El 2011 estuvo puntuado por diversas movilizaciones en todo el mundo, movilizaciones que en buena medida tienen su antecedente en el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994. En el presente artículo, John Gibler, poeta y periodista estadounidense, hace un recuento de los movimientos que se levantaron ese año y, a partir de una reflexión sobre “la colonialidad del poder” de Anibal Quijano y de las luchas indígenas, hace una crítica de las fortalezas y debilidades de los Occupy (Ocupa) en la lucha antisistémica. Entre los libros de Gibler, quien conoce profundamente México, se encuentra Morir en México.
El día en que al capitalismo se le fuerce a tolerar sociedades no capitalistas y a reconocer límites en su búsqueda por la dominación, el día en que se le fuerce a darse cuenta que el abastecimiento de materias primas no es infinito, ese día vendrá el cambio. Si hay alguna esperanza para el mundo, ésta no vive en las salas de conferencias sobre el cambio climático o en ciudades con edificios altos. Vive abajo, a ras de tierra, abrazando a la gente que lucha todos los días para proteger sus bosques, sus montañas y sus ríos, porque ellos saben que los bosques, las montañas y los ríos los protegen a ellos.
ARUNDHATI ROY, Caminando con los camaradas
A LAS OCHO DE LA mañana del 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi salió a la calle a trabajar. Tenía una carreta llena de verduras y frutas, y una pequeña pesa. Vendía en la calle, ganando unos 70 pesos diarios para él y su familia. Hacia las diez y media de la mañana un grupo de policías intentó extorsionarlo. Se resistió. Debía los productos que llevaba y ese día simplemente no tenía con qué pagar una mordida. La policía lo golpeó, volteó su carreta y robó su pesa. Mohamed se dirigió a poner una queja y recuperar su instrumento de trabajo. Cuando el oficial local de Sidi Bouzid, Túnez, se negó a recibirlo y a escucharlo, Mohamed Bouazizi, de 26 años, fue a conseguir gasolina, regresó, se paró en medio del tráfico frente al palacio municipal y, echándose la gasolina encima, gritó: “¿Cómo creen que puedo ganarme la vida?”, y se prendió fuego.
Cuando lograron apagar las llamas, Mohamed estaba en coma. Murió tres semanas después. Al siguiente día de su inmolación, miles de personas salieron a la calle a protestar. Veintiocho días después derrocaron al presidente Zine El Abidine Ben Ali, que llevaba 23 años en el poder. A un año de la muerte de Mohamed Bouazizi, otras rebeliones habían derribado a los presidentes de Egipto y Libia, y levantamientos y manifestaciones masivas sacudieron en otros nueve países de la región.
El 15 de mayo de 2011, inspirándose en el ejemplo de Túnez, 130 mil indignados tomaron plazas y calles en España para exigir: “¡Democracia Real Ya!” Aproximadamente 6 millones de personas los siguieron en manifestaciones por todo el país. Diez días después, 100 mil personas aproximadamente establecieron un plantón en la Plaza Sintagma en Atenas, Grecia. Una semana después llegaron 500 mil. El 17 de septiembre de 2011, cerca de 290 personas respondieron al llamado de dos editores de una revista (uno en Vancouver, Canadá, otro en Berkeley, California), para ocupar Wall Street, en Nueva York; un llamado directamente inspirado en las manifestaciones masivas de Túnez, Egipto, España y Grecia. Acamparon en el parque Zuccotti, a la vuelta de Wall Street. Dos meses después había campamentos con el nombre Occupy en decenas, si no es que en cientos de ciudades de Estados Unidos. Otros dos meses más tarde, ya no había campamentos en las grandes ciudades, aunque miles de personas seguían realizando asambleas generales, marchas y paros en decenas de ciudades bajo el nombre de Occupy.
Entre los meses de mayo y octubre de 2011 cientos de miles de estudiantes chilenos organizaron marchas y manifestaciones por todo el país. En varias ocasiones los apoyaron paros nacionales. En una de las marchas, cerca de tres mil estudiantes se vistieron de zombis y bailaron frente al palacio de La Moneda Thriller de Michael Jackson, porque, decían, el sistema los obliga a ser zombis.
