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¿Y el cuerpo de las zapatistas?

La DestroyerMaría Zavala, "La Destroyer" mujer artillera, 1913, Ciudad de México, Fototeca Nacional, D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, Archivo Casasola

La tierra es de quien la trabaja, dicta la frase zapatista que ha traspasado décadas y generaciones. Sin embargo, ¿quiénes la trabajan?, ¿quiénes tienen permitido hacerlo y quiénes no? ¿Por qué las mujeres siguen sin tener el derecho a la tierra? Yelitza Ruiz ofrece algunas respuestas.


 

Nuestros cuerpos que no son nuestros.
Nosotras sin nuestros cuerpos.
Ellos con los cuerpos de nosotras.
Ellos sin nosotras pero con nuestros cuerpos.

Karen Villeda

“¡Ni la tierra ni las mujeres somos territorio de conquista!” es una consigna que escuchamos con mayor frecuencia desde que fue coreada en los Encuentros de Mujeres en Argentina, extendiéndose por toda América, y no es fortuito que las mujeres estén repitiendo esta oración, ya que tienen claro que la resistencia de la tierra pasa por nuestros cuerpos. No importa desde qué geografía se organicen, las marcas son las mismas. La consigna “Mi cuerpo no es territorio de conquista” retumba con fuerza este 2019, ya que en México se ha decretado como el año del centenario de la muerte de Emiliano Zapata, una de las tres figuras más representativa de la Revolución mexicana, el líder del Ejército Libertador del Sur. La historiografía ha sido noble con este personaje que encabeza toda consigna por el derecho a la tierra y su reparto. Tiene un lugar en el imaginario colectivo como sinónimo de reforma, libertad, justicia y ley. Pero pensar en Emiliano Zapata me genera nuevas dudas, no sobre su labor histórica, sino sobre cuál era el concepto de territorio que defendían, qué significaba para ellos la tierra, la propiedad, fuera de ese discurso patriótico sobre su defensa frente a los hacendados y tiranos. En un carta que escribe Emiliano Zapata a Pascual Orozco (hijo), en 1913, destaca una de sus frases más populares: “Quiero morir siendo esclavo de los principios, no de los hombres”. Hasta hace apenas unos años era muy común nombrar como “hombres” a ambos géneros, sin embargo, aunque es una carta personal y escrita en un contexto de lucha y persecución, sí deja a la interpretación el lugar que las mujeres ocupaban en la causa. Lo anterior no lo digo en ningún afán de polemizar sobre la figura de Zapata, sino como una forma de ejemplificar las condiciones históricas en las cuales se les ha tomado en cuenta a las mujeres. El historiador Adam Schaff dice que las fuentes históricas más personales, como las cartas, en el mejor de los casos, relatan lo que los autores pensaban de sí mismos y de los acontecimientos, y en el peor de los casos, narran lo que deseaban que los otros piensen sobre ellos. Por lo que pensar en ellos nos lleva a pensar en ellas, y al hacerlo nos remitimos a lo más palpable que tuvieron: su cuerpo.

Pensar a la tierra como cuerpo le da más sentido a las luchas históricas que han defendido territorios. El cuerpo como recipiente aprende a generar anticuerpos que lo salvan de sometimientos, aprende a soportar porque hace consciente los riesgos para su adaptación, y entonces se vuelve un territorio de disputa. Una dicotomía entre el cuerpo que recibe la opresión y el cuerpo donde reside éste, que es la tierra. Después de la revuelta zapatista y la regularización de las tierras en el gobierno de Lázaro Cárdenas, no hay reforma agraria que no haya pasado por la pelea de los cuerpos, y me interesa que comencemos a hablar en voz alta sobre lo que sucedió en esta confrontación con el cuerpo de ellas, las que no están desaparecidas, pero sí invisibilizadas, las que no pasaron a la lista de honor como caudillas, pero que estoy convencida de que fueron conscientes de que su revolución no sucedía sólo en las revueltas; antes pasaba lista sobre sus cuerpos.

El primer territorio de disputa es el cuerpo de las mujeres, ahí se forjan nuestras primeras revoluciones, las que comienzan en lo personal y se vuelven políticas, como dice Carol Hanisch. Por eso cuando hablamos de zapatismo es inevitable poner en la mira a las mujeres del Ejército Libertador del Sur, porque la revolución se gestó desde su cuerpo y cuando este movimiento político llegó a su supuesto fin, apenas comenzaba para ellas. Guadalupe Nettel afirma que el cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que dejamos el mundo, y aunque en algo han cambiado las formas de relacionarnos entre hombres y mujeres, rebanar el huizache de la brecha nos ha tomado horas al sol.

