El sueño que movió a Zapata hace 100 años se opone al modelo de organización social en la modernidad occidental: el del Estado-Nación como depositario de la soberanía. ¿Por qué? En este texto, Roberto Ochoa reflexiona sobre las ideas del zapatismo en el presente y genera un puente con el movimiento de resistencia kurdo.
El pasado 10 de abril de 2019, en Morelos, se puso de manifiesto un profundo conflicto nacional que no ha sido suficientemente conciliado en nuestra historia. Se cumplían 100 años del asesinato a traición de Emiliano Zapata Salazar, y Chinameca, el lugar exacto en donde cayó el General, se convirtió en lugar de disputa. Al final, el Presidente de México decidió evadir la confrontación y conmemorar la efeméride desde Cuernavaca. Sin embargo, cualquier evasión a un conflicto no hace más que posponer el choque o, en el peor de los casos, hacer que los más “débiles” padezcan la imposición violenta de los poderosos.
La tensión tiene que volverse dialéctica, a fin de que nos trabaje en la conciencia y nos permita conciliar aquello que sea posible, al tiempo de clarificar las renuncias que, como en cualquier encrucijada, tendremos que hacer.
¿Por qué, se preguntan las izquierdas, los partidarios de López Obrador y de Zapata tuvieron que chocar en Morelos? ¿Cómo fue que, en medio de tantos dolores, este choque cobró la vida de nuestro amigo y compañero Samir Flores Soberanes?
Existen, hay que decirlo, incompatibilidades de fondo. No se trata de disputas superficiales, de banalidades personales o de grupos. Tampoco, por supuesto, el conflicto se ciñe al de supuestos liberales contra conservadores. El sueño que movió a Zapata hace 100 años se opone al modelo de organización social por antonomasia en la modernidad occidental: el del Estado-Nación como depositario de la soberanía. En la revolución zapatista existió, y existe todavía, una propuesta política frente al Estado-Nación, a la que hoy podemos considerar como autonomista. No es justo reducirla a indigenismo, es autonomismo, en abierta confrontación con la tesis del monopolio legítimo de la fuerza en manos del Estado. Esta incompatibilidad de fondo es la que está detrás de la defensa de los territorios de los pueblos, de sus formas de autogobierno y de las resistencias frente a los megaproyectos que amenazan su existencia.
El sueño zapatista
El levantamiento zapatista originario ocurrió en 1911, con la promulgación del Plan de Ayala en contra del gobierno revolucionario de Francisco I. Madero. Fue entonces cuando la revolución política devino en auténtico levantamiento popular. Madero envió, primero, a Victoriano Huerta, después, al General Felipe Ángeles, pero ninguno de los dos logró derrotar a Zapata. El hombre moreno, de bigote tupido y sombrero de copa alta, respaldado y sostenido por los pueblos de Morelos, rápidamente se convirtió en mito. El Atila del Sur, comenzó a llamarlo la prensa conservadora de ese tiempo. Sin embargo, en múltiples ocasiones quedó demostrado que Zapata no era ningún bárbaro sanguinario. Por el contario, se había convertido ya, para los pueblos de Morelos, en el Calpulle o protector de los débiles.
Desgraciadamente, los últimos dos siglos en la historia del pensamiento occidental, que coinciden con los dos siglos de vida independiente de México, han estado marcados por un economicismo puro y duro que no nos ha permitido ver y comprender la propuesta política que emerge del profundo sueño zapatista. La visión economicista del mundo ha terminado por etiquetar al zapatismo exclusivamente como revolución agrarista. Sin embargo, la revolución zapatista fue también una revolución profundamente política de pueblos confederados, no sólo en torno a un caudillo, sino también frente al más alto anhelo de libertad para todos. No sólo fue un proyecto de propiedad colectiva de la tierra, fue sobre todo un modelo de organización política y social centrada en la vida de los pueblos.
Tras la derrota del dictador Victoriano Huerta en 1914, este sueño fue puesto en práctica en todo el territorio dominado por el Ejército Libertador del Sur. Para entender el proyecto político de Zapata, lo que se debe estudiar a profundidad es ese periodo que va de 1914 hasta su asesinato en 1919, particularmente lo acontecido en el estado de Morelos y estados aledaños; ese periodo de cinco años en que cristalizó lo que recientemente se ha dado en llamar la comuna zapatista. En pocas palabras, podemos decir que el sueño de Zapata es el de la autonomía política, a escala humana, de pueblos confederados. Se trata de un proyecto civilizatorio radicalmente distinto del régimen de Estado-Nación moderno, que ha demostrado ya, muy claramente, ser un modelo en decadencia.
