En la octava edición de Voz de la tribu confrontamos las ideas de dos grandes pensadores de la educación del siglo XX, Paulo Freire e Iván Illich. René Santoveña retoma la reflexión que comenzó en dicho número y, con los planteamientos del segundo y el pensamiento zapatista, presenta una crítica al sistema tradicional educativo.
Todos somos hijos de nuestro tiempo y, como tales, nos resulta bien difícil imaginar un tipo de producción posindustrial, y por lo mismo, humana.
IVÁN ILLICH, La convivencialidad
CUANDO UNA JOVEN MUJER u hombre que acaba de concluir su bachillerato ingresa a la universidad, lo hace desde la vejez. Carga con los prejuicios familiares y las certidumbres de la sociedad respecto al orden de todo. Lleva a cuestas, por lo menos, entre 13 y 15 años de escolarización forzada, lo cual ha apagado su corazón y obstruido su imaginación.
Hace tres años, en una conferencia, señalaba qué debimos haber pensado y realizado para que quienes ingresan a la universidad no lo hagan con las condiciones habituales. Los “buenos” estudiantes –valga la categoría– son la excepción. Una porción importante de ellos llega así, pese al sistema escolar del cual egresaron; no fue absorbida por lo que pudiéramos llamar el “síndrome de la escolarización”, figura con la cual quiero referirme a un pernicioso fenómeno ocurrido en la mayoría de las escuelas. Aunque puede iniciar tenuemente en el nivel preescolar, es en la primaria donde se establece y alcanza pleno arraigo en la secundaria. En dicho proceso, el niño que ingresa al aula se ve obligado a dejar de ser él mismo para que sea suplantado por una impostura, que se ha visto desprovista de su alegría, emociones y sentimientos. En esas circunstancias, ese alumno es llevado a niveles de pasividad cognitiva pronunciada, en la que impera una dócil recepción de instrucciones y discursos carentes de referentes y significados plenos. Como sabemos, la tónica predominante consiste en escuchar-memorizar-repetir, dentro de una atmósfera aburrida y casi hipnótica, cuyo propósito va encaminado a obtener una calificación aprobatoria, con lo cual se cierra un circuito que trivializa una actividad que pudo haber sido un conjunto de experiencias excitantes y verdaderamente formadoras. Configurado así el espacio que debió haber sido educativo, provoca que el ser humano termine por vivir con disgusto todo aquello que implique el escenario escolar. Por eso el “recreo” es una verdadera liberación. Representa una pausa en la que el estudiante recupera todo lo que hay de niño en él. Volver al salón de clases significa regresar a un sitio en el que lo más motivador es saber que pronto concluirá esa jornada a la que ya se ha habituado.
…El nivel superior es el eslabón final de un maratón de adiestramiento orientado a obtener una licencia, es decir, el título, con cuya ayuda buscará conseguir ingresos monetarios como profesionista, inhabilitando al prójimo.
Por su parte, los docentes reciben la encomienda de jugar el papel que el modelo les asigna. Con poco margen de maniobra, en muchos casos van perdiendo la pasión original y asumen como natural tener que establecer el orden y la disciplina dentro del aula, espacio en el que transmiten información, esperando que sea repetida por quienes la reciben. Reproducido el esquema todos los días durante los seis años de la primaria y, de un modo análogo, los tres que le siguen en la secundaria, terminan por forjar una imagen en los niños y adolescentes respecto a la escuela que, paradójicamente, resulta contraproducente para toda labor educativa en la que la idea propia de la escuela se encuentre asociada. Se acude al salón de clases, en la mayoría de los casos, por obligación. Ante la falta de genuina disposición para asistir al escenario escolar será necesario invocar el sentido de la obediencia (y con ello ser considerado “buen alumno”), con el fin de perpetuar el ritual asimilado. Lo que se ha conseguido en tan largo trayecto es constituir una actitud que es ajena o refractaria a la posibilidad de que se generen experiencias de aprendizaje, justo en el espacio que pretendidamente se había preparado para alcanzar tal propósito. El “síndrome de la escolarización” es el resultado de ese proceso, en el que se ha interiorizado en el sujeto un modo-de-ser-escolar. Con ese “uniforme” se va al bachillerato, y al igual que antes, la falta de motivación por los contenidos que se les enseña predomina en quienes hacen acto de presencia. Ese modo-de-ser-escolar, que es la respuesta adaptativa que el joven emplea cuando entra a clases, es lo que le permite transitar por dicho nivel educativo, egresando “listo” para incorporarse a la universidad.
