Javier Sicilia*
La Universidad Nacional Autónoma de México es uno de los grandes referentes académicos a nivel mundial, donde se han formado personalidades en el ámbito político, científico y artístico. Desde su origen, ha pasado por diversas etapas que son causa de su propia consolidación y que merecen estar vigentes en la memoria. Este ensayo ofrece un repaso a la historia de la universidad en México, desde la Conquista hasta llegar al proyecto de Justo Sierra y posteriormente al valioso trabajo de José Vasconcelos.
DESDE LA CAÍDA del muro de Berlín, la usurpación que ha hecho economía del espacio político, su invasión en todos los ámbitos de la cultura, la globalización y el vertiginoso desarrollo de la computadora han intentado transformar a la universidad, cuya naturaleza propia es el saber, en una institución de información al servicio de las empresas. En la actualidad, las humanidades, como en la época del positivismo que combatió Vasconcelos, se ven con desprecio y la ciencia se ha ido convirtiendo en investigación financiable. En los ámbitos universitarios europeos y norteamericanos “lo que se hace tanto en la física de los cuerpos como en la investigación genética o en la lógica es la quintaesencia de la factibilidad”1.
Desde hace veinte años, como lo mostró Hartmut von Heiting durante su conferencia de despedida de la Universidad de Bremen, la “ciencia” que se realiza en las universidades e instituciones de investigación perdió “sus razones para aspirar al respeto o a la credibilidad”. “Se convirtió –agrega Illich– en una empresa venal que se vende al mejor postor, desde los ministerios hasta los medios de comunicación. Se hace la importante mediante el exhibicionismo administrado”2. El concepto base sobre el que se desarrolla es el de “banco de datos”.
Hoy día, los pedagogos y los astrónomos, los biólogos y los especialistas en tecnología genética, los sociólogos y los ingenieros “bombean” datos a “bancos” en donde se les conserva antes de ser sometidos para su clasificación a la consideración de gremios dominados por la misma especie de productores de datos, para luego, si las empresas y los gobiernos están interesados, convertirse en investigación financiable. El saber, que ha sido la base y el sustento de la universidad y de la preparación educativa de las instituciones que la anteceden, se ha ido degradando para convertirse en una mera institución de un desarrollo económico sin criterio ni límite3 que ha dado paso a esa realidad híbrida llamada el desarrollo tecnológico.
Estas crisis de las universidades han repercutido también en el ámbito de la educación primaria y media, y en la cultura. El imperio de lo económico ha ido desalojando de las escuelas los parámetros éticos de servicio para fomentar un mundo individualista y competitivo. El saber ha dejado de ser la prioridad, y la acumulación de datos, es decir la pura información, se ha convertido en sinónimo de conocimientos; la cultura ya no expresa el ethos nacional, sino las modas del mercado global y de la publicidad. El texto, lentamente concebido en los escritorios medievales dotado de alas, como dice Illich, por la imprenta y base del nacimiento de la universidad, se ha vuelto un elemento complementario de la información.
Aunque el Vasconcelos de los años veinte no vio lo que ahora vemos, ni se imaginó que su tan amada universidad –que concibió como rectora del destino nacional y de un mundo humano que regeneraría a los oprimidos– estaría presionada por interés económico para volverse una institución sierva de la barbarie empresarial y de intereses egoístas, la defensa y la reconstrucción que hizo de ella contra los caudillismos revolucionarios y contra las escuelas positivistas que le había enquistado la dictadura de Porfirio Díaz, lo colocan hoy en día en una posición inmejorable para hacernos pensar en el sentido que tiene la universidad y mantener su defensa. Pero para saberlo, y saber lo que aún Vasconcelos tiene que decirle a la Universidad y al México de hoy, es necesario volver a los orígenes de la misma.
Le tesis que aquí intento defender es que, como lo mostró el propio Vasconcelos, la universidad no necesita ni del abrigo de las ciencias, ni del financiamiento de las empresas para afirmar su razón de ser. La universidad, dice bien Iván Illich, “es una institución muy específica de Europa occidental donde nació hace 800 años (y del México del mestizaje donde nació hace 450 años); la cientificidad en el sentido de Newton (o en el sentido, posterior, del positivismo o de la ciencia aplicada para las empresas y los gobiernos al servicio del capital y del mercado) no es parte integrante de su ser”. La universidad nació antes que la ciencia y antes que la economía. Ella formó la cultura occidental y el reconocimiento de la dignidad del ser humano.
EL NACIMIENTO DE LA UNIVERSIDAD,
UNA INSTITUCIÓN CRISTIANA Y EUROPEA
La universidad, como bien lo entendió Vasconcelos que inundó a la nación de libros y de bibliotecas, es inseparable del libro. Es más, se podría decir que nació con él.
