Traducción de Javier Sicilia y Patricia Gutiérrez-Otero
Illich supo ver que las herramientas tecnológicas modificaban la manera en que la sociedad se relacionaba con su entorno. En sus palabras: “Una red telefónica [por ejemplo] engendra una nueva actitud hacia la gente con la que se habla sin verla”. En la actualidad, las redes sociales han llevado todavía más lejos este fenómeno. ¿Hacia dónde conduce la inmaterialidad desde la que nos comunicamos? ¿Qué tanto nos aleja de lo real?
El alfabetismo tecnológico se inscribió, como el año anterior, en el orden del día de esta conferencia que reúne a maestros, ingenieros y científicos. “Técnica e imaginación” es su tema esta vez. La imaginación trabaja día y noche. Les hablaré de ella a la luz del día, ante la pantalla fluorescente de la computadora. Sólo hablaré indirectamente de la arriesgada habilidad ante el teclado, las teclas de función, la “ventana” plagada de letras que nos lleva a sentirnos un poco torpes. Por útil que pueda ser, considero ante todo este pseudoalfabetismo como una condición para conservar nuestro sentido del humor en un mundo programado. No hablaré de la máquina y de su lógica cibernética más que en la medida en que provocan un estado mental vagamente emparentado con el sueño. Cómo permanecer despierto en la época de la computadora, es lo que me interesa.
Resulta esclarecedor distinguir entre las tres modalidades según las cuales una técnica actúa sobre la condición humana. Entre las manos del ingeniero, los medios técnicos pueden ser herramientas. Está confrontado con una tarea, y para realizarla elige una herramienta, la mejora y la maneja. Por otra parte, las herramientas, a su manera, afectan las relaciones sociales. Una red telefónica engendra una nueva actitud hacia la gente con la que se habla sin verla. Por último, todas las herramientas constituyen en sí mismas poderosas metáforas que influyen en el espíritu. Esto es cierto tanto para el reloj como para el motor o la máquina; lo es también para la página cubierta de signos alfabéticos como si fueran una cadena de bits. Hoy dejaré de lado los dos primeros efectos de la herramienta, el que procede de su manejo técnico y el que se produce sobre la estructura social. Concentraré el análisis sobre la cibernética en cuanto metáfora dominante, y sobre la computadora en cuanto aparato potencialmente anestésico. Pero, antes de ir más lejos, quiero clarificar bien mis intenciones: no trataré aquí del poder inquietante de la computadora desde un punto de vista general y universal. No me preguntaré aquí sobre el efecto que puede tener la computadora, en cuanto metáfora, sobre los jóvenes japoneses que, durante 11 años, estudiaron tres horas diarias los ideogramas kanji. Quiero orientar nuestra discusión a la adecuación entre la metáfora cibernética y una mentalidad particular, el espacio mental característico de Europa, de Occidente, que durante un milenio fue modelado por el alfabeto y por el texto alfabético en cuanto metáfora dominante. Tres razones justifican que me limite así: primero, hablo ante todo como historiador; segundo, sólo estudio la función de los caracteres alfabéticos en la medida en que son la fuente de axiomas posmedievales típicamente europeos que se admiten sin ningún examen; y, finalmente, deseo que discutamos juntos sobre el impacto de la metáfora informática, no desde el punto de vista sociológico, sino en cuanto fenómeno histórico y literario.
…todas las herramientas constituyen en sí mismas poderosas metáforas que influyen en el espíritu. Esto es cierto tanto para el reloj como para el motor o la máquina; lo es también para la página cubierta de signos alfabéticos como si fueran una cadena de bits
La ciencia clásica la creó gente que consignaba el sonido de las palabras que usaba para debatir sobre la naturaleza. No le debe nada a los chinos que, durante milenios, han expresado gráficamente abstracciones mudas. Todavía no hace mucho, los letrados primaban en las ciencias de la naturaleza. La ciencia moderna es, pues, el producto del espíritu alfabetizado, en el sentido en que Milman Parry o Walter Ong comprendían este término. La máquina universal que inventó Turing en 1935-1936 representa una singularidad en este espacio mental. Vamos a ver cómo la metáfora cibernética propuesta por Norbert Wiener modificó la topología mental del espíritu alfabetizado. Para designar este modo de pensamiento y de comunicación en los entusiastas de la metáfora cibernética, Maurice Berman inventó una excelente fórmula. Llama a este estado el «sueño cibernético”. Desde la publicación, en 1981, de su Reenchantment of the World [El reencantamiento del mundo], muchos de ustedes conocen seguramente a Berman. Actualmente prepara una nueva obra, que tratará del “cuerpo en la historia”. El artículo que entregó sobre este tema al Journal of Humanistic Psychology permite augurar algo bueno.
