El horror tiene innumerables caras. Una de ellas es la que pudimos ver en Tetelcingo: cuerpos enterrados, sin indagatorias, sin necropsia de ley, tratados como si fueran basura. Entre los cadáveres sepultados había personas desaparecidas que ya han sido identificadas gracias a la Comisión Científica de Identificación Humana de la UAEM. ¿Hasta qué punto podremos aproximarnos a las caras del horror? ¿Qué otras se nos presentarán? ¿Las aceptaremos?
Al poeta Javier Sicilia
Ya nunca podría decir hola cómo estás te amo. Nunca podría volver a oír música o el susurro del viento a través de los árboles o el arrullo del agua corriendo. Nunca volvería a oler el aroma de un filete friéndose en la cocina de su madre o la humedad de la primavera en el aire o la maravillosa fragancia de la artemisa arrastrada por el viento a través de una ancha pradera. Nunca podría volver a ver las caras de las personas que le hacían sentir feliz con sólo mirarlas como Kareen. Nunca podría volver a ver la luz del sol o las estrellas o la hierba fresca que crece en una ladera de Colorado (…) Nunca volvería a caminar con sus piernas sobre el suelo. Nunca volvería a correr ni a saltar ni a estirarse cuando estaba cansado. Nunca volvería a estar cansado (…) Si el lugar en el que yacía se incendiase él simplemente se quedaría allí y se quemaría. Ardería con él y no podría hacer el menor movimiento. Si sintiera un insecto paseándose por el muñón que era su cuerpo no podría mover un dedo para matarlo. Si le picara no podría hacer nada para aliviar el escozor (…) Y esa vida no sólo duraría hoy o mañana o hasta la semana que viene. Estaba en aquel útero para siempre. No era ningún sueño. Era real.
Johnny empuñó su fusil, Dalton Trumbo1 Navona Editorial, Barcelona, 2015; traducción de José Luis Piquero y Epílogo de Javier García Sánchez
En este breve ensayo me propongo exponer algunas ideas que trasciendan números fríos, estadísticas, fantasmas que vagan sin nombre de un lado a otro, buscando ese cuerpo que los rescate del olvido y de la segunda muerte. Deseo mostrar también que los muertos, desaparecidos forzadamente, levantados y secuestrados, no son las únicas víctimas de este infernal estado de cosas; quiero evidenciar que familiares y amistades de estas víctimas se adhieren, sin ser interrogados al respecto, como nuevas víctimas de los Jinetes del Apocalipsis que hoy dicen gobernar la patria y nuestros estados, pero los deshacen en sus manos.
Asimismo, como un acto de justicia, asumo públicamente que gran parte del contenido de este texto es resultado de una síntesis, una integración y una actualización de varias notas publicadas como artículos de opinión en el periódico El regional del Sur, en la columna que lleva por nombre “El tercer ojo”.
Comenzaré este breve texto refiriéndome al prólogo de 1970 del libro Johnny empuñó su fusil, de Dalton Trumbo, en el cual expresa lo siguiente:
Las cifras nos han deshumanizado. Con el café del desayuno leemos que 40 000 (…estadounidenses…) murieron en Vietnam (…hagamos…) una ecuación: 40 000 jóvenes muertos (…equivale a…) tres mil toneladas de carne y hueso, 124 000 libras de masa cerebral, 50 000 galones de sangre, 1 840 000 años de vida que jamás serán vividos, 100 000 niños que nunca nacerán (estos últimos podemos ahorrárnoslos; ya hay demasiados muriéndose de hambre por todo el mundo).
Si los muertos –que, desde luego, son más de 40 000 hoy en México y Morelos no significan nada para nosotros, ¿qué decir de los más de 60 000 desaparecidos? ¿Qué decir de los sepultados o inhumados en fosas clandestinas? ¿Alguien sabe quiénes son? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Alguien sabe cuál fue la causa de sus muertes? Quienes buscan a sus desaparecidos, ¿saben acaso si los cuerpos que se inhuman clandestinamente pertenecen a algunos de sus seres queridos? ¿Sabemos, además, cuántas viudas o viudos, cuántos huérfanos o huérfanas sufren de ausencias?