Hasta antes del último tercio del siglo XII, el libro no existía como lo conocemos hoy en día. En los colegios monásticos la lectura no era un acto solitario o común sobre las páginas entretejidas de un texto sabiamente compuesto, sino una forma de escuchar que se llamó lectio. El lector se plantaba delante de un pergamino sin títulos, sin palabras separadas (los romanos únicamente las separaban en sus inscripciones de piedra y bronce), sin márgenes y sin puntuación4, y se ponía a recorrer con la voz los signos contenidos en las voces paginorum (las páginas cantantes) frente a la recepción acústica de sus oyentes.
Ivan Illich, que, entre otras cosas, se dedicó a estudiar la etología del fenómeno lectura5 dijo que:
Hasta bien adelantada la Alta Edad Media (hasta antes del nacimiento de la universidad), la lectura era descrita como una actividad oral, en la que el lector recorría la líneas como las calles de un huerto, tomando y saboreando las palabras. La progresión dentro del libro era entendida como un paseo, una peregrinación y, en una época tardía como una aventura a través de las páginas, mientras se probaban y digerían las frutas recogidas. Se le recomendaba al lector (o al escucha) rumiar de noche el manjar ingerido en el libro durante el día.
En este sentido, el vecino de celda de Petrus Venerabilis, abad de Cluny, iniciador de la primera traducción del Corán, cuenta que, al comenzar la noche, un rumor, semejante al de un panal, provenía de su celda. Petrus Venerabilis, seguía la regla y rumiaba lo que en la mañana había ingerido.
“Leer era una actividad psicofísica que requería la acción de todos los sentidos (…), era pasear y descansar, agarrar y mascullar”. Cuando sentía náuseas por los moriscos que han tragado sin entender, recomendaba un maestro a sus discípulos, deben regurgitarlos de nuevo del estómago a la boca para quitarles la corteza. Leer y aprender era así un acto ruidoso, y el scriptorium monástico, a diferencia de lo que la imaginaria nos ha enseñado, un sitio lleno de estrépito que dejaba de funcionar a la hora en que la regla prescribía “gran silencio”6.
Según Illich, a partir del segundo tercio del siglo XII, entre 1130 y 1200, un conjunto de transformaciones en el texto provocó una revolución brutal. Se dice que Beda el Venerable, nativo de la Gran Bretaña, frente a la imposibilidad que tenían los escoceses de leer el latín (una lengua verdaderamente extranjera para ellos que se encontraban en la frontera del mundo romanizado) decidió comenzar a separar las palabras en los pergaminos. Junto a este cambio, un conjunto de otras transformaciones comenzaron a sucederse en la página escrita: surgieron los títulos (en los que ya había trabajado Isidoro de Sevilla) y se subrayaron para distinguirlos de los subtítulos; apareció la puntación; “se limpiaron los espacios interlineales de la glosa y una pequeña luna o estrella –que hoy llamamos asterisco– marcó el lugar que correspondía a cada nota”7, se compactó la glosa, creando los márgenes; “se marcaron bien las citas, frecuentemente con tinta de diferente color; se numeraron los capítulos y a veces también los párrafos (…)apareció la tabla alfabética de materias”8.
Con estos cambios fundamentales, el liber, en el siglo XIII, no sólo se redujo de tamaño y se volvió objeto de propiedad privada (ya no era el enorme codex de pergamino que a principios del siglo duodécimo se llamó “viña de texto” –de ahí el título de la obra de Illich, En el viñedo del texto), sino que también había dejado de ser un instrumento acústico para convertirse en uno óptico y crear una reforma institucional que dio paso a la universidad. Ya no se trataba del dictado rítmico de un lector y de un acto rumiante por parte del escucha, sino de la interiorización de la armonización intelectual de un texto leído por todos. La lectura pasó del ámbito de la experiencia espiritual y ascética de los colegios monásticos (la lectio divina), a la lectura crítica y analítica de las universidades; surgió un aprender que ya no formó parte de la escolástica de los sentidos y de la educación de la interioridad que quedó reservada a las conventos; surgió también la causa instrumentalis en la escolástica temprana, es decir, el concepto de que ciertas cosas, exteriores a la persona, pueden ser medios para alcanzar fines de la misma9.
A partir de estas transformaciones del siglo XII –que adquirirían un desarrollo descomunal con el nacimiento de la imprenta en el siglo XV– la universidad, que nació en París en 1150, se extendió por toda Europa. Frente a las ambiciones mundanas, la universidad buscaba elevar al hombre por encima de sus necesidades y espiritualizarlo, ayudarlo a descubrir el sentido trascedente de su existencia mediante el conocimiento de la fe y de la realidad en la tarea por civilizar a un mundo bárbaro, desorientado y desconcertado. Sin el libro y la universidad hubiesen sido impensables Abelardo, San Bernardo, Hugo de Saint-Víctor, Raimundo Lulio, Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino10 y la consolidación de Europa.
