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Canción de Zapata vivo

El atardecerEl atardecer /1995/ Alejandro Aranda / Linograbado /27.5 x 25.5cm

Zapata –dice Gustavo Esteva– confió su revolución a la sabiduría y experiencia de los pueblos que poseían una tradición de autonomía y autogobierno, una tradición que definía con toda claridad su horizonte social y político. Bajo esta premisa, explora las formas y significados que ha tenido y que actualmente tiene el zapatismo.


 

Porque apenas fue principio
de lo que luego pasó.
Porque hoy lo siguen como antes
los que ayer él levantó.

Porque su lucha prosigue.
Porque nunca terminó.
Porque hoy cada campesino
la calienta bajo el sol.

Por eso vengo a cantarles
esta nueva novedad:
y es que Zapata está vivo
y está es la pura verdad.
1Pilar Pellicer cantó por primera vez la Canción de Zapata vivo (música de La Tribu, letra de Gustavo Esteva) el 8 de agosto de 1978, el centésimo aniversario del nacimiento de Zapata, en Cuautla, Morelos. Fue un evento del que tuvo que salir corriendo Antonio Toledo Corro, el latifundista norteño que era entonces Secretario de Reforma Agraria. Estaba ahí Mateo Zapata, el hijo póstumo de Emiliano, y pidió que repitieran tres veces el corrido, a pesar de que sus 65 cuartetas tardan más de 15 minutos. Hombre parco al hablar, Mateo tenía un efecto mágico en las audiencias campesinas en que se presentaba. Y lo hacía para impulsar un programa de lucha, que incluía la creación de una nueva organización campesina. La canción recoge ese programa de lucha, claramente fechado.

Renace periódicamente el rumor, que unos creen de verdad y otros deciden creer: Zapata cabalga de nuevo. No lo hace en el magnífico alazán, el As de Oros, que le regaló Guajardo en el primer día de la emboscada y en el que montaba cuando acudió a la cita. Cabalga en su gran caballo blanco, el que tanto quería. A veces, dicen viejos campesinos, se le puede ver cuando se levanta de madrugada con el sol de la montaña.

No invoco aquí la leyenda y el mito. Apelo al símbolo para mostrar la notable vitalidad del zapatismo, que es hoy sedimento de experiencia acumulado a lo largo de cien años que se extiende por todas partes, renovado y múltiple. Tiene aún su sentido original, el que le dio su primera forma, pero tiene también un nuevo sentido. Ambas modalidades, la de ayer y la de ahora, alumbran un mundo nuevo, cuando intentamos cavar la tumba de la era atroz que nos ha tocado vivir.

La recuperación de los ejidos

Hace cien años los pueblos se levantaron para recuperar sus “ejidos”: ésta fue la convocatoria original, la que los puso en marcha. La palabra tenía en ellos una resonancia muy distinta a la que hoy produce. Es útil verla en la perspectiva de aquel tiempo.

Los españoles no tenían palabras para referirse a los diversos y complejos regímenes de vida comunal que encontraron y no podían entender. Les llamaron “ejidos”, la palabra que en la España del siglo XVI designaba el terreno “a la salida de los pueblos” que los campesinos usaban en común. (“Ejido” viene de exitus, salida). A lo largo de todo el periodo colonial tanto la legislación como las prácticas se refieren aún a los terrenos que están “a la salida de los pueblos”, a los que se refiere la Cédula Real de 1573, pero en realidad abarcaban todo el asentamiento. Cuando los pueblos indios empezaron a dirigirse a la Corona Española para recuperar lo suyo utilizaron la etiqueta que los invasores habían puesto a sus maneras de vivir y gobernarse. Se convirtió así en la definición en lengua española de sus propias maneras de existir. La necesidad de la Corona Española de proteger a los pueblos para asegurarse el abasto de alimentos y mano de obra, y la continua lucha de éstos para defender lo propio, hicieron posible que muchos “ejidos” recuperaran la capacidad de subsistencia autónoma que habían estado perdiendo por la explotación despiadada a que se les sometía.2La figura legal de las “Repúblicas de Indios” fue inicialmente un método de los invasores de aprovechar los regímenes tributarios que encontraron. Sufrió todo tipo de transformaciones a lo largo del periodo colonial, afectando cada vez más la autonomía de los pueblos.

