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El colapso de la era patriarcal

La sociedad pospatriarcal. Fotografía de Prensa UAEMLa sociedad pospatriarcal. Fotografía de Prensa UAEM

Desde el feminismo decolonial, el cual tiene su raíz en las luchas de las compañeras negras y chicanas estadounidenses, pero también en las de mujeres de comunidades originarias y afrodescendientes de Abya Yala, pensar el colapso de la era patriarcal resultaría una invitación clara para no hacerlo desde nuestros privilegios de clase, género, etnicidad, orientación sexual, ni desde nuestros filtros universalistas, lecturas sin historias locales, interpretaciones sin lugar y desde la negación del cuerpo. Es una invitación a pensar desde la vulnerabilidad. Y qué mejor ejemplo de tal vulnerabilidad, que plantearnos una serie de propuestas en forma de preguntas abiertas, que busquen promover más preguntas, y no necesariamente respuestas que nos impongan certezas violentas.

En mis reflexiones en torno a las preguntas que planteo a continuación, me inspira profundamente el trabajo de la educadora popular y feminista decolonial María Lugones, quien nos plantea el género como un sistema de dominación que se impone en el encuentro colonial sobre las poblaciones originarias y esclavizadas. En este sistema, el dimorfismo sexual de opuestos “macho-hembra” resulta un mecanismo central de sociabilidad, justificando  la deshumanización de algunos cuerpos: los de las mujeres indígenas y esclavizadas con la finalidad de explotarlos, violarlos y apropiarlos. 

Comenzaría por preguntar (me/nos) entonces, ¿cómo le hacemos para comprender que los límites de la noción “patriarquía” radica en su uso analítico como un filtro universalista central al feminismo blanco occidental?

¿Qué pasaría si escuchamos seriamente que en la luchas de liberación y por la autonomía de las mujeres afroamericanas, chicanas y lesbianas en Estados Unidos, como en las luchas de las mujeres de las comunidades originarias y afrodescendientes de Abya Yala, a la violencia patriarcal no se le vive como separada de la violencia racial, ni de la violencia del capitalismo?

¿Qué ocurriría si nos abocáramos a construir coaliciones plurales que lograran identificar que, precisamente por estas formas complejas e interconectadas en las que y a través de las cuales operan las violencias y opresiones patriarcales, racistas, capitalistas, heterosexuales, éstas no impactan en nuestras vidas y nuestros cuerpos de la misma forma y con la misma intensidad?

¿Cómo le hacemos para conversar entre todos, todas y todoas sobre la necesidad de crear comunidades en resistencias plurales a las opresiones múltiples que violentan nuestras vidas y cuerpos, nuestros territorios, estilos de vida y memorias? ¿Cómo entretejernos de tal manera que juntas, juntos, juntoas, resistamos estas opresiones?

¿Cómo darnos cuenta de que la insistencia académica y/o activista de jerarquizar una de las opresiones por encima de las otras es hacer de nuestras luchas plurales, con todo su potencial para entretejernos, el deshilacho que el poder pretende?

¿Cómo mirarnos en la pluralidad que somos al resistir estas opresiones múltiples por género, raza, clase, orientación sexual y la fuerza liberadora que esto tiene?

Empecemos, propongo, por atrevernos a considerar que la patriarquía no es una totalidad histórica, ni universal, ni común a todas las culturas ni una condición humana. Pensar de otra manera sería reducir el ancho presente que habitamos a la historia del pensamiento blanco occidental moderno y, con ello, de algunos feminismos.

Escuchemos la propuesta del feminismo comunitario que nos aporta la compañera aymara boliviana feminista comunitaria, Julieta Paredes, y la noción del “entronque de los patriarcados”. En clara diferencia con la propuesta de María Lugones, Julieta Paredes nos comenta que en el encuentro colonial se da el encuentro de patriarcados indígenas o amerindios y europeos, y de esta manera las culturas locales son tan patriarcales como las europeas. Sin duda, éste es un punto de conversación y debate crítico que se ha dado entre feministas comprometidas con el colapso de la violencia patriarcal. De manera personal, considero que la fuerza que aporta el feminismo comunitario y la noción de “entronque de los patriarcados” es la de recordarnos la resistencia constante de nuestras madres y abuelas frente a la discriminación y violencia contra ellas por no ser hombres y que queda invisibilizada en las historias hegemónicas del feminismo blanco occidental como si la resistencia de las mujeres hubiera empezado en Europa en el siglo XIX. Aquí radica, desde mi punto de vista, uno de sus aportes más valiosos.