LA FUNDACIÓN Y LOS AVATARES
DE LA UNIVERSIDAD EN MÉXICO
La universidad llegó a México varias décadas después de la conquista y fue inseparable de su surgimiento en España. Hacia el año 1200 –después de que Alfonso VI, en la segunda mitad del siglo XI, fundara en el monasterio benedictino de Sahagún un colegio que adquirió gran renombre por la excelencia de su enseñanza y los numerosos alumnos que asistían–, Alfonso VIII fundó un centro de estudios generales en Palencia que se ha considerado como el germen de las universidades españolas pues, en 1243, con la fundación de la Universidad de Salamanca, todas las escuelas de aquel centro pasaron por ella. A partir de entonces las universidades se fueron extendiendo por el territorial español.
Aunque Alfonso X el Sabio estableció en el código llamado Las Partidas el papel que las universidades debían desempeñar en la vida de un país que tenía que lidiar con la invasión musulmana, fueron los reyes católicos quienes le dieron en realidad su mayor impulso.
La paz, que significó para España la expulsión de los árabes y el deseo de los reyes de formar una clase que refundara la cultura católica de la nación, dio un impulso decisivo a la universidad donde se enseñaban humanidades, lenguas orientales, filosofía, jurisprudencia, teología, medicina. Nada de cuanto constituía el saber de la época dejó de estudiarse en las universidades españolas; ni ninguna restricción por parte del Estado o de las autoridades eclesiásticas se ejerció en su interior. La enseñanza era gratuita y su régimen interno disfrutaba de absoluta independencia. Dotadas de una organización democrática, las universidades no conocieron más límites en su impulso civilizador que el que se derivaba del saber de sus catedráticos, del espíritu de la época y de sus recursos económicos.
Fue esa libertad y el apoyo recibido por los reyes los que hicieron que la universidad fuera vigorosa en el renacer de una cultura que salía de ocho siglos de dominación árabe e hicieron igualmente posible que durante los siglos XVI y XVII, esa misma cultura tuviera la grandeza y la universalidad que le conocemos.
Algunos de los doce franciscanos que llegaron a México después de la conquista y muchos de los hombres que lograron poner un coto a las ambiciones de los conquistadores y de los encomenderos fueron fruto de ella (pienso en Vasco de Quiroga, en Fray Pedro Lorenzo de Nada, en Fray Bartolomé de las Casas, por nombrar algunos); esa misma universidad fue también la que se instaló en México en 155111. El objetivo, señala Javier Garciadiego, “era crear una institución en la que los criollos y los mestizos pudieran ser instruidos para beneficio del nuevo país y para que no fuera forzoso estudiar en España o importar de allí a la gente preparada adecuadamente”12.
El problema es que la floreciente universidad española llegó a un México ajeno a la cultura occidental y a la cristiandad europea, a un pueblo de exquisitas culturas, pero lejano al alfabeto y al libro. Además, la certificación que en 1595 hizo de ella el Papa Clemente VII y que dispuso que los estudios de teología y de derecho canónico fueran autorizados por la Iglesia católica, otorgándole el nombre de Real y Pontificia Universidad de México, acotó aún más su función. Lejos de gozar de la independencia y de la libertad que tenía en España, la universidad se vio constreñida a unos cuantos libros de escolástica que la atrincheraron frente a un mundo ajeno y desconocido sobre el cual no sabía cómo incidir.
La universidad en México había nacido pobre, ajena al nuevo mundo e incapaz, por su dependencia de España, de adecuarse a él. Esa misma dependencia le exigió modernizarse y adaptarse a los nuevos tiempos europeos. Así durante el siglo XVIII, los Borbones, al lado de la Real y Pontificia Universidad de México, fundaron varias instituciones de enseñanza superior y de investigación (el Real Seminario de Minas, el Jardín Botánico y la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos)13.
Las nuevas instituciones, no sólo no dinamitaron a la universidad, sino que crearon un conflicto de élites que se fue extendiendo a lo largo del tiempo. Ignorantes del mundo indígena y mestizo, ajenas a su función civilizadora, pendientes de Europa, ni la Real y Pontificia Universidad de México (que se veía en el espejo del pasado europeo), ni las nuevas instituciones creadas por los Borbones (que querían reflejarse en los pensadores ilustrados de la época), se ocuparon de la realidad del país. Eran torres de marfil, apéndices del imperio español, compitiendo entre sí en un mundo de “analfabetas” para dominarlo.
El siglo XIX y la Independencia exacerbaron el conflicto. Ya no era el mundo clerical contra el mundo ilustrado, sino la controversia entre conservadores y liberales. Si el país se había quitado de encima el dominio político español, no se había liberado de la dependencia mental que, en un mundo como el nuestro, hacía de la universidad y de las instituciones de educación superior un reducto para fabricar grupos dominantes. Algunos de los gobiernos liberales, empezando por el de Valentín Gómez Farías en 1833, la clausuraron14 y, siguiendo la tradición borbónica, crearon algunas instituciones de enseñanza superior en la ciudad de México y algunos institutos científicos y literarios en provincia como “una alternativa a los colegios católicos, de por sí insuficientes y en decadencia académica desde la expulsión de los jesuitas en el último tercio del siglo XVIII”15.