A pesar de la carga de tributos en especie o fuerza de trabajo y de la permanente amenaza de despojo, muchos pueblos lograron vivir a su manera, en sus “ejidos”, y en ellos practicaban sus formas propias de gobierno. Durante el primer siglo de vida independiente perdieron esas capacidades de existencia autónoma; la ley de 1856 decretó formalmente su desmantelamiento, que ocurrió en las siguientes décadas. Recobrarlas, es decir, recuperar los “ejidos” en que tenían lugar, fue el motivo de la revolución que organizaron al empezar el siglo XX. En 1909, candidato a gobernar Morelos, Patricio Leyva hablaba ya de reconstituir los ejidos de los pueblos y los derechos sobre aguas. En su toma de posesión, el 1º de diciembre de 1913, propuso explícitamente reconstruirlos. Para entonces, Zapata había acreditado ya la expresión, que en el Plan de Ayala, en 1911, quedó en el centro de su revolución.

No debe haber duda alguna sobre los “ejidos” que trataba de recuperar el zapatismo. Cuando se desata el reparto zapatista de tierras, en 1916, la gente se ponía a examinar lo que los lugareños llamaban “la mapa”, los títulos que venían de tiempos virreinales, y muchas veces tenía como referencias “una piedra grande”, “un amate frondoso”, un “cerro boludo” o “una barranca honda” (ver Womack 228). En enero de 1916 la Comisión Nacional Agraria inicia los trabajos de restitución y dotación de ejidos a los pueblos, a lo que Zapata responde con un incendiario Manifiesto a la Nación. En 1917, la ley que crea la autoridad agraria en tierras zapatistas le encomienda expresamente “guardar los títulos y planos del ejido”. En 1918, el Manifiesto al Pueblo de México pone aún en primer término, como propósito y sentido de la revolución, “devolver sus tierras a los indígenas”.

Recuperar ejidos era claramente, para los zapatistas, tomar de nuevo en sus manos su camino, desde sus propias formas de ser, pensar, vivir y gobernarse.

¿Cambiar o permanecer?

Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular. Lloviera o tronase, llegaran agitadores de fuera o noticias de tierras prometidas fuera de su lugar, lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas, puesto que en ellos habían crecido y en ellos sus antepasados, por centenas de años, vivieron y murieron.3Womack Jr. 2000, p. xi.

La frase con la que Womack inicia su libro sobre Zapata, tan genial como infortunada, ilustra bien un prejuicio general sobre la vocación de los pueblos indios. Sus empeños son vistos habitualmente como una especie de retroceso, de arraigamiento en el pasado, como si siempre quisieran volver a él, atávicamente opuestos a la “modernidad” y la “civilización”.

Es enteramente evidente que los campesinos zapatistas querían cambiar: eran en su mayoría peones miserables de las haciendas, condenados a una condición muy cercana a la esclavitud. Se levantaron para salir de esa condición, para romper sus cadenas, pero ese impulso los llevaba a recuperar un camino propio, renovándolo, no a rendirse a cualquiera de las ilusiones de la “modernidad” a las que se les quería condenar.

Womack reconoce este aliento de cambio de los zapatistas,4WEn el prefacio a la segunda edición de su libro (2017, FCE), Womack se sintió obligado a explicar su frase, que había recibido muchas críticas. Piensa que es problema de traducción, pues en inglés escribió: “country people who did not want to move”. Le parece que la traducción francesa, “no quería moverse de su lugar de origen”, o la italiana, “no querían irse de donde eran”, recogen mejor el sentido de su frase. Subraya que nunca pensó en que “no querían cambiar”, pero retiene el prejuicio que atribuye a los zapatistas un aliento conservador: habrían querido conservar cuanto tenían en sus lugares, no moverse de ahí. A lo largo de todo su libro Womack regresa una y otra vez a esta percepción, que es precisamente la que debe combatirse. pero se mantiene en el prejuicio de su carácter conservador. No logra reconocer que una de las mejores tradiciones de los pueblos es la tradición de cambiar la tradición de manera tradicional. Por ese dispositivo han logrado seguir siendo ellos mismos, a pesar de haber tenido que adaptarse continuamente a circunstancias cambiantes y a estructuras de poder opresoras. La lucha para recuperar los ejidos que marcó claramente el sentido del empeño zapatista implicaba retomar un camino propio, pero no para regresar a la condición anterior o “estancarse” en los pueblos y caseríos en que habían vivido por cientos de años, aunque quisieran permanecer en ellos. La revolución que hicieron, que Womack describe con acierto, buscaba un cambio profundo. Era tan profundo, en realidad, que las demás fuerzas “revolucionarias” no pudieron acompañarlo. Tuvieron que acabar a sangre y fuego con las realizaciones zapatistas para poder dar a su “revolución” el sentido que buscaban, opuesto al de Zapata.

