienen razón. Las ventajas predominan sobre los inconvenientes; las ganancias, sobre las pérdidas; las promesas de libertad, sobre las amenazas de dominio. La utopía está a nuestras puertas, el lirismo libertario está más en sintonía con el mundo por venir que la retórica crepuscular, y eso es lo que debería darnos miedo.

Los nuevos medios ya no son de masa. Para decirlo en los términos de los iniciados, se pasa cada vez más del broadcast al pointcast, es decir, de la información común a la selección de la información.

Encontré mayores motivos de preocupación en la aurora anunciada por los amigos del Internet que en los discursos apocalípticos de sus enemigos. Pues no es hacer propaganda engañosa afirmar que el hipermedio planetario ofrece un mundo cada vez más flexible y más accesible a un individuo dotado del privilegio de la ingravidez, de la ubicuidad y de la interactividad. Es muy cierto que el usuario de las nuevas máquinas tiene, ligado a una total libertad de acceso y de elección, la posibilidad de jugar a su antojo con los datos del texto, del sonido y de la imagen, que ahora se hallan imbricados. Aquello que estaba lejos se encuentra ahora al alcance del teclado, aquello que era público ahora se privatiza, aquello que era imperativo se vuelve interactivo. La era de la estandarización mediática está clausurada, entramos a la era de la “desmesura”. Nicholas Negroponte, director del laboratorio de medios de comunicación masivos del MIT, suele decir esta frase: “La hora de la gran escucha es mi hora de escucha”. Los nuevos medios ya no son de masa. Para decirlo en los términos de los iniciados, se pasa cada vez más del broadcast al pointcast, es decir, de la información común a la selección de la información. Por cierto, no todo es perfecto aún: hay incidentes, tanteos, embotellamientos, retrasos en la Web, la circulación no siempre es fluida, pero como dice Jean-Marie Guehenno, un poco de paciencia basta para que el entorno informático, como un viejo zapato que ha tomado la forma del pie que lo calza, adquiera los gustos y las costumbres de cada internauta. El perfeccionamiento de los motores de búsqueda evitará las malas sorpresas y los encuentros molestos: “donde quiero, cuando quiero, si quiero…” Ésa es la alegre divisa de los navegantes de lo virtual. Y muy pronto también será su realidad. Pero, ¿qué sucederá entonces con el resto, con lo que resiste, con lo que desconcierta? ¿Qué sucederá con la exterioridad? ¿Qué sucederá con el noyo? ¿En qué se convertirá el mundo si el mundo es mi mundo?

La sumisión de la realidad a las representaciones y a los dictados de la voluntad no es una libertad ilusoria sino una libertad fatal, porque nos priva de lo que se nos escapa y nos despoja de lo inapropiable. Esta idea de libertad fatal me ha sido sugerida, no por un filósofo, sino por un cineasta: Fellini, muerto demasiado pronto como para pensar el Internet, pero que ha descrito mejor que nadie el traspaso de poderes del cine a la televisión.

Escribe lo siguiente:

Pienso que el cine ha perdido su autoridad, su misterio, su prestigio, su magia. Esa pantalla gigantesca que domina una sala amorosamente reunida frente a ella, llena de pequeñísimos hombres que miran rostros inmensos, labios inmensos, ojos inmensos, que viven y respiran en una dimensión inalcanzable, fantástica y real a la vez, como la del sueño, esa pantalla grande y mágica ya no fascina: hemos aprendido a dominarla, somos más grandes que ella. Vean en qué la hemos convertido: en una maceta de flores. Algunas veces, se la ubica incluso en la cocina, cerca de la nevera. Se ha convertido en un electrodoméstico, y nosotros, en nuestro sillón, control remoto en mano, ejercemos sobre estas pequeñas imágenes un poder total, enseñándonos contra lo que nos resulta ajeno o aburrido. En una sala de cine, aun cuando la película no nos gustara demasiado, la timidez que nos inspiraba la pantalla grande nos obligaba a permanecer en nuestro lugar hasta el final, aunque sólo fuera por una coherencia de orden económico: habíamos pagado nuestra entrada. Pero ahora, por una suerte de venganza rencorosa, no bien aquello que estamos viendo comienza a exigir una atención que no tenemos en absoluto ganas de darle, apretamos un botón y reducimos al silencio a quien sea, borramos las imágenes que no nos interesan, somos los amos; ¡qué aburrido este Bergman! ¿Quién dijo que Buñuel es un gran director? ¡Salgan de esta casa, quiero ver el fútbol o las variedades! Así nació un espectador tirano, un déspota absoluto que hace lo que quiere y que día a día está más convencido de que el cineasta es él, o al menos el que muestra las imágenes que está viendo.