Los conservadores, sin embargo, cada vez que estuvieron en el poder mantuvieron abierta la Real y Pontificia Universidad de México. Contra las nuevas corrientes del pensamiento europeo, prefirieron la educación moral no de la universidad, sino de una clerecía miope atrincherada en ella y lejana, no sólo a la realidad mexicana, sino a la misma realidad de las universidades de Europa. En 1865, Maximiliano, que era un liberal encumbrado por conservadores, la cerró y, siguiendo la tradición adoptada por los liberales de la época de los Borbones, abrió varias escuelas profesionales adecuadas a las corrientes de la vanguardia europea.
Después de la caída del segundo imperio, los liberales, dueños ya del poder en México, decidieron mantenerla cerrada y reorganizar la educación bajo el nuevo criterio: el del positivismo, que Gabino Barreda (1818-1881) importó de Europa16. El eje fundamental de la nueva educación fue la Escuela Nacional Preparatoria. A Partir de ella se fundaron varias escuelas nacionales: Jurisprudencia, Medicina, Ingenieros y Bellas Artes; se creó también el Observatorio Astronómico, los museos de Historia Natural y de Arqueología, Historia y Etnografía, y dos nuevas escuelas: Comercio y Agricultura.
A principios de 1881, Justo Sierra, diputado, oriundo de Campeche y educado en Mérida, en las instituciones liberales y conservadoras, propuso la creación de una universidad pública, independiente, que reuniera a la Normal, a la Preparatoria, a las escuelas profesionales que se habían creado y fundara una nueva escuela que se dirigiera a la formación de profesores y de investigadores de alto nivel. Esa universidad, según Sierra, “debía ser como un intento más de educar a México a los tiempos europeos y mantenerse en la dirección establecida por Barreda, abiertamente positivista, con una enseñanza ‘enciclopédica’ basada en el ‘método científico’. Por primera vez en la historia del país se proponía la creación de una universidad laica y desde una posición no católica”17.
El proyecto no prosperó; en cambio, surgió otro, que nació casi muerto. Entre 1895 y 1896 los conservadores volvieron a erigir una Pontificia Universidad Mexicana. Sin embargo, lejos de ser una refundación, su exacerbado tradicionalismo y su reconocimiento como hija de la Gregoriana de Roma y no de la Universidad de Salamanca, le hizo jugar un papel poco importante.
El proyecto de Sierra resurgió tiempo después. En 1905, don Justo, que había avanzado en su carrera política, fundó la Secretaría de Instrucción Pública y, esperando tiempos mejores, envió a su discípulo Ezequiel Chávez a que analizara el funcionamiento de algunas universidades norteamericanas para que, en su momento, redactara los documentos constitutivos de la nueva universidad.
El tiempo llegó. Durante la celebración, en 1910, del Centenario de la Independencia, Porfirio Díaz, que quería mostrar al mundo que ya éramos una nación civilizada, desempolvó el proyecto de Sierra y lo envió a la Cámara. La Universidad Nacional de México había nacido. Pero, al igual que la Real y Pontificia Universidad de México, nació pobre y de espaldas a la nación. Si la primera, al igual que las instituciones ilustradas del siglo XVIII y luego las liberales que surgieron con la Independencia, sólo sirvió para educar a una minoría dominadora y ajena al México indio y mestizo, la segunda tuvo la misma función. Los científicos, a los cuales pertenecían Barreda y Justo Sierra, esos “señoritos” que, al decir de Díaz, “hacían profundismo” y que ahora habían crecido, querían ser esa élite dominadora, los herederos del porfirismo, pero con una actitud nueva, adecuada a la modernidad europea y al espejismo positivista. Lo habían logrado.
Sin embargo, esas mismas instituciones habían creado también otra casta crítica que, dominada por el sueño democrático (nunca realizado en México, a pesar del liberalismo triunfante) y por corrientes humanistas, levantaba a un pueblo que la política y la universidad habían ignorado y explotado. El “libro”, que nació con la universidad y su espíritu civilizador, había mostrado desde siempre en México su otro filo: el de la dominación y la guerra.
EL ATENEO, JOSÉ VASCONCELOS Y
LA UNIVERSIDAD POPULAR
En 1908, mientras don Justo trabajaba desde la Secretaría de Instrucción Pública para la fundación de la Universidad Nacional de México; mientras la Preparatoria y el espíritu positivista señoreaban la educación, y las castas intelectuales rebeldes y antirreeleccionistas se organizaban, Francisco Vázquez Gómez, miembro del Consejo Superior de Educación, crítico del positivismo y simpatizante de la reelección de Díaz (“siempre y cuando Díaz substituyera al vicepresidente Ramón Corral, de los Científicos –luego candidato a la vicepresidencia en 1910, como segundo de Madero– por Bernardo Reyes”)18, se lanzó duro contra la Preparatoria en su estudio La enseñanza secundaria o preparatoria en el Distrito Federal. La crítica, que tuvo gran repercusión en los periódicos, era un ataque a fondo de los planes de estudio, métodos de enseñanza, privilegios y hegemonía centralista de la Preparatoria oficial sobre las demás. También una defensa del principio liberal establecido en el artículo tercero de la Constitución de 1857: “la enseñanza es libre”. La reforma se hizo para acabar con el monopolio de la educación católica, no para imponer en las escuelas otra religión oficial: la comtiana: “religión de la humanidad”19.