La Comuna de Morelos

“El zapatismo ha muerto”, cabeceó Excélsior al día siguiente del asesinato de Zapata. El Universal comentó, también en primera plana: “El zapatismo, sin su viejo hombre-bandera, ha terminado”. El Demócrata afirmó: “Ahora es fácil la tarea de exterminar los restos del endeble zapatismo”.

La prensa insistió en celebrar el funeral del zapatismo. Todos los diarios de Nueva York publicaron en forma destacada la noticia de la muerte de Zapata. Y quiz, claramente identificados con Villa y Zapata.a exterminar a sus enemigos». Y quizLa a reuniprofundo, en realidad, que las demerás atinó The New York Herald al sostener que “el derecho a existir de cualquier gobierno de México depende de la habilidad que demuestre para exterminar a sus enemigos”. Villa y Zapata eran claramente los enemigos identificados. También los amigos estaban identificados. En su primera plana, Excélsior dedicó más espacio a la crónica de la reunión del presidente Carranza con inversionistas de Chicago que a la muerte de Zapata. La ideología liberal dominante, profundamente antizapatista, pilar de la construcción capitalista, que se había visto obligada a aceptar algunos compromisos en la Constitución de 1917, podía ahora expresarse a plenitud, por un rumbo que persistió en los siguientes cien años.

No se buscaba exterminar un fantasma. La que ha llegado a llamarse la Comuna de Morelos fue una forma de experimentación social caracterizada por la paradoja: no tenía precedentes claros, pero sus raíces eran antiquísimas; era muy tradicional y a la vez estrictamente contemporánea; era local, encerrada en sí misma, pero a la vez abierta a los nuevos vientos que corrían por el mundo. La realidad de la Comuna de Morelos era vista con razón como una amenaza radical a un empeño “revolucionario” que sólo buscaba actualizar la forma política de gobierno de una sociedad capitalista para asegurar su expansión bajo ese régimen. El zapatismo no podía tener cabida en el nuevo diseño del país, que miraba claramente hacia el Norte. Las fuerzas dominantes se vieron obligadas a innumerables compromisos con diversas facciones revolucionarias, pero ninguno parecía posible con el zapatismo.

En la zona zapatista de Morelos los pueblos recuperaron tanto el control de sus tierras y aguas como sus formas propias de vida y de gobierno. Se trataba con toda claridad de fundar la existencia social y política en la capacidad autónoma de la propia gente. En la Ley Municipal del 15 de septiembre de 1916 se señaló con toda claridad que

la libertad municipal es la primera y más importante de las instituciones democráticas, toda vez que nada hay más natural y respetable que el derecho que tienen los vecinos de un centro cualquiera de población para arreglar por sí mismos los asuntos de la vida común y para resolver lo que mejor convenga a los intereses y necesidades de la localidad.

En 1917 Zapata dictó tres disposiciones que buscaban fortalecer aún más la autonomía: el decreto sobre derechos mutuos de los pueblos, el decreto sobre “el municipio autónomo como unidad nuclear de gobierno” y una ley orgánica para los ayuntamientos de los estados. Desde el Plan de Ayala de 1911 estaba ya la idea de “respetar y auxiliar a las autoridades civiles” de los pueblos, no suplantarlas. Tuvo especial importancia la ley para crear una autoridad especial para “representar y defender a los pueblos en asuntos de tierras”, la cual reconocía que “desde tiempo inmemorial” los pueblos nombraban representantes para resolver sus disputas agrarias, y ahora se trataba de hacer permanente el mecanismo.5Ley relativa a los representantes de los pueblos en asuntos agrarios, 3 de febrero de 1917, y ley acerca de los derechos y obligaciones de los pueblos y de las fuerzas armadas, 5 de marzo de 1917, Ley administrativa general para el estado de Morelos, 17 de marzo de 1917, ley orgánica para los consejos municipales del estado de Morelos, 20 de abril de 1917, y circular acerca de los derechos de los ciudadanos, 14 de febrero de 1917 (citados en Womack 274-276, en donde indica las secciones del Archivo Zapata de la UNAM en que se encuentran esas leyes)

