La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, inspirada en el espíritu filosófico del siglo XVIII, marcó el fin del antiguo régimen y el principio de una nueva era. Ninguna de las constituciones actuales podría analizarse sin contemplar la influencia de este documento, cuyo carácter universal generaría su trascendencia y éxito tanto en Francia como en Europa y en el mundo occidental.
Francisco Rebolledo
Al hablar de la historia de las constituciones, hay un antecedente que tomar en cuenta: el conjunto de leyes y principios bajo los cuales se gobierna el Reino Unido desde la Revolución de 1688, que es la piedra angular de la constitución británica (nunca se le ha llamado así) y que está basado en la doctrina de la soberanía parlamentaria, según la cual los estatutos que se aprueban por el Parlamento son la fuente suprema y última de su ley. De ello se desprende que el Parlamento puede cambiar la constitución simplemente cuando se aprueben nuevas leyes. A diferencia de muchas otras naciones, el Reino Unido no tiene ningún documento constitucional único. En este sentido, se dice que no tiene una constitución escrita, sino que tiene una no codificada. Es, por otra parte, el primer modelo constitucionalista de gobierno moderno. Estamos hablando de cien años antes de la Revolución francesa, cuando, después de haber derrotado a Jacobo II y de imponer como rey al holandés Guillermo de Orange, los parlamentarios asumieron el poder.
La Revolución de 1688 se considera uno de los sucesos más importantes en la larga evolución de poderes poseídos por el parlamento y por la Corona de Inglaterra. Con el paso de la Declaración de Derechos, se erradicó en las Islas Británicas cualquier posibilidad de una monarquía católica y cualquier movimiento hacia la monarquía absoluta mediante el acotamiento de los poderes del monarca. Los poderes del rey fueron restringidos fuertemente; ya no podía suspender las leyes, crear impuestos o mantener un ejército permanente durante tiempos de paz sin el permiso del Parlamento. Desde 1689, Inglaterra, y más tarde el Reino Unido, han sido gobernados bajo un sistema de monarquía parlamentaria, y así ha sido ininterrumpidamente. A partir de entonces, el Parlamento ha ganado cada vez más poder, y la Corona lo ha perdido de manera progresiva.
A diferencia de la guerra civil de mediados del siglo XVII, cuando Oliver Cromwell llevó a la guillotina en 1649 a Carlos I de Inglaterra y fundó una república con gran sustento popular que duró menos de diez años, la “Revolución Gloriosa” de 1689 no involucró a las masas de gente corriente; en rigor, lo que sucedió entonces se asemeja más a un coup d´État que a una revolución.
Ese modelo les ha funcionado muy bien, y hasta la fecha se sigue empleando. Inglaterra, o para ser más precisos, el Reino Unido, es un país que no ha tenido golpes de Estado desde entonces, y su hijo natural, Estados Unidos, ha implementado ese mismo esquema.
Lo interesante es que los ingleses hicieron, muy a su estilo, una revolución, pero tuvieron mucho cuidado de que no se extendiera, al revés de la francesa. En general, los ingleses siempre estuvieron en contra de todos los movimientos progresistas que se dieron en Europa; eran muy pérfidos. Inglaterra siempre se ha manejado muy bien en la política exterior, en conveniencia propia. Por lo general, han apoyado a los gobernantes déspotas y absolutistas de toda Europa. En el ámbito mundial, la Revolución inglesa no tuvo ningún efecto, era asunto de los ingleses.
Algo parecido sucedió con los suizos: en ese país también hubo una “revolución”, ya que establecieron una serie de cantones republicanos; no obstante, ellos no tenían un gobierno monárquico. Se las arreglaron para conformar un sistema que podría considerarse democrático. De hecho, los cantones suizos tuvieron vasos comunicantes con el modelo inglés, y aun con el de Estados Unidos y su constitución de 1787. Sin embargo, estos movimientos fueron muy cerrados, no tenían una proyección mundial. El que la tendría sería el francés.
Así pues, los modelos constitucionales ya estaban establecidos de alguna manera por los británicos, los estadounidenses y los suizos. Asimismo, un antecedente interesante son los modelos de gobierno que se habían introducido en lo que sería Italia (un país que se fundó a mediados del siglo XIX y que antes había sido un cúmulo de ciudades-Estados y pequeños reinos que emergieron cuando se dividió el Imperio romano y que se empezaron a consolidar desde el Renacimiento). Ahí también hubo formas de gobierno, si bien no exactamente democráticas, sí republicanas. Todos estos movimientos fueron permeando en la Revolución francesa.
En el siglo XVIII, el modelo inglés de monarquía constitucional y el modelo suizo y de gobierno republicano estaban muy asentados. Poco a poco la idea de un gobierno constitucional se fue infiltrando entre los pensadores franceses, sobre todo a través de la obra del filósofo inglés John Locke, quien ejerció una fuerte influencia sobre muchos de ellos, especialmente en Montesquieu.
Hasta entonces, había muchas contradicciones en el modelo monárquico tradicional porque teóricamente el rey tenía un poder absoluto: era nombrado por Dios y sólo a Él le daba cuentas. Así se estableció toda la jerarquía de los gobiernos monárquicos.
