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La simulación de la democracia

Con ese título se publicó recientemente un libro de Clemente Valdés que parece indispensable para aquilatar seriamente el significado de los rituales electorales. Escrito con un lenguaje sencillo y accesible –uno de sus mayores méritos–, el texto realiza en un centenar de páginas un inmenso recorrido teórico e histórico para desafiar a algunas de las vacas más sagradas que se adoran en la sociedad contemporánea. Demuestra, de manera eficaz, la manera en que el régimen de representación convierte a los “ciudadanos” en súbditos y esclavos. Al seleccionar algunos fragmentos de los capítulos cuarto y quinto de esta obra notable, queremos despertar el apetito del lector, quien también puede consultar otros dos libros de Valdés que complementan lo que aquí se presenta: La invención del Estado y La Constitución como instrumento de dominio, todos publicados por Ediciones Coyoacán.


LOS REPRESENTANTES FICTICIOS
DE UNA NACIÓN IMAGINARIA

La representación política

LA MAYORÍA DE LOS sistemas de gobierno que se ostentan como democracias, presentan, como base de su legitimidad, una argumentación muy conocida que, con diferentes matices, podría sintetizarse así: ante las dificultades o la imposibilidad de la democracia directa, la única democracia viable es una democracia representativa en la que el pueblo ejerza su poder supremo por conducto de representantes nombrados por los ciudadanos. Los “representantes” serían, así, simplemente los empleados (servidores públicos, dicen algunas constituciones) nombrados y dependientes de la población, a través de los cuales el pueblo elabora las leyes y, en los sistemas parlamentarios, conduce su propio gobierno.

[…] En la práctica, la representación distorsionada se ha convertido en la vía más fácil para dominar a la sociedad y evitar la democracia. Esto se hace… presentando, primero, la imposibilidad de la democracia directa en la elaboración de las leyes, en la reglamentación de esas leyes y en los innumerables actos de gobierno en las grandes organizaciones políticas modernas y, al mismo tiempo, ofreciendo algo que parece muy razonable: la elección de representantes de la población para que lleven a cabo las funciones que los ciudadanos les encomiendan. Pero, y aquí reside la trampa, muy pronto se ve que, contra lo que pensaría cualquier persona de mediana inteligencia, en muchos países que viven bajo el dominio de las oligarquías, en lo que se llama la representación democrática, los individuos a quienes los ciudadanos de los distintos poblados y distritos creen que eligen como sus representantes, según las leyes y la doctrina no representan ni a los ciudadanos que participan en las elecciones, ni a los habitantes de esos distritos, ni tampoco a la población total del país, y por lo tanto, difícilmente los ciudadanos pueden encomendarles nada a esos individuos, ni éstos tienen obligación alguna para con los ciudadanos ni con los habitantes del país.

A continuación, para asegurar la dominación sobre los habitantes y que su poder no dependa de éstos, los individuos designados establecen en las constituciones y en las leyes que los representantes no tienen por qué recibir órdenes de quienes los eligieron, en lo que se conoce como la prohibición del mandato imperativo, y establecen además una de esas cosas a las que les llaman principios, según el cual ni ellos ni los demás gobernantes pueden ser destituidos por los electores o por los ciudadanos en general, pues el “principio” dice que no existe la revocación del mandato.

La trampa de una representación política independiente en la que no se expresaba la voluntad de los habitantes fue denunciada hace ya 250 años por Rousseau, en una época en que la palabra representación tenía todavía la ambigüedad de su significación feudal… Casi 200 años más tarde, en 1952, Georges Burdeau, en su famoso Tratado de Ciencia Política (Traité de Science Politique), decía sustancialmente lo mismo: “Ni en el plano de la teoría política ni en el plano de la técnica constitucional, hay ninguna coincidencia entre democracia y representación”.

¿A quién representan los representantes?

El origen del engaño actual sobre “la representación” surge poco después de iniciada la Revolución francesa, precisamente en la Constitución de 1791, con la aparición de una representación adherida a la idea de una nación ambigua, después de la crítica que había hecho Rousseau a la falsedad de la representación política casi 30 años antes.