La expropiación y ocupación de las haciendas azucareras y de siete ingenios tuvo claramente un sello anticapitalista. Se realizó un intento serio de disolver las relaciones capitalistas de producción y establecer otras, en que incluso la noción de “trabajo” perdía su sentido. Se forjó con claridad, así fuera en forma precipitada e imprecisa, un nuevo tipo de relaciones sociales que intentó explícitamente disolver toda forma de explotación. Se fortaleció la capacidad autónoma de subsistencia que el capitalismo necesita desmantelar para poder existir. Zapata pensaba que los ingenios debían operar como “servicios públicos” o “fábricas nacionales”. Los campesinos podían llevar ahí sus cosechas, y al venderlas bajo mejores condiciones podrían realizar formas de acumulación en sus tierras y sus pueblos. Los peones podrían obtener mejores salarios, hasta el momento en que recibieran tierras. Y el “Estado” tendría algunos ingresos. Los ingenios de Temixco, Hospital, Atlihuayán y Zacatepec, los primeros que Zapata logró poner en marcha, operaron ya en esa forma, a cargo de jefes militares zapatistas.

Es conocida la incomodidad de Zapata con la idea de gobernar la nación. Con Villa, en Palacio Nacional, ocupada la ciudad de México y desmantelada la dictadura, manifestó explícitamente que no se había hecho la revolución para gobernar el país. No se levantaron para ese fin. Su horizonte político no fue el del estado-nación, una forma política de existencia del capitalismo que para los pueblos fue siempre ajena y excluyente. Su mirada a ras de tierra sentipensaba que la democracia ha de estar en donde la gente está, no en algún otro lugar, en un sistema de representación. Era su experiencia que las formas “nacionales” de gobierno son estructuras despóticas aunque adopten fachadas democráticas. A medida que las circunstancias le exigieron levantar la mirada, empezó a concebir el Estado como “comunidad de pueblos” y en diversos momentos propuso formas de participación no electoral de la gente en el gobierno real.

Esta actitud nunca implicó localismo. Ilustra bien la vocación del zapatismo la carta que Zapata escribió el 14 de febrero de 1918 al general Genaro Amezcua, delegado zapatista en Cuba, en la cual señala:

Mucho ganaríamos, mucho ganaría la humana justicia, si todos los pueblos de nuestra América y todas las naciones de la vieja Europa comprendiesen que la causa del México revolucionario y la causa de la Rusia irredenta, son y representan la causa de la humanidad, el interés supremo de todos los pueblos oprimidos.

Aquí como allá hay grandes señores, inhumanos, codiciosos y crueles que de padres a hijos han venido explotando hasta la tortura a grandes masas de campesinos. Y aquí como allá los hombres esclavizados, los hombres de conciencia dormida, empiezan a despertar, a sacudirse, a agitarse, a castigar. […] No es de extrañar, por lo mismo, que el proletariado mundial aplauda y admire la revolución rusa, del mismo modo que otorgará toda su adhesión, su simpatía y su apoyo a esta revolución mexicana al darse cabal cuenta de sus fines.

En un sentido muy preciso, el zapatismo de Zapata es comunista, según la noción original de Marx y Engels, quienes señalaron, desde La ideología alemana, que para ellos “el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”.6Marx y Engels 1996, p. 36. Más que una descripción de la sociedad comunista, de la que sólo se dan rasgos vagos o principios generales, el debate y la lucha se refieren al movimiento mismo para dejar atrás el capitalismo. Se trata –decía Marx– de “una crítica de todo lo establecido, crítica sin reservas, que no se espante de sus resultados ni del conflicto con los poderes constituidos”.7Citado en García Bacca 1985, p. 146. En una carta a Ruge Marx le dice: “No es posible anticipar dogmáticamente el futuro” y “esto es una ventaja más de la nueva dirección”. Y agrega, tajante: “no es nuestra tarea la construcción del porvenir y el dejar las cosas listas para todos los tiempos”.8Ibídem.

Eso fue el zapatismo de Zapata. No trazó una utopía, para el país o para el mundo, ni imaginó los términos de un ideal social y político. Realizó en los hechos una crítica a todo lo establecido, sin arredrarse por los alcances de esa crítica y por el abierto conflicto con los poderes establecidos, tanto los de la dictadura que se habían desmantelado como los que estaban forjándose. Zapata llevó a la práctica un movimiento real que anuló y superó el estado de cosas en que había nacido y crecido, contra el cual se rebeló. Confió su revolución a la sabiduría y experiencia de los pueblos que poseían una tradición de autonomía y autogobierno, una tradición que definía con toda claridad su horizonte social y político.

