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Constitución y convivialidad

ahuizote_constitucionOficina de El Hijo del Ahuizote, 5 de febrero de 1903. Fotografía del Archivo de Casa de El Hijo del Ahuizote

La Constitución mexicana cumple su primer siglo con 700 reformas y casi un millar de modificaciones a 114 de sus 136 artículos; una transformación de más de 80 por ciento de la versión original promulgada en 1917. Gustavo Esteva aborda de manera crítica la simulación en la que se inscribe esta celebración para llevarnos a la pregunta obligada: ¿es vigente aún la Carta Magna?   


¿Constitución y convivialidad? ¿No pertenecen a galaxias lingüísticas muy alejadas entre sí? ¿No sería como forzar la cópula entre el número 17 y el mal humor? ¿No sería “constitución convivial” un oxímoron, una contradicción en los términos?

Enfrentar estos términos, que parecen antitéticos, puede acaso resultar fructífero para acotar caminos bajo la tormenta.

La celebración

Con su cinismo acostumbrado, las clases políticas que destrozaron la Constitución de 1917 se dedicaron a exaltarla en su centenario. Es “norma de comportamiento e ideal colectivo… piedra angular de nuestras libertades y derechos”, señaló el PRI, “fuera de ella no hay más que lo arbitrario”; “suma de nuestros anhelos de libertad, dignidad, igualdad y justicia”, dijo el PAN; quienes forjaron la Carta Magna, subrayó el PRD, “no vieron el pasado, sino el futuro… Hoy estamos lejos de ese espíritu audaz y revolucionario”; para MORENA es el tiempo de regenerar “los principios históricos de la Constitución… y hacer de los principales valores de la Constitución una letra viva”1 La Jornada, 2 de febrero de 2017..

Celebrar y honrar la Constitución, atribuyéndole cínicamente rasgos, méritos y vigencia que no tiene, es ya recurso de supervivencia de las clases políticas: para continuar su ejercicio de dominación siguen tratando de convencer a la gente de que su comportamiento está amparado por la Constitución y que ésta contiene el mandato que la propia gente les ha dado, envuelto en un manto sagrado.

Denunciar que no se respeta la Constitución y exigir que se regrese al orden que prescribe es otra forma de honrarla.

En estas notas no se discute si se cumplen o no los preceptos constitucionales. Examino su carácter, para determinar si nos interesa o no hacerlos valer.

La Constitución “vigente”

En agosto de 1996, en Guanajuato, se produjo un escándalo en el Congreso Nacional de Abogados, ante la presencia de notables académicos, abogados y hombres de gobierno del país: el expositor más aplaudido, que se llevó una ovación unánime, se dedicó a condenar la sagrada Constitución y a caracterizarla como mero instrumento de dominio. La elegante conferencia la pronunció don Clemente Valdés, uno de los más prominentes constitucionalistas del país, presidente de la Comisión de Derecho Constitucional y Amparo de la Barra Mexicana de Abogados. Don Clemente consideró que la Constitución sentaba las bases para que la organización jurídica del país garantizara la máxima impunidad de los gobernantes y el mayor dominio del presidente sobre la población2 Clemente Valdés, La Constitución como instrumento de dominio, Ediciones Coyoacán, México, 2010, p. 9..

No fue fácil, no lo es hasta ahora, impugnar tan virulenta y fundadamente nuestra Carta Magna. Es una de las vacas más sagradas de este país. Por cien años se han proclamado continuamente sus méritos. Fruto de la primera revolución social del siglo XX y de lo que pareció ser un compromiso sensato e ilustrado de las principales facciones revolucionarias, la Constitución de 1917 se consideró durante mucho tiempo como una de las más avanzadas del mundo, si no es que la mejor; fue la primera en incluir los derechos sociales. En el discurso público se vale cualquier cosa… menos traicionar a la Constitución.