El acontecimiento fue aprovechado por un grupo de jóvenes que en 1909 constituyeron el Ateneo de la Juventud. Estos muchachos –que entonces tenían veinte años y entre los cuales se encontraba Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Cravioto, Antonio Caso, Rafael López, Jesús Acevedo, Diego Rivera– ya habían aparecido en el escenario cultural de México: en 1906 habían fundado la revista Sabia Moderna (heredera de la Revista Moderna y nieta de la Revista Azul de Gutiérrez Nájera) y en 1907 armado un escándalo contra la segunda Revista Azul 20. Lectores de la tradición helénica, ambiciosos y cercanos al espíritu humanista se lanzaban ahora, aprovechando el escándalo desatado por Vázquez Gómez, al asalto de la educación, no de manera frontal como lo hacían los católicos, sino maquiavélicamente: conocedores de la ambigüedad del juego político, organizaron entonces un homenaje a Barreda que en realidad era una crítica al positivismo y una manera de presionar a Sierra en sus planes de refundación de la Universidad. Lo que buscaban con este juego no era sólo el poder cultural y educativo, sino la incidencia en un proyecto nuevo dentro de las instituciones: cambiar la educación y la cultura del país, pero desde dentro.
En ese grupo se encontraba José Vasconcelos. Oaxaqueño, hijo de un aduanero, criado en varios estados de la República a causa de la movilidad laboral de su padre; católico liberal, anticlerical, antiprotestante y antiyanqui; egresado de la Escuela Nacional Preparatoria y de la escuela de Jurisprudencia de la ciudad de México con la tesis Teoría dinámica del Derecho; formado en sus lecturas por La educación de Spencer, el Emilio de Rousseau, El genio del cristianismo de Chateaubriand y por La evolución creadora de Bergson; independiente tanto profesional como económicamente, Vasconcelos miraba con recelo no sólo el positivismo, que había creado una élite ajena al pueblo, sino la dictadura porfirista que la sostenía y que había provocado una terrible y profunda explotación del pueblo; tenía, como él mismo lo señala, una repugnancia personal por “la cosa podrida y abominable” del porfirismo.
Si por una parte Vasconcelos era afín al grupo de los ateneístas, por la otra, ligada a su temperamento desmesurado y totalizador, se alejaba de ellos21.Vasconcelos creía en Madero, no así la mayoría de los ateneístas que, ambiciosos del poder cultural a través de las instituciones, esperaban el ascenso presidencial del general Bernardo Reyes, destacado funcionario del régimen de don Porfirio y padre de Alfonso y de Rodolfo, distinguido jurista y profesor.
Ese grupo que con su homenaje a Barreda se había ganado las simpatías de Sierra, preparó, con motivo de los festejos del Centenario de la Independencia, un ciclo de conferencias. La última de ellas, impartida el 22 de septiembre, fue la de Vasconcelos: “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”. Hijo del libro que dio nacimiento a la universidad en el siglo XII y del pensamiento crítico que nació con ella, Vasconcelos, con el pretexto de homenajear a Barreda, hizo en aquella conferencia una crítica del positivismo: “(…)en México se substituía el fanatismo de la religión por otro más de acuerdo con los tiempos y que significó un progreso: el de la ciencia interpretada positivamente”22, una exposición de las ideas que movían los ateneístas, un elogio a la libertad del conocimiento y de la enseñanza: “Creo que nuestra generación tiene derecho de afirmar que debe a sí misma casi todo su adelanto; no es en la escuela donde hemos podido cultivar lo más alto de nuestro espíritu. No es allí, donde aún se enseña la moral positivista, donde podríamos recibir las inspiraciones luminosas (…). El nuevo sentir nos lo trajo nuestra propia desesperación; el dolor callado de contemplar la vida sin nobleza ni esperanza (…)”23, y un libro: El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Pero, sobre todo, habían encontrado en el mismo Schopenhauer y que formaría, junto con el “libro”, el impulso que diez años después estaría en la base de su proyecto educativo: el desinterés del conocimiento puesto al servicio de un proceso civilizador y trascendente.
El desinterés, que Vasconcelos entendía como fundamento de la cultura y de la civilización, tenía antes que encarnarse en un sistema político que lo hiciera posible. Madero, su lucha republicana y democrática, y el desprendimiento que el propio Madero había mostrado al abandonar su cómoda posición de hacendado para desafiar la dictadura de Díaz, eran esa encarnación. Con él a la cabeza del país, la universidad, la cultura y la educación podían hacer lo que hasta ahora no habían podido: civilizar a la nación, darle una vocación, un sentido y una trascendencia. Lo tenía claro, pues al llegar Madero al poder, Vasconcelos, nombrado presidente del Ateneo por los propios ateneístas, no sólo le cambió el nombre por el de Ateneo de México, sino que fundó la Universidad Popular Mexicana frente a una Universidad de México que no acababa de despegar, jaloneada por los cambios políticos y por la lucha que científicos y católicos llevaban a cabo por su control.