El gran fiasco del siglo XX mexicano radica en esta contradicción no trabajada en términos dialécticos. Madero se convirtió en “apóstol” de una democracia que nunca llegó, y el asesinato de Emiliano Zapata, en 1919, fue el inicio de la imposición hegemónica de un Estado unipartidista y del permanente sometimiento de los pueblos a los dictados del Presidente en turno. Cualquier sueño democrático, desde entonces y cuando menos hasta el año de 1994, sería aplastado a mansalva.
En estos inicios del siglo XXI, no sólo México, sino el mundo entero, deambula en busca de un nuevo paradigma político. Como lo expresa Slajov Zizek, la posmodernidad, en tanto deconstrucción de metanarrativas y postura crítica sin propuesta alternativa, nos ha dejado sin mapas cognitivos que nos permitan vislumbrar horizontes políticos para este siglo XXI. Es por ello que el sueño de Zapata emerge de nuevo y amenaza con hacer trastabillar hasta al más ilustre de nuestros contemporáneos. A falta de horizontes políticos en el mundo, se reeditan debates antiguos, entre liberalismo y socialismo, o anarquismo en contra de ambos, debates que no nos conducen a nada constructivo. La primera década del nuevo siglo puso de relieve la crisis civilizatoria en curso. Al haber sido ésta soslayada por las principales potencias, entramos plenamente en el universo de la desesperación y la decadencia. Ojalá estemos a tiempo, todavía, de evitar desastres mayores.
Pero regresemos a México, pues algo propio de nuestro tiempo es el sentido de urgencia frente a lo que nos rodea. El aparente liberalismo triunfante de finales del siglo XX y principios del XXI no hizo más que exacerbar las contradicciones de un sistema sociopolítico que se ha negado persistentemente a aceptar que la aglomeración de sueños individuales no conduce más que a las peores pesadillas. El capitalismo ha fracasado. Los suelos, nos lo han repetido insistentemente Iván Illich y Jean Robert, se han deslizado bajo nuestros pies y hemos perdido el sentido. Para México, el falsario sueño de la globalización no consistió en otra cosa que en la inserción descabellada, casi sin matices, dentro de la órbita energética, geopolítica y de Seguridad Nacional propia de los Estados Unidos de América (EUA).
El socialismo por su parte, como horizonte político, se derrumbó en 1989. En esas circunstancias, el zapatismo reemergió como tal, con fuerza, sobre todo a partir del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994. El paradigma de una sociedad democrática no atada al modelo del Estado-Nación se ha echado a andar desde entonces y ha cosechado valiosos frutos. Sin embargo, las obsesiones por un poder soberano, centralizado en el Estado, pueden provocar todavía un aplastamiento atroz de los proyectos autonomistas en emergencia.
Si decidiéramos poner a un lado y olvidar la tensión que se hizo evidente en Morelos, a los 100 años del asesinato de Zapata, estaremos permitiendo que el Estado se imponga con toda su fuerza y continuaremos degradándonos hacia una situación de violencia cada vez más desesperada. Si seguimos haciendo esfuerzos para acrecentar los mecanismos económicos, conforme a la lógica neocolonial propia del industrialismo, del comercio a gran escala y, en última instancia, del sacrosanto Desarrollo, la órbita decadente de los EUA terminará por hacernos trizas como nación.
¿Cuál es el sentido de la fuerza?
Toda institucionalidad requiere del uso de la fuerza como instancia última de ordenamiento social. No pretendo discutir esto. Pero esa fuerza tiene que tener un sentido; por supuesto que un propósito, pero, en primer término, una direccionalidad. Si concebimos a la sociedad como una pirámide, la fuerza puede correr de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, o en ambas direcciones. Si la pensamos como un mandala o circularidad concéntrica, la fuerza puede ejercerse del centro hacia afuera, de afuera hacia el centro o en ambas direcciones.
El conflicto en el que estamos atrapados radica aquí, en la definición respecto del sentido que debe recorrer la fuerza como instancia última del ordenamiento social.
Con el cambio de siglo hemos experimentado en México una pretendida transición a la democracia que, en los hechos, no ha implicado más que una agudización de la concentración de la fuerza física, policiaca y militar, en manos de la Presidencia de la República. La militarización de la seguridad pública, durante los últimos 20 años, no ha significado otra cosa. Mientras tanto, hemos sido víctimas de un gatopardismo demoledor. Tres momentos de alternancia partidista no han hecho más que incrementar la militarización del país, provocando la escalada de violencia criminal más grave de nuestra historia.
En este sentido, Andrés Manuel López Obrador está perdiendo de vista lo esencial. En sus constantes referencias a la historia de la nación comete un grave error, un error que es propio del oficialismo de Estado. No sólo se equivoca en sus juicios sobre el zapatismo, lo hace, de manera más irresponsable todavía, respecto a los conflictos y tensiones vitales de nuestra nación durante el siglo XIX.
