Lengua madre, ley del padre y descendencia literaria1Este artículo fue publicado originalmente en la revista Lumen Vitae, “Bible et sciences humaines”, núm. 4, 2001, pp. 375-388.
Traducción de Patricia Gutiérrez-Otero
En este ensayo, el jesuita y poeta de origen belga Jean-Pierre Sonnet –autor de La parole consacrée y The Book Within the Book– se sumerge en una profunda exploración de las formas literarias de la Biblia para descubrir la gran influencia que este libro sagrado ha ejercido sobre una gran parte de la mejor literatura de Occidente. Actualmente, Sonnet dirige la colección “El libro y el rollo” en la editorial belga Léssius.
La Biblia está hecha para ser descifrada
y resonar en medio de otras letras y por ellas.
Paul Beauchamp
En el umbral de una obra que apareció en francés en 1999, Ruiner les vérités sacrées –Poesie et croyance de la Bible à aujourd’hui–, Harold Bloom, uno de los gigantes de la crítica literaria estadounidense y uno de sus enfants terribles, dice las siguientes palabras:
Entorno al año 100 antes de Jesucristo, un fariseo compuso lo que la tradición ha llamado el Libro de los Jubileos, título exuberante para un escrito de una calidad muy mediocre. Esta obra verborreica también se conoce como el “Pequeño Génesis”, extraña denominación, pues es mucho más larga que el Génesis y también cubre el Éxodo. La lectura del Libro de los Jubileos no me provoca ningún placer y, sin embargo, este libro me fascina, no por lo que contiene, sino por todo lo que excluye2H. Bloom, Ruiner les vérités sacrées. Poésie et croyance de la Bible à Aujourd’hui, traducido del inglés por R. Davreu, Bibliothèque critique, Belfort, Circé, 1999, p. 9..
Lo que el Libro de los Jubileos descarta del Génesis y del Éxodo, explica Bloom, es, más o menos, su trama narrativa3Bloom designa en este momento la trama narrativa primitiva del Pentateuco, que llama “Yhavista” o aún el “escritor J”, en referencia a una teoría histórico-crítica actualmente muy cuestionada (Cfr., sobre el mismo tema H. Bloom y D. Rosenberg, The book of J, Nueva York, Random House, 1990). Esto no afecta la pertinencia de la constatación de Bloom sobre la desnaturalización de la narración bíblica en el Libro de los Jubileos.. El autor del Libro de los Jubileos olvidó lo esencial: la Biblia, primero y ante todo, cuenta historias. Y, añade el crítico literario estadounidense, es también lo que Homero hizo.
Es imposible conceder a uno u otro la palma del genio narrativo más poderoso. Lo que todos podemos decir es que el Génesis y el Éxodo, la Ilíada y la Odisea, fundan la potencia literaria o lo sublime y que, luego, según este patrón, estimamos a Dante y a Chaucer; a Cervantes y a Shakespeare; a Tolstói y a Proust4Ibid, p. 10.
La conciencia cultural francófona casi no nos ha acostumbrado a este contraste del hecho literario. Los anglosajones, herederos de la King James Version, ¿conservarán en la memoria genealogías literarias que se nos escapan? Tratándose de la Biblia, la opinión de Bloom seguramente hace eco del famoso estudio del crítico literario canadiense Northrop Frye, quien reconoció en la Biblia el “gran código” de la literatura de Occidente5N. Frye, El Gran Código. La Biblia y la literatura, traducido del inglés por C. Malamoud, París, Seuil, 1984.. En esta investigación, Frye “teje”, con una perspicacia sorprendente, la frase del poeta y pintor visionario inglés William Blake (1757-1827): “The Old and New Testaments are the great code of art” (El Antiguo Testamento fue el gran código del arte). Pero no nos equivoquemos: el índice de la obra de Frye refiere igualmente a Dante que a Milton, a Goethe que a Byron, a Arthur Rimbaud que a Wallace Stevens: el fenómeno del “gran código” desborda evidentemente el terreno anglófono, y la constatación de otro testigo de la fecundidad literaria de la Biblia, George Steiner, permite medirlo:
Nuestra poesía, nuestro teatro y nuestra ficción serían irreconocibles si omitimos la presencia permanente de la Biblia […]. Esta presencia va desde el volumen inmenso de la paráfrasis bíblica hasta las alusiones más tangenciales o disfrazadas. Comprende todas las formas de la intertextualidad, de la incorporación entre las líneas. ¿Cómo circunscribir una implicación tan constante que va desde la traducción o desde la paráfrasis de los textos bíblicos en los misterios del Medioevo hasta la presencia oblicua de lo bíblico en Absalón, Absalón!, de Faulkner? ¿Qué rúbrica única puede dar cuenta del uso que se hace de Akhab y de Jonás en Moby Dick; del despliegue de personajes bíblicos y epístolas en la Divina Comedia, de Dante, y de la nueva narración amplificada masivamente del mundo de los patriarcas en la tetralogía que Thomas Mann consagró a José? Si un personaje secundario como la mujer de Lot aparece ya en la poesía inglesa –la encontramos en Blake o en Joyce, tanto como en el centro del poema de D. H. Lawrence, “She looks back”, la sustancia de Moisés y de Sansón ocupa un lugar privilegiado en el romanticismo francés con Victor Hugo y Alfred de Vigny. Proust, como lo conocemos, no existiría sin Sodoma y Gomorra. Y tampoco tendríamos a Kafka sin las Tablas de la Ley. No habría Racine sin Esther ni Atalia. Los ecos bíblicos, el juego de las citas disfrazadas o la parodia es tan indispensable para el Fausto de Goethe como para los misteriosos reflejos del Edén y de la Caída en La copa de oro, de Henry James (título que parecería salir del Eclesiastés) o, para las mutaciones desoladas y sardónicas de esta intriga primera, en Esperando a Godot, de Beckett. La enumeración es absurda6G. Steiner, Préface a la Bible hébraïque, traducido del inglés por P.-E. Dauzat, Bibliotèque Idées, París, Albin Michael, 2001, pp. 113-116..
Éste es el fenómeno que interrogarán las siguientes páginas. ¿Cómo la Biblia pudo estar al inicio de nuestra gran tradición literaria? A causa de su autoridad moral y espiritual, sin duda, pero también –de manera que con frecuencia el creyente no ve– a causa de su propia calidad literaria. “La Biblia es por lo menos una literatura y el Dios de Israel es el más grande personaje literario de todos los tiempos”, escribe Erri de Luca, fino lector de la Biblia sin ser creyente7E. de Luca, Un nuage comme tapis, traducido del italiano por D. Valin, París, Payot et Rivales, 1994, p. 9.. Entre esta doble autoridad, religiosa y literaria, de la Biblia y la fecundidad que tuvo en las literaturas, ¿qué relación vemos? Aquí observaremos dos aspectos del fenómeno. La Biblia, por una parte, jugó el papel de matriz en relación con la literatura de Occidente; además de los clásicos griegos, aportó el repertorio de las figuras y de las intrigas que habitan la cultura occidental. Por otra parte, recibió un papel paterno en este engendramiento: la literatura de Occidente ha mantenido con el libro una relación en forma de lucha con el ángel, análoga a la lucha de Jacob en Gn 32. El pensamiento literario se midió con las Escrituras como uno se mide con la autoridad paterna y la ley del padre. En este retrato de familia, la obra de Homero jugó un papel igualmente fundador, aunque distinto –y observaremos interesantes entrecruzamientos en los linajes–. Al final de nuestra investigación se planteará una pregunta: ¿en esta descendencia inesperada, y en particular en los últimos retoños literarios, con rasgos por lo menos inesperados (al modo de la Jerusalén de Isaías), la Biblia –que podría exclamar: “¡Éstos, quién me los engendró!” (Is 49, 21)– se pierde o se salva?
El arte de la narración bíblica
Para percibir mejor la fecundidad de las Escrituras bíblicas en la escritura literaria de Occidente, es importante identificar lo que tiene de particular el arte literario de la Biblia. En su obra L’art du récit biblique, Robert Alter, especialista en literatura comparada, mostró con excepcional lucidez este arte bíblico de contar8R. Alter, L’Art du récit biblique, traducido del inglés por P. Lebeau y J.-P. Sonnet, coll. Le livre et le rouleau 4, Bruxelles, Lessius, 1999.. Una tesis audaz sostiene el conjunto de su estudio: la revolución monoteísta propia de la fe de Israel estuvo acompañada por una revolución literaria. Lo sabemos: la Biblia hebraica toma gran cantidad de su material de las culturas religiosas –en particular mesopotámicas– que la rodeaban (pensemos en la narración de la creación y del diluvio). Pero la Biblia hebraica se separó, por otra parte, del universo mítico de las literaturas del Cercano Oriente a través de un arte de contar sui generis, en acuerdo con el nuevo dato que es el monoteísmo ético de Israel.
