¿Cómo repercutió la cultura alfabética y del “lenguaje” sobre el mundo de la cultura oral? ¿De qué manera interviene la tecnología? ¿Cuáles son sus efectos en la actualidad? Esta reseña de The Alphabetization of the Popular Mind1, de Iván Illich y Barry Sanders, explora algunas posibles respuestas que surgen de la lectura de dicha obra, y analiza las modificaciones de las nuevas formas de leer que han emanado de las transformaciones del habla y la lengua.
EL INVENTO DEL ALFABETO FUE históricamente el primer paso hacia una corrupción del arte de escuchar: incitó a no prestar tanta atención a la persona que nos quiere decir algo como a su mensaje, a la información que supuestamente contiene y a su código. Por cierto, estos tres últimos términos son eminentemente modernos, pero lo que designan se encuentra en una línea de continuidad con el alfabeto, cuya novedad fue transformar un evento que se desenvolvía en el tiempo –la palabra– en un hecho espacial –la página–. Para entender esta transformación pensemos en las caricaturas en las que salen de la boca de los personajes globos con palabras, que se llaman técnicamente filacterias. A partir de su invento en Grecia en el octavo siglo a. C., el alfabeto incitó gradualmente a sus lectores a analizar lo dicho por un interlocutor carnal como si fuera una filacteria, es decir, a restar de manera progresiva su confianza a las palabras aladas de un interlocutor de carne para depositarla en su transformación, real o imaginaria, en un texto. Lo que hoy llamamos la comunicación representa, sin duda el paroxismo de este desvío de confianza inherente al alfabeto, desvío que también es una des-encarnación del otro.
Amén del libro co-escrito con Barry Sanders, Illich escribió varios artículos y libros dedicados a los efectos del alfabeto sobre la cultura antigua, pero, aun más, sobre la cultura medieval a partir de una revolución en la tecnología de la escritura y la etología de la lectura en el siglo XII2. El libro reseñado aquí es el primero de esta serie, publicado por una editorial comercial. No es el mejor, pero tiene las cualidades de una primera formulación: es (quizá demasiado) contrastado e incita a la controversia.
Los editores de Voz de la tribu me pidieron ubicar la posición de Illich y de su coautor en una controversia precisa, la que en un momento dado opusieron los amigos Iván Illich y Paulo Freire. en torno a la legitimidad de la alfabetización de la mente oral. Autor de La pedagogía del oprimido3, Freire veía el alfabeto como un instrumento de liberación a la vez del oprimido y del opresor. En mi opinión, esta controversia ha perdido su razón de ser y oculta lo que me parece significativo en este momento, a saber, el debate interior de Illich en torno a su propio apego a la cultura alfabética y su cuestionamiento del nuestro:
• Iván Illich era profundamente bibliotrópico, orientado hacia la cultura del libro, la “lectura libresca” –o “bookish Reading”, como decía George Steiner–, que fue la gloria de la cultura alfabética. Leía libros en más de diez idiomas. Pero este letrado veía lo que la alfabetización forzada –la escolarización obligatoria y, últimamente, la anexión al mundo de la comunicación– había hecho a la mentalidad popular: le habían quitado el habla (oral) y la habían forzado a adoptar una lengua (escrita) que Illich llama irónicamente “la lengua materna enseñada” y que, desde el reformador de la lengua española, Antonio de Nebrija, a finales del siglo XV, fue, al lado de la espada, el principal instrumento de dominio del Estado naciente.
Durante la época de la lectura libresca, habla y lengua se mantuvieron en cierto equilibrio precario. En cambio, la actual época de la comunicación es la época del ocaso, tanto del habla como de la lengua. Illich quería que el habla sobreviviera bajo la lengua, o a un lado de ella, por lo que no promovía la alfabetización de las hablas, como el portugués popular de Brasil, por ejemplo. Este hombre eminentemente orientado hacia la cultura alfabética, no la divinizaba como lo hace la mayoría de los educadores-alfabetizadores.
• La otra parte del dilema de Illich es que, en medio de la catástrofe posalfabética contemporánea, veía más claramente que nadie que la lengua –es decir, la lengua escrita– es paradójicamente lo único que puede salvar lo que nos queda de sentido del habla.
Inicialmente, yo había pensado comenzar esta reseña de un libro dedicado a los efectos simbólicos del alfabeto sobre la mentalidad popular con un comentario de su penúltimo capítulo, titulado “De la lengua materna enseñada a la neohabla…”. Este capítulo trata del escritor George Orwell (1903-1950) que en su novela premonitoria 1984, hizo una caricatura de una forma particular de hablar, que llamó la neohabla. Con este nombre, Orwell examinó lo que ocurre cuando los hablantes de una lengua ordinaria, aun en gran parte oral, a pesar de tener escritura, empiezan a tratarla como si pudiera ser reducida a un texto o a un código. Si corté lo que había escrito sobre 19844 es porque caí en la cuenta de que la opresión de una lengua transformada en código e información es más insidiosa que la violencia de Estado extrema imaginada por Orwell. Redactado en 1948, 1984 (84 = 48 al revés) es una parábola sobre seres humanos obligados a comunicar sin lenguaje humano mediante el odio organizado.