No obstante lo expuesto, puede ocurrir en algunos casos que, por efecto de los conflictos existenciales que se manifiestan en la crisis de identidad, experimentados en su adolescencia, un grupo de jóvenes comienza a cuestionar no sólo el sentido de la vida, sino también un conjunto de fenómenos y situaciones presentes en su entorno, que los lleva a sentirse insatisfechos por el orden social imperante y creer que todo sería distinto si se partiera de bases diferentes de las que han provocado las injusticias y desigualdades que los rodean. Estar en desacuerdo con lo establecido y el discurso que lo justifica genera en ese grupo de estudiantes una conciencia crítica (en el mejor de los casos), con ayuda de la cual el “síndrome de la escolarización” parece desvanecerse y ese modo-de-ser-escolar es reemplazado por otro que, cuando restituye la totalidad que integra a sus seres, los hace capaces de apropiarse de problemáticas y temas que viven como suyos1.
Lo cierto es que el currículum oculto que proyecta el sistema escolar corre por las venas y es transpirado por la mayoría de quienes cursan una “carrera”. En efecto, el nivel superior es el eslabón final de un maratón de adiestramiento orientado a obtener una licencia, es decir, el título, con cuya ayuda buscará conseguir ingresos monetarios como profesionista, inhabilitando al prójimo.
El sistema escolar, articulado de manera eficiente al resto de las instituciones que integran la sociedad, con el respaldo de leyes y reglamentos que lo justifican, cumple con el cometido de manufacturar a hombres y mujeres que terminarán por asimilar que sus necesidades (la mayor parte de las cuales les fueron impuestas) sólo pueden satisfacerse por vía del consumo de bienes y mercancías, por servicios profesionales y por programas institucionales. Demostrada de ese modo su plena incapacidad para resolver sus problemas por sí mismos y con autonomía, o a través de lazos convivenciales y comunitarios, las mujeres y hombres pierden progresivamente sus capacidades y quedan a merced del mercado, sin darse cuenta de que las condiciones que lo hacen posible es el “trabajo fantasma” que éstos llevan a cabo.
Reducidas sus capacidades autónomas a esa tendencia, el espacio político construido por las instituciones hace propicio que los malestares y frustraciones de los ciudadanos queden confinados a lo que sus representantes políticos puedan hacer por ellos. Los sueños y esperanzas por remediar los males que los aquejan se verán renovados, de manera supersticiosa, en cada periodo electoral.
El conjunto de planteamientos formulados por Iván Illich y colaboradores en la época del Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) hizo posible un desmantelamiento de las certidumbres más arraigadas en los seres humanos que tuvieron acceso a ellos. Parecía entonces que esa crítica demoledora a la modernidad proveía de pautas con cuya ayuda se podría enderezar una complicadísima trama de resistencias y rutas alternativas a la locura. Illich fue capaz de ver el papel crucial que han jugado las herramientas en el espacio humano. En principio, éstas le sirven, y luego, paulatinamente, los seres humanos terminan por servirles a ellas. Tiempo después este arqueólogo de las certidumbres advierte que las herramientas tienen historicidad, que reemplazaron al organón griego a partir del siglo XII y que tuvieron preponderancia y predominio durante ocho siglos. Es capaz de observar esto porque, afirma, un cambio de época ha ocurrido; presenciamos una mutación histórica que, entre otras cuestiones, ha desplazado a la herramienta, emergiendo ahora el sistema como condición de la existencia.
