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El país de las mandrágoras. Entrevista a Ethel Krauze

154499_Hannah Arendt. Fotografía de Hannah Arendt Center for Politics and Humanities

Ethel Krauze, doctora en Letras, autora de más de cuarenta títulos publicados en diferentes sellos de prestigio, hoy nos presenta su novedad editorial: El país de las mandrágoras, editado por Alfaguara; es una obra de hechura lineal, ideada en cuatro partes a través de una polifonía en la que se subraya la preeminencia de los medios electrónicos, en este caso: e-mails, blogs, tuits, redes sociales, diarios y cartas en los que se dejan oír las voces de sus personajes, llevando la batuta narrativa Tana, la protagonista, profesora de Español a quien, como lo dice ella misma, lo que más le gusta en la vida son las letras y los libros.


Comienzo por el principio, Ethel, es decir, con el segundo epígrafe de tu obra, que cito textual: “La escritura de este libro no expresa gratitud alguna: por el contrario, lamenta haber tenido que ser escrito”. Si tu novela se lamenta de haber sido escrita, ¿para qué fue escrita?

Porque era inevitable, porque las voces que la conforman necesitaban quedar escritas, plasmadas en un papel para que fueran oídas, leídas, por mucha gente; para que esa gente pudiera aprender que esas voces existen, que están ahí y que no van a cejar en su alarido; por eso tuvo que ser escrita.

Dice el pensador neerlandés Erasmo de Rotterdam, que si soportas la realidad, es que no la has entendido. ¿Qué nos dice esta frase en tu libro?, es decir, ¿cómo se acopla en tu libro: si soportas la realidad es que no la has entendido…?

Qué hermosa y profunda frase, creo que viene muy bien con el libro. Uno de los graves problemas que vivimos actualmente en el mundo, y en particular en el país, es que estamos siendo capaces de soportar la realidad, quiere decir que no la estamos entendiendo y las voces que pueblan El país de las mandrágoras nos hacen insoportable la realidad. Por eso espero que esta novela pueda ser una forma, una vía para entender esa realidad, precisamente porque no podemos soportar lo que nos están diciendo esas voces. Esas voces que son de los hijos muertos, esas voces que son de todos esos seres que no pueden acabar de morir porque no han sido escuchados; y nosotros, los vivos, no podemos acabar de vivir, estamos atrapados en una inmovilidad que es una especie de muerte, porque no hemos acabado de escucharlos, y mientras no se pueda tender un puente, una interlocución, va a seguir esta agonía permanente.

La interlocución con quién es, Ethel, ¿a quién le hablas? ¿A quién buscas que tenga la interlocución con quién?

A toda la gente, a toda lectora, a todo lector, a toda la gente que tenga un ápice de conciencia, de sentido ético, de dignidad humana. Y yo no hablo –Alejandra, tú eres escritora y puedes comprender perfectamente lo que digo– sin saber que no es una pose, que no es una fantochada; tú sabes bien que uno como escritor es como un vehículo, una especie de médium, una especie de demiurgo, si se quiere llamarle así, y que lo que uno hace es recoger las voces que están ahí y que uno, pues, tiene esas antenas y ha desarrollado las capacidades para articular en palabras esos susurros que están en el aire de una ciudad, de un país, de una sociedad. Y eso es lo que hice en El país de las mandrágoras. Cuando me enteré del asesinato del hijo de Javier Sicilia, a quien admiro y respeto desde que nos iniciamos hace muchos años juntos en la escritura, sentí que el horror, ese escándalo interior, había llegado también a mi puerta, a la puerta de mi alma. Desde entonces empezaron a aparecer las voces en mis oídos, las voces de los muchachos que estaban muriendo y que estaban buscando una vía para salir, y así empecé realmente a ver y a sentir esas mandrágoras, esas raíces humanas que están brotando de la tierra. Además, cuando lo escribí –parece una premonición de lo que iba a seguir hasta hoy, por ejemplo con lo de las fosas clandestinas–, lo de Ayotzinapa no había ocurrido; de tal manera que todos los días abre uno los ojos y se encuentra con que hay más fosas, que hay más jóvenes en pedacitos que siguen brotando de la tierra: éstas son las mandrágoras, por eso es El país de las mandrágoras.

La mandrágora, que es la gran metáfora de tu libro escrito impecablemente y con una lucidez extraordinaria, ¿qué representa: el miedo, el horror, el terror o la experiencia de la ausencia o la experiencia de la muerte…?

Mira, hace rato, fuera de la entrevista, mencionabas a una filósofa italiana, de los temas que estás estudiando, y que dice que la metáfora se ha convertido en una especie de utilización política para entender la realidad y acaba uno no entendiendo nada; que había que regresar un poco a la vivencia más terrenal, para refundar una visión de la sociedad. Si no entendí bien, bueno…

Sí, entendiste bien, Ethel, y su nombre es Luisa Muraro; ella habla de la hipermetaforización del mundo.