La nación es, sin duda, una de las palabras con más peso emocional en el lenguaje político. Durante los últimos siglos, desde la Revolución francesa, se han escrito centenares de explicaciones y definiciones… pero no existe el menor acuerdo sobre el significado de la palabra a la cual se le adjunta una imagen contradictoria de unidad de grupos y clases con intereses muy diferentes…

[…] algunos de los miembros de esa Asamblea, a quienes les horrorizaba la idea de consolidar el poder popular en la Constitución y otros que temían que cada uno de los llamados representantes sólo representara a los habitantes de sus departamentos territoriales y que esto pudiera desembocar en una dispersión de la unidad muy cuestionable de la sociedad francesa, inventan una concepción especialmente ambigua y falaz que se escribe en el artículo 7, del Título III, capítulo primero, sección III, según la cual: “Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la Nación entera, y no se les podrá dar ningún mandato”.

El texto del artículo era una obra maestra del engaño destinado a quienes afirmaban que el pueblo era el titular del poder supremo, pues, por un lado, era una manera de decir que los representantes no eran representantes de una fracción de la población ni menos de “un departamento” que finalmente era una entidad artificial, lo cual podía abrir la puerta a la desintegración de la unidad ilusoria de la sociedad francesa y, por otro lado, la nación de la cual se decía eran representantes parecía ser, simplemente, la totalidad de los franceses. Naturalmente, la mayoría de los habitantes no se daban cuenta de que al introducir a una Nación (siempre con mayúsculas) ambigua y nebulosa estaban creando una entidad imaginaria a la que bien pronto se le iba a atribuir una voluntad propia, distinta de la de los ciudadanos.

Una buena parte de las expresiones de la Constitución de 1791 estaba fundamentada en una concepción de la Nación que se presentaba como dueña de la soberanía y de la cual emanaban todos los poderes. Esa nación tenía personalidad propia, era independiente de los ciudadanos, diferente también del Reino que era el territorio (artículo primero del Título II), y entre sus funciones –en la ridiculez de la fantasía– como si fuera una persona de carne y hueso, muy parecida a una madre protectora y solícita, recibiría el juramento del rey por el cual éste le prometía serle fiel (artículo 4, del Título III, capítulo II, sección primera) y ella proveería al esplendor del trono (artículo 10, del mismo título, capítulo y sección).

El surgimiento de la nación imaginaria

La nación es, sin duda, una de las palabras con más peso emocional en el lenguaje político. Durante los últimos siglos, desde la Revolución francesa, se han escrito centenares de explicaciones y definiciones sobre lo que es una nación. Estas definiciones han llevado a todo tipo de confusiones y han dado que hacer a los antropólogos, a los juristas, a los estudiosos de la ciencia política, a los historiadores, a los sociólogos, a los poetas y a los publicistas, pero no existe el menor acuerdo sobre el significado de la palabra a la cual se le adjunta una imagen contradictoria de unidad de grupos y clases con intereses muy diferentes, a partir de una identificación entre los individuos que la conforman.

[…] Una vez que se empieza a usar a la nación en las primeras constituciones en Francia, la significación de la palabra va a ser objeto de discusiones en distintos países precisamente porque la expresión tenía un toque glorioso, pero su sentido era notablemente vago.

La nación indefinida para someter a los habitantes

Durante el siglo XIX la palabra nación empieza a aparecer en las constituciones de muchos países. En ellas casi nunca se dice qué es, pero se usa insistentemente de la manera más vaga por los hombres que manejan y controlan los gobiernos. Los textos políticos se llenan de contradicciones y el significado de “la nación” alcanza los más altos niveles del absurdo.

[…] En la Constitución mexicana de 1824 se haría, en el artículo 3°, exactamente la misma declaración sobre la religión de la nación, pero en los documentos y declaraciones que la precedieron se establecían incongruencias propias y estupideces diferentes de las de la Constitución española. Entre sus incongruencias había algunas realmente notables, como la que se desprende del artículo 3° del Acta Constitutiva de la Federación de 31 de enero de 1824, que decía: “la soberanía reside radical y esencialmente en la nación”, y en el resto del artículo parecería que esa nación eran los habitantes a quienes “pertenece exclusivamente el derecho de adoptar y establecer por medio de representantes la forma de gobierno que les parezca más conveniente”, pero para hacer el asunto totalmente incomprensible en la comunicación del 4 de octubre por la cual el llamado Congreso General Constituyente se dirige a los habitantes de la federación se les dice a éstos que “al poner en vuestras manos el Código fundamental (el texto de la Constitución)”, los objetivos de esa obra “y lo que se promete de vuestra docilidad y sumisión, una vez que comenzáis ya a disfrutar de los goces y consiguientes al sistema federal decretado y sancionado por la mayoría de vuestros diputados”.