Aquella restitución al espíritu universitario y a la democracia que el país se debía a sí mismo duró poco. La intelectualidad porfirista que no estaba dispuesta a ver mermados sus privilegios; las incomprensiones entre Madero y los zapatistas; la prensa hostil; las ambiciones militares, y la injerencia del embajador norteamericano concluyeron con la Decena Trágica, el asesinato de Madero, la usurpación del “chacal” Huerta y el estallido de la Revolución.
No sólo la única democracia que el país vivió desde su independencia había sufrido un revés del que tardaría casi un siglo en recuperarse, sino que la Universidad de México y la Universidad Popular –que andando el tiempo Vasconcelos incorporaría a la propia Universidad Nacional como extensión de divulgación– sufrieron una especie de atrofia bajo los vaivenes de la guerra24.
EL PERIPLO DEL ULISES CRIOLLO
Después de ponerse al servicio del ejército constitucionalista, de escapar de la prisión que Huerta le había reservado y de huir a Londres y a París para sabotear los empréstitos que pretendía lanzar Victoriano Huerta (1913); después de ser nombrado por Carranza director de la Escuela Nacional Preparatoria; de renunciar a ella por no declararse incondicional del gobierno carrancista; de escapar de la policía ayudado por Felipe Ángeles, y de participar en la Convención de Aguascalientes donde, por encargo del general Villareal, Presidente de Debates, formuló el estudio jurídico de la Convención: “La Convención Militar de Aguascalientes es Soberana” (1914), Vasconcelos fue nombrado Ministro de Instrucción Pública por el general Eulalio Gutiérrez, Presidente Provisional Electo en la Convención de Aguascalientes.
Temperamento intempestivo, Vasconcelos no olvidó que su función no era la del guerrero, sino la del educador. Hijo fiel del espíritu universitario, sabía que una nación se hace fuerte no por sus políticos, sino por sus educadores y artistas. Así que en medio de las pugnas de las facciones que no respetaban al gobierno convencionalista, Vasconcelos se dio a la tarea de reorganizar la universidad, la educación y la cultura. En el breve periodo que duró su mandato, y haciendo a un lado las disputas ideológicas, apoyó a varios jóvenes intelectuales, algunos de los cuales habían colaborado en el ministerio y en la Universidad Nacional de México durante la época de Huerta; apoyó también a intelectuales revolucionarios. No importaba la edad o la filiación política, sino la calidad intelectual. Organizó un debate con cincuenta universitarios destacados donde se discutió la mejor manera de dar autonomía a la universidad. Intentó, además, federalizar la educación pública elemental y secundaria.
Un mes y medio duró el mandato de Vasconcelos y su intento por refundar la universidad y darle un sesgo civilizador a la educación. El gobierno convencionalista, bajo los embates de las facciones, tuvo que desaparecer y él se exilió en Estados Unidos.
Vasconcelos, que sabía que la cristiandad había desaparecido, que sabía también que había que rescatar la sustancia que animaba su espíritu educativo y civilizador y que, al igual que Péguy, comprendía que la decadencia de la mística liberal conllevaba la decadencia completa del cristianismo, vio en la estética una función redentora que modificaba éticamente al hombre al dirigir su energía hacia una superación espiritual, hacia lo humano, lo angélico y, por fin, lo absoluto. En ese sentido, Vasconcelos ya no dirá con la cristiandad y la universidad: “La verdad os hará libres”, sino, como el espíritu cristiano de Dostoievski: “La belleza os hará libres”. Frente a la falta de fe que, oscurecida por los racionalismos, hace imposible conocer la verdad, Vasconcelos pone como punto de referencia la estética: lo tangible que comunica con lo absoluto o, como decía Lanza del Vasto –discípulo católico de Gandhi y contemporáneo de Vasconcelos–: “Las muchas moradas que hay en la casa del Padre”, es decir, en la casa de la verdad.
Para darle un cauce mayor a la estética hizo algo más: trasladó el sentido de la resistencia cultural india contra el imperialismo británico –que con Gandhi alcanzaría su más alta cima– a las ruinas prehispánicas, “confiriéndoles –dice José Joaquín Blanco– (una) función política de resistencia inquebrantable”25 y las vincularía a la gran tradición occidental cristiana para dinamizarlas.
El Ulises criollo, que había zarpado de la Ítaca mexicana perseguido por el caciquismo, se había enriquecido en los puertos extranjeros y ahora buscaba retornar a su patria.
LA VUELTA DE ULISES CRIOLLO Y
LA REFUNDACIÓN DE LA UNIVERSIDAD
Ulises criollo volvió en 1920. Obregón, general triunfante de la Revolución, lo invitó a regresar y, el 4 de junio, el gobierno provisional de Adolfo de la Huerta lo nombró rector de la Universidad de México, el más alto puesto educativo nacional, después de que Carranza y el artículo 73 de la Constitución Mexicana suprimieron el Ministerio de Instrucción Pública26.