Por el lado mesopotámico y egipcio, las narraciones fundadoras escenifican panteones, que son
el lugar de intrigas autónomas que interfieren en el mundo de los seres humanos. Lo que sucede a los humanos es, pues, en gran medida, consecuencia de las intrigas interiores en el mundo de los dioses –y esto desde la Creación, que la narración mesopotámica de Enuma Elish presenta como un combate entre los dioses–. Por su parte, la narración bíblica coloca a un Dios único que, en el misterioso plan de su voluntad, acepta por completo la libertad de los hijos de Adán. ¿En el antiguo Cercano Oriente cuál era el medio literario privilegiado? La epopeya versificada, que encontramos tanto en el Enuma Elish y en Atrahasis como en la epopeya de Gilgamesh, y de la que Alter muestra que es un medio totalizador, inexorable, apropiado a una visión cerrada de la historia y de la relación del ser humano y de lo divino. La Biblia, y es un hecho único en el Cercano Oriente antiguo, recurrió a otro medio literario, el de la prosa narrativa. ¿Por qué este recurso a la narración y a las virtudes de las historias en prosa para decir la historia y sus fundamentos? Porque sólo la prosa narrativa, con un juego complejo y abierto, permite la representación de la relación sutil de las libertades divina y humanas que se encuentran en la historia. En la escena de lanarración, en la simplicidad y la complejidad de la intriga, en el espacio y el tiempo de la interacción de los personajes, asistimos a aquello que escapa a la representación versificada de la epopeya o aun al discurso especulativo –al encuentro del plan de Dios y de la libertad de los hombres9En relación con el discurso especulativo, cfr., P. Ricoeur, “Le récit interpétatif. Exégèse y théologie dans les récits de la Passion”, Recherches de Sciences Religieuses 73 (1985). Un acontecimiento de la historia de la Iglesia tiene aquí valor de parábola. En 1607, el papa Paulo V puso fin a la controversia llamada de auxiliis, entre jesuitas y dominicos, controversia sobre las relaciones mutuas entre la gracia y la libertad. El papa puso fin por una especie de “no aplica”, prohibiendo que cada una de las partes tratara al otro de herético. Suspender de esta manera la querella de los teólogos, también fue reconocer los límites del discurso teológico especulativo en relación con lo que hace la trama de nuestras historias: el encuentro de la libertad de Dios y de nuestras libertades. Lo que escapa a la teología especulativa es, paradójicamente, lo que se da a leer, con alegría, profusión y precisión, en la narración bíblica, en su manera de representar las acciones y las interacciones divinas y humanas.–. Aquí, la intención teológica está completamente metida en la articulación narrativa y, como lo subraya Alter, es “de la comprensión más perfecta del arte literario [que] procede la percepción más aguda de la intención teológica, moral u otra” del texto de la Biblia10Alter, ibid., p. 32..
En la prosa narrativa de la Biblia hay una manera particular de contar, ordenada al proyecto que acabamos de evocar, manera que Erich Auerbach mostró en 1946 en su estudio Mimésis. La représentation de la réalité dans la litterature occidentale11E. Auerbach, Mimésis. La représentation de la réalité dans la litterature occidentale, traducido del alemán por C. IEM, coll. Tel 14, París, Gallimard, 1968 (1946).. Para lograr que se percibiera esta manera específica, Auerbach juega con el contraste entre la Biblia y la Odisea, de Homero12Auerbach se muestra fiel aquí a la recomendación de Chateaubriand: “Se ha escrito tanto sobre la Biblia, se ha comentado tantas veces, que el único medio que queda quizá para sentir su belleza, es acercarla a los poemas de Homero” (Le génie du christianisme, segunda parte, libro V, cap. III).. Lo propio de Homero, explica Auerbach, es colocar todo en el primer plano de la narración, bajo una luz igual y sin una tensión verdadera: la fisonomía de los personajes como sus pensamientos y sus sentimientos, las grandes líneas como los detalles de la acción. El narrador bíblico, por su parte, se limita a los primeros planos más sobrios –tan sobrios, de hecho, que son significantes– y da, por lo mismo, a su narración, planos de fondo dramáticos.
