El título de esta sesión se presenta como un espacio de reflexión que reside entre la necesidad de la crítica a las formas de opresión y la esperanza de liberación. Quiero comenzar por invitarnos a pensar el cambio radical como aquél que desde la raíz es capaz de transformar el orden de la realidad histórica que nos acosa. No me refiero solamente a la realidad histórica del neoliberalismo o a la hidra capitalista, sino también a los 500 años de imposición del orden moderno/colonial, los 500 años de formación e implementación del modelo de civilización eurocentrista, que hoy llamamos modernidad.
Hoy, gracias al pensamiento que proviene de las filosofías de los pueblos originarios y la de las experiencias de lucha, la modernidad ya no se nos presenta como el proyecto único de desarrollo, como la única ruta al progreso y a la salvación de la humanidad. Los “otros saberes”, los saberes no eurocentristas, han desbordado las críticas internas de la modernidad (el marxismo, la escuela de Frankfurt, el postestructuralismo, etc.), y nos han otorgado una visión exógena de la modernidad, una visión que por primera vez es capaz de ver la modernidad desde afuera, precisamente como el proyecto de civilización eurocentrado. La modernidad ya no puede ser entendida como la realidad-mundo, como la época sin límites que abarca la totalidad de la realidad histórica tal como la asume el pensamiento occidental.
Desde el pensamiento de Abya Yala (América), desde el de las luchas comunitarias, la modernidad queda reconocida como el proyecto dominante de civilización, pero no como la única realidad histórica y, por ende, no como la única opción. La llamada alternativa decolonial es, entre otras, un esfuerzo por pensar, valorar y vivir las alternativas al orden moderno/colonial. El cambio radical lo entenderíamos, entonces, como la posibilidad de salir, de ir más allá del proyecto civilizatorio de la modernidad occidental. Hablamos de un cambio de raíz, no solamente por su radicalidad, sino también por fundamentarse no en ficticias utopías de sociedades racionalmente ideales, no en el imaginario moderno/colonial, sino por tener su raíz profunda en las experiencias vividas por los otros saberes.
Este fundamento radical se encuentra, por una parte, en la certeza del sufrimiento de 500 años, 500 años de vivir el menosprecio, la degradación y la dispensabilidad de la vida tanto humana como la de la madre Tierra y, por otra, se encuentra en la riqueza de “otras” experiencias de relación con la realidad, con la comunidad, con la palabra, con la tierra.
Hoy tenemos la posibilidad de mirar la modernidad desde la realidad histórica que ésta ha excluido, desde la realidad histórica de las comunidades y las formas de vida que han sido marginadas, reprimidas, negadas por el modelo de civilización moderno/colonial. Pensar la modernidad desde la colonialidad y desde la pluralidad de formas de vida que ha negado nos da una visión que no es reconocible desde la perspectiva intra-moderna que tienen las tradiciones del pensamiento crítico eurocentrista. Cuando escuchamos las filosofías y las cosmovisiones de Abya Yala, en particular su principio de relacionalidad, de comunalidad, y volteamos a ver el proyecto moderno/colonial, nos encontramos con que la modernidad como proyecto civilizatorio ha significado la fractura de nuestras formas de relación. La modernidad, sus sistemas de dominio, operan a través de la separación, a través de impedir la relacionalidad, la comunalidad.
Podríamos proponer la tarea de hacer una historia de la civilización eurocentrista, del orden moderno-colonial, como la historia de procesos y sistemas de separación. La modernidad ha significado el reemplazo de la relación comunal al mundo como experiencia fundante de la vida, por sistemas de mediación. Brevemente podemos esbozar que la modernidad se ha caracterizado por la separación o suspensión de nuestra relación con la comunidad, la separación o suspensión de nuestra relación con la cosmovisión (es decir, con visiones de la realidad no antropocéntricas) y por la separación o suspensión de nuestra relación con nuestra interioridad como pluralidad, con nosotros mismos.
La modernidad se ha consolidado como el orden histórico social del individuo soberano. Un orden antropocéntrico, en el que el culto del yo se conjuga con el culto del objeto-mercancía. El habitante por excelencia de la modernidad es el individuo egocentrista, el consumidor que se yergue frente a un mundo hecho cosa, artificio. El binomio sujeto-objeto indica un vínculo de separación que funda el saber y el hacer de la modernidad. Dentro de la separación y la pérdida de la relación se da una dialéctica macabra en la que el sujeto individualizado se mimetiza en mercancía, en la representación del yo, mientras la mercancía se presenta como vida, como mundo.
La reducción y suspensión de la relacionalidad y de la comunalidad propias de los senti-pensares, de los quehaceres no eurocentristas del Abya Yala, ha sido la condición necesaria para la expansión de los sistemas de dominio del proyecto civilizatorio de la modernidad. Los procesos de apropiación del territorio, de los cuerpos, de los saberes, de la vida, requieren e imponen la suspensión de la relacionalidad. Junto a los procesos de apropiación, la modernidad se despliega a través de procesos de representación de la realidad. Estos sistemas de representación muestran el orden moderno/colonial como la única realidad histórica, lo convierten en normalidad. La imposición de la representación moderna del mundo, la imposición de la modernidad como orden simbólico y epistémico, como principio de realidad, requiere la negación y suspensión de los mundos relacionales. El dominio de la representación suspende la posibilidad de un diálogo intercultural más allá de la modernidad.
La imposición del orden moderno-colonial, de sus formas de apropiación y de representación, de su principio de realidad, ha significado la imposición de un orden en el que el mundo y nuestras experiencias de éste quedan reducidas a la superficie de la individualidad, a la superficie de la cosa. La modernidad se establece como el territorio soberano del individuo consumidor, la mercancía y la ganancia. La realidad mundo de la modernidad es la de un mundo superficial, es la realidad reducida a la superficialidad de la presencia. La experiencia en el tiempo, las experiencias relacionales quedan reducidas al orden de la presencia, a la metafísica del espacio, de la cosa y de la representación.
La colectividad de las luchas en Abya Yala, por ejemplo la zapatista, nos ha mostrado que la lucha contra el orden moderno-colonial es contra el olvido, es decir, contra la reducción de la realidad al orden de la presencia, a la superficialidad en que reina la ficción del yo y de la mercancía. La lucha por la tierra no es tan sólo por la “propiedad”, por la tierra como cosa, es por proteger y recuperar la relación con la tierra como lugar de vida y lugar de memoria. La memoria como lucha se desliga de las utopías, de las ficciones futuristas de la modernidad-mundo y reclama el renacer de los mundos que han sido negados, se enraíza en la fuerza emergente de las relaciones comunales que pre-existen y desbordan el orden del yo, de la mercancía, del mundo-objeto, de la propiedad. A través de estas luchas estamos presenciando la emergencia de memorias críticas que pugnan por recuperar la posibilidad de nombrar y de hacer mundo. Estamos atestiguando la emergencia de otros imaginarios, de otras memorias que desde la raíz traen consigo la esperanza y la posibilidad de reconfigurar nuestro presente.
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