Sin embargo, también me pregunto: ¿qué es lo que perdemos, qué es lo que queda invisibilizado al nombrar todo lo que había antes como patriarcal también? ¿Qué pluralidad de formas de sociabilidad que no tienen como raíz profunda una representación dimorfa de opuestos macho-hembra de los cuerpos, de la sexualidad y de la espiritualidad quedan sepultadas bajo la categoría patriarquía?

Pero sigamos y hagámonos preguntas difíciles: si la patriarquía no es universal ni común a todas las culturas, si no existía antes, ¿cómo le hacemos para mostrar los límites de su violencia sin negar su existencia concreta actual?

Negar la violencia patriarcal sería un grave insulto en el México del feminicidio impune y a las miles de madres que siguen buscando a sus hijas. La patriarquía es real, violenta, y tiene una larga historia en nuestro país y en muchos otros. Pero no podemos ni debemos establecernos en este dolor, en esa impunidad, en esa larga historia pensando que es toda la realidad.

Podríamos, quizá, comenzar por pensar que si esta violencia está colapsando, tuvo un principio. Si tuvo un principio en el tiempo, significaría que hubo y hay mundos y otras prácticas que no son ni han sido nunca patriarcales, pero tampoco su “opuesto”, es decir, matriarcales. Por ejemplo, como nos lo plantea la socióloga feminista Oyèrónkẹ́ Oyěwùmí, en el caso de las comunidades yoruba, en Nigeria, no estaban organizadas en clave de género ni ancladas en lo visible del cuerpo y que, de acuerdo con esta académica, es un trazo particularmente fuerte de la cultura occidental obsesionada con lo que se ve.

En el caso de las culturas mesoamericanas, el estudio etnohistórico de la feminista Silvia Marcos, nos aporta la noción “fluidez de género” como una opción para contrastar las interpretaciones dominantes que se hacen de estas culturas, donde la relación entre lo masculino y femenino es representada sólo como opuesta. Para Marcos, esta relación es, de hecho, una “de opuestos, pero también fluida, abierta y en un incesante y cambiante equilibrio, donde se hacían y rehacían a sí mismos sin llegar nunca a una estratificación jerárquica fija”.

Me gustaría compartir que mi aprendizaje sobre el origen, sobre la posibilidad de pensar y contribuir al colapso de la violencia patriarcal como algo que necesariamente está ligado al colapso del capitalismo, de la raza y de la heteronormatividad, y no necesariamente como su sustitución por su opuesto “el matriarcado” o el fin a la negación de este último (Werholf, 2007), está profundamente ligado a la enseñanza compartida por una compañera maestra de la Escuela Zapatista, quien nos dijo lo siguiente:

…les voy a compartir un poco la marginación que desde nuestras abuelas han venido viviendo…Nuestras abuelas fueron maltratadas por los mismos patrones y capataces… Cuando ellas estaban viviendo con los patrones cuentan ellas que no valían para ellos, no eran tomadas en cuenta… Algunas de nuestras abuelas fueron incluso violadas por los patrones… Después nuestros abuelos vieron que ya era mucho la marginación y ellos se rebelaron y tuvieron que ir a buscar tierras a donde vivir para que ya ahí empezaran a formar una familia y no pudieran vivir maltratados… Pero las mujeres eran maltratadas, seguía el maltrato, porque nuestros abuelos ya traían esa mala idea de los patrones y capataces que no respetaban a las mujeres…

Comparto el testimonio de la compañera maestra zapatista como una manera de cuestionar lo que hemos estado haciendo las feministas urbanas mestizas/blancas durante largo tiempo: hemos leído mundos, relaciones con el cuerpo, la sexualidad y con la vida desde el filtro de la monocultura dominante blanca masculina y occidental.

La compañera maestra zapatista nos comparte la historia de vulnerabilidad, de deshumanización de los cuerpos no blancos y no masculinos. Y desde ahí nos invita a pensar sobre que “nuestros abuelos ya traían esa mala idea de los patrones y capataces que no respetaba a las mujeres”, como un desafío intercultural muy serio para pensar en el diseño global de ese entronque no solamente de violencias patriarcales, sino también capitalistas, racistas y heteronormativas en su manifestación histórica local.

A pesar de las diferencias importantes entre las distintas propuestas de los feminismos comprometidos con el colapso de la violencia patriarcal que he compartido aquí, creo que lo que valdría la pena enfatizar de éstos es que parten de las historias de cuerpos excluidos y vulnerables como experiencia histórica concreta, pero también como conocimiento vivo que nos permite cuestionar la noción patriarquía como punto de partida y sin historia local. El colapso tendría, entonces, que ir revelando la pluralidad de experiencias y temporalidades de su dominación, entre muchas otras cuestiones.

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