“Llego con tristeza a este montón de ruinas (…)”, dice la conmovedora y memorable frase con la que Vasconcelos abrió su discurso de toma de posesión de la rectoría. La frase y el discurso todo, no eran retórica. Eran el testimonio de una década que había dejado un millón de muertos; de una universidad que en cuatrocientos años no había logrado darle rostro a la nación mexicana y cuya existencia, desde la refundación que de ella había hecho Justo Sierra en 1910, se reducía a una “mezquina jefatura de departamento”27. Era también el anuncio no sólo de que la Revolución, como lo señala Cristopher Domínguez, “podía tener un corolario distinto al de la sangre”28, sino, además de que la Universidad podía por primera vez ser fiel, en la historia de la nación, a su vocación original: la reflexión crítica y la acción civilizadora dentro de un mundo nuevo.
Desde que Vasconcelos tomó posesión de la rectoría, la Universidad no sólo abrió por vez primera sus aulas a la nación, sino que fue la base que permitió la reconstitución del Ministerio de Educación Pública desde donde Vasconcelos, bajo el gobierno electo de Álvaro Obregón, continuó su labor dinamizadora.
De 1920 a 1925, periodo que abarca su ministerio como rector y como Secretario de Educación Pública, Vasconcelos, sin tomar en cuenta partido ni ideología, aglutinó a los mejores profesores, intelectuales y artistas del país, y movilizó a un pueblo para entregar el alfabeto, el libro y la cultura a todos.
La labor fue descomunal. Una campaña alfabetizadora se lanzó por todo el territorio; se produjeron enormes tiradas de libros clásicos y se crearon bibliotecas a lo largo del país. Los misioneros culturales y sus bibliotecas ambulantes llegaron a poblaciones remotas. Bajo la inspiración de Tolstói, se rehízo la actividad artesanal y pueblerina29; bajo la de los pintores de iconos y de frescos del medioevo y del renacimiento, se pusieron a disposición de los artistas paredes de las instituciones públicas; se realizaron construcciones y reconstrucciones de escuelas y de edificios bajos los patrones de una arquitectura mestiza: la colonial; se dio asilo a empleo a intelectuales latinoamericanos, y se invitó a volver a los intelectuales y artistas mexicanos que estaban exilados a causa de la Revolución; se editó la revista El Maestro30; se inauguraron los edificios del Instituto Técnico Industrial que tiempo después se convertiría en el Instituto Politécnico Nacional; se rescataron bailes y expresiones culturales autóctonas; se formaron centros de pequeñas industrias populares (corte, cocina artes domésticas, albañilería, electricidad, mecánica, carpintería, conservas…).
Con su política, Vasconcelos le devolvía la primicia a la moral de servicio y el saber desinteresado que habían estado ausentes de la vida universitaria y de la educación en México y con ello liberaba a la universidad y a la educación de su servilismo a la ciencia y a los intereses políticos; le devolvía también la capacidad filosófica, independiente y critica que está en los libros y su sentido de la trascendencia. Contra lo que la universidad y la escuela habían sido: un sistema de sumisión a las ideologías en boga, Vasconcelos y Antonio Caso –que lo sucedió en la rectoría cuando Vasconcelos asumió el cargo de Secretario de Educación– les devolvían el libro, la belleza y, con ellos, la discusión, la libertad, la espontaneidad, el desinterés y el sentido trascendente del conocimiento. El escudo y el lema “Por mi raza hablará el espíritu”, que Vasconcelos creó en 1921 como símbolo de la universidad, hablan de ello: el soplo del espíritu (años después dirá, precisando, del “Espíritu Santo”31 como una restitución al mundo cristiano en el que la universidad nació), expresión de la sabiduría trascendente y sobrenatural, es el que anima a la raza, a la cultura y a la educación, es su principio y su fin.
La antidemocracia, que se había vuelto a apoderar del alma de Obregón y del grupo en el poder, y las pugnas ideológicas que habían nacido con el nacionalismo revolucionario y las ideas socialistas, folkloristas y populistas del callismo, lanzaron de nuevo a Ulises criollo al mismo y vasto periplo al que le Revolución lo había arrojado: el de la lucha por la democracia y por el retorno a una Ítaca de la que por segunda vez había sido echado.
A pesar de ello, Vasconcelos, en el año que pasó como rector de la Universidad de México y en los tres que fungió como Secretario de Educación Pública, no sólo dejó una verdadera universidad en el país y unificó la educación, sino que devolvió a ésa su espíritu humanista, independiente, ajeno al abrigo de la ciencia y al financiamiento de las ideologías en boga; una institución dedicada al saber y al servicio de la crítica y de la cultura.