La academia comparte esta posición. Muchos especialistas consideran que la vitalidad y vigencia de la Constitución son indiscutibles3 Al entrevistarlos en ocasión del centenario, tres destacados constitucionalistas del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM coincidieron en esa posición. Para Diego Valadés, exprocurador general de la República, “la Constitución sigue funcionando, puede seguir siendo objeto de reformas y, más aún, debe seguir siendo objeto de reformas para actualizar su parte más rezagada, que es la que se refiere al régimen de Gobierno”. Según Sergio García Ramírez, también exprocurador, la Constitución de 1917 no ha agotado su vida útil ni se le puede poner fecha de caducidad: “Por supuesto que sigue sirviendo y es un cauce de institucionalidad, seguridad de libertades y de justicia”. Para el profesor Roberto Duque Roquero, la Constitución “preserva postulados que tenemos que seguir cuidando, protegiendo… Por ningún motivo se puede considerar que nuestra Constitución tiene agotado su ciclo de vida. (…) Fue en su momento uno de los documentos normativos más avanzados del planeta en materia de derechos sociales, y esto no lo decimos los mexicanos; en el constitucionalismo internacional hay este reconocimiento”. (Salvador Martínez Pavón, “La Constitución llega a 100 años; 699 reformas a 114 artículos”, El Sol de México, 2 de febrero de 2017, https://www.elsoldemexico.com.mx/mexico/583402-la-constitucion-llega-a-100-anos-699-reformas-a-114-articulos). Para el rector de la UNAM, Enrique Graue, en la Constitución “están los preceptos que rigen los destinos de México… y se plasman nuestros anhelos de justicia y equidad, y la aspiración de los mexicanos a una convivencia armónica, en progreso y libertad” (La Jornada, 8 de febrero de 2017).. Esta veneración que políticos y académicos parecen sentir por la Constitución ha penetrado profundamente en todas las capas sociales. La comparte la mayoría de la gente, incluso quienes no han leído el documento. El mito de la Constitución mexicana de 1917, como fundamento legítimo de la vida social, expresión de la voluntad colectiva, garantía de convivencia armónica, sustento del Estado de derecho y proyecto justiciero y emancipador, está bien arraigado. Forma parte de creencias muy profundas, que resisten por igual hechos y argumentos. Por eso don Clemente Valdés tuvo que apelar a todo su valor, lucidez y sabiduría jurídica para decir lo que dijo. Debemos tomar en cuenta la profundidad y extensión de las supersticiones constitucionales que padecemos para que podamos adoptar posiciones más sensatas sobre lo que significan.

La conferencia de don Clemente resulta muy eficaz y una de sus virtudes es que está escrita en lenguaje no especializado. Cito a saltos algunas de sus afirmaciones:

Es difícil hablar de Estado de derecho cuando el sistema jurídico, a partir de la Constitución… establece el secreto como la manera de gobernar… (un) secreto que lo mismo abre la puerta al encubrimiento, que a la complicidad en cualquier delito4 Op. cit., p. 12..

(…) La ley, empezando por la Constitución, está estructurada para permitir que los altos funcionarios, autorizados por quien sea el presidente, y sin tener obligación de rendir cuentas a nadie que no sea él, dispongan de nuestro dinero y lo usen como quieran. Esto, desde luego, tiene como objetivo fundamental el mantenimiento del dominio sobre el pueblo usando todos los recursos que en teoría pertenecen a él, pero que en la práctica son del grupo que esté en el gobierno y sus aliados… Así pues, el fundamento de la corrupción de nuestros gobiernos –como otras barbaridades y algunas fantasías– surge de la Constitución5 Op. cit., p. 13..

(…) En los festines en los que los grupos dominantes se reparten el poder del pueblo, con frecuencia la ambición de dominio y la premura en imponerlo a través de las leyes que hacen los llevan a situaciones absurdas e incoherentes. Uno de los ejemplos más cómicos es que en la Constitución que han hecho, ni el “Estado”, ni “la federación” ni “el órgano ejecutivo” tienen personalidad jurídica… En consecuencia, dado que el “poder ejecutivo” no tiene personalidad jurídica, o los actos del presidente de la República los ejecuta como persona física o, lo que es mucho más grave, él es la Nación6 Op. cit., p. 15..

En la Constitución, al presidente de la República se le menciona por separado para que quede claro que “constitucionalmente” no es responsable por los actos u omisiones en que incurra en el desempeño de sus funciones7 Op. cit., p. 17..

