EN LA PRIMERA EDICIÓN de la revista Voz de la tribu, inicié mi columna de poesía con un texto acerca de Emily Dickinson. En esta ocasión, nueve números después, con la fortuna y la salvedad entre las manos, luego de haber leído la traducción española de su poesía, por María-Milagros Rivera y Ana Mañeru, en Sabina Editorial, comparto con ustedes el texto que escribí para presentar la obra el 19 de octubre de 2016 en la iglesia de Corpus Christi, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, con la presencia de María-Milagros Rivera.
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Saludo con gozo y gratitud esta magnífica traducción de los 1 786 poemas de Emily Dickinson, realizada por Ana Mañeru Méndez y María-Milagros Rivera Garretas, obra que se ha materializado –bilingüe– en tres volúmenes de colores distintos: azul: Poemas 1-600. Fue-culpa-del Paraíso; rojo: Poemas 601-1200. Soldar un Abismo con Aire, y verde: Poemas 1201-1786. Nuestro Puerto un secreto; de una manufactura tersa y amable, tendida sobre la sedosa piel de 2 352 páginas y tres discos compactos –uno por cada libro– que, como tales, ha hecho posible Sabina Editorial; no saludo la obra tan sólo como producto mercantil, sobre todo, y parafraseando a la búlgara Julia Kristeva1, sino también como una obra que, lo es, porque obra en los otros, quienes la leen y la escuchan.
Y ha sido en mí, ahora, el turno en quien la obra, obra, Abriendo-Se con Cuidado y Abriendo-Me a esta ventana de espacio sin tiempo, con la luz y la guía que arrojan sobre sus páginas, la sensibilidad, la pasión y el conocimiento de las traductoras españolas que durante más de diez años fueron realizando, en relación, el traslado del cosmos de la vida y las letras de Emily Dickinson. Ana Mañeru Méndez (poeta, madre, economista, profesora) y María-Milagros Rivera Garretas (ensayista, historiadora, madre, abuela, filóloga, investigadora de Duoda), ambas consecuentes con la congruencia en su propia experiencia de la lírica dickinsoniana, que se transforma en voz y en pensamiento, en práctica y obediencia, en el rigor inevitable que deviene de la conciencia ablandada por amor, nos desvelan a través de la urdimbre de sentido que da el tejido de la poesía y los veneros biográficos de Emily el paisaje del orden simbólico de la madre que debía, creo yo, haber llegado desde hace más de ciento cincuenta años para encontrar su blanca y brillante definición, sin el relámpago estentóreo que ocurre una y otra vez y cada vez que “el espectáculo asesina al imaginario”2 y a la intuición, en donde los protagonistas han sido el remiendo, la copia, la trituración de quien pasa con pies de plomo arrasando con la razón poética3, con la existencia y la escritura del relato/encarnado de la autora, haciéndolo trizas, cortándolo, corrigiéndolo y hasta complementándolo para hacerlo caber, a como dé lugar, en el canon establecido de la poesía –para entonces aceptarla como tal– …quizá porque es demasiado pedir entendimiento a todo aquello que transgrede esas reglas tácitas o manifiestas del dominio, de un orden, el patriarcal, que se erige en el poder y elude la autoridad: qué temor más grande cuando en el ruedo de la cultura, el poder se encuentra frente a la autoridad; es demasiado pedir retomar el camino de regreso a casa y regalar una mirada a lo que es bello y verdadero, a lo que te obliga a ponerte en juego, a exponerte, a hablar en primera persona y a partir de sí, abriéndote en absoluta indefensión, en complicidad con una conciencia dócil para entonces recibir el fruto más hermoso de una existencia luminosa.
Morí por la Belleza– pero estaba apenas
Acomodada en la Tumba
Cuando Uno que había muerto por la Verdad, fue depositado
En una Habitación contigua–
Él indagó en voz baja “¿Por qué había fallecido yo?”