Pero aún más, se pregunta Dalton Trumbo, y nosotros con él: ¿qué decir de los heridos que sobreviven a esta barbarie? ¿Sabemos cuántos son? ¿Quiénes son? ¿Dónde están? ¿Cómo sobreviven?
Nada sabemos.
Y si preguntamos, si buscamos, si nos organizamos para responder a estas interrogantes, se nos acusa de sabotaje y se nos denuncia penalmente.
Parece que las víctimas, nuevamente, deben ser victimizadas, laceradas, lesionadas, acalladas, silenciadas, subyugadas, y faltaba más o sobraba menos, junto con quienes alcen la voz a su lado.
La exposición y lectura de estas primeras ideas nos permiten admitir que la impresencia física de las personas “desaparecidas”, su ausencia física y material, no significa necesariamente la muerte, pero se le parece demasiado. La muerte, como podemos reconocer y como resulta fenomenológicamente obvio, no únicamente significa lo descrito por Dalton Trumbo. ¡Claro que no! Además, y esto es imprescindible en la reflexión, deja una serie de secuelas en quienes sobreviven, pues éstos tienen la certeza ineluctable de que sus muertos muertos son y, en consecuencia, la ausencia es indudable e inevitable.
Los familiares (hermanos o hermanas, padre o madre, hija o hijo, esposa o esposo, abuelo o abuela, novia o novio, amigas o amigos, amantes, qué sé yo…) no albergan esperanza alguna de la resurrección de sus muertos. Saben que están muertos y sólo esperan, mediante un proceso de duelo, la resignación, la aceptación.
Los familiares de los desaparecidos (…), bajo ninguna circunstancia, por ningún motivo, pueden admitir la muerte de sus seres queridos y buscados. No saben si están muertos, vivos, necesitan ayuda o, lisa y llanamente, fueron ocultados y negados.
Como los amorosos, decía Sabines en un poema que los jóvenes aprendieron de memoria hace algunas generaciones, los familiares buscan; han buscado y no han encontrado, pero siguen buscando, porque el amor es la búsqueda perpetua. Y cada vez que algún familiar encuentra –vivo o muerto– a su ser buscado y querido halla –además de la verdad– sosiego, calma, tranquilidad, y puede seguir su vida elaborando un duelo que le permita la resignación, o sonreír por recuperar al ser querido.
Ahora bien, cuando los amorosos buscan y no encuentran, y siguen buscando y alguno de ellos encuentra a su muerto pero luego se lo vuelven a desaparecer y quien lo hace es un gobierno que pretende ocultar al muerto, con otros más, estamos frente a crímenes de lesa humanidad, nos encontramos ante los “Crímenes de la paz” –así bautizados por el psiquiatra italiano Franco Basaglia, hace ya más de medio siglo–, crímenes que impunes tratan de mantener los mismos personajes del gobierno para proteger sus intereses mezquinos y deleznables y quedar lo más lejos posible de la aplicación de la justicia. Pero si el gobierno federal además exonera al estatal de los “Crímenes de la paz”, nos hallamos frente a la complicidad de criminales que protegen sus intereses y para ello deciden violar los más elementales derechos humanos de los unos y los otros, los muertos tirados como si fueran basura en fosas clandestinas y los familiares que buscan a sus seres queridos “desaparecidos”.
Si antes referíamos al proceso de duelo como bálsamo que favorece la resignación, aquí, en estos hechos, no podemos hablar de duelo. En todo caso, podemos afirmar que se condena a los familiares de los desaparecidos (hermanos o hermanas, padre o madre, hija o hijo, esposa o esposo, abuelo o abuela, novia o novio, amigas o amigos, amantes, qué sé yo…) a vivir “esa vida (…que…) no sólo duraría hoy o mañana o hasta la semana que viene. (…Estarán…) en aquel útero para siempre”. Mientras no aparezcan –vivos o muertos– sus seres queridos.