[…] Hoy, más de dos siglos después de que comienza la gran expansión del vocablo durante la Revolución francesa, no existe acuerdo alguno sobre qué es la nación y hay todo tipo de opiniones divergentes de los autores más conocidos sobre qué es, o qué significa, pero la expresión ha servido para decir todo tipo de tonterías y para apoyar la idea de una raza privilegiada por la naturaleza o por la divina providencia.

LA REPRESENTACIÓN Y EL USO DE
LA NACIÓN EN MÉXICO

Para cancelar la idea de que los diputados representan a los habitantes de las comunidades en las que son electos o a la población total del país, lo que se hace en México es simplemente no mencionar esta situación. Sencillamente, como en otras muchas constituciones en el mundo, se declara en el artículo 51 que los diputados representan a la nación: “La Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la Nación”. Las teorías, a las que, como en el aprendizaje de las religiones, se les llama “doctrinas”, se encargan de justificar el resto del engaño. Las afirmaciones en las que se apoyan las disposiciones constitucionales y las doctrinas en las que se sostienen son bien conocidas.

Cámara de Diputados. Fotografía de Comunicación
Social del H. Congreso de la Unión

Felipe Tena Ramírez, sin duda uno de los autores de Derecho constitucional más respetados en México, escribía: “Una vez que la elección se consuma, los diputados electos representan a toda la nación y no a sus distritos”1.

[…] Los ciudadanos –dice Schmitt– actúan como “elementos de la representación”, esto es, los ciudadanos se crean, o como diría Fernando Escalante Gonzalbo: “se inventan”2 como elementos o medios cuyo fin es “el Estado” (en su sentido de organización para dominar a las poblaciones). Ese Estado, el gobierno, la Constitución, las leyes y naturalmente la falsa representación al servicio de ese Estado imaginario, son los fines a los que deben servir los individuos transformados en ciudadanos. “Todo gobierno auténtico [dice Schmitt], representa la unidad política de un pueblo, no al pueblo en su realidad natural”3. Esa concepción en la que el Derecho, que en todas las épocas y en todas partes del mundo lo hacen los hombres y los grupos que tienen el poder, es, antes que todo, una de las formas de imponer el dominio. Los seres humanos que integran las poblaciones son únicamente elementos para “consolidar” o “fortalecer” el poder de los las personas que mandan a través de formas o figuras imaginarias que se dice están por encima de los habitantes y que no son sino mitos o máscaras controladas por los pequeños grupos que las inventan, las imponen y las manejan para dominar a los pueblos: la nación, el Estado, el gobierno y las “instituciones” públicas que están al servicio de los gobernantes y los representantes, asociados a los grupos más poderosos. Las aseveraciones de Schmitt sobre la duplicación mágica del individuo que en su función de votante deja de ser un ser humano con sus intereses naturales, convierten a las personas en actores de una obra teatral en la cual juegan el papel que les atribuyen los hombres que inventan un determinado sistema político. Los ciudadanos, como dice Schmitt, son simplemente “elementos de la representación”.

Gran tintero plateado. Pieza histórica que se encuentra en la mesa principal de la Cámara de Diputados y que simbólicamente delimita lo que es justo y democrático de lo que no es. Fotografía de Comunicación Social del H. Congreso de la Unión

En ese gran teatro político que ponen en escena los individuos que controlan los gobiernos, la representación política es ajena a los votantes y a la población. La representación política es algo que existe por sí misma y vale por sí misma: es un ente, dirá Carl Schmitt, “un ser de presencia pública” ajeno a los seres humanos y a sus necesidades.

[…] Para entender el lenguaje de Schmitt tenemos que situarnos en el mundo de la fantasía, donde las palabras le dan forma a ideas abstractas, cuyo significado lo determina el que las emite (“las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen”, Humpty Dumpty en Through the Looking Glass, de Lewis Carroll), y después, hacer una distinción entre dos tipos de ser, el de las cosas nobles y dignas: majestad, gloria, dignidad y honor, que son propias de los individuos que dominan a los demás, y el ser de las cosas vulgares, como son la vida y los derechos de los seres humanos. Sólo las primeras tienen “una alta y elevada, intensiva, especie del ser”. La representación política es un ser que vive entre las cosas elevadas, no en el mundo de la realidad.

[…] Así, el fin de la representación política es la representación ficticia de un ser público imaginario, ajeno e independiente de los seres humanos, dentro de una organización que tiene como propósito dominar a los individuos como súbditos. Es sorprendente que un hombre con el talento de Schmitt invoque a “un ser público”. No existe un ser público diferente de los individuos que forman la comunidad.