La tierra aún era la que brindaba el gran poder absolutista. Pero el capital empezó a competir con ésta, y eso se va a manifestar en el hecho de que los burgueses cada vez querían ocupar más espacio político. Así, empezaron a surgir conflictos internos debidos al crecimiento de estas clases adineradas. Y en el siglo XVIII, después de la expansión económica de Europa a través de las colonias en América, en África y en Asia, hubo un flujo de dinero enorme. Eso haría que los modelos tradicionales monárquicos se resquebrajaran. Cada vez a las monarquías les costaba más trabajo controlar lo que se les estaba viniendo encima. La clase ascendente, los capitalistas, querían el poder. O al menos compartirlo.
Para superar este conflicto, Voltaire propuso el modelo del déspota ilustrado: el gobernante, el rey, debía poner los pies sobre la tierra, quitarse lo divino, bajar del cielo y volverse una especie de lazo comunicante de la sociedad. Irremediablemente, debía granjearse el apoyo de la burguesía para gobernar. Por otra parte, tenía que mostrarse como un gobernante justo y sabio. Para Voltaire era importante que los gobernantes tuvieran cultura y estudios, que fueran grandes humanistas, para que la carga del poder se ejerciera de una manera, digamos, benévola y prudente.
Montesquieu tenía una visión más práctica. Decía: para que esto funcione, para que se equilibren estas fuerzas, se tiene que distribuir el poder; es demasiado grande para una sola persona. ¿Cómo se manifiesta este poder? ¿Qué acciones tiene que ejecutar un Estado? ¿Quiénes deben hacerlo?
Por un lado, se tiene que ejecutar un programa de gobierno, que es una parte sustancial del poder, es decir, realizar una serie de acciones que permitan el funcionamiento óptimo del conjunto social: recaudar impuestos, censar a la población, preparar a los ejércitos, repartir las tierras, etcétera. Montesquieu lo llamó poder ejecutivo, y normalmente lo ejercería el rey, junto con una burocracia que lo apoyara. Desde ahora el poder real estaría acotado.
Por otra parte, había que armar un aparato legal; las personas que se dedican a hacerlo no pueden ser las mismas que gobiernan. Eso es lo que será el poder legislativo: un conjunto de personas elegidas a través del sufragio, que serán encargadas de redactar una serie de leyes, reglamentos y normas para armonizar el trabajo en la sociedad.
El otro poder estaba abocado a impartir la ley, a hacer justicia; eso lo tienen que hacer los jueces. Antes, como sabemos, eso lo hacía el rey, pero una sociedad tan compleja como la de ese siglo ya no lo permitía.
La gran aportación para racionalizar y sistematizar esas ideas, la hizo un pensador contemporáneo, un poco más joven que Montesquieu –no es casual que fuera suizo–, criado en los cantones de los Alpes: Rousseau, quien escribió un ensayo muy interesante llamado El contrato social. En él afirma que una sociedad civilizada debe establecer un acuerdo mínimo; es el que se hace con cada ciudadano responsable de cumplir con ciertas obligaciones y ceder ciertos derechos. Por decir algo: yo me comprometo a no matar a nadie, a su vez, todos se comprometen a no matarme. Es un acuerdo con el espíritu suizo. La palabra contrato tiene que ver con el negocio. Tú me das esto, yo te doy aquello. Asimismo, es una idea totalmente calvinista, de los protestantes, aquéllos que se apartaron del Papa y se fueron a renegociar el perdón directamente con Dios. Los holandeses y los ingleses tienen ese espíritu. Son países protestantes. Los calvinistas son los más radicales en ese punto. Cuando hablan de constituciones, es difícil pensar en un negocio, pero a fin de cuentas detrás de eso está la idea de un negocio. Es decir, si hacemos una serie de cláusulas y las respetamos, es más probable que nos vaya bien a todos. ¿Qué es un contrato social por escrito? Es una constitución: una serie de leyes que armonizan el funcionamiento de una sociedad.
Cuando Rousseau difundió el contrato social, causó mucha efervescencia en Francia, primero, y en Europa después. En el contrato social, la burguesía francesa veía un camino para obtener más poder. A fin de cuentas es una disputa por el poder absoluto del rey, contra el de la sociedad, que se va a disgregar en tres poderes. Esto no tiene una solución más que violenta: el rey trata de imponer su sistema absolutista y fracasa; se levanta el pueblo en armas y se viene la revolución…
El contrato que existía antes de la Revolución francesa estaba rebasado. Las instituciones se fisuraron, la economía colapsaba… cuando se vio que no hubo manera de detener el problema, se llamó a los Estados Generales, que eran una institución medieval compuesta por gente de todo el país que se reunía cuando había problemas severos. Estaban representados por la aristocracia, el clero y el pueblo.
En la primavera de 1789, las tres órdenes se reunieron en Versalles para enfrentar la crisis económica del país, y esto desembocó en una revolución. El pueblo no aceptó las cláusulas que le quería imponer la aristocracia, entraron en conflicto y acabaron sublevándose. La toma de la Bastilla, en julio de 1789, marcó el origen de la Revolución francesa; uno de sus principales frutos fue la Constitución de 1791.
Los ingleses y los estadounidenses establecieron una carta de derechos del hombre, pero la Constitución francesa fue la que la llevó a nivel universal. Incluso antes de redactar su Constitución, se promulgó en Francia la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, un documento que aún se muestra y se venera en la Organización de las Naciones Unidas. Así, podría decirse que los franceses no sólo lo hicieron en su revolución, sino que también la llevaron a todo el mundo occidental, siguiendo los enérgicos pasos de Napoleón Bonaparte.
2