“La Constitución mexicana deja fuera una cosmovisión que debería formar parte fundamental de la visión política de México. Deja fuera la posibilidad de otras expresiones articuladas, otras formas de concebir la vida social”, afirma Jean Robert en esta entrevista, en la que diserta sobre el concepto de costumbre, como práctica de convivencia de las comunidades, ante la existencia de las leyes.
¿Cómo definirías la Constitución mexicana?
La Constitución no sólo es un libro. Es un intento de regular nuestra convivencia según reglas que no emanan de nosotros, de la comunidad, sino que tratan de realizar o de imponer un modelo que proviene de otra parte, y éste entra en conflicto con las costumbres.
En el editorial de la revista Ixtus, núm. 45, se habla de un error en el que poco se ha reparado. El error, dice el editorial, yace en la confusión entre la ley escrita y la costumbre nacida de la oralidad. Este error se remonta a Ulpiano, el gran jurisconsulto romano, cuyos escritos inspiraron el código de Justiniano. Para Ulpiano, la ley no era más que la costumbre puesta por escrito. Por tanto, ¿no deberíamos ver a la costumbre como parte de la estructura profunda o generativa de la ley?
El jurisconsulto romano Ulpiano decía, efectivamente, que la ley no es más que la forma escrita de la costumbre, y durante siglos esto orientó de manera equivocada las reflexiones jurisprudenciales. La costumbre se arraiga en la oralidad, y la ley es un producto de la cultura alfabética. Ahora bien, hay una ruptura entre oralidad y alfabeto que Ulpiano no reconoció. He escrito un pequeño ensayo sobre ese tema1 Consultar Libertad de habitar, Habitat International Coalition, México, 1999 [1995], ver capítulo 6, “La ley, la ética y la protección de la costumbre”. . Lo que hice en ese escrito puede parecer muy reprochable viniendo de un lego: revisé algunas de las teorías jurisprudenciales en boga para saber si la ley podía servir como protección de las costumbres de la gente común. Me inspiró el ejemplo de Iván Illich, quien se preguntaba si el alfabeto puede servir como protección de la oralidad. Pienso que estas dos preguntas tienen mucho en común. En mi caso usé el precedente de la teoría lingüística de Chomsky, que habla de la estructura superficial y de la estructura profunda de la lengua. La estructura superficial abarca todo lo codificado como gramática (por ejemplo: la norma gramatical manda decir “fuiste” y no fuistes; la “gente”, no las gentes). La estructura profunda es la estructura generativa de la gramática, la capacidad de inventar o cambiar reglas. Pregunto si no hay también una estructura superficial (o formal) de la ley y una estructura profunda o generativa, es decir: una capacidad jurisprudencial pre-alfabética, anterior a todos lo códigos.
Un contra ejemplo es Benito Juárez. Él era totalmente aficionado al modelo liberal, es decir, al proyecto de formalizar toda jurisprudencia. Siendo indígena, impulsó una jurisprudencia “legalizada”, alfabetizada, ajena a las costumbres de su pueblo. Con esta tesitura contribuyó al gran proyecto renovador político-legal del siglo XIX. Al ver la actual Constitución detectamos algunas influencias, la de Juárez, por supuesto, pero, debajo de ella, percibimos otras. Por ejemplo, la de Rousseau sobre el principio de la soberanía: la idea de soberanía popular es, a la vez, la finalidad y esencia del Contrato social de Rousseau y de toda su teoría democrática. Rousseau quería la misma participación de todos los ciudadanos en lo relativo al Estado. La soberanía popular es su respuesta como acción concreta a favor de este proyecto de democracia. En Montesquieu encontramos la idea de la separación de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El principio de separación de los poderes es indivisible de la democracia tal como se concibe en Occidente. Los pioneros de la democracia americana, a finales del siglo XVIII, definieron el poder del rey de Inglaterra como una tiranía, dando a este término el sentido de concentración de los tres poderes en una mano. Ellos querían dos cosas: liberarse de un opresor que se había vuelto extraño, y sacudir la tiranía. Ésos fueron los motivos de la revolución estadounidense: primero una liberación de un poder extraño, liberación que engendró una nueva nación, y segundo –conocían bien la tradición política antigua–, la defensa de un principio fundamental de lo que llamaron democracia.
…la cosmovisión maya ha sido fuente de intuiciones poderosas y claras, como las de los zapatistas, que han elaborado propuestas que tienen un fuerte carácter constitucional, un hecho que se debe saludar. Pero en ello existe el peligro de que, de reconocerse, estas propuestas caigan en la forma escrita, es decir, en la jurisprudencia alfabetizada negadora de la costumbre.