Nunca tuvo el zapatismo condiciones para constituirse en clase dominante. Tampoco lo pretendió. Estaba claramente colocado fuera del Estado y de hecho prescindía de él, al anclarse en la tradición autónoma de los pueblos y abrirse a alianzas con distintos grupos de trabajadores. El contenido de las reivindicaciones zapatistas, que realizaba en la práctica, era irreductible al marco constitucional: desgarraba, acaso sin saberlo, el marco de relaciones de producción dentro del cual se había construido. El régimen constitucionalista no podía gobernar sin el zapatismo, ni contra él, ni con él; por eso necesitaba destruirlo físicamente, con todas sus realizaciones, y destruir también sus símbolos, pervirtiéndolos. La salvaje operación militar que siguió al asesinato de Zapata buscaba borrar todo vestigio de la Comuna de Morelos. Si bien en el camino se hicieron innumerables compromisos y arreglos con todo tipo de grupos y clases para lograr alguna forma de estabilidad social y política, la violencia siguió siendo la herramienta principal contra un muerto que resucitaba constantemente. A lo largo de cien años se ha buscado sistemáticamente desmantelar toda huella del zapatismo como sedimento de experiencia popular.

Sin embargo, “al caer Zapata / en acción desleal, / mataron a un hombre / pero no a su ideal”. Y el ideal quedó firmemente encarnado en un zapatismo que se resiste a desaparecer y se renueva y transforma continuamente.

Mural en Azcapotzalco

El antizapatismo “revolucionario”

Dos momentos parecen expresar con claridad el antizapatismo que definió a los grupos revolucionarios dominantes a partir de los años veinte.

La Constitución de 1917 representó una fórmula de compromiso, pues los constituyentes estaban rodeados de ejércitos campesinos y los “revolucionarios” estaban divididos en múltiples fracciones. Quedó en ella, sin embargo, una fórmula abiertamente antizapatista. Tras reivindicar que la tierra es de la nación, se afirma que “ella” puede constituir la propiedad privada al transferir su dominio a particulares, sujetándola a “modalidades que dicte el interés público”. Se afirma también que pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierra suficiente tendrán derecho a que se les dote de ella y que quienes guarden el estado comunal podrán disfrutar en común sus tierras, pero todo esto se hará conforme a la ley del 6 de enero de 1915, de Carranza, que seguirá siendo ley constitucional. Aunque Carranza se había visto obligado a expedir esa ley ante el auge del zapatismo, advirtió expresamente en ella que no se trataba de “revivir las antiguas comunidades, ni crear otras semejantes, sino únicamente de dar (…) tierra a la población miserable que carece de ella”. Y precisaba: “la propiedad de la tierra no pertenecerá al común del pueblo, sino ha de quedar dividida en pleno dominio”. Mientras el zapatismo planteaba un reconocimiento completo y a perpetuidad de los derechos de los pueblos, el carrancismo y la Constitución reducían los derechos al usufructo y a diversas formas de control estatal. De este modo quedó grabado en la Constitución su aliento antizapatista. Puesto que la “nación” sólo adquiere existencia real en el gobierno, todo lo relativo a tierras y aguas quedó en las manos de una entidad cada vez más incompetente y corrupta, siempre al servicio del capital. A lo largo de cien años los pueblos han tenido que padecer todo tipo de atropellos y enfrentar toda suerte de obstáculos para defender sus derechos originarios, los que tenían mucho antes que la “nación” adquiriese una forma de existencia legal, esos derechos que el zapatismo reconoció plenamente.

A lo largo de todos estos años corrieron vientos anti-agraristas, que culminaron en la advertencia de Calles, que en 1930 planteó la necesidad de que los “revolucionarios” reconocieran el fracaso del reparto agrario y la necesidad de ponerle fin ese mismo año, cuando más de la mitad de las haciendas estaban intactas. En 1933, el nuevo sentido de la palabra “ejido” quedó finalmente establecido en la ley.