Esta reflexión sobre el traspaso de los poderes entre el cine y la televisión sitúa a Fellini en las antípodas de Brecht y de su célebre Verfremdungseffekt, ese efecto de extrañeza, de alejamiento o, como también suele decirse, de distanciamiento que preconizaba contra el efecto hipnótico del teatro tradicional: más que hechizar a los espectadores y sumirlos en un estado extraño, Brecht quería desfascinarlos. No soportaba que los hijos de la era científica pudieran quedar boquiabiertos. En cambio, aquello que no soportaba Fellini es que las prótesis de la era científica suprimieran implacablemente esta posibilidad, y que permitieran a cada uno castigar la superioridad, vengarse de lo elevado. Del cine a la televisión, lo que cae es la alineación. Embriagado de poder, el espectador se convierte simultáneamente en esclavo de su voluntad, en el rehén de su propio poder discrecional. Encerrado en su demanda, librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo, el hombre del control remoto no está condenado a ser libre: está condenado a sí mismo por su fatal libertad. Nada está prohibido para él, salvo quizá quedar él mismo inhibido o desconcertado. Y esta condena se agrava: al poder de hacer zapping y de interrumpir agrego ahora el de navegar, “cliquear” e intervenir.

Niño en un café internet de Bulgaria. Fotografía de Uros Velickovic

Ahora bien, es precisamente, siglo XXI obliga, este déspota febril, este individuo soberano e inalienable, el que, con el Internet hace su entrada inexorable en la escuela: todos los días, nuestros periódicos evocan la llegada de nuevas tecnologías a los institutos, a las secundarias, a las primarias, y las extraordinarias mutaciones que las innovaciones traen aparejadas.

En efecto, esta invasión es irresistible, porque la voluntad de modernización se conjuga, en este caso, con la preocupación republicana de no cerrarle las puertas de la nueva ciudad a nadie. ¿Acaso no es una buena acción reducir, e incluso absorber, la fractura digital (el digital divide) y crear una sociedad de información para todos, poniendo a todas las clases de todas las escuelas on Une? Es posible.

Pero mejor acción sería preguntarse (antes de cometer lo irreparable y de acabar desde la escuela –o mejor dicho: por la escuela– con la “infopobreza”): ¿qué es un infórico?

Una primera respuesta a esta pregunta nos la brinda el periodista Michel Alberganti, en un libro intitulado: Á l´écóle des robots, l´informatique, l´école et vos enfants (En la escuela de los robots, la computación, la escuela y sus hijos).

Alberganti opone el siglo XIX, al cual todavía pertenecemos, al siglo XXI que nos está librando de aquél.

La escuela del siglo XIX tiene dos modelos: la cárcel y la Iglesia.

Primer modelo: la cárcel: “La escuela, cárcel en la que los alumnos aprenden en aulas-celdas, dirigidas por profesores, guardianes exclusivos de los conocimientos autorizados”.

Es una imagen caricaturesca, concede de inmediato Alberganti, pero añade que describe con bastante precisión el marco general del sistema educativo tradicional. Esto nos remite a las sociedades disciplinarias de las que hablaba Giles Deleuze.

Segundo modelo: la Iglesia: “La enseñanza predicadora del siglo XIX requería una escucha religiosa por parte de los niños”.

Las características mayores del siglo XXI son, por el contrario, la apertura y la interactividad. Apertura: el “Internet conecta a cada uno con la permanente efervescencia de las ideas y la complejidad de la vida real; los profesores ya no son las únicas fuentes de información”.

El docente mentor debe, entonces, suceder al docente predicador.

Interactividad: “Ha llegado a su fin el sermón unidireccional”, observa Alberganti. De hecho, ya nada es unidireccional, ni siquiera –y menos aún– lo escrito.

Un interesante capítulo de la obra Á l´écóle des robots lleva el título, de manera prospectiva: “25 de noviembre de 2012, Proyecto Rimbaud”. El autor da un plazo de diez años para que la técnica y la renovación de las generaciones permitan terminar de una vez por todas con el siglo XIX (que, según él, ha penetrado en el siglo XX hasta engullirlo por completo).