…ese padre ayudó a lanzar una rebelión de nombres en contra del silencio, del anonimato y de la condena a muerte posfacto que el discurso oficial había ordenado bajo el epíteto: “En algo andaban metidos”.
En México, el asesinato de siete personas, y el dolor y la rabia de un padre ayudaron a convocar movilizaciones contra la violencia y la impunidad por todo el país, incluyendo dos caravanas de víctimas que viajaron a las fronteras norte y sur, y una serie de diálogos públicos entre los funcionarios del Estado y participantes del Movimiento. Al nombrar a su hijo, Juan Francisco Sicilia Ortega, ante la mirada de los medios de comunicación (los mismos que habían ignorado tanto dolor de miles de madres y padres), ese padre ayudó a lanzar una rebelión de nombres en contra del silencio, del anonimato y de la condena a muerte posfacto que el discurso oficial había ordenado bajo el epíteto: “En algo andaban metidos”. Un sencillo diseño grafico que exigía “No + sangre” y una frase de dolor del padre, “¡Estamos hasta la madre!”, convocaron y unieron a millones. Poco tiempo después, la presencia del entonces candidato priísta a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, a la Universidad Iberoamericana, generó una protesta que derivó en el movimiento #YoSoy132 que luchó contra el fraude electoral y a favor de una reforma democrática de los medios, fuente de manipulaciones políticas.
Éstos son solamente algunos de los grandes movimientos y movilizaciones de 2011. Hubo también muchas otras que no ocuparon ni plazas públicas ni espacios en los medios masivos de comunicación. Durante todo el año, los y las insurgentes y bases de apoyo del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (ezln) continuaron cultivando en las montañas de Chiapas, México, sus tierras y sus autonomías, resistiendo a campañas paramilitares y constantes difamaciones. En los bosques de la región de Dandakaranya, en India, guerrilleros indígenas maoístas siguieron defendiendo su territorio. Lo mismo hicieron, de forma no armada, indígenas Wixárritari en México e indígenas Cofán, Achuar y Huaorani en las regiones amazónicas de Sudamérica, por sólo mencionar unos cuantos de los muchos movimientos indígenas en México, las Américas y el mundo.
Sin duda, el 2011 fue un año rebelde. Lo han seguido otros en los años siguientes. En México, en particular, los constantes levantamientos de las policías comunitarias en varias partes de la República y el surgimiento de autodefensas, también en muchos sitios del país, sobre todo en Michoacán. Frente a ellos, cabe señalar de entrada que una de las tendencias de los medios masivos de comunicación ha sido la de presentar esas movilizaciones como el resultado de la lucha de un solo individuo o de un estallido espontáneo. La extraña celebración mediática en Estados Unidos de los movimientos de la región árabe usó con frecuencia esa fórmula que en síntesis decía: Mohamed Bouazizi se levantó y las masas lo siguieron. Con ello, la individualidad no sólo borra a la colectividad, sino también el trabajo y sufrimiento de miles y millones de personas. De esa manera, las luchas anteriores, los años de organización social y de experiencias previas de represión y resistencia quedan sepultados bajo el mito de “uno solo” que instala, de manera sutil, la ética de la individualidad, tan esencial para la ideología capitalista y su estructura politicoeconómica que siempre consagra el concepto de la libertad individual, el voto individual y, por supuesto, la propiedad privada.
Esta forma de mirar y de consagrar los movimientos sociales ha ido acompañada también de otro mito: el apoyo espontáneo de las masas a esos hombres y mujeres que se enfrentan solos al poder. Ese otro mito –como lo ha señalado Ranjit Guha, historiador de la India y cofundador del grupo de estudios subalternos, en su ensayo La prosa de la contrainsurgencia– refuerza el proceso que desestima el trabajo de la organización social, de la acción colectiva y de la capacidad que tiene la gente de organizarse desde abajo.