Sin esa universidad no hubiera habido la polémica nacionalista, el muralismo, la crítica de los Contemporáneos, el desarrollo del país, los movimientos del 68, las luchas democráticas, el zapatismo. Ella ha producido a lo largo del tiempo y gracias al libro, a la crítica y a la libertad de pensamiento, las corrientes que vivifican a la nación.
LA UNIVERSIDAD HOY Y EL LLAMADO
DE ULISES CRIOLLO
Hoy, la Universidad ha entrado nuevamente en crisis, como lo mencioné al inicio de este ensayo. No la asedian la clerecía que señoreó a la Real y Pontificia Universidad de México, sino una nueva forma de pretensión científica o de nueva barbarie: la que nace del imperio de la economía y de los grandes consorcios trasnacionales.
Hoy –como ha señalado bien Iván Illich– es científico cualquier proyecto que encuentra un financiamiento. Ésa es la razón de la creciente demanda en los edificios universitarios, de metros cuadrados para manipular genes, estampar “chips” de germanio o elaborar datos, mientras las obras de Galeno, de Platón o de los escolásticos desaparecen de los estantes accesibles de las bibliotecas.
Las reformas de pensar inspiradas en la teoría de los sistemas han sepultado la mera posibilidad de búsqueda como la verdad, la realidad o la ética. Jugar con lo aleatorio y lo arbitrario se ha vuelto lo más importante, tanto en la teoría literaria posmoderna como en la informática y el periodismo. Una (nueva) manera de pensar (como la que marcó en su momento la Ilustración y el positivismo) lanzada en tiempo de Alan Turing y aplicada hoy desde la genética hasta la sociología –de Penrose a Luhmann–, ha hecho de la palabra ciencia un ectoplasma lingüístico sin contorno preciso, cuyas posibles connotaciones son tan numerosas que ya no designan nada que puede ser nombrado con alguna precisión. “[La palabra] ‘Ciencia’ se acerca cada día más a la categoría de palabras que Uwe Pörksen ha definido como ‘palabras-plástico’: amorfas como amibas y combinables entre sí como las piezas de juegos de construcción ‘Lego’. Las ‘palabras-plástico’ -excluyen hasta la mera idea de ‘formar algo nuevo’, es decir, de reformar, cuando invaden el lenguaje (…)32.”
Después de la gran reforma de Vasconcelos, la universidad ha ido cayendo en una pendiente semejante a la que el propio Vasconcelos remontó en su momento, una pendiente que, como entonces, pide una reforma que le devuelva su espíritu.
En el momento en que se celebraban los 450 años del nacimiento de la universidad en México una revolución comparable a la que en las proximidades del año 1160 permitió su aparición en Europa se está gestando. En aquel entonces la página acústica de la lectio fue desplazada por un aparato, el libro, que permitió una lectura silenciosa y crítica. Hoy, sin embargo, dice Illich, un nuevo artefacto se interpone entre el texto biblionómico y el lector: la computadora y su pantalla. Este aparato –el mismo que “bombea” datos para obtener financiamiento– al igual que los accesorios que a lo largo del tiempo habían acompañado al texto (las miniaturas arborescentes del codex, los grabados en madera, los aguafuertes, la fotografía), han ido desplazando al texto hasta convertirlo, con los programas de Lotus o de Windows, en un accesorio de la imagen33. En esta nueva forma de la percepción ya no se busca –como decía al principio de este escrito– entender a un autor por la lectura crítica de sus contenidos, sino percibir el relámpago de un mensaje, sin sentido ni substancia. Las ilustraciones que se ven en las pantallas de las computadoras o en los libros pretendidos científicos, ya no son textos, sino diagramas, planos isométricos de las cosas, virtualización de la realidad.
El gran cuestionamiento que lanza Vasconcelos desde el lema que precede a la universidad “Por mi raza hablará el espíritu”, es ¿cómo impedir que la universidad y el progreso del texto dirigido al estudio crítico de la realidad, a la formación de la cultura y a la búsqueda de la trascendencia terminen devorados por las pretensiones científicas, el text management y la indiferencia estilizada de esa empresa de la información sin sentido ni significado que hoy llamamos ciencia?34 ¿Cómo reformar y cuidar esta institución que nació hace más de 800 años en Europa y hace más de 450 años en México para que no termine transformada en un monstruo al servicio de la nuevas formas bárbaras e inhumanas de nuestra ciencia tecnologizada y de nuestra relativización posmoderna, y vuelva a servir –como sirvió en la época de Vasconcelos– a la cultura y al espíritu de la vida y de la nación?
Estas preguntas, que se alzan en favor de una reforma educativa semejante a la que Vasconcelos realizó en su momento, están esbozadas de alguna forma en estas palabras que el propio Vasconcelos escribió en De Robinsón a Odiseo:
Conservar la lectura y difundirla, aumentarla por obra de investigación y de creación, organizar y defender el alma nacional, reglamentar y crear el profesionalismo, colaborar en la educación pública, construyendo una aristocracia del espíritu y con ella aconsejar, dirigir los destinos patrios con miras de universalidad; tal es, en resumen, la tarea de las universidades.❧