El Proyecto Rimbaud es un trabajo colectivo y multinacional. Tres establecimientos participan en él: los colegios de Courbevoie y de Charleville, y el Centro Cultural Francés en Yemen. El proyecto debe conducir a la creación en común de un DVD sobre la obra del poeta y su temeraria vida.

Un agente pedagógico virtual, bautizado Verlaine, coordina las contribuciones de los alumnos y las intervenciones de los tres profesores: docentes digitales liberan a los docentes humanos de sus tareas más repetitivas. Verlaine y los tres educadores de carne y hueso trabajan, me atrevo a decir, tomados de la mano…

Las tareas están repartidas: en Charleville y en Courbevoie, se llevan a cabo investigaciones sobre el recorrido del poeta en Francia (evocación del París de 1870 con una cámara de video digital) hasta Aden; se interesan, por supuesto, en la saga africana del poeta. Las tres clases trabajan además en Le dormeur du val. “Este soneto denunciaba la crueldad de los combates de manera sorprendentemente moderna”, escribe Michel Alberganti. “Más allá del análisis de la construcción del poema, los alumnos, que tienen la edad del poeta, intentaron escribir nuevas versiones a partir de sus propios sentimientos sobre la muerte violenta de adolescentes”.

Con todos estos maravillosos instrumentos, con todas estas técnicas futuristas, ¿nuestros alumnos llegarán a ser mejores lectores de Rimbaud, atentos a lo que tiene de único y, quizá, de inactual? No, por supuesto, pues para ello deberían inmovilizarse, desconectarse, apartarse de sus costumbres y de sus sumisiones, no ponerse en red.

Un poema es un poema, y sólo es posible descubrirlo, volver a él, aprenderlo, explicarlo, sobre una hoja impresa. Las palabras del poema necesitan un domicilio fijo, un lugar donde se las deje tranquilas. Ese lugar es el libro.

La pantalla cumple una función completamente distinta. El alumno internauta ya no es un lector, sino un cronista del pasado, un colector de información, un periodista en la Historia. Y también es un creador, un joven estimulado por otro joven –Arthur– para poner en palabras su rebelión contra la sociedad, contra la policía, contra el racismo.

No hace falta Internet para leer. Internet sirve, en cambio, para ahogar al libro. Internet es necesario para poner las palabras en movimiento, para hacerlas volar, para acabar con el scriptamanent. Es necesario Internet para pasar del autor y de la consideración que le debemos a la comunicación exuberante y al derecho de ser autor, que ahora se le reconoce a todo el mundo. Es necesario el Internet para disolver toda sacralidad, toda alteridad, toda trascendencia en la información y en la interacción. Es necesario Internet para pasar de la obra a lo que, en los años setenta, se llamaba, con mayúscula rebelde, “el Texto”.

“La obra –escribía Barthes en 1971– está comprometida en un proceso de filiación: el autor es reputado como Padre y propietario de su obra; la ciencia literaria enseña, pues, a respetar el manuscrito y las intenciones declaradas del autor con su obra”. Es el derecho de autor, reciente, a decir verdad, puesto que no fue realmente legalizado hasta la Revolución. El texto, prosigue Barthes, se lee sin la inscripción del Padre. La metáfora del Texto se despega aquí, una vez más, de la metáfora de la obra. La obra remite a la imagen de un organismo; la metáfora del texto es la de la red; si el texto se extiende, es por efecto de una combinatoria; no se le debe ningún respeto vital. Puede ser roto. “[…] El texto puede leerse sin la garantía de su Padre: la restitución del intertexto elimina, paradójicamente, la herencia”.

Se trata, pues, de dos mundos radicalmente opuestos: la obra y el Texto.

En el mundo de la obra, el lector tiene que rendir cuentas; en el mundo de la obra, el autor es dador de sentido; el Texto es el espacio en el que ningún lenguaje tiene dominio sobre otro. La obra pertenece a la tierra, el Texto al océano. La obra es consistente, el Texto es dúctil. La obra se distingue, se desprende, se desmarca de todo lo que ella no es; el Texto no tiene límite asignable. Hay un Otro de la obra; todo es texto y ningún texto puede cerrarse sobre sí mismo. La obra obliga; el Texto está a disposición. La obra mantiene a los hombres bajo el régimen de la deuda. Al destituir la verdad en provecho de la pluralidad de códigos, de entradas, de recorridos, de redes, de combinatorias, el Texto se convierte en la Obra abierta y ofrecida a hombres flotantes, desafiliados.