Pero hay una diferencia entre Francia y México. En Francia, la Revolución, si hacemos caso omiso de su carga de violencia absurda, fue el rechazo de la tiranía monárquica por el pueblo francés, es decir, que el “ideal democrático” surgió del pueblo francés, no fue importado de otra parte del mundo. En México, el “espíritu de las leyes” es una importación, como lo fue la imposición de una forma de “gobierno ideal” considerado universal y que está relacionado con la declaración universal de los derechos del hombre, que es el gran documento de la Revolución francesa. Benito Juárez, que era indígena zapoteco, tenía una intuición de la universalidad, pero no quería reconocer la cosmovisión indígena.
Entonces, ¿la Constitución entra en conflicto con la costumbre?
Sí, la Constitución deja fuera una cosmovisión que debería formar parte fundamental de la visión política de México. Deja fuera la posibilidad de otras expresiones articuladas, otras formas de concebir la vida social. Últimamente, en la clandestinidad, la cosmovisión maya ha sido fuente de intuiciones poderosas y claras, como las de los zapatistas, que han elaborado propuestas que tienen un fuerte carácter constitucional, un hecho que se debe saludar. Pero en ello existe el peligro de que, de reconocerse, estas propuestas caigan en la forma escrita, es decir, en la jurisprudencia alfabetizada negadora de la costumbre.
Esta propuesta constitucional, negada y traicionada por la presidencia y los poderes legislativos, fue la esencia de los Acuerdos de San Andrés. Antes de estos acuerdos, hubo la ley de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), de 1995, en la cual se estipuló que los zapatistas no podían ser detenidos por zapatistas y que disponían de un territorio de 250 mil hectáreas, en el que no podía intervenir la fuerza del gobierno; por eso, hasta la fecha, los paramilitares no pueden intervenir abiertamente. Los Acuerdos de San Andrés habían logrado traducir en propuesta constitucional un espíritu jurisprudencial indígena, arraigado en la cosmovisión maya.
¿La Constitución y las leyes que de ella emanan ciegan las prácticas comunes de la convivencia?
Sí, las aplastan. Normar se vuelve entonces igual a controlar desde arriba. “Literariamente”, la Constitución es un libro interesante. Si nos damos a la tarea de leerla, encontramos en ella la intuición de un país justo, humanitario, con ciudadanos dispuestos a la cooperación. Sin embargo, en la práctica no es así. Tiene un lado profundamente oscuro, negador de las costumbres de la gente que, de cierta manera, nos arranca la posibilidad de imaginarnos una vida más comunitaria, decidida en asambleas “abajo” y con menos castigos.
En ese sentido, ¿la Constitución ha perpetuado prácticas de desigualdad?
La mayor parte de las leyes que destruyen lo que yo llamaría la equidad, y que es más que la igualdad aritmética, se fundamentan en la igualación. Por ejemplo, hay una igualdad formal de todos los mexicanos frente a la obligación de asistir a la escuela. Sin embargo, esta misma igualdad es generadora de desigualdades, porque la escuela obligatoria fomenta nuevas desigualdades, pues es privilegiado el que creció en una familia donde hay libros y una vida cultural de estilo occidental. De entrada, quien debe ir a la escuela pero no proviene de una familia privilegiada queda en desventaja: desigual bajo una ley que promueve la igualdad.
Si buscamos un poco en las memorias de las desigualdades, en el siglo XIX, encontramos el sufragio censitario o sufragio restringido, un sistema electoral vigente en diversos países occidentales entre finales del siglo XVIII y el XIX, basado en la dotación del derecho de votar sólo a la parte de la población que contara con ciertas características precisas (económicas, sociales o educativas) que le permitiera estar inscrita en un “censo electoral”. En México, este ejercicio censitario fue abolido por el sufragio universal que definió la mayoría de edad y una ciudadanía con sufragio únicamente masculino hasta 1953 (17 de octubre). En México, también podemos encontrar prácticas electorales que hacen perdurar la lógica censitaria, en la que el voto de un rico vale más que el de un pobre, promoviendo así la desigualdad, en el caso de las reformas al artículo segundo constitucional, por ejemplo. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional no avaló lo que al final se aprobó en la reforma de ese artículo. Por dos razones: primero, porque parte de la propuesta zapatista implicaba el reconocimiento del concepto de territorio, que abarca la cultura, la lengua, la cosmovisión y las costumbres. Los legisladores que alteraron este artículo impusieron el uso del término “tierras”, que en su mente designa una extensión medible en metros cuadrados. En su lógica constitucional, hay un solo territorio, el nacional. Para ellos la palabra territorio no tiene plural. Segundo, en la contrapropuesta gubernamental a los Acuerdos de San Andrés, en lugar de considerar a los habitantes de territorios indígenas como “sujetos de derecho público”, los consideraron “sujetos de interés”. Esto los reduce a una cosa que el Estado asiste y puede reglamentar y regular. Al tiempo que los territorios dejan de serlo y se vuelven “tierras” que se pueden vender, las personas dejan de ser personas y se convierten en sujetos de interés. La cultura indígena rechaza esta mercantilización de sus territorios.