Difícilmente imaginaríamos contrastes estilísticos más agudos que los que se revelan al comparar estos dos textos, ambos antiguos, ambos narrativos. Por una parte [en la Odisea], fenómenos exteriorizados, bajo una luz igual, local y temporalmente determinados, ligados en un perpetuo primer plano: pensamientos y sentimientos expresados; acontecimientos que se cumplen con indolencia y sin mucha tensión. Por otra parte [en el Génesis], el único rostro de los fenómenos que se encuentra exteriorizado es el que importa al final de la acción, el resto permanece en la sombra; el acento sólo se pone en los momentos decisivos de la acción, lo que sucede en el intervalo es lo esencial; el tiempo y el lugar son indeterminados y piden una interpretación; los pensamientos y sentimientos no se expresan, el silencio y las palabras fragmentarias se limitan a sugerirlos; el todo se somete a una constante tensión, orientado hacia un fin, y por ello mucho más homogéneo, permanece misterioso y deja adivinar un trasfondo13Auerbach, Mimésis, p. 20. .
Si es omnisciente, compartiendo como por inspiración la omnisciencia de Dios, el narrador bíblico sólo muestra su omnisciencia con una selectividad drástica14Cfr., en relación con esto, mi estudio “Y a-t-il un narrateur dans la Bible? La Genèse et le modèle narratif de la Bible hébraique”, en Bible et littérature. L’homme et Dieu mis en intrigue, coll. Le livre et le rouleau 6, Bruxelles, Lessius, 1999, pp. 9-27.. A veces le sucede informarnos de lo que Dios sabe de un personaje o de una acción, pero, regla general: nos conduce a través de la oscuridad, “oscuridad más o menos densa, que iluminan aquí intensos, pero estrechos, rayos luminosos, y allá, luminiscencias fantasmagóricas, y más allá, rayos intermitentes”15Alter, Art, p. 173. (a diferencia del narrador de Homero, que siempre hace que sus personajes sean luminosos, incluso cuando, como en la Ilíada, se juegan las pulsiones más irracionales de su corazón). El narrador bíblico es de manera muy notable explícitamente discreto en lo que concierne a las motivaciones de los personajes. No sabemos nada, por ejemplo, de los sentimientos de Abraham en el famoso episodio del Gn 22; tenemos derecho a la descripción de algunos actos que hace, mínimos, pero determinantes (Abraham enciende la leña para el fuego en cierto momento de la narración; toma el cuchillo en otro), y a la transcripción de algunas palabras que pronuncia (“heme aquí”, o [a los sirvientes que reenvío] “Isaac y yo regresaremos”). Para sondear las profundidades del debate que anima a Abraham ante su Dios, nos vemos obligados a interpretar. ¿Por qué Abraham toma el leño para hacer fuego (v. 3)? ¿Por qué anuncia a los sirvientes “regresaremos” (v. 5)? ¿Para no alarmarlos (para que no lo desvíen de su trayecto en la obediencia)? ¿O por qué, a pesar de todo, espera que todo salga bien? Sólo podremos entrar en la vida interior de Abraham después del vuelco del episodio, en la revelación que hace el ángel de YHWH: “Ahora sé que temes a Dios” (v. 12). Descubrimos, retrospectivamente, que ése era el único sentimiento que importaba, ese sentimiento que guiaba a Abraham, a su obediencia y a su esperanza contra toda esperanza. Pero ¿qué profundidades psicológicas y espirituales no habremos sondeado mientras tanto? “Los sobrios primeros planos bíblicos [comenta Alter] hacen surgir profundos trasfondos y así abren mundos de interpretación posibles”16 Alter, Art, p. 157..
La elipsis narrativa es, sin lugar a dudas, el procedimiento más significativo de este tipo de narración. Cuando Daniel bajó a la fosa de los leones y el rey puso los sellos en la piedra que cubría la fosa, el narrador no nos dice nada sobre lo que sucedió en el lugar de la fosa entre Daniel y las bestias, prefiere seguir al rey en sus departamentos y en su insomnio, y nos hace regresar con él de madrugada “rápidamente” al foso (Dn 6, 18-20). En el episodio sobre el adulterio de David con Bethsabé (2 Sm 11), el marido ¿sabía que ella lo engañaba con David? (2 Sm 11). Algunos indicios permiten pensar que sí, otros que no17Cfr., M. Sternberg, The poetics of biblical narrative, Bloomington, Indiana University Press, 1985, pp. 190-222.. Aunque después (en Dn 6) ponga o no en claro las cosas (en 2 Sm 11), el narrador obliga al lector a tener hipótesis y a revisarlas interminablemente a lo largo de la lectura.
