Para el autor de Cómo leer en bicicleta, no vive en la antigua tradición oral de Sócrates y de Jesús, sino en el mundo bibliotópico que se creó con el libro, el aprendizaje y la enseñanza no se dan en las aulas y su currícula atroz; no se dan en los programas de la Secretaría de Educación Pública ni mucho menos en la universidad controlada por el Estado, que desaniman cualquier creatividad, sino en los libros, donde se gesta el ejercicio real y libre del pensar.
PERMÍTANME INICIAR MI EXPOSICIÓN Con unas palabras que contradicen el espíritu de las reflexiones a las que nos convoca esta mesa de diálogo, cuyo título es: “Educación y Poesía en Gabriel Zaid”: Gabriel Zaid1 no es un educador. Suponerlo no es sólo haberlo comprendido mal, es también desdeñar el argumento fundamental desde donde nos ha hablado siempre y que tiene que ver con un desafío a la educación como enseñanza, y una reivindicación de los orígenes de la tradición de Occidente: el diálogo y la palabra libremente asumidos.
Para entenderlo, hagamos, como le gustaría al poeta de Reloj de sol y al crítico de De los libros al poder y de “Muerte y resurrección de la cultura católica”, un poco de historia.
Occidente –lo sabe muy bien Zaid, quien nos convoca siempre al diálogo, a la conversación, a la libertad de la cultura que prospera “en la animación y dispersión del diálogo y la lectura libre”2– empezó cuando unos hombres comenzaron a buscar la verdad a través del diálogo. Antes de ello, en el resto del mundo, incluyendo el arcaico contorno del Mediterráneo, la enseñanza se llevaba a cabo mediante la trasmisión de lo que se creía saber. Repentinamente, con la aparición de Sócrates, algo fundamental surgió. Por vez primera, un maestro (magis, más), es decir, alguien que destaca por su saber y por sus habilidades, “que sabe más”, que es, permítanme el uso, “más mejor”, “demostró con éxito que el diálogo [con sus amigos], ese proceso de preguntas y respuestas, ese intercambio de ideas, era un método de investigación y aprendizaje mucho más profundo que el de la repetición de opiniones aceptadas”3. Ese acto fundador, por el que a Sócrates se le condenó a muerte, no sólo abrió un nuevo horizonte frente a la verdad, sino que también convirtió en colegas a quienes antes eran sólo oyentes e hizo que la tradición, ese depósito estable, se transformara en un reto intelectual. “Desde entonces [dice Iván Illich] el hombre finito, limitado, se sintió capaz de aceptar el reto de lo infinito como verdad, se sintió obligado a escudriñar lo insondable”4. Desde entonces, también, escudriñar lo insondable se volvió una realidad antitética, es decir, un diálogo entre seres humanos que tienen respuestas parciales y que se obligan a tomar posición frente a ellas y frente a la tradición; escudriñar lo insodable, buscar la verdad, se volvió, dice Illich, “un examen crítico de opiniones”.
Cuatro siglos después otro acontecimiento fundador surgió como un reto a esa nueva forma de aprender, un reto que Gabriel Zaid ha asumido también admirablemente en mucha de su creación poética y en la tradición cristiana desde donde piensa. En la Palestina de hace dos mil años apareció un hombre que, según él, no tenía la respuesta a ese diálogo desatado por Sócrates, sino que era la respuesta misma. Su palabra y su presencia (la palabra de Dios encarnada) obligaron desde entonces a los seres humanos a tomar posición frente a él. Si con el diálogo socrático nació el Occidente helénico, el Occidente cristiano surgió con “la presencia silenciosa de la figura de Cristo en un mundo discursivo”. A partir de ese momento, “cualquier hombre que forma parte de la dialéctica del mundo Occidental debe ser capaz no sólo de conversar con otros hombres sino de tomar posición frente a ese hombre-reto aceptándolo o rechazándolo. El hombre totalmente no-cristiano o no es hombre histórico de Occidente o no es hombre culto”5.
Esta realidad, libre del aprender y del enseñar, de la que Zaid es depositario, nada tiene que ver con la educación. Educar y aprender son cuestiones que, incluso, antes de Sócrates no se mezclaban. Educar significa “alimentar”. Gramaticalmente en latín implica un sujeto femenino. Es la acción de la madre que alimenta y enseña a su cría, trátese de una perra, de una ardilla o de una mujer. Entre los humanos sólo las mujeres son capaces de educar, y sólo educan a sus hijos mientras son infantes, es decir, mientras no hablan. Educar, contra lo que los pedagogos y algunos latinistas nos han enseñado, no tiene ninguna relación con “sacar de”, cuya etimología es educere, y no educare. Hay que volver a leer a Cicerón para saberlo: educit obstetrix, educat nutrix (“la partera saca, la nodriza cría”).
Por el contrario, aprender, del latín aprehendere, es la acción de alguien que quiere atrapar algo, tanto de un ratón que persigue a su presa como de un ser humano que busca atrapar con su intelecto una verdad. Una palabra que está relacionada con enseñar (insignare), señalar un camino, un lugar, incluso una presa.
El uso de la palabra educar para hablar de enseñanza surgió cuando la Iglesia comenzó a institucionalizar el saber frente a la persona de Cristo.