En 1913 Luis Cabrera hablaba aún de “reconstitución de los ejidos”. En 1917, a la cabeza de los liberales, sólo quería dar tierra a los campesinos revolucionarios para que sustituyeran el fusil por el arado. Veían su “ejido”, el que finalmente quedó en la Constitución, como una mera fórmula de transición hacia la condición que para ellos era el ideal apropiado, la propiedad privada, conforme al modelo del Norte que desde la fundación del país ha definido el horizonte político de las elites (que es lo que impulsó, obviamente, la reforma salinista de 1992). Admitieron con reticencia la necesidad de reconocer la posesión de la tierra de los pueblos que la ocupaban desde antes de la existencia de la nación, pero no sólo convirtieron la relación misma con la tierra en una mera forma de tenencia, sino que la subordinaron al control del Estado en el que buena parte de los “revolucionarios” habían puesto sus esperanzas.

El segundo momento llegó con el presidente Cárdenas. No hay duda alguna sobre su vocación agrarista. En su administración se repartieron 20 millones de hectáreas a tres cuartos de millón de campesinos en once mil ejidos. El ejido se convirtió en pilar de la economía agrícola nacional y ocupó la mitad de la tierra de labor. Cárdenas repartió el doble de la tierra distribuida en los 18 años anteriores por los gobiernos “revolucionarios”. Aunque esto incluía la tierra entregada como propiedad privada a un millón de minifundistas, es claro que Cárdenas supo responder a la exigencia de los campesinos que al final de los años veinte vieron cómo se clausuraban, a la batuta de Calles, las posibilidades de satisfacer el impulso agrario zapatista.

Sin embargo, la gesta agraria de Cárdenas vino acompañada de un sesgo antizapatista aún más profundo que el de la Constitución. Al atar a los campesinos al control del Estado, impuso en el campo el aliento protofascista propio de la época, que se manifestó en la integración corporativa de los sindicatos, en la “educación socialista” y en muchos otros aspectos de la configuración que se dio al régimen político que tomó su forma en 1928 y que la voz popular llamó PRI-gobierno. Con la creación por decreto de la Confederación Nacional Campesina, en 1935, Cárdenas quiso dar mayor integración orgánica a la base social que podía impulsar el reparto agrario, y en los siguientes tres años realizó una gran movilización, la cual llegó a incluir la entrega de armas para la defensa de las tierras que se repartían y condujo a un Congreso Constituyente de la Confederación al que acudió una sólida representación de las organizaciones campesinas de todo el país. A pesar de todo eso, el propio reparto agrario, el impulso vigoroso a la organización colectiva de la producción y amplios programas de fomento se llevaron a la práctica, con base en una clara asociación entre las organizaciones campesinas y la voluntad política federal. Esta vinculación, útil sin duda para enfrentar los innumerables intereses nacionales e internacionales que se oponían al reparto, mostró su sentido claramente antizapatista y contrarrevolucionario al modificarse la orientación de las políticas oficiales. Organizaciones que se formaron para la lucha se convirtieron en herramientas de control gubernamental. El ejido cardenista se convirtió en lo contrario del ejido zapatista. Y no es irrelevante el hecho de que en la administración cardenista no se haya logrado concebir e instrumentar un mecanismo para reconocer la posesión de tierras de los pueblos originarios, en los términos de la tercera forma de tenencia de la tierra establecida en la Constitución de 1917. Durante el periodo de Cárdenas no se entregó a los pueblos originarios una sola hectárea en la forma prevista para ellos, lo que solo en parte puede atribuirse a la definición confusa de la Constitución. La “comunidad agraria”, como finalmente se llamó al régimen de tenencia para los pueblos indios, aún carecía de estipulaciones.

El contraste entre las prácticas zapatistas y las cardenistas puede verse con claridad en el caso de los ingenios. Mientras Zapata concibió formas realmente novedosas, al margen de formas de propiedad privada o colectiva, Cárdenas los insertó en las formas capitalistas de producción. El 3 de febrero de 1938 Cárdenas fue a inaugurar el ingenio azucarero ejidal “Emiliano Zapata”, de Zacatepec, Morelos. En sus Apuntes, anotó: “Ingenio moderno, planeado por la actual administración con fines sociales, para mejorar las condiciones económicas de los ejidatarios (…) Se manejará bajo el sistema de cooperativa integrada por los ejidatarios y los trabajadores de la fábrica”.9Cárdenas, 1972, p. 385. Aunque parecía seguir la práctica zapatista, en realidad la contradijo a fondo. Su “entrega” a los trabajadores quedó enteramente subordinada al aparato estatal. Unos años después, en 1942, Rubén Jaramillo encabezó un movimiento de los campesinos y los trabajadores contra las arbitrariedades del gerente del ingenio. Años más tarde el ingenio mismo se entregó a una compañía refresquera, tuvo que ser “rescatado” por el gobierno y finalmente se privatizó por completo, al entregarlo a un corporativo. La gran innovación cardenista resultó sólo un camino largo e ineficiente de consolidar la opresión capitalista.