La fábula de Orwell pone en escena una sociedad que sobrevive la “renuncia”, supervisada por el Estado, al lenguaje (habla y lengua) por parte de sus miembros. La dictadura estatal preexiste a esta renuncia. Para entender lo que nos ocurre, debemos imaginar que esta renuncia precede la intervención del Estado y, de hecho, fomenta su poder.
Hoy el dominio de la comunicación digital sobre la cultura alfabética y lo que le quedaba de oralidad es una nueva forma de poder que la sociedad civil le ofrece al Estado, un poco como en la fábula de Hobbes: el miedo a la violencia posible en los encuentros con desconocidos incitó a los hombres a depositar su poder y su autonomía a los pies de un Leviatán5. Sin embargo, las razones por las que sacrificamos a la vez la lengua y lo que nos quedaba de habla a los pies de un Leviatán digital no se pueden reducir a una cesión de autonomía por seguridad, aunque, al apropiarse el poder que le concedemos, el Estado no deja de evocar este argumento. El Leviatán digital propone curarnos, más que del miedo, de los sentimientos de soledad, aburrimiento y frustración. Nos ofrece algo que el Leviatán clásico no podía: modos de comunicación sin contacto personal hasta con nuestros seres más cercanos. Al plantear un modelo de relación sin confrontación ni controversia, el Leviatán digital no sólo está transformando la política, sino que también: modifica radicalmente las relaciones cercanas tanto en la amistad como en la familia. Su eslogan parece ser: “escojo ausentarme de ti para poder hablarte”. Coloca a quien va tragar en una espuria zona de confort en la que puede hacer abstracción de los demás. El Leviatán clásico ofrecía seguridad en los encuentros con desconocidos. El Leviatán digital ofrece nuevos modos de comunicación sin contacto personal tanto en la lejanía como en la cercanía. Internet es un sistema, y como tal, no tiene intenciones. Pero los que diseñan sus Apps tienen propósitos de poder y buscan los medios para alcanzarlo en los departamentos de psicología, por ejemplo6.
No tomemos estrictamente 1984 como una premonición del Leviatán digital que se instaló entre nosotros y de su lenguaje de solitarios interconectados. La neohabla era el “tipo ideal” de un lenguaje del que Orwell pensaba que nunca podría ser hablado porque sus hablantes serían totalmente distintos de los hombres y de las mujeres que se podían conocer en 1948 y cuya lengua aún tenía rastros de oralidad. Su hazaña consiste en haber ideado un complot malévolo que impone este tipo de código en la vida cotidiana. No podía prever que, en nuestro tiempo, “tanta gente (…) intentaría convencerse de que se ‘comunicaba’ entre sí…”7.
El alfabeto se distingue de todas las otras formas de escritura, incluso de la que se inspiró: la escritura consonántica de los fenicios. Algunas de sus características –de las que carecen todas las otras formas de escritura– ya parecen lejanas premoniciones de un mundo en el que no tengo que prestar atención a mi interlocutor carnal, sino al mensaje que emite.
Algunos de los temas tratados en este libro son, en orden histórico regresivo:
• La degradación hoy –en una especie de suicidio– de la cultura escrita, amenazada por la educación y la comunicación modernas;
• Los efectos del pergamino, de los sellos, de la tinta y la pluma sobre la visión del mundo hace 800 años;
• La interacción del alfabeto con las fórmulas de la cultura oral desde el octavo siglo a. C. en Grecia.
No podremos abordar el tema de la negación de la cultura oral por los efectos secundarios de la alfabetización obligatoria sin recordar la paradoja inherente a este argumento: la cultura escrita es, hoy, el último baluarte contra la disolución de la lengua en los “sistemas de información”8.
Antes de empezar hay, además, que clarificar tres puntos:
• La escritura alfabética se distingue en algo de todas las otras escrituras conocidas, incluyendo las letras semíticas en las que se inspiró: es un sistema fonético completo capaz de reproducir el habla como si fuera en una grabación, característica imitativa que amenaza la cultura oral;
• Leer es una actividad psicomotora que ha tenido diversas formas en los veintisiete siglos trascurridos desde la invención del alfabeto;
• Las técnicas constitutivas de la escritura alfabética –consonantes, vocales, interrupciones de la voz entre palabras, párrafos, títulos– son hechos históricos: la escritura alfabética no es un “hecho natural” y hay que evitar proyectarla sobre mundos o tiempos donde no existe, por tanto es absurdo hablar, por ejemplo, de un “texto oral”.