Los familiares de los desaparecidos (…), bajo ninguna circunstancia, por ningún motivo, pueden admitir la muerte de sus seres queridos y buscados. No saben si están muertos, vivos, necesitan ayuda…
A este estado de ansiedad, angustia y desesperación, crónico e irresoluble, se le conoce como estado de duelo ambiguo.
Deseo agregar aquí que, en 1982, el cineasta Costa-Gavras dirigió una película protagonizada por Jack Lemmon y Sissy Spacek, cuyo título fue Missing (Desaparecido); como es sabido, tal película se basa en el libro The Execution of Charles Horman: An American Sacriface, escrita por Thomas Hauser. El argumento de la cinta trata de un joven, Charles Horman, periodista estadounidense, “desaparecido” de su domicilio, una vez consumado el golpe de Estado perpetrado por el general Augusto Pinochet y secuaces contra el gobierno democrático de Salvador Allende, en Chile, en 1973; sus padres, como era de esperarse, determinan ir a buscarlo, al costo que sea, y se trasladan a Chile en búsqueda de la verdad. Debo agregar, como información pertinente al caso, que este filme estuvo prohibido en Chile durante la dictadura del general Augusto Pinochet. Asimismo, tanto la película como el libro fueron retirados del mercado luego de que el embajador de los Estados Unidos en Chile, junto con dos militares chilenos, en ese periodo fatídico, interpusieran una demanda en contra de Costa-Gavras y de la compañía cinematográfica y de la editorial. Los demandantes perdieron todos los juicios y, nuevamente, en 1986 fue distribuida en los mercados.
Cualquier parecido con la realidad que nos circunda hoy no es mera coincidencia.
El periodo trágico de las dictaduras latinoamericanas –Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, República Dominicana y Haití– abarca los años sesenta y setenta del siglo pasado. Estos dos decenios, trágicos para nuestros pueblos latinoamericanos, se caracterizaron por una represión sistemática a los sectores populares de dichas naciones; asimismo, y de modo muy notorio, la muerte, “desaparición forzada” de seres humanos, secuestro y tortura de ciudadanos, las cárceles como instrumento de contención de la resistencia, el exilio como opción para salvar la vida o la libertad, la conculcación de los derechos humanos más elementales, etcétera, fueron el signo de la vida cotidiana en tales naciones.
El miedo, la angustia, la inseguridad, la carencia de libertades fundamentales, la desesperación, también acompañaron tal estado de cosas. Las pérdidas irreparables de vidas y de seres queridos, las huellas imborrables del terrorismo de Estado como política y de la tortura como herramienta de “trabajo”, la permanente presencia de “duelos ambiguos”, inacabados, sin posibilidad de cierre alguno; el permanente tormento de Sísifo o de Tántalo como destino, se fueron tornando divisa central de la existencia.
Subrayo que eran tiempos de las dictaduras más atroces vividas en nuestra América Latina.
Hoy nuestro México contemporáneo y, más particularmente, nuestro estado de Morelos, nada lejos se encuentran de esa trágica realidad.
Además de la cantidad injustificable de muertes, muy cercana a las cifras de las dictaduras latinoamericanas, el número de personas “desaparecidas” rebasa con creces los totales de “desaparecidos” durante dichos regímenes reconocidos internacionalmente.
Decía, algunos párrafos arriba, que los familiares de los desaparecidos, bajo ninguna circunstancia, por ningún motivo, pueden admitir la muerte de sus seres queridos y buscados. No saben si están muertos, vivos, necesitan ayuda o, lisa y llanamente, fueron ocultados y negados.
Como lo hicieron los padres de Charles Horman, en la cinta referida, los familiares de los desaparecidos en México y Morelos, determinan ir a buscar, al costo que sea y en el lugar que sea, a sus seres queridos, o a tratar de hallar indicios que les den certeza, sosiego y tranquilidad. Esto es inevitable.