Berman ve despuntar el crepúsculo de las certezas implícitas que modelaron el espíritu literal clásico. Hace notar los numerosos esfuerzos desplegados por pensadores para liberar modos de conciencia y de observación alternativos. De una u otra manera, éstos se protegen con el paraguas de la New Age y, según Berman, la mayoría tiene algo en común: anima a sus adeptos a entregarse al sueño cibernético.
Llega a esta conclusión en su artículo tras haber pasado revista a un conjunto de autores norteamericanos que, no hace mucho, captaron la atención del gran público, y que tienden a presumir de científicos desencantados. Sin embargo, no desconoce la enorme diferencia de lenguaje, de estilo, de lógica entre hombres como Douglas Hofstadter, Frank Capra y Ken Wilber, Jeremy Rifkin o Rupert Sheidrake. Delimita hábilmente sus términos predilectos respectivos: “paradigmas holográficos”, “campos morfogenéticos”, “tiempo real”, “orden implícito”. Demuestra de manera convincente que todos se precipitan en la misma trampa –ésa en la que, hacia el final de su vida, Bateson se dejó atrapar al reducir el cuerpo a sólo un elemento de un proceso mental monista–.
Todos estos autores terminan, en cierto momento, pretendiendo ofrecer un enfoque epistemológico de la realidad que constituiría una alternativa a la conciencia mecanicista, empírica, sin valores, que cada uno de ellos imputa a la “ciencia actual” o a la “institución científica”. Sin embargo, siempre según Berman, estos autores no hacen nada semejante. Todos, aunque cada uno se exprese en términos que le son propios, establecen interconexiones entre un conjunto de conceptos relacionados con la teoría de la información y crean así un sistema de referencia abstracto, desencarnado, puramente formal, que identifican con lo que sucede en su espíritu. Esto es, según Berman, el “sueño cibernético”, que zambulle al espíritu en un estado susceptible de plegarse a cualquier situación. Para Berman, con el sueño cibernético la lógica de tres siglos de ciencia mecanicista encuentra su forma terminada. Por mi parte, yo diría más bien que ese sueño constituye una “singularidad” –como un hoyo negro es una singularidad en el espacio-tiempo–.
Todos, aunque cada uno se exprese en términos que le son propios, establecen interconexiones entre un conjunto de conceptos relacionados con la teoría de la información y crean así un sistema de referencia abstracto, desencarnado, puramente formal, que identifican con lo que sucede en su espíritu.
Berman cuenta la experiencia de una de sus amigas, Susan. Me impactó tanto que no puedo dejar de contarla en detalle. Susan enseñaba en un colegio de Florida del Norte. Muchos de sus estudiantes tienen una computadora. Cuando Susan les deja un tema para trabajarlo, éstos se precipitan a sus máquinas. Introducen en ellas las palabras clave del enunciado de Susan, recogen la información correspondiente en bases de datos, la pegan en fila, y someten esto a Susan como su trabajo personal. Una tarde, Frank, uno de sus alumnos, se quedó con ella después del curso. Esa semana los estudiantes habían tenido que hacer una exposición sobre la sequía y el hambre en el África subsahariana. Frank quería mostrar a Susan la cosecha de datos que había sacado de su computadora. En cierto momento ella lo interrumpió para preguntarle: “¿Y tú, Frank, qué piensas de todo esto?” Frank la fijó con la mirada vacía y acabó respondiendo: “No entiendo lo que quiere decir”. En ese momento apareció un foso entre ellos. Michel Foucault habría hablado de hueco epistemológico. Veamos qué piensan respectivamente.
Para Susan, una formulación es una palabra y detrás de cada palabra alguien traduce su pensamiento. Además, Susan no puede traducir su pensamiento sin vestir con carne lo que expresa. Cuando enuncia “hambruna desesperada” siente algo, lo que no sucede cuando, por ejemplo, cita una cifra. Para Susan, las palabras que forman una frase son como los tablones de un puente que la vinculan con lo que sienten los otros. Para Frank, las palabras son unidades de información: las encadena y obtiene un mensaje. Su coherencia objetiva y su denotación precisa, eso es lo que le importa, y no sus connotaciones subjetivas. Manipula nociones abstractas y programa el uso de la información. Su percepción está encerrada en su cráneo. Ante su pantalla acorrala redundancias y ruidos. Los sentimientos, las significaciones sólo podrían provocar ansiedad, miedo o ternura, por lo tanto las disminuye y permanece neutro. El tratamiento del texto informático es el modelo que le impone su modo de percepción. En la idea que se hace de sus sentidos y de su ego, los primeros son “perceptivos» y el segundo “propioceptivo”.