[…] En las concepciones políticas de Schmitt como en las de Tena, lo importante son las metáforas como la defensa de la Constitución, que es la defensa del texto que hicieron quienes tenían y los que tienen el poder o la manera como los individuos que manejan los diferentes órganos del gobierno usando el “principio” de la separación de poderes, se distribuyen los poderes de la población y afianzan su derecho a manejar esos excelentes negocios. Todo esto va muy bien con su idea (la idea de Tena y la de Schmitt) del papel de los habitantes en las asociaciones políticas. La teoría política, el estudio de las organizaciones políticas, es algo en lo que los seres humanos son secundarios.

En ese medio ficticio de las teorías desconectadas de la realidad, el fin de las asociaciones humanas son ciertas fantasías, abstracciones y entes imaginarios, esto es, cosas como el Estado, la nación, el gobierno y especialmente la Constitución, inventados o fabricados precisamente como instrumentos de dominación “legítima” sobre los seres humanos y, lo que es más grave, esas fantasías y esos entes están por encima de la población. Por su parte, los altos empleados agrupados en los distintos departamentos en los que ejercen las funciones de gobierno se convierten en los poderes; las oficinas o los organismos a los que se les asigna alguna función específica se transforman en instituciones a las que los hombres y mujeres comunes les deben obediencia y respeto aunque tales organizaciones algunas veces sólo sirvan para controlar y someter a los habitantes. Los empleados públicos, esto es, todos los individuos que desempeñan un trabajo en esas organizaciones, que tienen como única razón de ser el servicio a la población, se presentan como autoridades que están por encima de los seres humanos de quienes reciben sus salarios, y muchos de ellos aprovechan sus cargos para robar a los habitantes. La población, que en alguna de las definiciones del Estado imaginario es uno de los elementos de ese ser intangible y omnipotente, son los individuos a los que se debe manejar de acuerdo con los intereses de los miembros del gobierno.

Según Tena, el reconocimiento de que los representantes no representan a los ciudadanos de los lugares donde son electos de acuerdo con la Constitución mexicana tiene su origen en la Constitución alemana de 1919 y en los comentarios que hacía Carl Schmitt en 1927. La verdad es que el origen de la trampa es muy anterior y aparece, por lo menos, desde la Constitución francesa de 1791, en la que, como ya lo he señalado, se establecía que: “Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la Nación entera”.

La idea de que los individuos electos por los ciudadanos no representan ni la voluntad ni los intereses de esos ciudadanos… sino a una nación indefinida, ha sido usada con gran provecho por los gobernantes y los representantes para asegurar su dominio sobre el resto de la sociedad.

[…] Lo primero que llama la atención en la Constitución mexicana, en lo que toca a la cuestión de quién es el titular del poder político en México, es que en el artículo 39 se dice que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, y que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. Luego, en el 41, se reafirma la soberanía del pueblo diciendo que el pueblo ejerce su soberanía, pero con el agregado de que el pueblo ejerce esa soberanía por medio de sus empleados, a quienes los grupos que hicieron la Constitución convierten rápidamente en los poderes. Pero, de manera contradictoria, en el artículo 25 se habla de la soberanía de la Nación y de su régimen democrático. ¿Se trata de dos soberanías, la de la nación y la del pueblo? O el pueblo y la nación son sinónimos, y entonces, ¿por qué no se habla simplemente de la soberanía del pueblo?

La respuesta es que ni en la Constitución, ni en la teoría política ni en la historia de esa palabra “la nación” se ha identificado con “el pueblo”.

[…] La idea de que los individuos electos por los ciudadanos no representan ni la voluntad, ni los intereses de esos ciudadanos ni tampoco los intereses de los habitantes, sino a una nación indefinida, ha sido usada con gran provecho por los gobernantes y los representantes para asegurar su dominio sobre el resto de la sociedad. Se pueden llamar representantes, gobernantes, diputados o de cualquier otra manera, pero su voz no es la de los ciudadanos ni la de la población. Su voz obedece a otros intereses, a los que se ocultan atrás de máscaras de entidades indefinidas, como el “Estado” o la “Nación” que evocan el poder total o una gloria imaginaria en las historias oficiales y en los discursos, y que se usan, además de someter a los pueblos, para que los hombres del poder puedan evadir la responsabilidad por los crímenes que cometan.