El libro reseñado trata de entender cómo llegó a existir una sociedad alfabetizada, con su tendencia a prestar atención a lo dicho, inmovilizado por la escritura más que por el hablante vivo, y a tratar el lenguaje como un código. Examina cómo algunos conceptos no pueden existir sin referencia al alfabeto, como por ejemplo el pensamiento y la lengua, la mentira y la memoria, la traducción y, en particular, el sí mismo. Si concordamos en que estas categorías tuvieron un inicio, también debemos admitir que pueden llegar a su fin9. Un abismo nos separa del dominio de la oralidad. Otro, opuesto y disimulado tras una nube, equipara las letras con bits de información y degrada la lectura y la escritura10.
No podremos abordar el tema de la negación de la cultura oral por los efectos secundarios de la alfabetización obligatoria sin recordar la paradoja inherente a este argumento: la cultura escrita es, hoy, el último baluarte contra la disolución de la lengua en los “sistemas de información”.
La historia se hace posible cuando la palabra se transforma en palabras, palabras fijadas por la escritura. El territorio de los historiadores es la isla de la escritura. Lejos de las playas de esta isla, las memorias no se hacen palabras. Cuando no se dejan palabras atrás, el historiador no encuentra fundamentos para su construcción. No hay puentes entre el archipélago de la oralidad y la isla de la escritura alfabética. Sin letras para inmovilizarlo, el pensamiento tiene alas inseparables del habla: como él, siempre es “ya ido”, tal un pájaro en vuelo.
Cada texto original o “auténtico” es el recuerdo de algo que fue oído. Algún escribano genial escuchó a Homero y el resultado es La Ilíada y La Odisea. Es tarea del historiador elaborar las herramientas que le permita reconocer cuáles de esos restos orales fijados en la arcilla o en el pergamino son “textos auténticos”, es decir, textos no basados en otros textos, sino representando la primera fijación de un discurso oral. A partir de su fijación, los textos se erigen en memoria que no necesita conservarse más en la mente porque el pergamino se encarga de hacerlo. Antes del alfabeto existían, en todas la culturas orales, dispositivos mnemónicos hechos de gestos, objetos, murmullos litúrgicos, sacrificios rituales que ligaban el habla a movimientos corporales. Sería un grave error ver la memoria alfabética como un perfeccionamiento de estos dispositivos y gestos. Para los autores, el verdadero sentido de “palabra” es: bloque de construcción gramatical antes y después del cual la pluma deja de estar en contacto con el papel. La palabra es el elemento de lo que llamamos “la lengua”. Sólo el alfabeto tiene el poder de crear “lengua”. En cambio, el elemento de la narración oral es el epíteto, la fórmula. Se dice que los pueblos orales “hablan en proverbios”, queriendo decir que, para expresar una situación existencial nueva, se sirven de una fórmula estándar tomada de un vasto acervo. En los tiempos homéricos, los bardos, aedos o rhapsodoi, componían sus cantos épicos con fórmulas de este acervo, agrupadas en hexámetros. Antes del alfabeto no puede haber contenido distinto de la palabra alada que siempre se escapa antes de haber sido completamente entendida. No hay temas que maestros pudieran tener la tarea de enseñar, y por tanto, no hay “educación” ni “escuela”. En contraposición, “[n]uestras mentes alfabetizadas conciben el discurso como el uso de la lengua y pensamos en ésta como algo que sobrevive al discurso, como algo que deja trazas”11. Otra diferencia entre la lengua y el habla es que la última deja trasparecer el género (femenino o masculino) del hablante. “El contraste de género en el habla se pierde cuando se congela en la página. No sobrevive el salto del tiempo puro del habla a la dimensión espacial de la escritura”12.
Con sus vocales y consonantes, el alfabeto, la primera escritura fonética completa, sirve para grabar sonidos y sólo para eso. Contrariamente a lo que hacen las otras formas de escritura, sólo a través de estos sonidos se proporciona sentido. Por tanto, el alfabeto hace exactamente lo contrario de los jeroglíficos, los ideogramas y, más importante, las letras semíticas (fenicias).
En el siglo VIII a. C., mercaderes griegos adquirieron la serie de las consonantes semíticas de marchantes sirios en las costas de Asia Menor. Dejaron intacta la secuencia de las letras, casi sin cambiar sus nombres, pero pervirtieron el uso de estas letras. (…) Cuatro de las letras semíticas no tenían uso para los griegos, para quienes representaban ruidos bárbaros. Los griegos del siglo VIII las usaron para indicar vocales. En el alfabeto o “betabeto” semítico, las líneas de consonantes en el rollo permitían –no sin cierto grado de adivinanza– dar voz otra vez a lo que fue dicho. Las letras alfabéticas lo congelan visualmente en la página.