Susan (tomada ahora como un tipo ideal) es un sí mismo que se encarna perceptualmente. Sus palabras surgen de la masa de carne y sangre, del bosque de sentimientos y de significados que sumergen todo lo que dice. Puede enseñar porque esos sentimientos y esos significados los disciplinó sin desvalorizarlos. No sin esfuerzo formó su Descartes y su Pascal interiores para que se vigilaran mutuamente; para equilibrar el espíritu y el cuerpo, lo mental y la carne, la lógica y el sentimiento.
Frank, como lo veo, es emblemático del estado perceptivo inverso. Se abstrajo del pantano de los sentimientos. Aprendió a despegar, a abandonar la atmósfera densa; opera en el vacío de un espacio sin gravedad. Al haberse acercado a la computadora, cayó en las redes del pensamiento operacional. La fórmula de Turing lo llevó al sueño cibernético. Puede planear por encima del Sahel, observar la tierra agrietada, el camello que muere de sed, registrar al ascenso de la desesperanza y la hostilidad. Su espíritu es una cámara que no deforma los signos porque les opone un dique. Espera que Susan lo califique sobre los datos que captó en la pantalla y encadenó en un “texto”.
Susan y Frank son dos personas. Son responsables de su propio estado de espíritu. Susan puede mantener su rumbo entre la sentimientalidad romántica y la lucidez crítica, entre las sandeces y las connotaciones delicadas, elige deliberadamente la estela tradicional de los autores en que quiere inscribir sus metáforas. Cuando habla emplea palabras que fueron escritas; cuando piensa descifra silenciosamente el nombre de las cosas. Esta referencia constante al alfabeto la diferencia del prealfabetizado e, igualmente, pero de manera muy diferente, de Frank. Él también es responsable de lo que hace. Cuando habla usa la metáfora cibernética como una herramienta analítica que descuida más cosas de las que modela. Puede tomarla a broma. Así como Fromm evocaba la tubería psíquica, Frank puede decir a su computadora que bombee en la fuente, que llene el tema. Pero es también susceptible de dejarse ir, de permitir que esta metáfora engulla todas las demás, y finalmente de caer en el estado que Berman llama el sueño cibernético.
Confrontadas entre sí, las dos mentalidades pueden volverse ideología. Conocí a varias Susan para las que el alfabetismo se volvió una ideología anticibemética. Si se evoca la computadora, esta gente reacciona como los integristas en relación con el comunismo. Para estos adeptos de la cruzada contra la informática, una excursión en la tierra de la computadora que comporte un libre ensayo de piloteo de los mandos constituye una balanza necesaria para preservar su salud mental. Aquéllos de entre ustedes que estudian el alfabetismo informático descuidan a veces su importancia en cuanto medio de exorcizar el embrujo paralizante de la computadora. Conozco, desgraciadamente, muchos Frank a los que la computadora transformó en zombis –un peligro que, ya hace más de 25 años, preveía lúcidamente Maurice Merleau-Ponty–. Evocaba “[…] la ideología cibernética, [donde] las creaciones humanas se derivan de un proceso natural de información, pero concebido sobre el modelo de las máquinas humanas”. Este pensamiento “operativo” conduce a la ciencia a imaginar al hombre y la historia, a “construirlos a partir de algunos indicios abstractos”, y, para los que se embarcan en este sueño, “el hombre se vuelve verdaderamente el manipulandum que piensa ser”. Cuando describía a Susan y a Frank hablando, separados por un abismo epistemológico, tuve cuidado en no decir que estaban “cara a cara”. Para retomar la formulación de Merleau-Ponty, el cuerpo de Susan está “en el suelo del mundo sensible […], la centinela que se mantiene bajo sus palabras y sus actos”, mientras que el cuerpo de Frank es el instrumento sin rostro del “sistema de información”. Es imposible que se encuentren frente a frente. Para Frank sólo puede haber “interfase” con alguien que comparte su mentalidad. Cuando pienso en la fijeza vacía de la mirada que la pantalla induce en quien la utiliza, no puedo escuchar decir sin rebelarme que hay “interacción” (interface) entre el ojo y la máquina. No había un término para designar esto hasta que Merleau-Ponty escribió su ensayo, en 1961. MacLuhan lo forjó sólo 10 años después, y no se necesitó más de un año para que el verbo to interface se usará en psicología, en ingeniería, en fotografía, en lingüística. Espero que Susan sea una amiga que busque el rostro de Frank. Quizá ponga su vocación en esta búsqueda1Exposición ante la segunda Nacional Science, Technology and Society Conference on “Technological Literacy” organizada por el programa “Science Through Science, Technology and Society», de la Universidad del Estado de Pensilvania, Washington, D. C., febrero de 1987. Publicado en “En el espejo del pasado, Iván Illich. Obras completas II, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p. 594. . ❧
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