Los planteamientos esperanzadores elaborados en la “La convivencialidad” han perdido vigencia; sus condiciones de posibilidad han desaparecido y, con ello, el “optimismo” dejó de tener sentido. Nos encontramos en el interior de una crisis que pone fin a un ciclo de ocho siglos. Lo que en origen había sido la exposición de un aparato crítico lúcido y agudo, derivado de decepciones sucesivas respecto a instituciones constitutivas de la sociedad industrial avanzada, fue confeccionado desde la óptica de un periodo. Pasados los años, al valorarse de manera retrospectiva se le considera propio para tal momento, pero ha dejado de ser verosímil, con lo cual termina por convertirse, en cierto sentido, en una nueva decepción.
¿Nos encontramos en un callejón sin salida?
Illich expresó que le debía a Everett Reimer el interés que tuvo por la educación pública. Décadas después refiere que la chispa inicial que tuvo en torno a la historicidad de las herramientas se la debe a Carl Mitcham.
La pregunta ahora es si nosotros no tendremos a la vista una nueva pista para escapar de la pesadilla y reconstruir las posibilidades de una vida verdaderamente humana, justa y equitativa.
Me parece que hay distintos proyectos y esfuerzos en el planeta. Muy cerca de nosotros tenemos un ejemplo. El año pasado el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) convocó a un semillero. En el prólogo, el subcomandante Galeano nos dice:
Quienes estábamos en la reunión, nos quedamos viendo a la viga central de la choza, tal vez valorando si todavía se sostendría firme y de una sola pieza, o tal vez pensando “pero qué tal que no”, y entonces mejor tomar una posición cerca de la puerta, listos para salir.
“Si la viga cruje, es que tal vez se va a quebrar”, había dicho quien tenía la palabra en ese momento.
Antes nos había llevado a imaginar: “Hagan de cuenta que el sistema es como esta construcción. Y está hecha de por sí para vivir. Pero sobre el techo de la casa se ha construido un cuarto muy grande y pesado, y dentro de él hombres y mujeres celebran su riqueza”.
No necesitaba decirlo, pero como quiera advirtió que el peso era demasiado para la viga central. La casa no se había construido para soportar muchas cosas arriba, y ese templete donde todas y todos se disputaban la silla principal era pesado, muy pesado, demasiado. Así que era de esperar que la viga protestara.
“¿Qué hacemos?”, preguntó, demandando el pensamiento colectivo.
Pensamos en las opciones: reforzar la viga; apuntalar aquí y allá, se dijo, podría aliviar un poco el peso, pero eso reduciría el espacio y, con refuerzo y refuerzo, la casa acabaría por convertirse en un laberinto de sostenes y remiendos, inútil ya para pasar la noche, cocinar, comer, resguardarse de la lluvia, el sol, hospedar el oído y la palabra, la fiesta y el reposo de los cuerpos.
La casa ya no sería una casa. Es decir, en lugar de una vivienda se convertiría en algo cuyo único propósito sería sostener lo de arriba. Sería una estructura más. Y quienes en ella vivan lo harán con el único propósito de mantener arriba a los de arriba. Primero trabajando para arreglar y reforzar, luego convirtiendo su propio cuerpo en un parte más de la estructura.
Un absurdo: una vivienda que no sirve para vivir.
Claro, lo lógico hubiera sido que quienes diseñaron la vivienda, hubieran visto la manera de reforzar la parte baja antes de agregar peso arriba. Pero no. En el frenesí de lo inmediato, se agregaron más y más cosas, las más eran inútiles y ostentosas. Pero llegó un momento en que los de arriba se olvidaron de que eran sostenidos por los de abajo. Es más, llegaron a afirmar que los de abajo existían gracias a la misericordia y bondad de los de arriba, y que eran los de arriba quienes sostenían a los de abajo.
Sí, los de arriba eran menos, pero sus cosas pesaban mucho.