Ahí está el tema de la oposición entre ley y costumbre, pero aquí quisiera hacer un paréntesis acerca de la tenencia. Existen varias formas de tenencia de la tierra, la más tradicional es la posesión, cuyo origen proviene de la forma latina de decir “me asiento en un lugar”. La parte del cuerpo que sirve para sentarse es, en cierta forma, el órgano de la posesión, forma más tradicional de tenencia. La posesión implica obligaciones al posesor, como cuidarla, dar la cara ante los otros, llegar a un acuerdo sobre los límites con la comunidad. La posesión es un acto moral, comunitario. La propiedad formal es otro tipo de tenencia, avalada por un papel. En los pueblos, una propiedad no respaldada por la posesión concreta se puede invadir. Otra forma de tenencia de la tierra es la renta, una forma que vale la pena analizar. Ésta presupone un propietario, pero hay casos en los que existen muchos propietarios, y otros, en los que el propietario se olvidó de su propiedad, lo que puede haber sido el caso de muchas casas de Tepito. Cuando trabajaba en un grupo fundado por Gustavo Esteva, llamado Anadeges, nos percatamos después del terremoto del 85 de que muchos posesores de casa pagaban rentas del orden de 50 pesos mensuales, que depositaban en una cuenta para comprobar que estaban dispuestos a pagar por estar ahí, aunque quizás el dueño no recibía nunca el dinero. Era gente que heredó la posesión de sus casas, cuyos propietarios oficiales eran frecuentemente dueños imaginarios.
En los Acuerdos de San Andrés los indígenas eran “sujetos de derecho público” y los legisladores los transformaron en “sujetos de interés público”. Un pueblo cuyos ciudadanos son “sujetos de interés público” se transforma en algo similar a un partido político; oficialmente, ya no es una comunidad tradicional, pero tiene ahora derecho a ciertos presupuestos por hacer algunas tareas específicas dentro del sistema. Todo esto nos llevaba a insistir en los temas de los intentos constitucionales de los zapatistas y de los Acuerdos de San Andrés y de la trasformación de los indígenas de “sujetos de derecho público” a “sujetos de interés público”.
¿Cuál es este interés?
Es caritativo, asistencialista, porque entonces el Estado decide qué necesitan, decide hacerles carreteras; y en cuanto las haya, las grandes empresas podrán sacar la madera, transformar el territorio en tierra enajenable, a tanto el metro cuadrado, en recurso.
¿Cuál sería la forma de salir de tal dilema?
Lo primero es que el Estado respetara lo que se pactó y lo llevara a la Constitución. Este tema me recuerda el concepto de confederalismo democrático de los kurdos. En una ocasión, asistí editorialmente a Erdal Balsak, un joven kurdo que fue estudiante en el CIDECI de San Cristóbal. En el artículo que le ayudé a “castellanizar”, Erdal nos cuenta que los kurdos son un pueblo sin Estado, repartido entre cuatro países: Siria, Iraq, Irán y Turquía y una diáspora diseminada en el mundo entero. La población actual de los kurdos, incluyendo a la diáspora, se eleva a 40 millones de personas. En Turquía, los kurdos democráticos no anhelan constituirse en un Estado-nación más, porque consideran que esta forma política es inevitablemente un “poder desde arriba” que aplasta a los pueblos. Para ellos, la nación democrática debe organizarse “desde abajo”, como una sociedad que integre muchas naciones.
Esta idea de no constituirse en un Estado-nación, nos recuerda el espíritu zapatista.
Sí, los kurdos están reflexionando de manera similar a los zapatistas de México, como “un mundo donde quepan muchos mundos”. Para el movimiento kurdo, la abolición de la forma Estado tampoco es un prerrequisito de la constitución de organizaciones democráticas locales, basadas en los municipios. Según las condiciones y las tradiciones locales de las diversas regiones de Medio Oriente, estas organizaciones son factibles aun bajo el dominio de la forma Estado. En pocas palabras, los kurdos son los protagonistas de la democracia radical en Medio Oriente.
Entonces, ¿cómo definirías el proyecto de confederalismo democrático desde la vivencia de los kurdos?