Como en la lectura de escritores impresionistas como Conrad y Ford Maddox Ford –escribe Alter–, estamos obligados a interrogarnos sobre los personajes y sobre sus motivaciones a partir de hechos fragmentarios, mientras que importantes elementos de la exposición narrativa nos son retirados estratégicamente –lo que vuelve más complejas y, a veces, nebulosas las perspectivas en las que de entrada situamos a los personajes. En otras palabras, hay una dimensión de misterio que no deja de apegarse a los actores de la narración, dimensión a la que los autores bíblicos dan una consistencia concreta gracias a su método de presentación18Alter, Art, p. 172-173..
Este extremo laconismo del narrador suscita un arte de leer apropiadamente:
Por primera vez, quizás, en la literatura narrativa la significación fue concebida como un processus, que requiere una continua revisión […], una constante suspensión del juicio, un tomar en cuenta las múltiples posibilidades de sentido y una atención sostenida en las lagunas de la información que da el texto19Alter, ibid., p. 22..
Nos queda por ver cómo la literatura occidental explotó ampliamente esta particularidad del texto “matricial”.
La Biblia como matriz literaria
Podemos decir que la literatura de Occidente se aplicó con abundancia a llenar los “blancos” de la Escritura. El cuerpo literario de Occidente tiene algo del palimpsesto; nació por un proceso indefinido de reescritura de las intrigas recibidas de la Biblia (sin olvidar, por supuesto, la matriz griega) –intrigas en las que se enunciaba, de manera en cierta medida insuperable, el inicio, el fin y la peripecia central de la historia–. Este proceso tuvo una naturaleza esencialmente de suplencia –se trataba de paliar las indeterminaciones que engendraron las elipsis de la narración–. Es un proceso iniciado por la tradición judía antigua, en su gran obra de traducción (los Setenta y el Tárgum) y de interpretación (el Midrash). De modo inmemorial, la tradición rabínica se enfocó en los “blancos” de la Escritura. Sobre el acontecimiento del Sinaí, el Midrash dice lo siguiente: “Y la escritura de Dios sobre las tablas era ‘fuego negro sobre fuego blanco’” –fuego negro de las letras sobre fuego blanco del espacio “interliteral” e interlineal20Tanhouma, Bereshit, 1.–. Esta valoración del blanco del texto tiene que ver, primero, con el genio de la lengua hebraica que David Banon, en su bella introducción a la lectura del Midrash, llama una “lengua intersticial”21D. Banon, La lecture infinie. Les voies de l’interpretation midrachique, París, Seuil, 1987, p. 177.. En hebreo sólo las consonantes son decisivas, y en el texto sagrado únicamente ellas se consideran inspiradas. Las vocales se prestan a la interpretación (que por ese hecho puede, en algunos casos, “vocalizar” sentidos diferentes en una misma palabra consonántica). Pero también se debe a la poética narrativa de la Biblia que, como lo vimos, multiplica a propósito las elipsis, los silencios y las omisiones. Así, ¿por qué la ofrenda de Caín, a diferencia de la de Abel, no fue del gusto de Dios? El narrador elige no revelar la motivación de la elección divina: “YHWY giró su rostro hacia Abel y su ofrenda, pero separó su mirada de Caín y de su ofrenda” (Gn 4, 4-5). Entonces hay una elipsis en el texto, la omisión del “porque…”, que la tradición interpretante, en los Setenta, el Tárgum y el Midrash, se ingenió para completar22Cfr., la carpeta reunida en Caïn et Abel, Genèse 4, Cahiers Évangile Supplément 105 (1998)..