Café internet en Quintana Roo, México

 

“Es aterrador pensar –escribe Péguy, hombre de la deuda– que tenemos plena libertad, que tenemos el derecho exorbitante, que tenemos el derecho de hacer una mala lectura de la obra. ¡Qué riesgo aterrador, qué aventura aterradora y, sobre todo, qué aterradora responsabilidad!”.

Contra ese derecho exorbitante, Occidente había hecho de la lectura un acto sagrado. Ahora bien, como escribió George Steiner, “un encuentro civil, casi contrario, entre una persona privada y uno de esos ‘huéspedes de calidad’, cuya entrada en las moradas mortales evoca Hölderlin en su himno “Como en un día de fiesta”. En el fondo, se trataba de responder a la preocupación expresada por Platón en el Fedro, y de mostrar que una obra escrita podía ser respetada, comprendida, leída, defendida contra la injuria, la desenvoltura o la destrucción, incluso en ausencia de su Padre.

Orgullosamente parricida, la teoría de los años setenta da la razón a Platón y a sus sombríos pronósticos sobre el destino de la escritura. Que su Padre ya no esté allí para asistir al discurso escrito y sacarlo de apuros está muy bien, dice ahora la teoría; que a propósito de él se alcen voces discordantes es perfecto; la pluralidad de lecturas constituye la verdad de la escritura, está realizada su vocación yendo de derecha a izquierda…

Este parricidio teórico tuvo su prolongación técnica con la informatización del mundo. El intertexto se convirtió en Internet; y los ciudadanos del ciberespacio celebran como una victoria de la igualdad la liquefacción del autor:

“El autor no desaparece, por supuesto –escribe Mona Chollet, periodista de Charlie- Hebdo–, pero abandona el pedestal sobre el que el predominio de los soportes estadísticos (libros, discos) había permitido que se le situara. Su discurso puede ser modificado en permanencia, completado, incluso, si no se trata de ficción, cuestionado, refutado […] La recombinación permanente pone en evidencia la relatividad y la precariedad de todo saber. En internet, el autor se acerca al hombre común, y el hombre común se acerca al autor”.

El hombre, en su teclado, ha saldado sus deudas: sólo conoce sus derechos. Amigable coparticipe del sentido, y ya no pasivo destinatario, es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano. Con el uso “ciudadano” del Internet, los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del Big Brother o de los mercaderes del templo.

Pero esta fluidez tiene su contraparte.

Hay algo mezquino y detestable en la utopía de este Waterworld digital. Lo que se pierde con el poder de interacción y de intervención ganado sobre el autor es la posibilidad de escapar a sí mismo confiando en alguien.

Marthe Robert cita en La tyrannie de Imprimé (La tiranía de lo impreso).

Esta frase de un rabino del Talmud: “Lo más importante es transformar nuestro espejo en una ventana sobre la vida”.

Por nuestra parte, hemos transformado nuestras ventanas; y a esas pantallas, nuestro derecho a la manipulación ilimitada las está convirtiendo inexorablemente en espejos.

Es cierto que, como señalaba hace tiempo Deleuze, carecemos de resistencia al presente. Pero por resistencia entendía –y con él el conjunto del pensamiento crítico– la resistencia democrática al poder, al control, a las diversas formas de dominio. No imaginaba que debíamos resistir al todo democrático de la técnica desenfrenada. Menos perspicaz o menos sensible que Fellini, no imaginaba la coyuntura de una libertad fatal.

Sin embargo, estamos en ella, y “los libres hijos del saber digital” no dudan, cuando atacan el derecho moral del autor o a la lectura, en el sentido de Péguy, en reivindicarse como grandes contestatarios. En otros términos, si resistimos tan mal o tan poco, si ni siquiera sabemos defender la dignidad de lo que ha perdido la partida, no es culpa –¡Dios lo sabe¡– de las teorías contestatarias; se debe a que, escandalizado por la autoridad, obnubilado por el yugo que aún domina nuestras impacientes subjetividades, obsesionado por la dictadura de los medios, del Estado, de los EU o del mercado, el pensamiento crítico no tiene ojos para los individuos extraviados ni para los reyezuelos ciudadanos que la técnica produce. ❧

 

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Alain Finkielkraut
Alain Finkielkraut
Profesor de la École Nationale Polytechnique. Entre sus obras destacan: La sabiduría del amor, El presente de lo imperfecto, El porvenir de una negación, Nosotros, los modernos.
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