(…) Para poder disponer de nuestro dinero sin obstáculos molestos… o rendir cuentas sobre su uso… se hizo algo que sus autores pensaron que era de una gran sagacidad: establecer en la Constitución… algo con lo cual podría practicarse la corrupción con respaldo de la ley y disponer arbitrariamente del dinero de la población. Lo que se hizo fue hacerle decir a la Constitución que en el presupuesto puede haber, sin límite, todas las partidas secretas que se consideren necesarias –es decir, las que el presidente quiera– para que las usen sus empleados como él lo ordene8 Op. cit., p. 23..

Don Clemente desmenuza con rigor espeluznante las condiciones que demuestran, sin lugar a dudas, que la famosa Constitución, esa fantástica vaca sagrada, es un instrumento de dominio, manipulación y control, que garantiza impunidad a un pequeño grupo que logra encaramarse en el gobierno en torno a la figura presidencial. No ha perdido ese carácter por el hecho de que en los 20 años transcurridos desde su conferencia se hayan tratado de enmendar algunos aspectos que criticó. Se ha buscado crear la impresión de que el poder del presidente ha sido acotado; que existe algo así como un mecanismo de pesos y contrapesos, al estilo estadounidense, y que se han establecido principios de transparencia –para corregir el secreto como forma de gobierno al que fundadamente se refiere don Clemente– y de rendición de cuentas –para que la Constitución no sea garantía de impunidad para quienes la usan–. Como de costumbre, las apariencias engañan. La Constitución “vigente” sigue siendo lo que don Clemente señaló.

El régimen constitucional

Por sucesivas iniciativas presidenciales, la Constitución de 1917 ha sufrido unas 700 reformas y casi un millar de modificaciones a 114 de sus 136 artículos. Más de 80% del texto original ha sufrido cambios sustanciales. No se trata de simples actualizaciones o apertura a nuevas circunstancias, sino de una transformación profunda de su orientación y sentido. Su incoherencia, obsolescencia, alejamiento de la realidad y carencia de sustento social y político, han sido denunciadas por voces de todo tipo, tanto de especialistas como de gente común, e incluso por parte de las clases políticas que cuelgan de la Constitución el ejercicio de los poderes que les otorga. Se ha empezado a evidenciar que la exigencia de que se cumpla la Constitución, puesto que se viola cotidianamente, puede resultar un remedio peor que la enfermedad, si lo que está de por medio es la justicia y los intereses del pueblo.

Se siguen introduciendo cambios en la Constitución, según la voluble voluntad presidencial o ante exigencias prácticas, comerciales o políticas de las circunstancias nacionales o internacionales. Sin embargo, se reconoce cada vez más que no hay forma de componerla y que sus incoherencias estructurales y su alejamiento creciente de la voluntad, necesidades y aspiraciones del pueblo mexicano hacen necesario sustituirla. Como el “constituyente permanente”, el Congreso de la Unión y las legislaturas estatales han perdido en las últimas décadas la escasa legitimidad que habían obtenido; se ha reiterado la necesidad de organizar un nuevo congreso constituyente que elabore una nueva constitución. Desde 1994, cuando los zapatistas hicieron un guiño al respecto, se han multiplicado las iniciativas para organizar un congreso constituyente que elabore una nueva constitución, como la que acaba de prepararse en la Ciudad de México o la que impulsa a escala nacional don Raúl Vera.

La Magna Carta, de 1215, se considera el primer antecedente jurídico de las constituciones modernas. Don Clemente Valdés se refiere a ella para hacer ver que las constituciones de las monarquías eran meras reglas formuladas por los reyes para regular el comportamiento de sus súbditos: “Cartas a los hombres más poderosos del reino, por las cuales se les prometía respetar sus intereses y concederles privilegios, a cambio de que esos hombres importantes los reconocieran como reyes”. Explica que la Magna Carta fue una respuesta del rey Juan Sin Tierra a los barones que se habían rebelado contra él, a fin de garantizarles privilegios y libertades, entre las cuales estaba la de explotar a sus súbditos sin interferencia del rey. Don Clemente alude también a una constitución republicana que surge del poder constituyente del pueblo y “es algo completamente diferente”. Cita a Thomas Paine, quien señaló, al referirse a una de las primeras constituciones republicanas modernas, votada directamente por los ciudadanos del estado de Pennsylvania en 1776: “Aquí advertimos… un gobierno que surge a partir de una constitución, formado por un pueblo en su carácter original, y que esa constitución no sirve únicamente como autoridad, sino como ley de control del gobierno… Todo poder delegado está en depósito, y todo poder tomado es una usurpación”9 Op. cit., pp. 14-15..