Si se hubiera razonado un poco, a cada nuevo paso se hubiera agregado un refuerzo abajo. Pero no sólo no se había hecho eso: en su afán por acumular más y más arriba, estaba desmantelado lo que era la base principal de la construcción.
Y, por si no fuera suficiente, todas las vigas, especialmente la principal, estaban corroídas.
Sí, porque quienes debían encargarse de administrar el mantenimiento de la construcción se habían dedicado a robarse partes de la estructura, además se habían quedado con la paga que debía dedicarse al mantenimiento de las vigas.
Mención especial merecen esta personas que dicen ser quienes administran la casa. El principal problema es ése: administran lo que ya está. Pero no sólo eso, sino también se dedican a saquear partes de la estructura del edificio. Y no deja de ser tragicómico que se disputen entre ellos la jefatura en el robo. Por eso acuden, cada tanto tiempo, a pedirles a los de abajo que los mencionen, que les aplaudan, que los voten. Con zalamerías y regalos quieren comprar la voluntad de quienes abajo viven. Y la paga la sacan de los de abajo. Ya acomodados, no hacen sino dar discursos y robar pedazos de paredes, muebles y hasta del piso. Además, ven que se agregue más y más peso al techo. En resumen: su trabajo esencial es debilitar lo de abajo y reforzar lo de arriba.
Conclusión: es muy probable que la casa se derrumbe. Mal para los de arriba, peor para los de abajo.
¿Para qué mantener una casa que ya no es una casa?
Sí, el pensamiento colectivo pasó de buscar la forma de mantener en pie la choza al cuestionamiento de su existencia.
Claro, no fue de inmediato. El tránsito empezó cuando alguien preguntó: “Bueno, ¿y eso de arriba, cómo es que está arriba, o para qué, cuál es su trabajo?”
Y alguien más completó: “Y ésos que dicen que su trabajo es administrar la construcción y que no lo hacen, ¿para qué están allá arriba?”
Y el remate: “Bueno, ya que estamos en la preguntadera, ¿para qué sirve una casa así?”
“Si en lugar de pensar cómo le hacemos para que los de arriba no caigan encima de los de abajo, pensáramos en hacer otra casa, pues entonces es diferente cómo nos organizamos, cómo trabajamos, cómo vivimos”.
En ese momento la viga crujió. Fue muy quedo, sí, pero el silencio que se hizo entonces fue suficiente para escucharla con nitidez2.
Esta fascinante alegoría que hunde su exposición en el más raro de nuestros sentidos, es decir, el “sentido común”, parece apuntar quizá no tanto a una “pista”, sino, probablemente, a la renovación de ese espíritu convivial que busca compartir y dialogar. Tras enunciar los preludios de un eventual debate en torno a la gravedad de lo que se avecina, el Sub Galeano continúa su narración:
Antes de la respuesta a la pregunta sobre qué se ve, viene otra pregunta: “¿quién es quien mira?”
Así fue como construimos el “método” de nuestra participación en el semillero. No sólo alertamos sobre lo que se mira en el horizonte. También tratamos de dar cuenta de la mirada que somos.
Y entonces vimos que es importante la historia, es decir, cómo era antes, qué es lo que sigue igual, qué es lo que cambió. O sea, la genealogía.
Y para explicar la genealogía, tanto de lo que somos como de lo que vemos, necesitamos conceptos, teorías, ciencias.
Y para saber si esos conceptos son útiles, es decir, si dan cuenta cabal de esa historia, es que necesitamos el pensamiento crítico.
[…] Pero el pensamiento crítico puede ir más allá. Por ejemplo, señalando la falta de conceptos en tal o cual caracterización. Es decir, la falta de teoría. Si un análisis no está sustentado en una teoría articulada, capaz de salir airosa de una confrontación con la realidad, entonces, ¿de dónde viene ese análisis?, ¿de qué fuentes abreva?, ¿quién es quien mira así?
