Del sótano a la guardilla: el sentido de la choza1Fragmento de Poética del espacio, Gaston Bachelar, Fondo de Cultura Económica, México, 1975.
Poética del espacio es uno de los referentes librescos imprescindibles para entender la forma como habitamos. Con fluidez e inteligencia, Bachelard (1884-1962) registra en un ensayo complejo una exploración filosófica, sin despegar los pies de la psicología y de la literatura, navegando por la significación de los espacios elementales en la vida de una persona.
¿Quién vendrá a llamar a la puerta? Puerta abierta, se entra.
Puerta cerrada, un antro.
El mundo llama del otro lado de mi puerta.
Pierre Albert-Blrot, Les amusements naturels
I
Para un estudio fenomenológico de los valores de intimidad del espacio interior, la casa es, sin duda alguna, un ser privilegiado, siempre y cuando se considere la casa a la vez en su unidad y su complejidad, tratando de integrar todos sus valores particulares en un valor fundamental. La casa nos brindará a un tiempo imágenes dispersas y un cuerpo de imágenes. En ambos casos, demostraremos que la imaginación aumenta los valores de la realidad. Una especie de atracción de imágenes concentra a éstas en torno de la casa. A través de todos los recuerdos de todas las casas que nos han albergado, y allende todas las casas que soñamos habitar, ¿puede desprenderse una esencia íntima y concreta que sea una justificación del valor singular de todas nuestras imágenes de intimidad protegida? He aquí el problema central.
Para resolverlo no basta considerar la casa como un “objeto” sobre el que podríamos hacer reaccionar juicios y ensoñaciones. Para un fenomenólogo, para un psicoanalista, para un psicólogo (enumerando estos tres puntos de vista por orden de precisión decreciente), no se trata de describir unas casas, señalando los aspectos pintorescos y analizando lo que constituye su comodidad. Al contrario, es preciso rebasar los problemas de la descripción –sea ésta objetiva o subjetiva, es decir, que narre hechos o impresiones– para llegar a las virtudes primeras, a aquéllas donde se revela una adhesión, en cierto modo innata, a la función primera de habitar. El geógrafo, el etnógrafo, pueden muy bien describirnos distintos tipos de habitación. En esta diversidad el fenomenólogo hace el esfuerzo necesario para captar el germen de la felicidad central, segura, inmediata. En toda vivienda, incluso en el castillo, el encontrar la concha inicial, es la tarea ineludible del fenomenólogo.
Pero ¡cuántos problemas afines si queremos determinar la realidad profunda de cada uno de los matices de nuestro apego a un lugar de elección! Para un fenomenólogo el matiz debe tomarse como un fenómeno psicológico de primer brote. El matiz no es una coloración superficial suplementaria. Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital de acuerdo con todas las dialécticas de la vida, cómo nos enraizamos, de día en día, en un “rincón del mundo”.
Porque la casa es nuestro rincón del mundo. Es –se ha dicho con frecuencia– nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término. Vista íntimamente, la vivienda más humilde, ¿no es la más bella? Los escritores de la “habitación humilde” evocan a menudo ese elemento de la poética del espacio. Pero dicha evocación peca de sucinta. Como tienen poco que describir en la humilde vivienda, no permanecen mucho en ella. Caracterizan la habitación humilde en su actualidad, sin vivir realmente su calidad primitiva, calidad que pertenece a todos, ricos o pobres, si aceptan soñar.
Pero, nuestra vida adulta se halla tan despojada de los bienes primeros, los lazos antropocósmicos están tan relajados que no se siente su primer apego en el universo de la casa. No faltan filósofos que “munifican” abstractamente, que encuentran un universo por el juego dialéctico del yo y del no-yo. Precisamente, conocen el universo antes que la casa, el horizonte antes que el albergue. Al contrario, las verdaderas salidas de imágenes, si las estudiamos fenomenológicamente, nos dirán de un modo concreto los valores del espacio habitado, el no-yo que protege al yo.
Aquí, en efecto, tocamos una recíproca cuyas imágenes debemos explorar; todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa. Veremos, en el curso de este ensayo, cómo la imaginación trabaja en ese sentido cuando el ser ha encontrado el menor albergue: veremos a la imaginación construir “muros” con sombras impalpables, confortarse con ilusiones de protección o, a la inversa, temblar tras unos muros gruesos y dudar de las más sólidas atalayas. En resumen, en la más interminable de las dialécticas, el ser amparado sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños.