El proyecto político que los militantes kurdos proponen a la región que llaman Mezopotamya y que es, grosso modo, la región kurda en el territorio nacional turco y, más allá, a Turquía y a Medio Oriente, es el confederalismo democrático, una organización de la vida política basada en la asociación libre de municipios, comunas, asambleas, “academias” populares, cooperativas y asociaciones de mujeres, trabajadores o estudiantes. Los tres pilares de este proyecto sin fronteras son: la ecología, la democracia y la libertad de la mujer. El confederalismo democrático se teje progresivamente a partir de “relaciones comunales” entre asociaciones de mujeres, grupos ecológicos y otras organizaciones cívicas, así como con movimientos de jóvenes, todos autónomos.
Esa idea de tener una organización de la vida política basada en la asociación libre de municipios, comunas, asambleas populares, cooperativas, a partir de relaciones comunales, creo que se acerca mucho a la propuesta zapatista y a sus intuiciones constitucionales.
Este 2017 se cumplen cien años de la Constitución mexicana, pero también de deudas históricas y de urgencia ciudadana. ¿Cuáles son los retos más imperantes?
Que la Constitución deje de ser un instrumento de dominio legal de individuos reputados iguales, pero vueltos desiguales por el propio instrumento de igualación. Existe una frase misteriosa de una zapatista que los constitucionalistas harían bien en meditar: “[hombres y mujeres] somos iguales porque somos diferentes”. En la Constitución se menciona que la democracia se entiende como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico social y cultural del pueblo, sin embargo, lo que vemos en la realidad es lo contrario: vemos despojo de territorio, militarización, desplazamientos forzados. Algo que vaya más allá de buenas intenciones falta a la Constitución. ¿Qué? Según yo, es algo que no se puede poner por escrito y menos en una forma válida para todo el país. Es en esto donde, a mi manera de ver, la presencia de los indígenas debe manifestarse.
Desde finales de 1940, con más precisión, desde el discurso inaugural del Presidente Truman, el 20 de enero de 1949, la palabra “desarrollo” se ha vuelto palabra mágica para definir todo lo bueno que nos espera mañana. El desarrollo se ha vuelto el ídolo al cual todo lo bueno de hoy se sacrifica a lo mejor de mañana. Palabras como “desarrollo” y “progreso” sirven para colonizar el presente y obligar a la gente a dedicarlo a la preparación de un futuro prescrito desde arriba. Esa idea de futuro no existe en los pueblos originarios. En ellos se organiza la vida en el ahora. En cambio, en las grandes ciudades, como la Ciudad de México, todo se está sacrificando por un sueño del mañana. ¿Cómo leer, por ejemplo, estas gigantescas estructuras de concreto que vemos proliferar por toda la ciudad y que acaban siendo autopistas urbanas de segundos pisos? Se trata de destruir lo ameno que aún tiene la ciudad para prepararnos para un futuro en el que tendremos que pasar aún más tiempo en los desplazamientos entre el domicilio y el lugar de trabajo. Si reflexionas un poco sobre todos estos “segundos pisos” que están construyendo en la Ciudad de México, te darás cuenta de que no corresponden a una organización de la vida de la gente para el tiempo de ahora, sino para aumentar la pendularidad de los trabajadores mañana. Si no te gusta la palabra pendularidad, podemos hablar de migraciones alternantes obligatorias, es decir, del “trabajo fantasma” no retribuido y estéril impuesto a los trabajadores en tiempos cada vez más largos. La promesa de que los transportes costarán menos tiempo porque serán más rápidos es vacía. Costarán menos tiempo a una minoría de privilegiados, como por ejemplo los que podrán pagar la cuota de los segundos pisos. Pero los estudios sobre los transportes urbanos en todas las grandes ciudades muestran que el promedio de velocidad de los transportes en ciudades con metro gira alrededor de 15 km/h y que va decreciendo cada año. Por cierto, se ha logrado aumentar temporalmente el promedio de velocidad en el centro de Londres introduciendo peajes, pero, a pesar de esto, los promedios de velocidad volvieron a bajar. Hay “datos duros” que los que diseñan la vialidad fingen ignorar. Consideran más confortable alentar con promesas sin fundamento una fascinación por el futuro, que permite el destrozo del aquí y del ahora.
Para concluir esta entrevista, en esta fascinación por el futuro, ¿es posible aquí y ahora construir una “democracia desde abajo”?
Parte del genio político de los kurdos contemporáneos consiste en no reivindicar la forma Estado-nación en un momento en que ésta, falsamente considerada como universal e inevitable, se encuentra en una crisis evidente y es una de las principales causas de violencia entre y en los pueblos; la principal, de acuerdo con el pensador hindú Ashis Nandy. De ahí su capacidad –comparable con la de los indígenas de México– de proponer formas novedosas y liberadoras de organización política. Una manera de apoyarlos es perseguir su reflexión política en nuestros propios contextos. Deben existir otras formas, que invitamos a los lectores a encontrar. ❧
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1 Comment
Excelente articulo de Denisse Buendia muchas gracias