Ahora bien, cuando es el propio Estado, encarnado por un gobierno estatal, el que oculta restos de seres humanos y los trata como si fueran basura, indicios imprescindibles para los familiares de los desaparecidos en México y Morelos; cuando es el propio Estado, encarnado por un gobierno estatal, el que utiliza todos sus recursos para tratar de impedir que los familiares de “desaparecidos” tengan acceso a los restos humanos que furtivamente ocultó en fosas clandestinas y que, a su vez, crea “enemigos” simbólicos, que son los propios familiares de los “desaparecidos”; y cuando les brinda el apoyo necesario para acercarse a la verdad pero también, con todos los recursos a su alcance, trata de acallarlos y ocultarlos, no nos cabe duda alguna: estamos frente a un gobierno criminal y fascista de la estatura de la dictaduras latinoamericanas del siglo pasado.
Y los familiares y sus aliados, como “Los amorosos”, incansables, dedican su existencia a seguir buscando porque el amor es la búsqueda perpetua. Ésta es un bálsamo contra los tormentos de Sísifo y de Tántalo.
Pese a la magnitud de lo que se describe aquí, tanta muerte, tanto desaparecido, secuestrado, levantado, muerto, en fin, y pese a que sabemos de ellos con una frecuencia desmedida, nos hemos inmunizado y desmemoriado. Isaías Alanís –poeta, músico y amigo–, en su columna “La mirada interior”, expresa:
La inmolación de los 43 normalistas es una cifra más. Semejante a los infantes de la guardería ABC. Aguas Blancas, El Charco, San Fernando, Acteal, Villas de Salvárcar, son siglas que nadie olvida. Los muertos del 68 y el 10 de junio, aguardan que sus cráneos sean devueltos a sus padres. Y ese espejo horadado en el que hermanos, padres, abuelos, tíos novias y novios de los desaparecidos, no dicen nada, sólo el ulular de mentiras y banderolas de escarnio y mofa cruzan la débil oceanografía de la justicia. Y la epidermis de los muertos en voz de los vivos, como en Pedro Páramo, restalla, se agrupa en anillos que al desenrollarse supuran sangre, sombras y hartos dolores.
Párrafos antes, en dicha columna, señala:
La antigua muerte ceremonial mediante los sacrificios ha dado lugar a una inmolación cotidiana e imparable. Ya no se reúnen los cráneos en un lugar esotérico. Piernas, manos, cabezas, ojos todavía con la niña desvestida por la muerte intentando salir a cumplir sus quince años de vida, se descarna en banquetas y caminos de terracería. En fosas clandestinas debidamente “legales” como las de Morelos; miles de cuerpos yacen insepultos. La matanza del Templo Mayor se ha mudado a plazas, mercados, bares y discotecas.
Esas fosas clandestinas, en Tetelcingo o Jojutla, o donde fuere; sea bajo la mirada cómplice de un fiscal o un encargado de la seguridad con un Mando Único –y una responsabilidad única–, o la de un gobernador, una diputada, un secretario de gobierno que afirma que los crímenes delincuenciales ni son crímenes ni son delincuenciales; o de un gobierno federal, o estatal o municipal, que nada hacen por resolver los problemas que la sociedad demanda; esas fosas pretenden ocultar los muertos de uno y otro lugar, los crímenes y los criminales.
Tanta muerte nos “inmuniza” y nos “normaliza”, parece que el mensaje es: “Nada pasa. Son estas situaciones que no deben inmutarnos. Permanezcamos impertérritos. Que nada nos mueva. Son sólo hechos aislados”.
La muerte viene tan callando, al decir de Jorge Manrique, en las Coplas a la muerte de su padre:
Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte tan callando,/ cuán presto se va el placer,/ cómo, después de acordado,/ da dolor; cómo, a nuestro parecer,/ cualquier tiempo pasado fue mejor./ Pues si vemos lo presente/ cómo en un punto se es ido y acabado,/ si juzgamos sabiamente,/ daremos lo no venido por pasado./ No se engañe nadie, no,/ pensando que ha de durar lo que espera,/ más que duró lo que vio/ porque todo ha de pasar por tal manera./ Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar, que es el morir;/ allí van los señoríos derechos/ a se acabar y consumir;/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos y más chicos,/ y llegados, son iguales los que viven/ por sus manos y los ricos. ❧
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