Sí, lo anterior es una historia que aunque invisible, permanece; cuando me refiero a su permanencia lo hago a partir de la reflexión sobre nuestro verdadero derecho a la tierra, y surgen más preguntas: ¿somos nosotras dueñas de esa tierra que cuidamos, de esa tierra que nos llevó a la lucha y al peregrinaje a través de montes y campañas para adquirir su derecho? No, parece que no, que la tierra nunca ha sido de quien la trabaja, sino de quien la expropió y la privatizó con el nombre de la ley bajo el brazo. Lo cierto es que en este país siempre se han librado dos revoluciones: la de ellos por el honor y el poder, y la nuestra, la del derecho a vivir con dignidad y sustento a pesar de que es nuestro cuerpo el primer territorio de disputa y la primera propiedad privada que el derecho positivo le otorgó al pater famili. La familia como primer depositario, como celadores de nuestro cuerpo, como dice el poema de Verónica G. Arredondo: “CONFUNDIERON A MI FAMILIA. Con un cráneo sin orejas, sin nariz, ni labios para decir: madre, padre, ese cuerpo no soy”. Ahí vislumbro que han sido dos revoluciones que caminan a la par, pero cada una busca dignidades distintas.

¿Por qué seguimos sin tener el derecho a la tierra? Porque el acceso a esas juntas comunales y ejidales sigue siendo un espacio reservado, a pesar de que las cuotas de género que poco a poco se han ido colando. En la Reforma agraria de 1992 se les quitó el carácter de social a las tierras ya que todos los miembros de una familia tenían derecho sobre el bien; sin embargo, ese derecho se concentró en los hombres en los cuales recayó el usufructo y sucesión, es decir, ellos decidían a quién cederle los derechos en caso de muerte. Por lo que las posibilidades de que las mujeres pudieran tener derechos agrarios se redujeron a tres: por herencia del papá o el marido; que ella tuviera la posibilidad adquisitiva, pero debía ser reconocida como propietaria por la asamblea ejidal y comunal, que en su mayoría están integradas por hombres, y la tercera, que las mismas asambleas pudieran otorgarle derechos a las mujeres sobre alguno de los terrenos. Sí, así se las han visto las comuneras y ejidales, y han tendido dos opciones: normalizar esa desigualdad que repercute en violencia económica, o volver a luchar por la tenencia de la tierra, esta vez sin corridos, sin carrilleras, sin tropa, con la única voz y derecho que las asiste de ser ellas las que también la trabajan.

El derecho a la tierra ha sido igual de complicado que el de adquirir a plenitud el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, de ahí que el binomio sea inseparable entre cuerpo y territorio, porque, aunque nos han vendido la idea de libertad, sin tener un espacio donde habitar el cuerpo, la intención sigue inconclusa. Dice Astrid Ulloa que los procesos políticos, tanto de hombres como de mujeres, que se han extendido en América Latina, se pueden entender desde una pers­pectiva feminista del espacio, la cual posiciona tanto otras geopolíticas, una alter-geopolítica, como visiones territoriales alternativas y procesos de cui­dado en diversas escalas, empezando por el cuerpo-territorio. Y sin el afán de romantizar o revictimizar la lucha por la tierra, las cifras del Registro Agrario Nacional delatan que de los 90 mil 63 integrantes de órganos de representación de tierras comunitarias, sólo 16 mil 658 están en manos de las mujeres, lo que representa un 18.4% del total. Ellas no llegan ni al 20% de posesión del territorio, a pesar de que en 2016 se realizó otra reforma agraria que establecía que las asambleas de representación debían estar conformadas por hombres y mujeres en una proporción de entre 40% y 60%. Lo cual sigue siendo desigual ya que la mayoría de los representantes son hombres.

La tierra, el cuerpo y la palabra

¿Dónde está el zapatismo? ¿En qué momento del Plan de Ayala hay un breve lugar para estos cuerpos? Cuando leí Su cuerpo dejarán de Alejandra Eme Vázquez, no pude evitar pensar en las mujeres de todas esas revoluciones, las veía ahí reflejadas en esas palabras que recalcan la invisibilidad de los cuidados a los que somos remitidas de por vida, y el señalamiento en caso de reusarnos a realizarlos.

Es verdad: no puedo imaginar qué es estar en el cuerpo de Abuela y debo decir que ha habido muchos momentos en los que me sorprende. Me sorprende ella, su fortaleza física y su creatividad al resolver ciertas limitantes, pero me sorprende también mi prejuicio galopante de afirmar que no puede hacer tal cosa que sí puede.

Esas mujeres son nuestras abuelas, ancestras que araron la tierra y el cuerpo para continuar sembrando espacios para las otras.