La literatura entró en el mismo juego23El parentesco entre ambos procedimientos es tan grande que R. Alter no duda en caracterizar las reescrituras propiamente literarias como “alusiones midráshicas” (Cfr., The pleasures of Reading in an Ideological Age, Nueva York, Simon and Schuster, 1989, pp. 132-133; cfr., también la recopilación de estudios publicados por G. H. Hartman y S. Budick, Midrash and Literature, New Haven, Yale University Press, 1986.. Según su genio propio, ella también amplificó el hecho tan lacónico de la Biblia: los personajes debieron pensar o hablar más de lo que el narrador quiso reportar; debieron tener razones para hablar y actuar más allá de lo que el narrador bíblico consintió en decirnos. En el Libro de Job, la mujer del sabio sólo se menciona una vez, en el capítulo 2: “¿Qué perseveras aún en tu integridad? ¡Maldice a Dios y muere!” “Hablas como una mujer insensata”, le responde Job (Jb 2, 9-10). En su novela corta, La femme de Job, Andrée Chedid dio voz y rostro a este personaje que surge y desaparece bruscamente:
Entonces la mujer habla, habla alto, habla bajo. Recorriendo lo que queda de su casa, yendo y viniendo por el sendero de las viñas destruidas, del río seco, la mujer habla. Habla con y contra la Historia, con y contra los humanos, que tienen bondad y violencia en sus huesos. La mujer habla con todo lo que brota de sus entrañas y se eleva hacia quién sabe dónde. Habla, para sí misma y para cada uno. Trata de completar su pensamiento, fijar sus sentimientos, captar las razones de ese saqueo. Recoge palabras de aquí, de allá, esperando, a través de esta cosecha desordenada, descubrir la palabra que aliviará a Job y que los sostendrá24A., Chedid, La femme de Job, París, Calmann-Lévy, 1993, pp. 27-28..
El libro más pequeño de la Biblia, el Libro de Jonás, suscitó por su mismo laconismo gran cantidad de reescrituras. Los poetas, los novelistas, los ensayistas, los psicoanalistas (Ch. Baudelaire, I. Calvino, J. Chessex, J.-P. de Dadelsen, R. Frost, J. Grosjean, F. Kafka, H. Melville, D. Sibony, Ph. Sollers, M. Tournier) leyeron entre líneas, entre las palabras del cuento bíblico, como desafiados por la elipsis inicial, que gobierna el conjunto de la intriga: ¿por qué Jonás, enviado por Dios al Este, se escapa al Oeste? “En ese momento entendí –explica el Jonás de J. Chessex– que siempre había soñado con un vientre al cual regresar, en el cual acurrucarme y alojarme para toda la eternidad”25J. Chessex, Jonas, París, Grasset, 1987, p. 25..
En materia de reescritura supletiva, la palma le toca, evidentemente, a Thomas Mann que hizo de la historia de José y sus hermanos –trece capítulos del Génesis– una novela de 1600 páginas, en cuatro volúmenes. En un estudio titulado Joseph et la femme de Putiphar. De la Genèse a la reescritura de Thomas Mann26A. Wénin, “Joseph et la femme de Putiphar. De la Genèse a la réécriture de Thomas Mann”, en Bible et litterature, L’homme et Dieu mis en intrigue, coll. Le livre et le rouleau 6, Bruselas, Lessius, 1999, pp. 123-167., André Wénin se concentró en el intento de violación de José por la mujer de Putifar, el dueño de la casa en la que José era mayordomo (Gn 39, 7-20). Algunos versículos bíblicos, exactamente catorce, dan lugar para Mann a una amplia narración de 220 páginas. Así, en relación con la invitación de la mujer a José –“Acuéstate conmigo” (Gn 39, 7)–, Mann escribe, no sin ironía hacia el narrador bíblico que sólo puso esas tres palabras: “En verdad, nos sobrecoge el temor ante la brevedad truncada de una relación que toma tan poco en cuenta las marcas imponderables de la vida, y rara vez resentimos más que en ese momento el perjuicio que una concisión y un laconismo extremo infligen a la verdad”27Wénin, “Joseph”, p. 285..
Por eso Mann, en los blancos del texto bíblico, aprovechando los datos del Tárgum y del Midrash despliega una larga narración para intentar iluminar, con la mayor fineza posible, el rostro oculto del encadenamiento recíproco de los sentimientos y los actos, así como la infinita complejidad de las relaciones humanas enfrentadas con la desdicha. De esa manera, un texto de media página se vuelve una narración de 220 plenas y suntuosas que él mismo califica como la “parte más novelesca” de la obra28 Ibid, pp. 132-133.
La lucha con el padre
A la perspectiva supletiva que acabamos de evocar hay que añadir otra más dramática.
La historia de la literatura, explica el crítico literario John Hollander, puede entenderse como una dialéctica de preguntas y respuestas:
Un poema trata a un poema anterior como si éste hiciera una pregunta y él le respondiera, lo interpretara, lo glosara, lo corrigiera de todas las maneras en que un poema puede decir: “En otras palabras…” En este sentido, toda la historia de la poesía puede considerarse como una cadena de respuestas a los primeros textos –Homero y el Génesis–, respuestas que se vuelven cuestiones para las generaciones posteriores, encargadas a su vez de responder29J. Hollander, Melodius Guile. Fictive Pattern in Poetic Language, New Haven y Londres, Yale University Press, 1988, p. 56 (la traducción es mía)..