A esto hay que agregar el hecho de la celebración que los grandes medios de comunicación hacen de las páginas de Internet –los llamados “medios sociales”– como la razón de ser o, al menos, el instrumento imprescindible para la organización de las movilizaciones. Según esa lógica, los seres humanos no pueden actuar de forma colectiva y organizada si no es mediante instrumentos mercantiles creados por empresas privadas multimillonarias que nos imponen marcas y mercancías. Google, por ejemplo (dueño también de YouTube) generó 29.321 mil millones de dólares de ingresos en 2010; Facebook cerca de 4.27 mil millones de dólares de ingresos ese mismo año, y Twitter unos 140 millones de dólares. Según esa lógica, lo colectivo es la mercancía, por lo tanto, todos debemos entrarle de una vez a Facebook, Twitter, YouTube, etcétera; comprar las computadoras y los teléfonos celulares de último modelo y no dejar de tener los ojos pegados a la pantalla.
No quiero decir con esto que las herramientas tecnológicas no puedan ser útiles en la organización social –lo han sido a veces y en ciertos contextos–. Pero la euforia pro-tecnología en los medios masivos corresponde también a una tendencia de subestimar la capacidad organizativa de la gente al poner el énfasis en la mercancía instrumental. Teniendo en cuenta estos procesos mediáticos, entremos ahora a hablar de la “colonialidad” del poder que esos procesos mediáticos resguardan y que se expresa económicamente en el capitalismo.
LA “COLONIALIDAD” DEL PODER
En su ensayo Colonialidad del poder y clasificación social, el sociólogo Aníbal Quijano escribe:
“La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial-étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social cotidiana y a escala societal. Se origina y mundializa a partir de América”.
Esta colonialidad tiene, en consecuencia, su origen en el colonialismo directo que Europa realizó en América a comienzos del siglo xvi. Al igual que el capitalismo, como sistema económico-político mundial, la modernidad, como sistema epistemológico mundial, se fundan en las experiencias directas de esa “colonialidad del poder” que ha perdurado a lo largo de los movimientos nacionales de independencia y descolonización. No sólo el profundísimo libro de Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, podría, en este sentido, ser visto como una historia, un análisis y un ataque en contra de la colonialidad del poder en su larga trayectoria en América Latina, también podrían verse así las denuncias y los ataques que el ezln hizo en su declaración de guerra:
“Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes;
después por evitar ser absorbidos por el expansionismo estadounidense; luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo; después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de las Leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la preparación más elemental, para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria, sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación; sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos”.
Por ello, quienes dicen que es imposible que los movimientos sociales puedan generar la descolonización política, son precisamente aquéllos que descargan fusiles, entregan concesiones mineras, firman leyes o especulan sobre el valor del dólar o del oro. Es decir, quienes ejercen tanto la violencia sistemática como política y social para reproducir y proteger en todo momento la expansión de su dominio. Ellos nos han dicho y nos dirán de todas las formas posibles que el cambio de sistema es imposible, que cualquier movimiento antisistémico es simplemente una ilusión utópica destinada a fracasar. Por eso, en cualquier lucha que pretenda ser un movimiento antisistémico, hay que descolonizar la imaginación política y poner el énfasis en el poder del pueblo y en las autonomías.