La Constitución de Pennsylvania ha sido objeto de muy intenso debate. Se destaca, en particular, que buscaba asegurar el control del pueblo sobre el gobierno. Como todas las constituciones de la época, afirmaba la soberanía popular, es decir, sostenía que todo el poder político emana del pueblo, quien tiene el derecho inalienable de dotarse del régimen de gobierno que prefiera –la idea que se hace constar en el artículo 39 de nuestra Constitución y a la que apeló en su alzamiento de 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional–. La Constitución sería un instrumento del propio pueblo para gobernarse conforme con ciertas normas que éste ha de aceptar para que tengan validez. El principio de “aceptación” o “consentimiento” aparece en las constituciones con tanta frecuencia como el de soberanía popular. Y aparece claramente la preocupación central sobre el carácter del dispositivo: ¿cómo asegurar que la Constitución exprese realmente la voluntad del pueblo? Las normas e instituciones que limitan o controlan el poder y la actividad del gobierno, no resuelven la cuestión, que se refiere a la integración, legitimidad y representatividad del propio poder constituyente –que forma “el pueblo” al que se atribuye el poder  político– y del congreso constituyente –que elabora la constitución–.

Hasta hoy la clase opresora tiene línea de color y de género: es inherentemente racista y sexista –y no puede ser de otra manera–. La Constitución, en suma, sean cuales fueren sus virtudes formales o la capacidad e integridad de quienes la formulen, es un instrumento de dominio…

El carácter racista y sexista de quienes fueron poder y congreso constituyentes en las constituciones del siglo XVIII son bastante evidentes, mero reflejo de la sociedad en que se produjeron: ¿cómo llamar “democrática” a una sociedad con esclavos, que no reconoce como ciudadanos a la mayoría de sus habitantes, por ejemplo a las mujeres? La conciencia de que la sociedad seguía siendo racista y sexista en pleno siglo XX, aunque la era de la esclavitud formal hubiera quedado atrás y las mujeres hubieran conquistado algunos derechos, llevó al gran intelectual afroamericano, W. E. B. DuBois (1915) a caracterizar el régimen constitucional como un “despotismo democrático”, en que los propios ciudadanos se harían cómplices de los grupos dominantes en la explotación y discriminación de otras personas y pueblos. Lo que haría de la Constitución un instrumento de opresión, dominio, manipulación y control del pueblo, no sería la perversión o mal empleo del instrumento que hicieran algunas personas, bajo determinadas circunstancias, sino el hecho de que expresa inevitablemente la condición estructural de la sociedad en que se formula. Hasta ahora esa condición es la de una sociedad capitalista, la cual sólo puede funcionar con base en la opresión y explotación de una clase por la otra. Hasta hoy la clase opresora tiene línea de color y de género: es inherentemente racista y sexista –y no puede ser de otra manera–. La Constitución, en suma, sean cuales fueren sus virtudes formales o la capacidad e integridad de quienes la formulen, es un instrumento de dominio, como sostiene don Clemente Valdés, no puede escapar de esa condición en una sociedad capitalista.

La sociedad convivial

Iván Illich concibió los que llamaba sus “panfletos de Cuernavaca” en el contexto moral, intelectual y político propio del “espíritu de los sesenta”, cuando se hizo posible mostrar todo lo que la sociedad tenía de intolerable y abrirse a otra posibilidad. Tras demostrar que la expansión de los servicios haría más daño a la cultura que el causado por los bienes al ambiente, reveló la contraproductividad propia de todas las instituciones modernas: el hecho de que, pasado cierto umbral, empiezan a producir lo contrario de lo que proponen.