La fuerza del zapatismo, la que no pudieron destruir en Morelos, creó en el país la anomalía de mantener parte de la tierra fuera del mercado en una sociedad capitalista. También expresó en aparatos y programas gubernamentales un “pacto social” que definía ideológicamente al régimen emanado de la Revolución. A partir de 1982, sin embargo, se procedió al desmantelamiento sistemático de todos esos dispositivos, cuya corrupción y clientelismo habían creado muy perniciosas dependencias en los campesinos. El empeño culminó en 1992, con el cambio constitucional que finalmente abrió la tierra al mercado y era condición del acuerdo de libre comercio que causó inmensos daños al mundo rural. “Mi obligación como Secretario de Agricultura”, declaró entonces Carlos Hank, “es sacar del campo a diez millones de campesinos”. Cuando se le preguntó qué haría con ellos contestó que esa no era su área de trabajo. El TLC lo consiguió: expulsó del campo (y en buena medida del país) a 20 millones de campesinos.

En ese contexto, cuando en la última década del siglo XX el país se sumergía en el drama neoliberal, se produjo la recuperación y renovación radical del zapatismo.

La renovación

El “¡Basta ya!” del 1º de enero de 1994 fue un despertador mundial de todos los movimientos antisistémicos y en México despertó a millones de personas que, casi inmediatamente, hicieron saber a los zapatistas que no estaban solos.

El EZLN recogió plenamente, en profundidad, la herencia del zapatismo original, pero también le dio nuevos contenidos y formas. Es importante subrayar que no se redujo a usar el nombre de un líder de inmenso prestigio o el sello radical de su gesta revolucionaria. Recoger la herencia zapatista no fue adoptar una ideología o un cuerpo de doctrina ni una construcción utópica. La Comuna de Morelos fue una experiencia real e histórica, que demostró en la práctica el valor y sentido de una forma de existencia social de antiguas raíces y múltiples modalidades, que tiene ya muy diversas expresiones contemporáneas marcadas por el signo de la autonomía. Esa experiencia forma un sedimento que se encuentra claramente en la memoria de muchas comunidades, pueblos y culturas, tanto en Morelos como en otras partes del país y del mundo. De ese abrevadero histórico emanan continuamente iniciativas que retoman la experiencia, aprendiendo de ella, lo que significa entre otras cosas reconocer sus límites y errores, lo que no debe hacerse. En ese abrevadero se nutrió con empeño el nuevo zapatismo, que ha honrado siempre esa herencia histórica.

Como el zapatismo original, el EZLN nació en la forma de “pueblo en armas”. Sin embargo, supo aprovechar brillantemente la oportunidad que le dio el inesperado apoyo de millones de personas, que modificó la correlación política de fuerzas en el país, para “ponerlas a dormir” y convertirse en campeón de la lucha no violenta. A pesar de continuas provocaciones, ataques y acosos, el EZLN no ha vuelto a usar las armas y ha sabido defenderse sin ellas.

La memoria de Zapata y Sandino estaba sin duda presente en los zapatistas cuando lograron eludir la emboscada que les tendió el gobierno en 1995. Supieron también aprovechar la inmensa ola de rechazo que eso provocó para conseguir un marco jurídico que abrió una oportunidad de negociación con el gobierno, con la cual se comprometieron a fondo, con toda seriedad. Cuando el gobierno traicionó los acuerdos a que se había llegado y en vez de los cambios legales comprometidos produjo una contrarreforma constitucional, los zapatistas decidieron aplicar lo acordado en los territorios bajo su control. Crearon así una experiencia, una forma de existencia social, que se ajusta bien a la tradición zapatista. Puede ahora hablarse de la Comuna de la Lacandona en la misma forma metafórica en que se habló de la Comuna de Morelos.