Harold Bloom entiende esta dialéctica de modo genealógico: uno siempre es hijo de un “padre” literario, discípulo de un maestro, de un precursor o de un profeta. Baste pensar en la frase de Victor Hugo –“Quiero ser Chateaubriand o nada”– y añadir que el primer Rimbaud buscó escribir según la manera de Hugo. Genealógica, esta relación tiene algo de edípico30Al inicio de su estudio Canon and creativity. Modern writing and the Authority of Scripture, New Haven, Yale University Press, 2000, p. 3, R. Alter celebra el esfuerzo de Bloom, aunque tomando distancia precisamente en este punto. La relación que Alter prefiere designar bajo el término de “alusión midráshica” no deja de ser conflictiva, cfr., Pleasures, pp. 133-134.. A Bloom le gusta referirse a Freud (que cita el Fausto de Goethe): “Lo que heredaron de sus padres, luchen por hacerlo suyo”31Bloom, Ruiner, p. 15.. En su obra The Anxiety of Influence, Bloom desprende a las figuras (en el sentido de figuras retóricas) de esta genealogía literaria32Bloom, The Anxiety of Influence. A Theory of Poetry, Oxford, Oxford University Press, 1973.. Con frecuencia éstas toman la forma de antagonismos; el heredero busca corregir o completar a su precursor, suprimir la memoria, apropiarse de su “Yo”, lograr que la obra más característica del padre esté escrita por el hijo, etcétera33Cfr., igualmente los estudios reunidos en H. Bloom, Agon. Towards a Theory of Revisionism, Oxford, Oxford University Press, 1982.. Estas relaciones de filiación literaria son aún más dramáticas si la autoridad del “padre” es poderosa. La Bibilia, Shakespeare, Freud: he aquí, según Bloom, “los textos más poderosos” en el origen de las genealogías atormentadas de la modernidad literaria34H. Bloom, Poetics of Influence, New Haven, Schwab, 1988, p. 423..
De esta lucha, a veces la Biblia sale cojeando, con la cadera dislocada, o aun rota. Así, las apropiaciones de Job, la modernidad, en particular en el teatro del absurdo, con Ionesco, Beckett, Obaldia, se saltan gustosamente el epílogo del libro; no les sirve el happy end del cuento.
La queja de los personajes becketianos contra un Dios que no levanta a “todos los que caen” –escribe Marc Bochet– se une a la de Job abandonado sobre su montón de basura. Las ruinas de Beckett se entregan a su triste suerte de hundimiento sin que ninguna trascendencia los socorra: pueden esperar a Godot, no llega […]. Por eso, los personajes de Beckett, frustrados por su espera vana de un salvador, acabarán maldiciendo a ese Dios sordo y mudo, como lo hacer Mr. Tyler en Tous ceux qui tombent: “Tyler es un Job moderno”35 M. Bochet, Job après Job. Destinée littéraire d’une figure biblique, coll. Le livre et le rouleau 9, Bruxelles, Lessius, 2000, p. 15..
“No hay epílogo”, dice, por su parte, el último capítulo de La femme de Job, de Andrée Chedid. La grandeza del Job moderno es la del hombre aplastado que, al levantarse, mantiene “la verticalidad de la esperanza”36Ibid., p. 129. e interpela a lo divino sin esperar de él ningún restablecimiento.
La “violencia” que se le hace al texto escriturístico puede ir más lejos. En su estudio Canon and Creativity. Modern writing and the Authority of Scripture, el título que Alter da al capítulo que consagra a Kafka es “Torcer la escritura” (Wrenching Scripture)37R. Alter, Canon and Creativity. Modern writing and the Authority of Scripture, New Haven, Yale University Press, pp. 63-96.. Alter escruta ahí las múltiples alusiones al Génesis y al Éxodo que están regadas en la primera de las novelas de Kafka, Amerika (1912, publicada en 1927). La manera en que Kafka trata ahí a la Escritura, escribe Alter, es “a la vez tradicional e iconoclasta”38Ibid., p. 66 (la traducción es mía). Es tradicional en la tensión y agudeza espirituales con las que Kafka escruta el texto sagrado –poniendo en acto la palabra de la Mishnah: “Da vueltas [a la Escritura] y más vueltas, porque todo está en ella”39 R. Ben Bagbag, Pirqei Abot, 5, 22.–, o aún en el ingenio midráshico con el que viste a la Escritura y la hila narrativamente; es iconoclasta en la propensión de Kafka “de imprimir al texto una rotación de 180 grados, de extirpar valores e ideas opuestas a las que el texto bíblico quiere transmitir, ciertamente contrarias en cualquier caso a las del consenso interpretativo de la tradición. Si Kafka es un lector midráshico de la Escritura, lo que propone es con mucha frecuencia un midrash herético”.