Desde ese momento, todos los refugios, todos los albergues, todas las habitaciones tienen valores de onirismo consonantes. Ya no se vive verdaderamente la casa en su positividad, no es sólo ahora cuando se reconocen sus beneficios. Los verdaderos bienestares tienen un pasado. Todo un pasado viene a vivir por el sueño, en una nueva casa. La vieja expresión “transportamos allí nuestros dioses lares” tiene mil variantes. Y la ensoñación se profundiza hasta el punto en que una propiedad inmemorial se abre para el soñador del hogar más allá del más antiguo recuerdo. La casa, como el fuego, como el agua, nos permitirá evocar, en el curso de este libro, fulgores de ensoñación que iluminan la síntesis de lo inmemorial y el recuerdo. En esta región lejana, memoria e imaginación no permiten que se las disocie. Una y otra trabajan en su profundización mutua. Una y otra constituyen, en el orden de los valores, una comunidad del recuerdo y de la imagen. Así la casa no se vive solamente al día, al hilo de una historia, en el relato de nuestra historia. Por los sueños las diversas moradas de nuestra vida se compenetran y guardan los tesoros de los días antiguos. Cuando vuelven, en la nueva casa, los recuerdos de las antiguas moradas, vamos al país de la Infancia Inmóvil, inmóvil como lo Inmemorial2. ¿No es preciso devolver a la “fijación” sus virtudes, al margen de la literatura psicoanalítica que debe, por su función terapéutica, registrar sobre todo procesos de desfijación?. Nos reconfortamos reviviendo recuerdos de protección. Algo cerrado debe guardar a los recuerdos dejándoles sus valores de imágenes. Los recuerdos del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los recuerdos de la casa. Evocando los recuerdos de la casa, sumamos valores de sueño; no somos nunca verdaderos historiadores, somos siempre un poco poetas y nuestra emoción tal vez sólo traduzca la poesía perdida.
Así, abordando las imágenes de la casa con la preocupación de no quebrar la solidaridad de la memoria y de la imaginación, podemos esperar hacer sentir toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos conmueve con una profundidad insospechada. En los poemas, tal vez más que en los recuerdos, llegamos al fondo poético del espacio de la casa.
En esas condiciones, si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz. No son únicamente los pensamientos; y las experiencias los que sancionan los valores humanos. Al ensueño le pertenecen valores que marcan al hombre en su profundidad. El ensueño tiene incluso un privilegio de autovalorización. Goza directamente de su ser. Entonces, los lugares donde se ha vivido el ensueño se restituyen por ellos mismos en un nuevo ensueño. Porque los recuerdos de las antiguas moradas se reviven como ensueños, las moradas del pasado son en nosotros imperecederas.
Ahora, nuestro objeto está claro: debemos demostrar que la casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre. En esa integración, el principio unificador es el ensueño. El pasado, el presente y el porvenir dan a la casa dinamismos diferentes, dinamismos que interfieren con frecuencia, a veces oponiéndose, a veces excitándose mutuamente. La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de continuidad. Sin ella el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano. Antes de ser “lanzado al mundo” como dicen los metafísicos rápidos, el hombre es depositado en la cuna de la casa. Y siempre, en nuestros sueños, la casa es una gran cuna. Una metafísica concreta no puede dejar a un lado ese hecho, ese simple hecho, tanto más, cuanto que ese hecho es un valor, un gran valor al cual volvemos en nuestros ensueños. El ser es de inmediato un valor. La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa.
Desde nuestro punto de vista, desde el punto de vista del fenomenólogo que vive de los orígenes, la metafísica consciente que se sitúa en el instante en que el ser es “lanzado al mundo”, es una metafísica de segunda posición. Salta por encima de los preliminares donde el ser es el ser-bien, en que el ser humano es depositado en un estar-bien, en el bien-estar asociado primitivamente al ser. Para ilustrar la metafísica de la conciencia habrá que esperar las experiencias en que el ser es lanzado fuera, o sea en el estilo de las imágenes que estudiamos; puesto a la puerta, fuera del ser de la casa, circunstancia en que se acumulan la hostilidad de los hombres y la hostilidad del universo. Pero una metafísica completa que englobe la conciencia y lo inconsciente debe dejar dentro el privilegio de sus valores. Dentro del ser, en el ser cié dentro, hay un calor que acoge el ser que lo envuelve. El ser reina en una especie de paraíso terrestre de la materia, fundido en la dulzura de una materia adecuada. Parece que en ese paraíso material, el ser está impregnado de una sustancia que lo nutre, está colmado de todos los bienes esenciales.
Cuando se sueña en la casa natal, en la profundidad extrema del ensueño, se participa de este calor primero, de esta materia bien templada del paraíso material. En este ambiente viven los seres protectores. Ya volveremos a ocuparnos de la maternidad de la casa. Por ahora sólo queríamos señalar la plenitud primera del ser de la casa. Nuestros ensueños nos vuelven a ella. Y el poeta sabe muy bien que la casa sostiene a la infancia inmóvil “en sus brazos”3Rilke, apud Les lettres, 4 año, núms: 14-15-16, p. 1.
Casa, jirón de prado, oh luz de la tarde
de súbito alcanzáis faz casi humana,
estáis junto a nosotros, abrazando, abrazados.