En septiembre de 1971, Illich empezó a explorar la hipótesis de que en la vida social era necesario contar con un techo común, mediante un control social de la tecnología que impusiera límites máximos a ciertas dimensiones técnicas en los medios de producción. Consideró que persistía la necesidad de establecer la propiedad social de los medios de producción y el control social de los mecanismos de distribución. Ante la nueva fase en que entró la tecnología, sin embargo, era preciso agregar a estos dos aspectos fundamentales en las primeras etapas de la industrialización el control político de las características tecnológicas de los productos industriales y de la intensidad de los servicios profesionales, con base en “el acuerdo comunitario sobre la autolimitación de algunas dimensiones tecnológicas”10 Valentina Borremans e Iván Illich, “La necesidad de un techo común (El control social de la tecnología)”, Iván Illich. Obras reunidas I, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 761..

Tras discutir diversas versiones de esa hipótesis con muy distintos grupos, publicó la que apareció en La convivencialidad (2006), que comienza con las siguientes palabras: “Durante estos próximos años intento trabajar en un epílogo a la era industrial. Quiero delinear el contorno de las mutaciones que afectan al lenguaje, al derecho, a los mitos y a los ritos, en esta época en que se condicionan los hombres y los productos. Quiero trazar un cuadro del ocaso del modo de producción industrial y de la metamorfosis de las profesiones que él engendra y alimenta”11 Ibid., p. 371.. El ensayo mostró la falta de viabilidad del modo industrial de producción, capitalista o socialista, y de las profesiones inhabilitantes que lo acompañan; sometió uno y otras a una crítica radical, haciendo evidentes los daños que causan a la naturaleza y la cultura; esbozó las características de una sociedad posindustrial y anticipó las condiciones de la reconstrucción convivial, las luchas que permitirían la inversión política y las formas en que reaccionaría la gente en la hora de la crisis –la hora actual–.

Medio siglo después las ideas de Iván siguen siendo una guía útil para entender lo que está ocurriendo en el mundo. Mientras los gobiernos funcionan cada vez más como meros administradores de las corporaciones privadas, la gente común, por razones de estricta supervivencia o en nombre de antiguos ideales, ha estado reaccionando con vigor. Sus iniciativas se extienden y radicalizan cada vez más, hasta dar forma a una insurrección que resiste la marejada mortal que destruye por igual el ambiente y la cultura, y empieza la reconstrucción en términos muy semejantes a los anticipados por Illich.

Iván Illich estaba muy consciente de las variadas connotaciones de la palabra que eligió para articular su pensamiento. Si bien la tomó de Brillat-Savarin, quien la acuñó en su Fisiología del gusto, en 1825, la recogió en México y resonaba para él con el sentido que tiene entre nosotros. En todo caso, Illich cargó de nuevo sentido a la palabra, que desde él designa un nuevo marco de referencia, un nuevo tipo de sociedad. La convivialidad es ahora la libertad personal ejercida en una sociedad tecnológicamente madura que puede llamarse posindustrial. Debe distinguirse de la cohabitación fraternal y solidaria de comunidades intencionales y de otras iniciativas aisladas, como las de quienes se marginan poco a poco, con desgano y frustración, de la sociedad de consumo. Se refiere a una alternativa social que se hizo posible por la madurez plena de la industria. “Llamo sociedad convivial”, escribió Illich, “a aquélla en que la herramienta moderna está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta”. Tras reconocer su deuda con Brillat-Savarin, Illich precisa “que en la acepción un poco novedosa que confiero al calificativo, convivial es la herramienta, no el hombre. Al hombre que encuentra su alegría y su equilibrio en el empleo de la herramienta convivial le llamo austero”. Austeridad, aclara, no implica aislamiento o reclusión, sino lo que funda la amistad; sería una virtud que sólo excluye los placeres que degradan la relación personal. “La austeridad forma parte de una virtud que es más frágil, que la supera y que la engloba: la alegría, la eutrapelia12 Según la Real Academia Española, eutrapelia significa: 1) Virtud que modera el exceso de las diversiones o entretenimientos; 2) Donaire o jocosidad urbana e inofensiva; 3) Discurso, juego u ocupación inocente, que se toma por vía de recreación honesta con templanza. De templanza dice que es moderación, sobriedad, continencia, y consiste en moderar los apetitos y el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón. , la amistad13 Op. cit., p. 374.”. Mi impresión es que “alegría, eutrapelia y amistad” no son tres nombres distintos de la virtud a que se refiere Illich, para la cual no encontró un nombre específico. Tal virtud tendría esos tres componentes y en ella la eutrapelia, con sus múltiples resonancias, estaría calificando la alegría y la amistad, haciéndolas moderadas, templadas, sobrias…