El debate originario del México independiente no fue el de liberales contra conservadores, sino el de federalistas contra centralistas. Durante los primeros 26 años de vida independiente esa fue la disputa. El triunfo nominal fue de los federalistas, aunque el drama de nuestra nación consiste precisamente en que, a raíz de la invasión norteamericana de 1847, se impuso por la vía de los hechos una organización centralista de los asuntos públicos. Ese debate, el que ocurrió entre 1821 y 1847, es el que tendríamos que retomar. El levantamiento zapatista de 1911 está relacionado con esto, a pesar de que sus propios intelectuales, con Antonio Díaz Soto y Gama a la cabeza, no hayan sabido expresarlo entonces. Frente a la fuerza que se ejerce del centro a la periferia, el zapatismo se rebela y ejerce una fuerza que se fundamenta en los pueblos. El zapatismo, en este sentido, es la auténtica democracia, la que viene de abajo.
Para trabajar sobre ésta, que considero nuestra dialéctica existencial como nación, propongo que abordemos las ideas del Confederalismo Democrático propuestas por Abdullah Öcalan para el Kurdistán, aunque no sólo para el Kurdistán sino para todo el Medio Oriente. Estoy convencido de que, no sólo México, sino como civilización, tendríamos que deshacernos de la estructura del Estado-Nación, y de que para ello la vía diseñada por Öcalan da las pautas necesarias para iniciar ese camino. El modelo del Confederalismo Democrático puede ser muy bien el mapa cognitivo que tanta falta nos hace para la construcción, finalmente, de una auténtica modernidad democrática.
Abdullah Öcalan es líder del Partido de los Trabajadores del Kurdistán. En 1999 fue detenido por el Estado Turco y, a partir de entonces, ha sido sometido a un aislamiento casi total en la isla de Imrali, en medio del mar de Mármara, desde donde ha seguido inspirando y orientando al pueblo Kurdo. Algo muy dramático, pero a la vez muy luminoso, ha ocurrido en torno a este hombre. En medio de ese cruel aislamiento, a partir de sus lecturas, entre otras las del municipalista libertario Murray Bookchin, Öcalan ha vivido una transformación que ha producido admirables frutos. Abandonó la doctrina clásica del Marxismo-Leninismo como propuesta para un horizonte político alternativo, renunció a la tradicional lucha por la independencia y conformación de un Estado Kurdo y, finalmente, publicó en 2011 su manifiesto político por un Confederalismo Democrático para el Kurdistán.
Términos como federalismo o auto-administración, dice Öcalan, como se encuentran en las democracias liberales, necesitan ser pensados de nuevo. “Esencialmente, no deberían ser concebidos como niveles jerárquicos de la administración del Estado-Nación sino como herramientas centrales de expresión y participación social”.1Abdullah Öcalan, 2012. Confederalismo Democrático, International Initiative Edition, Colonia, 2012, p. 26. Último acceso: 7 de mayo de 2019.
http://www.freeocalan.org/wp-content/uploads/2012/09/Confederalismo-Democr%C3%A1tico.pdf.
El Confederalismo es un modelo de organización política y administrativa en el que la línea de mando se da, sin ambages, de abajo para arriba y de las afueras al centro. Una confederación se distingue de una federación por el hecho de que en ella las decisiones tomadas por los órganos centrales no obligan directa e inmediatamente a los ciudadanos de las entidades miembros, sino que previamente dichas decisiones deben ser hechas suyas por los gobiernos de las entidades confederadas. Además, y esta diferencia también es crucial, como lo advierte el constitucionalista mexicano Felipe Tena Ramírez, el dominium sobre el territorio no corresponde de inicio al Estado-Nación, sino a las entidades que son miembros de la Confederación.2Cfr. Felipe Tena Ramírez, Derecho constitucional mexicano, Porrúa, 30ª. edic., México, 1996, pp. 113 y 190. Estas dos radicales diferencias son las que provocan la indubitable línea de mando en el ejercicio de la fuerza, que corre de abajo a arriba y de afuera al centro.
En el Confederalismo Democrático los procesos de toma de decisiones descansan en las comunidades locales, sea que estén agrupados en pueblos, barrios o colonias.
Los niveles superiores sólo sirven a la coordinación e implementación de la voluntad de las comunidades que envían a sus delegados a las asambleas generales. Por un limitado espacio de tiempo, estos son tanto portavoz como instituciones ejecutivas. Sin embargo, el poder de decisión se mantiene dentro de las instituciones locales de base.3Öcalan, op. cit., p. 33.