II
Claro que gracias a la casa, un gran número de nuestros recuerdos tienen albergue, y si esa casa se complica un poco, si tiene sótano y guardilla, rincones y corredores, nuestros recuerdos hallan refugios cada vez más caracterizados. Volvemos a ellos toda la vida en nuestros ensueños. Por lo tanto, un psicoanalista debería prestar su atención a esta simple localización de los recuerdos. Como decíamos en nuestra “Introducción”, daríamos con gusto a este análisis auxiliar del psicoanálisis el nombre de topoanálisis. El topoanálisis sería, pues, el estudio psicológico sistemático de los parajes de nuestra vida íntima. En ese teatro del pasado que es nuestra memoria, el decorado mantiene a los personajes en su papel dominante. Creemos a veces que nos conocemos en el tiempo, cuando en realidad sólo se conocen una serie de fijaciones en espacios de la estabilidad del ser, de un ser que no quiere transcurrir, que en el mismo pasado va en busca del tiempo perdido, que quiere “suspender” el vuelo del tiempo. En sus mil alvéolos, el espacio conserva tiempo comprimido. El espacio sirve para eso.
Y si queremos rebasar la historia, o incluso permaneciendo dentro de ella, desprender de nuestra historia la historia, siempre demasiado contingente, de los seres que la han agobiado, nos damos cuenta de que el calendario de nuestra vida sólo puede establecerse en su imaginería. Para analizar nuestro ser en la jerarquía de una ontología, para psicoanalizar nuestro inconsciente agazapado en moradas primitivas, es preciso, al margen del psicoanálisis normal, desocializar nuestros grandes recuerdos y llegar al plano de los ensueños que teníamos en los espacios de nuestras soledades. Para estas investigaciones los ensueños son más útiles que los sueños. Y demuestran que los primeros pueden ser bien diferentes de los segundos4. Estudiaremos las diferencias entre el sueño y el ensueño en un libro próximo..
Entonces, frente a esas soledades, el topoanalista interroga: “¿Era grande la habitación? ¿Estaba muy atiborrada de objetos la guardilla? ¿Era caliente el rincón? ¿De dónde venía la luz? ¿Cómo se saboreaban los silencios, tan especiales, de los diversos albergues del ensueño solitario?”
Aquí el espacio lo es todo, porque el tiempo no anima ya la memoria. La memoria –¡cosa extraña!– no registra la duración concreta, la duración en el sentido bergsoniano. No se pueden revivir las duraciones abolidas. Sólo es posible pensarlas, pensarlas sobre la línea de un tiempo abstracto privado de todo espesor. Es por el espacio, es en el espacio donde encontramos esos bellos fósiles de duración, concretados por largas estancias. El inconsciente reside. Los recuerdos son inmóviles, tanto más sólidos cuanto más especializados. Localizar un recuerdo en el tiempo es sólo una preocupación de biógrafo y corresponde únicamente a una especie de historia externa, una historia para uso exterior, para comunicar a los otros. Más profunda que la biografía, la hermenéutica debe determinar los centros de destino, despojando a la historia de su tejido temporal conjuntivo, sin acción sobre nuestro propio destino. Para el conocimiento de la intimidad es más urgente que la determinación de las fechas, la localización de nuestra intimidad en los espacios.
El psicoanálisis sitúa con excesiva frecuencia las pasiones “en el siglo”. De hecho, las pasiones se incuban y hierven en la soledad. Encerrado en su soledad el ser apasionado prepara sus explosiones o sus proezas.
Y todos los espacios de nuestras soledades pasadas, los espacios donde hemos sufrido de la soledad o gozado de ella, donde la hemos deseado o la hemos comprometido, son en nosotros imborrables. Y, además, el ser no quiere borrarlos. Sabe por instinto que esos espacios de su soledad son constitutivos. Incluso cuando dichos espacios están borrados del presente sin remedio, extraños ya a todas las promesas del porvenir, incluso cuando ya no se tiene granero ni desván, quedará siempre el cariño que le tuvimos al granero, la vida que vivimos en la guardilla. Se vuelve allí en los sueños nocturnos. Esos reductos tienen el valor de una concha. Y cuando se llega a lo último de los laberintos del sueño, cuando se tocan las regiones del sueño profundo, se conocen tal vez reposos antehumanos. Lo antehumano toca aquí lo inmemorial. Pero aun en el mismo ensueño diurno el recuerdo de las soledades estrechas, simples, reducidas, son experiencias del espacio reconfortante, de un espacio que no desea extenderse, pero que quisiera sobre todo estar todavía poseído. Antaño la guardilla podía parecemos demasiado estrecha, fría en invierno, caliente en verano. Pero ahora en el recuerdo vuelto a encontrar por el ensueño, y no sabemos por qué sincretismo, es pequeña y grande, cálida y fresca, siempre consoladora. ❧
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