Procesión del Comité Magonista Tierra y Libertad para evidenciar la vigencia de la proclamación magonista. 5 de febrero de 2017. Fotografía de José Luis Martín.
¿Una constitución convivial?

Un error cultural llevó a Peter Linebaugh a escribir un libro notable sobre la Magna Carta. Seguía con interés lo que se conocía en algunos círculos como la guerrilla posmoderna del EZLN y le llamó la atención lo que parecía una alusión premoderna: que en un comunicado el subcomandante Marcos aludiera a la “Carta Magna”14Peter Linebaugh, El manifiesto de la Carta Magna: Comunes y libertades para el pueblo, Madrid, Traficantes de sueños, 2013.. Sin saber que en México se usa esa expresión para aludir a la Constitución, emprendió una rigurosa investigación histórica de la Magna Carta y así contribuyó sólidamente al debate actual. Descubrió que la clave de la célebre carta estaba entre los dos vientos que Marcos describía: el viento de arriba (las fuerzas de los dirigentes) y el de abajo (las fuerzas de indígenas, campesinos y trabajadores).

En su investigación, Linebaugh mostró que además de la famosa Magna Carta, que es hasta hoy una de las más importantes referencias en el mundo jurídico anglosajón, el rey Juan había firmado otra, que se conoce como la Carta del Bosque, pactada con los integrantes de los commons –los ámbitos de comunidad– para respetar su autonomía, su existencia misma. Considera que las dos cartas muestran que los derechos políticos y jurídicos sólo pueden existir sobre una base económica15Op. cit., pp. 27-28.. Linnebaugh encontró en los commons un ancla de esperanza en la tormenta y dedicó su libro a explorar lo que sería su constitución y la manera en que su ausencia u ocultamiento ha determinado el contenido de muchas constituciones.

En 1862, Ferdinand Lasalle explicó en una conferencia que los asuntos constitucionales no son primariamente problemas de derecho, sino de poder. Para convertirse en “ley fundamental”, “fundamento de todas las leyes”, las constituciones nacen de un pacto entre fuerzas en pugna, un armisticio, un acuerdo. La Magna Carta, que sigue funcionando como referente constitucional, contiene los términos en que el rey Juan y los barones acordaron para poner fin a la rebelión de éstos. La Constitución mexicana se construyó claramente como un pacto de compromiso entre las distintas facciones revolucionarias. Ésa es la historia real de la producción constitucional, que intentan olvidar sus caprichosos reformadores.

Más allá de cualquier discusión sobre la calidad de los documentos que en México y otras partes del mundo operan aún como constituciones “vigentes”, cada vez es más evidente que los conflictos actuales son de naturaleza enteramente distinta a los que dieron origen a todas ellas y que las estrategias jurídicas de actualización, mediante reformas constitucionales o la multiplicación de leyes, jurisprudencias o decisiones administrativas, no logran poner fin a los conflictos y se muestran cada vez más impotentes frente a ellos.

La crisis financiera de 2008 fue un brusco despertar a la realidad que estábamos negando. Millones de personas se dieron cuenta de que habían estado viviendo más allá de sus medios, en un mundo ilusorio peligrosamente destructivo. La crisis múltiple actual, que muchos caracterizan ya como colapso de la era moderna e incluso de la mentalidad patriarcal, impone enormes sacrificios a mucha gente, causa muy serios trastornos, extiende el hambre y la miseria a capas sociales que las desconocían o las habían dejado atrás, y plantea riesgos graves y crecientes de violencia y autoritarismo. Sin embargo, también es una gran oportunidad de transformación.

