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De las herramientas a los sistemas

85098938Primer electrocardiograma

Diálogo entre Iván Illich y David Cayley

Traducción de Ana Gabriela Blanco y Juan Manuel Escamilla

Este fragmento forma parte del libro En los ríos al norte del futuro, que publicará Aliosventos Ediciones próximamente; se trata de una de las conversaciones que Illich tuvo con Cayley, en las que ahonda acerca de cómo, a través de la historia, se fue modificando la relación del ser humano con la herramienta.


 

David Cayley: En esta conversación quisiera revisitar la cuestión de las herramientas y tu argumento de que éstas adquieren una existencia distinta e independiente después del siglo XII.

Iván Illich: Hace poquito tiempo estuve hablando con el Padre John Considine, el cura de Maryknoll que convenció a Juan XXIII de enrolar a la Iglesia en la Alianza para el Progreso. La idea de estos misioneros era ayudar a la gente pobre, y por ayuda se entiende proveer a esas personas de los medios, de las herramientas que no poseían (electricidad, penicilina, recursos legales decentes, conocimiento instrumentalmente concebido, etc.). Esto se daba por sentado. Resulta igual de difícil meter entre un paréntesis epistémico conceptos tales como instrumento, herramienta, medio, recurso, técnica, que meter entre paréntesis conceptos éticos como normas o reglas. Tan pronto como empecemos a hablar acerca de la conciencia, alguien invocará las normas según las cuales un hombre de conciencia debe actuar. Y apenas comencemos a hablar sobre la ayuda como respuesta, como resultado de mi amor por ti, de mi benevolencia hacia tu persona, empezaremos a referirnos a mi acción de empoderarte al ofrecerte alguna técnica, alguna herramienta. Pero lo que estuvimos discutiendo hace dos años era el hecho de que la idea misma de herramienta como un tipo especial de causalidad tuvo un principio histórico. Que el concepto de herramienta tomó una forma madura cuando el escolasticismo, en el siglo XI tardío y a principios del XII. Casi de manera absurda, pero muy correcta, hablamos entonces del descubrimiento de que los ángeles, como son espíritus puros, precisan de herramientas (los planetas) para actuar como los gobernadores de Dios en el ordenamiento del cosmos. Podemos considerar el tiempo entre el siglo en el que me encuentro tan en casa, es decir, el siglo XII, y hoy, como la era de la técnica, o de las herramientas (herramienta como algo que incorpora, materializa o formaliza una intención humana, y que puede ser tomada o no tomada por una persona que quiere conseguir la finalidad que corresponde a su intención). Tal era está marcada por la creencia en la omnipresencia de los instrumentos, de las herramientas: los ojos son instrumentos para mirar, igual que cámaras; los conceptos son artilugios epistémicos; las leyes son herramientas para la ordenación de la sociedad. Hace treinta años era muy difícil hacer siquiera dudar a alguien de que el término “herramienta” se refería a una categoría natural sin la cual no se podía pensar inteligentemente. Hasta el cuerpo se convierte en una herramienta del alma, o de la persona y, más importante que eso, los órganos individuales se conciben como dispositivos especializados para realizar funciones corporales muy especializadas. Con excepción de los homeópatas y los herejes es casi imposible para las personas concebir la ayuda médica sino como la provisión de instrumentos que tienen la capacidad de interferir y reparar el malfuncionamiento de algún órgano (y vaya que puedes notar lo difícil que resulta para la ciencia médica tragarse la existencia de los homeópatas). El hecho de que esta manera instrumental de percibir el mundo que nos rodea tuvo un comienzo, históricamente hablando, se revela nítidamente en el caso de los médicos porque con ellos sobrevivió durante más tiempo una mentalidad no-instrumental, a diferencia de lo que ocurrió con abogados, filósofos, teólogos, moralistas y, por supuesto, científicos. Incluso ya bien entrado el siglo XVIII el típico doctor no tenía necesidad de realizar prueba alguna sobre sus pacientes. Fue el gran médico francés Laënnec1René-Théophile-Hyacinthe Laënnec, 1781-1826. quien oyó algo que nadie jamás había escuchado antes. Cuando enrolló una hoja de papel y, formando un proto-estetoscopio, pudo escuchar las olas en el océano interior del vientre preñado de una mujer. Parece una locura, pero en nuestra sociedad occidental ese asunto de contar latidos aparece sólo hasta el siglo XIX. El médico jamás buscó en una persona (hasta Paracelso, unos cuantos cientos de años antes) la causa de la enfermedad. Lo que hacía era escuchar a la persona aquejada por un mal, y lo que la naturaleza le estaba diciendo a esa persona, a través de su dolor, de su dificultad para respirar, por medio de su angustia, de su sangrar, o por sus otros fluidos. Lo que el médico conocía eran personas enfermas, pero el concepto que la historia médica llama entidades patológicas específicas, enfermedades como entidades diferenciadas (sarampión, por ejemplo, y no fiebre escarlata) es posterior a la Reforma. Antes del siglo XVIII es difícil pensar en la posibilidad de definirlas realmente. Por consiguiente, en el caso de la medicina puedes ver con claridad qué clase de cambio implicó y posibilitó la mentalidad instrumental. Todo médico tradicional (tanto en la tradición hipocrática como en la galénica) creía en la gente, en sus pacientes, y les hablaba sobre su propia naturaleza, que era vivida como fuente íntima de experiencias. Era sentida, olida, probada por la gente, y el entrenamiento médico consistía, en gran medida, en saber sentir las circunstancias de ese individuo ahí, quien, en su condición humana, había quedado atrapado en algún desbarajuste, en alguna contrariedad que la naturaleza intentaba sanar. Era como si el médico participara en una especie de tragedia griega e, igual que un espectador en el teatro, alcanzara a través de la mimesis, la simpatía, es decir, la capacidad de sentir al otro. No existía la idea de la salud, sino únicamente como la capacidad de la naturaleza de buscar constantemente sanarse a sí misma; y lo que el médico hacía mediante el consejo, mediante la simpatía, y el poder de la palabra sanadora y, quizá, apoyándose en dosis de corales molidos y píldoras de mercurio (que hoy diríamos que son altamente venenosas) era animar, empujar a la naturaleza a llevar a cabo su propio acto de sanación. Actualmente es bien difícil pensar en esos términos cuando pensamos en la función del médico. Tendemos a asumir que el médico utiliza la tecnología, la herramienta propia de su profesión, y que incide, opera en el sistema o el subsistema del paciente. Lo que el médico conoce es su campo de actuación, y no al paciente mismo. Por ello encuentro en la medicina, en la historia de la medicina, una extraordinaria posibilidad para hablar de la transformación en la autopercepción, y por ello también en el ego, que trajo esta certeza con la que aceptamos la relación instrumental de la ayuda y la asistencia.