…el pueblo, de quien dimana todo poder público, no tiene facultad ni medio legal alguno para destituir a sus llamados servidores ni para encarcelarlos por los robos y los crímenes que cometen…

La imposibilidad de que los ciudadanos puedan exigirle directamente a sus altos empleados responsabilidades por el desempeño perverso o criminal de sus cargos se expresa ejemplarmente en el texto del juramento que hace el presidente de la República en México al tomar posesión de su cargo, de acuerdo con el artículo 87 de la Constitución: “…protesto desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere, que la Nación me lo demande”, con lo cual se confirma de manera evidente que ni los ciudadanos ni la población entera en México tienen poder alguno sobre sus empleados una vez que los designan. Es la nación indefinida e invisible la única que puede exigirles algo y demandar a los empleados públicos y a los llamados representantes. Pero como la nación no es una señora sino una entidad que no tiene voluntad propia y que sólo puede actuar por sus representantes y, de acuerdo con el artículo 51 de la Constitución, hecha por algunos de esos mismos empleados y representantes, sólo los diputados electos por los ciudadanos de los diferentes distritos (pero que no representan al pueblo de esos distritos ni a la población total) son los únicos que representan a la nación, ellos serían los únicos que podrían demandar al presidente. Vale hacer notar que en el juramento que hace el presidente de acuerdo con el artículo 87 no existe la menor mención a ejercer el cargo de manera honrada, tal vez porque esas cuestiones, como lo señalaba Tena Ramírez, “son secundarias”.

Por consiguiente, ni la población ni los ciudadanos en México pueden reclamarles nada a los empleados públicos a los cuales eligen. Si de acuerdo con la Constitución mexicana los ciudadanos no pueden exigirle nada al presidente de la República, tampoco pueden reclamarles nada a los diputados federales ni a los senadores, simplemente porque éstos no son sus representantes: los primeros (los diputados) son representantes de la nación, según se establece en el artículo 51; de los otros (los senadores) no se dice en la Constitución que representen a nadie. De esta manera, se cae en el absurdo total. El pueblo, los ciudadanos que eligen a esos personajes, no tienen poder alguno sobre esos individuos, quienes, según todos los artículos del Título Cuarto de la Constitución, son sus servidores. El pueblo, en quien se dice que reside la soberanía, el pueblo, de quien dimana todo poder público, no tiene facultad ni medio legal alguno para destituir a sus llamados servidores ni para encarcelarlos por los robos y los crímenes que cometen, pues los inteligentes empleados que hicieron la Constitución establecieron que si los designados resultaran ser criminales dedicados antes que todo a enriquecerse ellos, sus familiares y sus amigos –como ha sido el caso de la mayor parte de los presidentes de la República, de un número enorme de los altos empleados públicos y de la mayoría de los senadores y diputados–, los ciudadanos no pueden destituirlos, pero además no pueden proceder penalmente contra aquéllos por los crímenes que cometan durante el tiempo de su encargo, pues para eso requieren de la autorización de la mayoría de los propios diputados.

Es necesario dejar muy claro que en México, igual que en muchos otros países del mundo, la mayoría de los habitantes son simplemente súbditos de sus empleados que hacen las leyes, modifican la Constitución cuando quieren y ejercen el gobierno.

[…] La importancia de la democracia efectiva, es decir, la importancia de la intervención real de la población en la aprobación de las constituciones y en las decisiones principales de los gobiernos reside en que esa participación –con todas sus dificultades y sus peligros– es lo único que puede impedir, o al menos reducir, la opresión y la explotación que los llamados representantes y los empleados gobernantes practican constantemente sobre las poblaciones, pues sin una intervención verdadera de los ciudadanos en la aprobación de las reglas principales y la aplicación de éstas, los miembros del gobierno y los ficticios representantes pasan sin dificultad alguna por encima de los remedios y las frases decorativas contra el despotismo, esto es, no respetan, las vaguedades y las fantasías fabricadas por ellos mismos, como la separación de poderes, la defensa de la Constitución, la falsa soberanía del pueblo y el Estado de Derecho a su servicio, las cuales antes que nada sirven precisamente para engañar y controlar a los pueblos.❧


1. Tena Ramírez, Felipe, Derecho Constitucional Mexicano, Editorial Porrúa, vigésima tercera edición, México, 1989, p. 274.
2. Escalante Gonzalbo, Fernando, Ciudadanos Imaginarios, Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, sexta reimpresión, México, 2005, p. 37.
3. Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, Sección segunda, número 16, III.- Concepto de representación, 3, traducción al español publicada por Editora Nacional, México, 1952, p. 246.
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