Con la posibilidad de fijar el flujo del discurso en transcripción fonética, emergió la idea de que el conocimiento –la “información”– podía ser guardado en la mente como en una bodega, y que siempre había sido así. Quien rompió con este paradigma fue el joven helenista americano Milman Parry (1902-1935) en su tesis de doctorado de 1928 en la Sorbona de París13. Al componer un canto épico, el bardo prealfabético no dispone de una reserva de memorias. Más bien parece tener en la espalda un morral lleno de formulae con las que hila la trama de un cuento. Estas fórmulas son las mismas que la gente oral usa para expresar la mayor parte de su acontecer y sus emociones. La tesis de Parry es que La Ilíada y La Odisea solamente pudieron resultar de una recitación oral al ritmo de hexámetros14.
Sólo a partir del Medioevo las letras transformaron radicalmente a la sociedad. A partir del siglo XII, “…ni las herejías, ni las nuevas órdenes religiosas, ni las ciudades nuevas con sus universidades pueden ser entendidas sin la expansión de una palabra que no era solamente dicha, sino leída”15. Pero más importante aún, las letras cambiaron a la sociedad mediante la penetración de su simbolismo bajo la piel de la cultura. La razón por la que es casi imposible referirse a esto es que todas las categorías en las cuales podemos hablar de sociedades pasadas han sido adquiridas en la lectura. Por tanto, estas categorías están hechas para hablar de una sociedad en la que las relaciones sociales dependen de la lengua escrita. Por ejemplo, casi no podemos evitar caer en la absurdidad de ver, en las tradiciones orales que sobreviven, “literaturas orales”.
La conclusión de esta reseña no sigue estrictamente a los autores Illich y Sanders, sino que presenta reflexiones nuevas de Illich que se publicaron en el primer número de esta revista16. El uso universal del libro fue el núcleo de la religión secular de Occidente. Pero la realidad social occidental dejó atrás la fe en el libro. Desde que el libro ya no es la razón de ser de las instituciones educativas se ha perdido todo control sobre la proliferación de los textos y los soportes en los que se manifiestan. La pantalla, la prensa y la comunicación están a punto de reemplazar la página, la literatura, la lectura.
Illich se ocupó de los inicios de la era del libro en el momento en que ésta llegaba a su fin. Él consideraba apropiado ese episodio para cultivar una pluralidad de accesos a la página que el monopolio de una forma de lectura a partir del siglo XII, la lectura escolástica, no permitió. Quería poner granos de arena en los sistemas que en nuestros días tienden a imponer una forma de lectura desprovista de sentido humano: la lectura de la lengua como código.
Antes del siglo XII, la página había sido una partitura para piadosos murmuradores. En el siglo XII, se transformó en un texto óptimamente organizado para pensadores lógicos. A partir de este momento, un nuevo género de lectura empezó a volverse la forma más alta de actividad intelectual: la lectura libresca o bookish reading, según George Steiner17. En un artículo publicado en esta revista, Iván Illich analiza con precisión los cambios en la tecnología de la escritura que permitieron las mutaciones en la etología de la lectura, que volvieron posible una nueva manera de leer. A partir de ahí, la lectura silenciosa se empezará a generalizar: el lector ya no necesitará deletrear las palabras, sino que las reconocerá como reconocemos un rostro humano.
Illich compara las transformaciones técnicas y etológicas que permitieron esta nueva forma de leer con las que están causando su ocaso en los primeros decenios del siglo XXI. Después de las transformaciones del siglo XII, una forma específica de leer, la lectura escolástica, adquirió un monopolio radical sobre todas las otras18. Recientemente, dice, la lectura como metáfora “es a su vez amenazada de ruina” como lo fue, por ejemplo, la lectio divina en el siglo XII. Illich no critica las causas de la ruina de la lectura libresca, que parece actualmente sucumbir a los diagramas, gráficas e hipertextos que fueron un tiempo accesorios del texto y para los cuales el texto es, hoy, accesorio. Lo que quiere Illich es aumentar la distancia entre su lector y dos actividades psicomotoras: la de leer un libro y la de contemplar una pantalla. Entenderá con este ejercicio que hoy el libro ya no es la metáfora clave de la época: la pantalla tomó su lugar.
Iván Illich compartía un sueño con George Steiner: que pueda existir, fuera del sistema académico, algo como “casas de la lectura” comparables, en su estilo, a la yeshiva judía, a la medersa islámica o al monasterio medieval, para celebrar la multiplicidad de los estilos de lectura y resistir la dictadura de los sistemas. En estas casas, se podría, por ejemplo, volver a leer 1984 en voz alta y mantener, así, una ventana abierta en el infierno que previó Orwell. ❧