LOS OCCUPY DE ESTADOS UNIDOS
Cuando me enteré de que unas 300 personas habían tomado un parque a la vuelta de Wall Street en Nueva York me pareció refrescante. Durante los últimos 20 años, la gran mayoría de las protestas en Estados Unidos se había limitado no solamente a un horizonte muy reducido de marchas, mítines y eventos culturales, sino a obtener el permiso de la municipalidad o de la policía para realizarlos. Sólo en contadas ocasiones los manifestantes usaban la desobediencia civil. Pero aún allí la imaginación se había paralizado. La desobediencia civil se había convertido en el ritual de sentarse en la calle o frente a un edificio y esperar a ser golpeado y arrestado por la policía. Pero un plantón en una ciudad como Nueva York nunca había sucedido y, sin embargo, los Occupy lo hicieron. Contra lo que yo esperaba no lograron hacer algo como en Túnez o Egipto, ni lograron movilizar a cientos de miles de personas pacíficamente para ocupar la bolsa de valores y cancelar las transacciones del capital especulativo. Sin embargo, su gran logro dentro de la cultura política de Estados Unidos es haber extendido, en la reducida imaginación política, los márgenes como acción colectiva desde abajo, y haber puesto en la opinión pública el debate sobre la desigualdad profunda del sistema económico en Estados Unidos. A pesar de ello, los Occupy corrían el peligro de convertir la táctica en un fetiche, como me comentó Sasha Lilley, escritora y radio locutora en Oakland, que cubrió las movilizaciones de Occupy en Oakland. De hecho, el nombre de Occupy se ha vuelto casi una marca. No lo es menos su figura: el Occupy se ha vuelto una obsesión para la identidad del movimiento, casi una razón de ser. En Oakland la propuesta para cambiar el nombre de Occupy, por Occupy Oakland o Descolonizar Oakland se rechazó en la asamblea general. El argumento de los defensores del nombre de Occupy era, sin ninguna ironía aparente, que no querían perder el “poder de la marca” (the brand power) que habían adquirido. Existía otro peligro. Los Occupy, a diferencia de los movimientos indígenas, como el zapatismo, que al defender su territorio y, a través de él, su vida, atacan directamente a la colonialidad del poder, no tenían una relación profunda con el territorio. Hijos del mundo urbano irrumpieron en los espacios públicos–estatales o propiedades privadas y montaron campamentos. Como su nombre lo dice, llegaron a esos espacios y los ocuparon, se impusieron sobre una existencia previa. En este sentido, podría decir que los Occupy tenían como características: a) la extranjería –vienen de otras partes y la mayoría tiene hogares, desde casas o departamentos hasta albergues–, y b) la “superfluidad” –no dependen del lugar para sobrevivir, es decir, no cultivan la tierra, no producen ahí alimentos o bienes para la supervivencia–. Una ocupación es una táctica dentro de una lucha, no es la lucha en sí. A diferencia de los indígenas que no ocupan –hablan, como lo dijeron los zapatistas los primeros días de enero de 1994, de recuperar los territorios de los que fueron despojados–, los Occupy llaman, es uno de sus lemas, “a ocupar todo”. La otra consigna, mundialmente celebrada, “somos el 99%”, con todo y su genialidad para incluir y criticar la profunda desigualdad económica del mundo contemporáneo, tiene la debilidad de su falta de profundidad crítica. “Somos el 99%” simplifica excesivamente la naturaleza de la desigualdad. En realidad, la desigualdad no es el problema del 99% contra el 1%. En Estados Unidos se define como uno por ciento a las personas que generan más o menos un millón, o más, de dólares al año. Hay muchos otros millones de personas –tal vez 10 o 20 por ciento– que pertenecen a la extrema derecha, que son abiertamente racistas y que están dispuestos a matar para proteger su posicionamiento de clase en el sistema, sus comodidades y su estilo de vida. Aunque en términos económicos pudiéramos imaginar un cambio en Estados Unidos, que obligara a los multimillonarios a redistribuir su riqueza para que todos tuvieran medio millón de dólares al año, Estados Unidos seguiría siendo el motor principal del consumo capitalista que mata a millones y destroza el planeta.
El problema no es el de la simple distribución de recursos mediante soluciones técnicas o administrativas, sino –como lo han mostrado pensadores como Iván Illich, Jean Robert, Gustavo Esteva, Arturo Escobar o Majid Rahnema, y de alguna manera los movimientos indígenas–, la lógica del desarrollo que está en la lógica del capitalismo. En pocas palabras, los Occupy y el eslogan “somos el 99%” no reconocen aún masivamente la colonialidad del poder. Por lo tanto, no logran componer, todavía, un movimiento antisistémico. Eso no es una razón para descalificarlos, sino una reflexión crítica que ayuda a profundizar en su movimiento. ❧
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