“Una crisis generalizada”, escribió Illich, “abre la vía para una reconstrucción de la sociedad. La pérdida de legitimidad del Estado, como una sociedad por acciones, no invalida sino que reafirma la necesidad de un procedimiento constitucional”. Tal procedimiento no podría encomendarse a los partidos, que han perdido toda credibilidad, ni a las instituciones construidas a partir de ellos, cada vez más incapaces de lidiar con las dificultades actuales. La propia crisis puede llevar a un contrato social duradero, sea para rendirse al despotismo tecnoburocrático y a la ortodoxia ideológica, o bien para construir una sociedad convivial16Op. cit., 2006, p. 479..

La convivencialidad tomó su forma definitiva cuando Illich presentó sus ideas ante un grupo de magistrados y legisladores canadienses, ante los cuales expuso lo que parece más relevante para estas notas:

Los procedimientos político y jurídico van encajados estructuralmente el uno en el otro. Ambos conforman y expresan la estructura de la libertad dentro de la historia. Si reconocemos esto, el marco del procedimiento formal debido puede ser la herramienta más dramática, simbólica y convivial en el campo político. Apelar al derecho sigue siendo un llamado poderoso, aun cuando la sociedad reserve a los privilegiados el acceso a la maquinaria jurídica, aun cuando, sistemáticamente, haga escarnio de la justicia y vista al despotismo con el manto de simulacros de tribunales. Cuando un hombre defiende el recurso al lenguaje ordinario y al procedimiento formal, mientras sus compañeros de revolución le arrastran al banquillo de los acusados, este recurso a la estructura formal, inscrito en la historia de un pueblo, sigue siendo la herramienta más poderosa para decir la verdad, para denunciar la hipertrofia cancerosa y la dominación del modo de producción industrial como la última forma de idolatría… Sólo dentro de su fragilidad, el verbo puede reunir a la multitud de los hombres para que el alud de la violencia se transforme en reconstrucción convivial17Op. cit., 2006, pp. 479-480..

Illich anticipa así, con deslumbrante claridad, el actual momento de peligro. El despotismo tecnoburocrático es cada vez más ciego, violento y destructivo, y no parece contar con dispositivos internos que permitan detener el tren que conduce a la humanidad entera al abismo. La contraproductividad de las instituciones modernas, incluyendo por supuesto la de un régimen despótico de gobierno que aún se pretende democrático, se ha hecho enteramente evidente. La respuesta cada vez más organizada no está tomando la forma convencional, de corte partidario, y abandona cada vez más la ilusión de que a golpes de urna será posible realizar los cambios que hacen falta. Las coaliciones de descontentos que Illich anticipó para el momento en que se demostrara que la sociedad industrial ha traspuesto sus límites, se están formando en todas partes. La propia gente empieza a practicar, localmente, las aboliciones racionales y políticas que se requieren en la construcción de una sociedad convivial. Pero el ejercicio de las libertades productivas dentro de límites acordados no podrá llegar muy lejos mientras esos límites no se apliquen a todos, mediante procedimientos que armonicen condiciones diferentes –en un mundo en que quepan muchos mundos–.

Será más fácil para países como México enfrentar el horror actual mediante la definición constitucional de límites a todas las herramientas, emprendiendo el camino de la reconstrucción y accediendo directamente a un modo de producción posindustrial y convivial. En las llamadas naciones industrializadas, en cambio, es tan grande el precio que deberán pagar para sobrevivir, es decir, la magnitud de los sacrificios que tendrán que hacer para ajustarse a las exigencias actuales de la realidad natural y social, que en ellos aumentará la tentación de aferrarse al despotismo tecnoburocrático y de colgarse de algún demagogo populista antes que enfrentar serenamente el desafío de sus conflictos. Esto puede verse ya en pequeños países de Europa, lo mismo que en los grandes, como Estados Unidos.