Desde sus primeros tiempos, la Iglesia se llamó a sí misma “madre”. Según Illich, fue el gnóstico Marción quien en 144 la llamó por vez primera así. Al principio, continúa Illich, la “madre” era “la comunidad de fieles en relación con los nuevos miembros que engendra la comunión, es decir, la celebración de la comunidad”6. Sin embargo, cuando la Iglesia adquirió con Constantino rango imperial y comenzó a crear las primeras instituciones caritativas se fue volviendo una madre que concibe, lleva y da a luz a sus hijos e hijas y los cría en su pecho con la leche de la fe, hasta convertirse en la Edad Media en la madre dominante, autoritaria y posesiva, fuera de cuyo regazo no hay salvación. Así la designó Gregorio VII (1073-1085) durante su conflicto con Enrique IV: la Iglesia es Mater, Magistra y Domina (Madre, Maestra y Soberana). En este sentido, los obispos fueron los primeros hombres en atribuirse funciones educadoras, quienes llevaban a su grey al alma ubera (mama henchida de leche) de la madre Iglesia, de la que nunca debían destetar, y llamaron a sus fieles alumni, que se traduce por alumnos y que no significa más que amamantados. Al transferir las funciones de la mujer a la institución clerical, es decir, a sus recintos, su enseñanza, su saber y su orden, educar se convirtió en sinónimo de aprender. Sólo quien se enchufaba al inmenso pecho de la madre Iglesia podía educarse, saber, volverse un ser humano.
Educar, contra lo que los pedagogos y algunos latinistas nos han enseñado, no tienen ninguna relación con «sacar de», cuya etimología es educere, y no educare. hay que volver a leer a Cicerón para saberlo: educit obstetrix, educat nutrix («lapratera saca, la nodriza cría»).
La secularización no hizo más que usurpar el monopolio clerical de la gran teta, y el Estado fue adquiriendo la función de una madre nutricia provista de muchas mamas, entre las cuales está la educación, el aprendizaje, custodiado, como todas sus demás mamas, por órdenes jerárquicos y burocráticos que administran expertos que se criaron también en su seno. Frente a la Iglesia, y luego frente al Estado, todos somos niños que debemos someternos a sus duras y cada vez más largas dosis de educación controlada para ser ciudadanos plenos.
Este monopolio del aprendizaje y del saber –fuera del cual, nos dice el Estado, no hay salvación ni vida ciudadana– es absolutamente contrario a la gran tradición de libertad que trajeron al mundo Sócrates y Cristo. También es contrario al ejercicio crítico y poético que desde su aparición en el espacio de las letras ha seguido Gabriel Zaid. Su sabiduría, por lo tanto, se inserta en esa gran tradición que confronta no sólo a las instituciones educativas, sino también a las instituciones del poder.
Lo que Zaid nos ha entregado a lo largo de los años –sus puntos de vista que siempre salen del común y nos enseñan a mirar desde otro lugar siempre tradicional y siempre nuevo– no proviene de las universidades, sino del ejercicio libre del pensar con otros –tanto con los del pasado como con los del presente– y de confrontar su pensamiento con la palabra revelada en Cristo, al margen de los adoctrinamientos de la institución clerical y educativa. Para Zaid, que no vive en la antigua tradición oral de Sócrates y de Jesús, sino en el mundo bibliotópico que se creó con el libro, el aprendizaje y la enseñanza no se dan en las aulas y su currícula atroz, no se dan en los programas de la Secretaría de Educación Pública ni siquiera ya en la universidad controlada por el Estado, que desaniman cualquier creatividad, sino en los libros, en las revistas desde donde habla y en las tertulias que constantemente anima. De allí su crítica mordaz y certera contra cualquier monopolio ideológico del saber; de allí su gusto por la empresa, que viene también del latín apprhendere: dedicarse a una acción; de allí su defensa de la democracia como el lugar del diálogo y del pensamiento libre. Contra la universidad que se ha vuelto, como dice bien, “dominante por su relación con el poder, primero de la Iglesia y luego del Estado, que le da autoridad para saber quién sube y quién no”; contra ese Estado que combatió “la tutela eclesiástica, no para liberar el saber, sino para imponerle su propia tutela: un monopolio que autoriza o no los libros de texto, los programas de enseñanza, las profesiones y la cultura oficial”; contra “la universidad [que] administra las credenciales del saber para subir”; contra “el Estado que descalifica y puede encarcelar como ‘usurpador de profesión’ a quien ejerza como cirujano sin credenciales universitarias debidamente registradas”7, Zaid opone, con la sutileza de la objetividad, “la cultura libre”, que no sólo proviene de esa doble gran tradición que inaugura Occidente, donde él se sitúa, sino también de los tiempos modernos, donde su cultura bibliotópica y biblionómica habita, “en el mundo comercial de Gutenberg”, que “era empresario”, “de Erasmo”, que era “freelance”, una cultura que nace “fuera de la universidad, y hasta en contra de ella”. Al igual que Erasmo, Descartes, Spinoza y Octavio Paz, Zaid “ha rechazado dar cátedra universitaria”. Al igual que ellos, nunca ha querido ser “profesor, sino contertulio y autor”. Nunca ha querido educar, sino enseñar en el diálogo e instruir en el ejercicio libre y creativo de la poesía “frente al saber jerárquico, autorizado y certificado”, ha preferido “la conversación y la lectura”8, el universo de la gran tradición de Occidente que se preserva y renueva en cada autor libre del poder y abierto al escudriñamiento de lo insondable desde una fe en la palabra encarnada. Sin autores como Zaid, la estupidez y el poder nos aplastarían.❧