Si Kafka “tuerce” la Escritura, que para él sigue siendo un texto sagrado, en la novela faro de la modernidad literaria, que es Ulises, se da un paso más en este sentido. Con una erudición y una ironía vertiginosas, Joyce conjuga la trama de la Biblia hebraica con la de la Odisea de Homero, al punto de alinear las dos narraciones fundadoras en lo que Alter llama un “canon sinóptico” ya profano.
En la Biblia y en la Odisea, Joyce ve las dos grandes narraciones del origen y los dos grandes modelos, en nuestra tradición, de la trayectoria de la vida de los mortales. Para él, todo finalmente deriva de estos dos textos fundadores, y su primacía en la representación y en la inteligencia de la experiencia humana se asume desde la primera página de la novela –en la que un hombre, que lleva el nombre del profeta hebreo Malaquías, se confronta con un hombre que lleva el nombre del héroe mítico griego, Dédalo–, hasta su final.
El héroe de Joyce, Leopold Bloom, es a la vez griego y judío. Avatar de Ulises en busca de la Ítaca de su amor, es también, pero no sin ambigüedad, una figura bíblica, un nuevo Moisés, un nuevo Elías, precursor del mesías y, al mismo tiempo, por la ausencia absoluta de voluntad de dañar lo que habita en el interior de un mundo desgarrado, un nuevo mesías. En las dos obras fundadoras, Joyce encontró el paradigma, familiar, por una parte, nacional, por la otra, de nuestra condición de criaturas arrojadas en el exilio de la existencia y animadas por el deseo de un regreso a la unidad del origen. Pero Joyce hace que la Biblia juegue ese papel de paradigma despojándola, por su ironía, de cualquier pretensión propiamente religiosa. “Joyce, al parodiar la Biblia, de manera repetida y con frecuencia exuberante, descarta tácitamente su pretensión a cualquier autoridad trascendente, afirmando por el contrario su canonicidad puramente literaria, simétrica a la de la Odisea”.
Si la literatura moderna llega a amputar la Escritura, a torcerla o a “profanarla”, también le da una nueva resonancia, que el lector creyente no debería despreciar, pues en muchos casos, y en particular en los que evocamos aquí, la literatura asocia el dato bíblico con su propia inquietud espiritual.
Sin la nobleza de las escrituras –escribe Paul Beauchamp– no habría Escrituras santas, ni Libro inspirado, si el libro, en sí, no tuviera una destinación tan alta. Este acercamiento íntimo, “familiar”, no expone a ningún riesgo de confusión entre la Biblia y otros escritos: la Biblia está hecha para descifrarse y resonar en medio de otras letras y por ellas; no debemos temer que pierda su tonalidad propia. Más bien salgamos de una incoherencia que consiste –porque hay que iluminar la Biblia a través de los escritos antiguos del Cercano Oriente– en abstraerla del medio y de la acústica, no menos apropiada que, de manera muy diferente, la de nuestra literatura.
Si la inquietud de Joyce, la de Kafka o la del teatro del absurdo dañan cierta inteligencia de la Escritura, también le dan una resonancia inédita –que me interesa escuchar hoy–. El creyente puede meditar interminablemente en el hecho de que esta inquietud se exprese, ahora y siempre, recurriendo a la “lengua” de la Biblia. Lo que llaman la gracia tiene una historia común con la ironía, y el tratamiento a menudo irónico que la literatura moderna reserva al dato escriturístico no deja de ser benéfico: la ironía literaria no tiene igual en la desactivización de las bombas que otros se ingenian en poner en los escritos sagrados. Pero no debemos equivocarnos: en la mayoría de esos autores, poetas, novelistas o dramaturgos, esta ironía procede de una inquietud propiamente espiritual. Le toca al creyente escuchar esta inquietud, y escucharla hasta el final. También le toca escuchar esta inquietud en la “lengua” en la que eligió expresarse –en la “lengua” de la Biblia– y, una ironía por otra, de encontrar en esta Biblia con qué cargar la inquietud moderna ante Dios.
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