Como el zapatismo original, el zapatismo de hoy no pretende constituirse en “clase dominante” ni conquistar los podridos aparatos estatales. Se constituye fuera del Estado y lo desafía. De la misma manera que se organizó como ejército con el propósito explícito de desaparecer los ejércitos, de hacerlos innecesarios, construye una forma de existencia social en que no haya “clases dominantes” ni se deba subordinar a una estructura estatal la voluntad autónoma de los pueblos. Resuena en ellos la idea de una “comunidad de pueblos”.

Cuando el zapatismo de hoy nació, resultaba indispensable que se distinguiera con claridad de toda forma de narcoguerrilla y de una pretensión separatista, que le atribuyeron rápidamente los poderes constituidos para aislarlo y descalificarlo. Utilizó por eso símbolos como la bandera nacional, al mismo tiempo de darles un nuevo contenido. Este mismo impulso se observó en el Congreso Nacional Indígena, que nació por su iniciativa y adoptó el lema “Nunca más un México sin nosotros”. Se expresaba así la decisión de realizar la lucha indígena en relación con el resto de la sociedad, como reivindicación con la marginación histórica de los pueblos indígenas. En los siguientes 20 años los neozapatistas observaron el desmantelamiento de los estados-nación, de los que ya sólo quedan rituales y policías, y el renacimiento de nacionalismos protofascistas. Observaron también la destrucción sistemática de lo que quedaba del país y adoptaron cada vez más un nuevo horizonte político, que en la mejor tradición zapatista se mantiene a ras de tierra más allá de las equívocas fronteras nacionales.

Es la hora de la violencia. El patriarcado capitalista dominante ha adoptado un patrón autodestructivo que no es una oportunidad de emancipación sino un deslizamiento a la barbarie, en que arrasa todo a su paso. En este momento de peligro, cuando la amenaza de violencia cunde por todas partes y afecta todas las formas de la vida cotidiana, es particularmente relevante observar cómo se construyen “zonas seguras” –al margen y en contra de la “seguridad” ofrecida por los estados–. México y Siria ocupan el primer lugar en el mundo por niveles de violencia. Debe tomarse muy seriamente en cuenta que, en ambos países, las áreas más “seguras”, aquellas en que se registran menos crímenes y se puede vivir con tranquilidad, son las áreas en que se realiza un experimento social radical: los kurdos de Rojava, en Siria, y los zapatistas de México. Los dos grupos están armados, pero no usan sus armas para crear su “seguridad”, que se basa en las relaciones sociales que han establecido, en sus formas autónomas de gobierno. Y ambos grupos están marcados por la lucha antipatriarcal, poniendo en el centro de sus empeños transformaciones que exigen desmantelar la jerarquía y el control como formas de organización social, rompiendo con una tradición de miles de años.

No cabe en estas notas un recuento, así fuese muy breve, de todos los aspectos en que el EZLN ha renovado el zapatismo histórico. Pero conviene subrayar que ni el de ayer ni el de hoy caben en las categorías políticas e ideológicas conocidas. Es claro que ambos se nutrieron de muy diversas tradiciones y experiencias, pero no se redujeron a los patrones establecidos y se caracterizaron por la innovación. No representan la imaginación de algunas formas nuevas de la sociedad futura. El neozapatismo, como el zapatismo original, ha reinventado el movimiento para dejar atrás la etapa actual y lo expresa como acción, como iniciativa, y aún más como forma de ser. Ese es su significado actual, a cien años de la muerte de Emiliano Zapata.

Ya me despido, señores,
ya es hora de irse a sembrar.
Aquí les dejo la historia
de la nueva novedad.

Y es que Zapata está vivo,
más vivo que nunca está.
Está Zapata en las manos
de los que siembran el máis.

Está en la vida de lucha
que nos dio el gran general.
Y está más viva que nunca
su consigna popular,
la que nos une de siempre,
la tierra con libertad.

 

San Pablo Etla, 10 de abril de 2019 ❧

Referencias
  • Cárdenas, Lázaro. Apuntes, t. I: 1913-1940, México: UNAM, 1972. Impreso
  • García Bacca, Juan David, Pasado, presente y porvenir del marxismo, México: FCE, 1985. Impreso
  • Marx, Carlos y Engels, Federico. La ideología alemana, La Habana: Edición Revolucionaria, 1966. Impreso
  • Womack, John Jr. Zapata y la revolución mexicana, México: Siglo XXI, 2000. Impreso
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Gustavo Esteva
Gustavo Esteva
Activista mexicano y fundador de la Universidad de la Tierra en Oaxaca
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