Ya se mira el horizonte
La primera década del siglo XXI nos mostró la profunda crisis que atraviesa la civilización Occidental en su conjunto. Inició con el derribo las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, y terminó con la crisis financiera mundial del 2008 o Gran Recesión, iniciada también en los EUA.
Para el inicio de la segunda década, los signos de la crisis eran incontestables. El despertar de los pueblos del mundo hizo abrigar esperanzas. Era posible un verdadero cambio, profundo y radical, de las reglas políticas y económicas diseñadas para el funcionamiento del capitalismo internacional. En todos los continentes ocurrieron enormes movilizaciones. En primera línea, los levantamientos de la Primavera Árabe de 2011, en el Magreb y en Medio Oriente, ponían un claro límite al sinsentido del hasta entonces mal llamado orden global. “¡Basta de estructuras políticas para la opresión! ¡Democracia Real Ya!” Ese fue el grito colectivo, masivo y sustancial.
El levantamiento no era sólo contra los dictadores Ben Alí y Mubarak, en Túnez y Egipto respectivamente. Aunque ahí nació, el movimiento rápido se extendió prácticamente a todo el mundo. Los poderosos, sin embargo, decidieron aferrarse a las estructuras de la dominación en vez de comprender que toda crisis, aunque supone peligros, presenta también grandes oportunidades. Por no estar dispuestos a cambiar, han querido imponer a los pueblos la sombra y la oscuridad. Desde Siria lograron construirse nuevos diques. Sólo con el financiamiento y promoción de una guerra que, como acostumbran, ellos no pelearon, lograron contener el impulso revolucionario de las enormes movilizaciones en curso.
Sin embargo, la esperanza no ha muerto. Aunque encapsulada casi exclusivamente en la Revolución de Rojava, sigue mostrando un horizonte para nuestros pasos.
El Confederalismo Democrático se acredita en todo el pueblo kurdo en resistencia frente los Estados de Turquía, Siria, Irak e Irán, pero de una manera más precisa y avanzada en la Revolución de Rojava. En una franja de 50,000 km2, al norte de Siria, un pueblo de más de 4 millones y medio de personas ha logrado poner en práctica el mencionado modelo alternativo de organización social. El Confederalismo Democrático, ciertamente, es sólo una idea, una formulación abstracta. Sin embargo, al ya estar tan estrechamente relacionada a una muy concreta práctica política contemporánea, surgida de los escombros provocados por la más encarnizada de las últimas guerras, la convierte en un auténtico horizonte político para los de abajo.
Los kurdos se han inspirado en los zapatistas. Los zapatistas, a su vez, reciben una y otra vez la valiosa retroalimentación de lo que los kurdos han logrado en las últimas dos décadas. Ahora, me parece, es tiempo de que el zapatismo se anime a dar un nuevo salto. Que podamos salir del sinsentido en que nos encontramos depende en mucho de lo que estemos dispuestos a aprender del zapatismo y de lo abierto que esté realmente el zapatismo para mostrarnos el rumbo político que llevan sus sueños. No lo olvidemos, a final de cuentas lo importante de cualquier modelo político es que sepa explicarnos cómo corre el mando y de dónde nace la fuerza. El Confederalismo Democrático está llamado a ser el modelo político del “mandar obedeciendo”, pues se trata, como lo expresa abiertamente Öcalan, de “un paradigma político sin Estado”.4Ibid., p. 21
La militarización tan brutal del país, que nos tiene sumergidos en esta terrible violencia sin nombre, encontraría un coto donde tiene que encontrarlo, en la raíz del problema. Pues, y en esto Öcalan no puede estar más acertado, “esencialmente el Estado-Nación es una entidad estructurada militarmente. (En todos los casos) el liderazgo civil de un Estado es sólo un accesorio del aparato militar. (Por eso) el fascismo es la forma más pura del Estado-Nación”.5Ibid., p. 281
Si algo espero provocar con este escrito, entre otras cosas, es que la Asamblea Permanente de los Pueblos de Morelos, y finalmente esos pueblos que son directos herederos del levantamiento zapatista de 1911, quienes, como sus antepasados, han quedado en la primer línea de fuego frente al expansionismo capitalista que corre hacia el sur-sureste de nuestro país, abracen el horizonte político del Confederalismo Democrático. Me duele el alma hablar así a mis compañeros, pero la espantosa pérdida para todos nosotros de Samir Flores, sumada a la trágica criminalidad cotidiana que desgarra nuestros pueblos, nos urge a actuar con determinación. Para ello, necesitamos de ideas claras, nítidas. Pareciera que no queda mucho tiempo y todos lo sentimos, la muerte ronda en todas las esquinas. Es tiempo de levantar de nuevo nuestra rebeldía organizada, esa que aprendió a gritar, con el corazón y el puño en alto:
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