Si en lugar de conceptos se usan calificativos, poco o nada se habrá entendido. Y nada podrá hacerse frente a la realidad, como sea padecerla. O, bueno, también pueden construirse sistemas filosóficos enteros, o “nuevas ciencias”, o tuits (aunque estos últimos tienen, sobre los otros dos, la ventaja de que son breves).
Y no sólo eso es valedero para dar cuenta de nuestra historia, de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que queremos ser, sino también para explicar la realidad que no nos es más inmediata en calendario y geografía.
Esto que señalamos lo tratamos de hacer en nuestra mirada hacia dentro y hacia fuera. Ahí nos damos cuenta de que necesitamos conceptos científicos para explicarnos lo que somos, y para explicar nuestra mirada.
Conceptos básicos para entender el sistema capitalista y el atropellado andar de la historia.
Así que no sólo no sobran, sino que también son imprescindibles: uno o varios telescopios orbitales, algunos buenos largavistas, tantos microscopios como geografías y periscopios inversos para estudiar las raíces.
Frente a la realidad pueden tomarse varias y distintas posiciones, dar explicaciones u opiniones.
Nuestro esfuerzo colectivo es para explicar, para entender, para conocer, para transformar la realidad.
Haciendo un balance inicial vemos que otras miradas coinciden con la nuestra en lo fundamental: se viene una tormenta3.
México vive ya esa tormenta. Se expresa en los miles de muertos, desaparecidos y desplazados de los últimos diez años. Las tragedias de Ayotzinapa, Tlatlaya, Apatzingán, Tanhuato, Nochixtlán y tantas otras dan cuenta de ello.
En lo que concierne, de manera más específica, al ámbito de las universidades, el neoliberalismo depredador se encuentra en vías de desaparecerlas. Varios síntomas lo atestiguan:
• Si la idea del “perfil de egreso” suponía ya una camisa de fuerza a la cual había que ceñirse para cursar una carrera, el advenimiento de la era de las “competencias” trae consigo la impronta del mercado y su correlato consumista (lo cual implica, además, la imputación de necesidades a diestra y siniestra).
• La era digital y la realidad virtual irán desplazando a los recintos universitarios.
• La absorción paulatina de las universidades por las empresas las irá invisibilizando.
• La certificación de saberes ligados al comercio y la mercadotecnia pronto las harán injustificables.
• Prescindir de los saberes humanísticos, históricos y de orden conceptual las irán deformando progresivamente.
Si alguna perspectiva de sobrevivencia cabe esperar como posibilidad de resistencia y renovación de las universidades, ésta estaría ubicada, precisamente, en lo que da título a esta mesa, es decir, la universidad como un proyecto para reconstruir el espacio político.
Para conseguirlo será necesario emprender una lucha para alcanzar la autonomía política y financiera plena no sólo para las universidades, sino también para el espacio educativo en conjunto, en el que los contextos regionales y las especificidades locales recobren el valor que debieron haber tenido.
Habría que tener muy en claro que una cosa es el derecho universal a “recibir educación” y otra muy distinta el que la escuela sea obligatoria. Una línea de trabajo fundamental, me parece, sería la formulada por Boaventura de Sousa Santos, en el sentido de hacer posible un flujo que invierta, de manera complementaria, de afuera hacia adentro, la llamada extensión universitaria.
La construcción de un espacio político deberá impulsar una línea crítica orientada a desmantelar todas las certidumbres, dispositivos, regulaciones y estructuras que constituyen a nuestras sociedades.
Por último, y no menos importante, el precepto formulado por Michel de Montaigne hace seis siglos, retomado por Edgar Morin, que indica: vale más una cabeza bien puesta que una repleta. Debiera quedar como telón de fondo.
La renovación de las universidades implicaría la desaparición de títulos y currícula para convertirse en espacios propicios para la reflexión y la formulación de proyectos de vida, considerando la heurística de la “ciencia por el hombre”, que restituya a las comunidades y los ambientes conviviales, como un posible sendero para que sea construido interculturalmente.❧