Nos acercamos, así, al momento de la iniciativa constitucional. Es imposible anticipar las circunstancias que podrán precipitarla y las formas que adoptará en distintos lugares. Pero el camino en esa dirección parece claro: el poder constituyente se ejercerá a escala local…

Para desatar el procedimiento constitucional, será preciso recuperar el sentido de escala y proporción, reconocer las limitaciones de nuestra condición humana. Con Leopoldo Kohr, debemos aceptar que las crisis actuales son crisis de tamaño, por lo que necesitamos reducir el de los cuerpos políticos hasta que sean equiparables al talento de las personas ordinarias que somos18Leopold Kohr, “Size Cycles”, Fourth World Review, núm. 54, 1992, p. 11. . Con Valentina Borremans e Iván Illich debemos reconocer que la meta política más importante, en el momento actual, es establecer un máximo a las características de los productos y servicios de la sociedad19Op. cit., 2006, p. 762.. Con Wendell Berry hemos de reconocer que el pensamiento global es imposible: que difícilmente podemos llamar pensamiento lo que hacen quienes lo intentan, las corporaciones transnacionales y los gobiernos imperialistas. Esos “pensadores globales”, sostiene Berry, son gente muy peligrosa. “A menos que uno quiera destruir en escala muy grande, sólo se puede hacer algo localmente, en un lugar pequeño”20Wendell Berry, “Out of Your Car, Off Your Horse: Twenty seven propositions about global thinking and the sustainability of cities”, The Atlantic Monthly, febrero, 1991, p. 61. .

Hace medio siglo, cuando Illich formuló sus anticipaciones proféticas, sólo una pequeña minoría disidente estaba consciente de que la contaminación ambiental hacía que la Tierra fuera incapaz de sostener la vida humana y que los individuos eran cada vez más incapaces de sobrevivir fuera de un ambiente artificial controlado. Aunque todavía encuentra resistencia, la conciencia de la crisis ambiental es cada vez más general. Además de generar presiones políticas crecientes para imponer controles generales, estimula, lo que es más importante, comportamientos austeros personales, familiares y comunales que asumen responsablemente límites en las herramientas que emplean y recuperan libertad de movimiento y acción en espacios autónomos.

Nos acercamos, así, al momento de la iniciativa constitucional. Es imposible anticipar las circunstancias que podrán precipitarla y las formas que adoptará en distintos lugares. Pero el camino en esa dirección parece claro: el poder constituyente se ejercerá a escala local, cotidianamente, hasta llevar a acuerdos de comunidades, barrios, colonias y municipios que den forma a las aboliciones sociales y políticas que en cada lugar hacen falta, para proteger ahí las iniciativas autónomas más allá del mercado y de los aparatos estatales. Con los formatos asamblearios propios de cada lugar, podrán construirse progresivamente las formulaciones que puedan normar las limitaciones personales, familiares y comunales para el ejercicio cabal de la libertad personal y colectiva, así como establecer los principios de un gobierno autónomo, que podrían inspirarse en los que definen el “mandar obedeciendo” de los zapatistas. Sobre ese tejido social autónomo, regenerado en la base social, podrá plantearse seriamente la forma del acuerdo entre los diferentes actores, a través de algún mecanismo parlamentario que quizá podría adoptar como propio el principio que estructura al Congreso Nacional Indígena: “Somos asamblea cuando estamos juntos y red cuando estamos separados”.

En este contexto, cobra especial relevancia la propuesta del Congreso Nacional Indígena, con apoyo del EZLN, cuyo Concejo de Gobierno puede resultar claramente el punto de partida para desatar un proceso constitucional hacia la reconstrucción convivial de la sociedad en que se resuelva seriamente el desafío de todas las constituciones: la composición del poder y el congreso constituyentes.

San Pablo Etla, marzo de 2017 ❧

 


Referencias

W. E. B. DuBois, “The African Roots of War”, The Atlantic Monthly, mayo, 1915, ZAP_dubois_roots_war_v2.pdf

Ferdinand Lasalle, ¿Qué es una Constitución?, 1862, http://norcolombia.ucoz.com/libros/Lassalle_Ferdinand-Que_Es_Una_Constitucion.pdf

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Gustavo Esteva
Gustavo Esteva
Activista mexicano y fundador de la Universidad de la Tierra en Oaxaca
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