Tina Modotti, Manos descansan sobre una pala, 1927, Ciudad de México, Fototeca Nacional, D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

En esta búsqueda sobre la herencia del zapatismo a las hijas de las mujeres del Ejército Libertador del Sur, encuentro luminosa la labor de Lorena Cabnal cuando dice que nuestros cuerpos como mujeres están en la línea frontal del ataque cotidiano, y que eso también es un hecho histórico. Pero al margen de su posición como activista, Lorena está convencida de que las mujeres encontramos la sanción en la tierra. Ella, con un grupo de mujeres, comenzaron a hablar de la urgencia de defender y recuperar el “territorio-cuerpo-tierra”, comenzaron a darle al cuerpo y a la tierra una memoria, como una forma de resignificar la lucha de sus ancestras; ante esto la principal crítica que le hacen a sus compañeros con los que compartieron la lucha es que nunca mostraron indignación por las violaciones a los derechos humanos de las mujeres, una práctica sistemática, normalizada e histórica, por lo que acuñaron la consigna: “No se puede defender el territorio-tierra sin que se defienda el cuerpo de las niñas y las mujeres”. Y aunque en el presente existen cambios considerables respecto a lo sucedido hace más de cien años durante la Revolución, la defensa de la tierra de aquellas mujeres siempre estuvo ligada a nuestros cuerpos.

Pero, ¿cómo organizarnos para sanarnos tantos despojos? Es la duda que ronda, y, ante ella, estas mujeres han propuesto la recuperación y sanación emocional y espiritual de las mujeres en lucha, para seguir defendiendo a la vez el territorio-cuerpo y el territorio-tierra.

Hay memorias ancestrales de dolor de nuestras madres, abuelas, tatarabuelas, bisabuelas, que no hemos hecho conscientes pero que están impregnadas en nuestras memorias corporales. Luego fuimos gestadas, nacimos, crecimos, y todas esas formas de violencia, el cuerpo las soporta. Hay una cadena que le llamo el acumulado histórico estructural de las opresiones sobre los cuerpos y también sobre la tierra.

En esa reflexión las mujeres han encontrado su forma de sanar, aun cuando en la actualidad otras estén trabajando en el campo expuestas a la explotación laboral en la que sus cuerpos se ven deteriorados por la exposición a agroquímicos. Pese a la situación real y a lo lejano que parecen los ideales zapatistas, las mujeres están convencidas de que en esos cuerpos-territorios es donde radica la energía para la transgresión, la rebeldía y la resistencia, actos que todas nuestras abuelas han realizado para defender la tierra, o lo que es lo mismo su cuerpo.

Esa fortaleza con la que Dolores Jiménez y Muro, María Esperanza Chavarría, Paulina Maraver, Carmen Parra, Ángeles Gómez Saldaña, Catalina Zapata, Cleotilde López, Juana Castro, Josefina Cano, Dina Querido, María de Jesús León Fajardo, Aurora Ursúa y Josefina Espejo, por mencionar algunas, mantuvieron en las filas del Ejército Libertador del Sur al lado de Emiliano Zapata, es lo que llamaremos el fertilizante de la siembra, porque en ella dejaron sus cuerpos. Esto toma sentido en esos grupos de carpa lunar en el que las mujeres siembran su menstruación para regresarle a la tierra todo lo dado. Una forma de agradecimiento sagrada por los cuidados recíprocos, una manera de regresar a ver y a escuchar nuestro útero a partir del conocimiento que tenemos no sólo de nuestro cuerpo, sino del cuerpo de nuestras abuelas que vienen gestando la revolución. Sanar también es un acto político y consciente que, a la manera de Lorena, no se trata solamente de sanar para estar bien, sino para seguir luchando. Reivindicar la alegría sin perder la indignación. Y tiene razón, porque nuestro camino todavía es largo.

Hace unas semanas se leyó el Plan de Ayala en el zócalo de la Ciudad de México, un acto por demás simbólico que resignifica la lectura en voz alta y a la vez un verdadero ejercicio de la memoria, una nueva forma de reivindicar el pasado con nuestro cuerpo vinculado a la palabra. Aunque el cuerpo de las mujeres siga siendo un territorio de poder bajo sospecha como dice Lilián Celiberti, leer documentos con la conciencia de que nuestro cuerpo es la primera tierra que trabajamos, los dota de señas particulares, pues llevan entre sus páginas las huellas de mujeres que no sólo pusieron las manos, sino el pensamiento, que el tiempo no despoja y que se ancha como maizal en temporada de aguas. ❧

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Yelitza Ruiz
Yelitza Ruiz
Ensayista y poeta guerrerense. Directora del Encuentro Nacional de Jóvenes Escritores Acapulco Barco de Libros.
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