También dijiste que la era de la tecnología había llegado a su fin.

Sí… y si acaso algún biólogo académicamente entrenado, algún microbiólogo, o técnico de diagnósticos, estuviera sentado aquí con nosotros diría: “Illich hemos regresado, hemos dado un gran paso lejos de esta visión instrumental del ser humano. Ahora consideramos al ser humano como un sistema, es decir: como un extraordinariamente complejo ordenamiento de control de lazos cerrados, retroalimentados. Y la característica fundamental de ese sistema es perseguir su propia sobrevivencia manteniendo un equilibrio informativo que permita su viabilidad”. Tal es la forma de entender, por ejemplo, esta rosa en el florero, a ti mismo aquí presente, y al cosmos. Cada uno es un sistema que mantiene ese tipo de equilibrio. La época en la que la instrumentalidad era la llave que fue abriendo todas las puertas duró del siglo XII hasta algún momento de la vida de quienes ahora me prestan atención. Todo aquél que me escucha hoy tiene un pie plantado en la era de la tecnología, o de la instrumentalidad. Y probablemente ni siquiera están al tanto del hecho de que han transitado hasta instalarse en la era de los sistemas, misma que acabo de describir y en la que ya no es posible hablar de herramientas. Esta computadora en la mesa no es un instrumento. Carece de una característica fundamental de eso que el siglo XII descubrió como tal, es decir, la distalidad entre el usuario y la herramienta. Yo puedo tomar o no tomar un martillo. Eso no me convierte en parte del martillo. Éste permanece en su carácter de instrumento de la persona, no del sistema. En cambio, en un sistema, el gestor, el administrador, lógicamente, por medio de la lógica del sistema, se convierte en parte de éste. Mencionaré algo que Heinz von Förster2Heinz von Förster (1911-2002) fue uno de los fundadores de la cibernética. me dijo hace treinta años, cuando comenzábamos a discutir este tema: “Un hombre paseando a un perro es un sistema hombre-perro”, un ciborg, como se diría hoy. Por ello, enfatizo enérgicamente que dentro del tiempo de nuestra vida hemos dejado atrás la época en la que el instrumento dominó la autopercepción, la idea del mundo y la explicación filosófica del mundo y del lenguaje. Pero sería un tremendo error interpretar esto como un retorno al cuerpo vivido y sentido. El analista de sistemas imputa al paciente lo que es y, en cierta forma, va más allá de lo que antes era posible bajo el dominio de lo que llamamos la mentalidad instrumental. El médico-analista de sistemas imputa al paciente lazos de retroalimentación cada vez más complejos, la mayoría de los cuales (si no es que todos) reconoce únicamente sobre la base de la probabilidad. En la percepción del cuerpo de la que hablé previamente, el médico se comportaba como un buen espectador teatral en la representación de una tragedia. A través de la queja del paciente, él recibía, reunía y asía la conmovedora singularidad de la auto-percepción sensual de la persona que estaba frente a él. El analista de sistemas es, por ello, lo opuesto al galeno, o al médico hipocrático.  ❧

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