Me parece muy interesante hacer esta mención para tratar de contestar a tu pregunta. Otra vez, tú me vas a entender porque también eres autora: en mi novela y en el lenguaje literario, no hay metáfora. La metáfora es una palabra o concepto que se utiliza desde afuera, desde la crítica, desde una suerte de sociologización de la literatura; pero en la vivencia literaria la metáfora no es tal, la mandrágora es real; la mandrágora es una raíz real que está surgiendo… son los jóvenes que están muriendo. Cada una de estas mandrágoras que están brotando en la novela, empezando por el primer botoncito que nace en el escritorio de la maestra Tana, es real.

H. P. Lovecraft, Bradbury, Kafka… cuando una está leyendo tu libro, no sabe si está adentrándose en una novela de suspenso o de horror por la manera en la que llevas la trama y sostienes la tensión…

Sí, porque yo lo viví así. Es decir, en la vivencia literaria la raíz de la mandrágora es una raíz de la mandrágora y los pájaros están chillando voces y la protagonista empieza a entender lo que están diciendo y a entender los murmullos del agua y a entender el chisporroteo del aceite. La mandrágora es el muchacho que está muriendo, que está bajo tierra o que está dentro de una bolsa de plástico atada a la cabeza, asfixiándose en sus últimos segundos de vida. Trata de imaginarte qué es para ese muchacho estar muriendo asfixiado, desmembrado, quemado… Hay un momento en que está vivo y otro en el que muere. Durante ese tránsito ¿qué ve, qué siente, qué vive, qué piensa…? Le presto la articulación de las palabras. Pero créeme, te lo juro que son ellos los que empezaron a hablarme, yo oía esas voces, las oía. Luché durante un año para no escribir esto; luché contra mí, todo un año, pero ya no podía más porque me despertaba oyendo esas voces y me iba a la cama oyéndolas, soñaba con ellas y empecé a sentirme realmente invadida… Para mí no ha habido metáfora.

Luché durante un año para no escribir esto; luché contra mí, todo un año, pero ya no podía más porque me despertaba oyendo esas voces y me iba a la cama oyéndolas, soñaba con ellas y empecé a sentirme realmente invadida… Para mí no ha habido metáfora.

Y cuando me lancé a escribir se me iba saliendo la presión, pero después lo dejé, ya llevaba un buen trecho escrito, y cuando iba por la segunda parte, Los trozos, donde viene toda esa parte del desmembramiento y las cabezas cortadas, otra vez sentí que me estaba muriendo escribiendo esta obra, que ya no podía más y la dejé y me puse a escribir otra, pero seguían llamando, otra vez, como Pirandello perseguido por sus Seis personajes en busca de autor, hasta que veinte años después los puso en una obra de teatro. A mí me persiguieron los míos hasta que terminé la novela.

Ethel, ¿decir la violencia, la inhumanidad, la sordidez de esa muerte lenta, de la agonía desesperada, de Adrián –uno de tus personajes–, mitiga la violencia?

La humaniza, por lo menos. No sabría responderte tan a largo plazo o tan a larga consideración o larga consecuencia, pero sí, para mí, sí. Te voy a citar a Hannah Arendt respecto a la banalidad del mal: cuando ella descubre, siendo partícipe de los juicios de Núremberg contra Eichmann, que él no era el espantoso criminal como parecía, sino un empleado, un don nadie, y no es que estuviera defendiéndolo, sino que estaba tratando de entender el fenómeno: el mal ocurre –lo explica ella muy claramente– cuando se convierte en algo banal. Cuando haces que los seres humanos, lo más digno ante los propios seres humanos, sean vistos como números, estadísticas, cosas sustituibles, el mal aparece. El mal no es exactamente una contrapartida del bien.

¿Entonces qué sería?

En Hannah Arendt el mal es la banalización del bien. El mal no es el satán tan pavoroso que viene a destruir, por lo menos entre la sociedad. El mal ocurre cuando… voy a usar una palabra que ella no usa pero que a nuestro modo actual quizá pueda ser más significativa: cuando frivolizas a los seres humanos, cuando se habla de víctimas, de daños colaterales, de sicarios, de delincuencia organizada, o cualquier mote que se le ponga, incluso de transeúntes. Los trivializas, los haces fácilmente borrables. Arendt explica que Eichmann y los demás nazis no eran seres extraordinariamente malos, sino personas comunes y corrientes que estaban bajo un régimen en el que se banalizaba a determinada población. Llegaron al mal y ni siquiera lo vieron como el mal. Como dicen ahora los sicarios: “Es mi chamba”. Cuando entrevistan a los testigos o a los protagonistas de las barbaries actuales, claramente, tranquilamente, dicen frente a las cámaras: “Mi chamba consistía en regar de gasolina, en descuartizar”.

El callo del sepulturero, se aduerme lo humano, se engrosa la piel, se banaliza…

Sí, porque se convierte en un trabajo.

En esa manera de banalizar el bien, ¿hay una patología? ¿Es mal, o es un síntoma, un síndrome o una enfermedad? Un brote de enfermedad psíquica en nuestro país, de un país enfermo, de un país lastimado, un país en llagas, invadido de pústulas. Justamente por el cochambre de la corrupción que ha coadyuvado hasta llegar a estos terribles puntos.

Mira, amparada otra vez en el espíritu de Hannah Arendt y de muchos, yo no psiquiatrizaría la cuestión de la violencia en nuestro país, porque cuando uno hace eso, lo pone aparte, como un hecho aislado, medible o que con un tratamiento se va a curar. A mí me parece que es un riesgo verlo así, porque es una gana de seguir entendiendo, pero aquí la cuestión ya no es entender. No escribí este libro para que nadie entendiera nada. Escribí este libro para llorar, para que lloremos juntos. Sí implica desbanalizar el mal porque estás escuchando directamente la agonía de los muchachos que mueren y de sus padres y de su novia y de su hermana y de sus amigos y de toda la comunidad.

Entonces, ¿lo que me dices es que, al mostrarnos esta inhumanidad, estas aberraciones, humanizas?

Si te fijas, no estoy tocando actos violentos, siempre están hablando los que han recibido la violencia.

El país de las mandrágoras, 2016, Alfaguara

Pero subrayar esa voz en cada capítulo, la voz del joven moribundo o agónico, es violento, es violento escucharlo. Como lectora lo viví como algo violento y no sé si necesario. Es decir, el ser humano tiende a la imaginación, en este caso, de lo atroz y justamente el describir y escribir esa voz de Adrián hace exactamente lo que decías de Arendt, pero al revés; es decir, que acaba trivializando lo terrible y siendo violencia en sí misma.

Mira, es violencia porque es cometida contra él, definitivamente. Pero no es una violencia que él o la autora cometan. Es una violencia que ha sido cometida por otro y que está siendo expuesta, está siendo dicha, está siendo narrada, está siendo compartida, pero desde el lenguaje literario, desde el lenguaje de lo personal; no es el lenguaje político, jurídico o periodístico. Es discurso literario que expresa humanidad… Es una violencia que se cometió, pero no es una violencia que se ejerce.

Si el lector lo siente como violento, sí, porque está viendo la violencia que se cometió contra, en este caso, Adrián. En ese sentido es compartir la violencia con el lector, violencia que se ha cometido contra las víctimas.

Ahora, Ethel, El país de las mandrágoras es un libro preponderantemente de pensamientos, emociones, actos, sensaciones, juveniles, no obstando que la narradora y algunos cuantos más sean adultos. Gilda, Renata, Cinthia, Adrián, Oksa, me parecen jóvenes, sin Dios. ¿Dónde está la creencia, dónde Dios para tus personajes?

Creo que eso se preguntan ellos. Yo también me lo pregunto.

Es algo que en tu novela está ausente y que se hace muy presente por la aridez en sus emociones, en la desolación de la juventud que nos presentas.

Sí, hay una tremenda desolación. Considero que de alguna manera sí podemos pensar en una aproximación a Dios, en esta necesidad de interlocución; esto lo vemos en las redes sociales. Como que Dios somos todos, esta red, voces que se entrecruzan. Y si tú ves, muchas veces como adultos, maestros, padres, podemos desesperarnos con los jóvenes porque están todo el día pegados a sus aparatos. Pero ellos no lo viven así, están conectados, están conectándose.

Y bueno, eso es lo que la ciencia hoy está descubriendo, que ése es el lenguaje de Dios, que Dios es eso: estas cuerdas que se entretejen, esta red de partículas subatómicas, y que a eso le podemos llamar Dios.

Lo que sí siento en esta juventud es una necesidad inaudita de expresarse, de comunicarse; por eso en la novela está la hermana de Adrián, Cinthia, con la radio comunitaria, los tuits, los blogs, los diarios. No incluye estas herramientas sólo por echar mano de las tecnologías modernas en una novela, sino también por lo que implica para los jóvenes protagonistas.

¿Dónde está la fe de tus jóvenes personajes?

Ahí, en estas redes, en esa interconexión. Inmediatamente se conectan y pueden hacer la Primavera árabe, la marcha contra la violencia de género, a favor de la paz y la diversidad, etcétera. Creo que ahí hay una gran fe, y de alguna manera esta novela –yo no lo había visto hasta ahora con tu pregunta– es un poco el crisol en donde puede darse ese entreveramiento, esta polifonía… Creo que ahí está la fe de los jóvenes. ❧

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Alejandra Atala
Alejandra Atala
Escritora mexicana y coordinadora del Programa de Cátedras de la UAEM.
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