“Por la Belleza”, contesté–
“Y Yo –por la Verdad– Ambas son Una–
“Cofrades, somos”, dijo Él–
Y así, como Parientes, que se conocieron una Noche–
Hablamos entre las habitaciones–
Hasta que el Musgo alcanzó nuestros labios–
Y tapó– Nuestros nombres–4
Bien dice la poeta afroamericana Audre Lorde, que “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”. Y las herramientas sensibles de las dos traductoras no son las del orden de la jerarquía, la exclusión y el sometimiento, sino las suyas propias (las nuestras), las que pertenecen a un orden diferente, abriendo así un espacio de reconocimiento y respeto a la vida y al relato/encarnado –como lo definen las traductoras– que es la poesía de Emily Dickinson; escrito en lengua materna, es decir, en la lengua en la que tanto Emily, como ellas, las traductoras y nosotros, hablamos (sin importar el idioma) y a través de la cual nos regalan dos generosos prólogos y un epílogo abastecidos del más depurado y fidedigno conocimiento de la gran poeta de Amherst, revelando-nos con empeño, fervor y sentido, la fuente del ingenio y la inspiración de Dickinson, es decir, su amor insobornable hacia Susan Huntington Gilbert, su amiga, su alma par, su compañera… su cuñada.
Esa experiencia de la relación con Susan fue el abrevadero de donde los labios de Emily fueron libando las delicias que daban forma, propósito y potencia a los hijos de su entraña, los versos que nacían como saetas agudas segando la oscuridad y la tiniebla para darle orden y concierto a un caos que nació con la herida infligida en su cuerpo, por el incesto en el abuso de su padre y hermano: horror convertido, en manos de hilandera fina, en música callada en clave de belleza.
INTERLUDIO
Cuánta perplejidad ante tanto desengaño, el velo del mito ha caído de mis ojos, Emily, después de tantos años de leer-Te y releer-Te creyendo en cada traducción de Manuel Villar Raso, o de Margarita Ardanaz, o del mismo R.W. Franklin… y quién sabe cuántas más traducciones e interpretaciones o invenciones de tu biografía, derivadas varias de ellas de los trabajos de Mabel Loomis Todd, quien no sólo maculó tu trabajo, también tu vida en relación con Austin, tu hermano, pretendiendo osadamente llevarse consigo lo que de ti fue lo más sagrado. Ya no eres más el mito de Amherst, una manera fácil y perezosa de nombrarte y salir airados de una experiencia de la relación entre mujeres que, como dicen María-Milagros y Ana, pone a temblar al mundo, más que el voto o la liberación femenina.
Después de leer esta traducción y tu relato/encarnado hecho con tanto cuidado y devoción, te miro en tu esplendente desnudez de mujer mujer, es decir, en tu aceptación, compromiso y fidelidad de serlo, potencia sexuada en femenino con tus y sus y nuestras herramientas que no son otra cosa que la vida y sus divinos veneros, esa vida a la que abrazaste y cobijaste y a la que te prodigaste en tu amor y dedicación, por decir algo, hacia las flores y las plantas; en tu dadivosidad con personas de cualquier estrato social, por ejemplo, al enviarles porque sí, frutas y viandas exquisitas; y, sobre todo, en tu entrega rotunda y total a la escritura que sería sangre de tu sangre, huesos de tus huesos y herida de tu herida, poseedora de esa inteligencia como la describe tu compañera del alma, Susan, con tan feliz acierto: “Una reluciente cuchilla de Damasco que mira de soslayo al sol”5, de tal forma que su filo y su luminosidad nos llegan, hoy, con el mismo denuedo, no obstando los obstáculos de los conflictos legales y personales de tu familia y amigos, no obstando traducciones maltrechas, no obstando el paso del tiempo y las adversidades… como dice María Zambrano, Emily: “el amor siempre engendra”.
Y aquí estamos, gracias a María-Milagros y a Ana, en este recinto bordado con las oraciones de las Clarisas Capuchinas en torno a tu alma de fuego, Emily, re-conociendo tu poesía que toca, mueve, conmueve y transforma, porque está hecha con el tejido de tu carne, con tus células y su sentido, con el ADN de tu respiro, con el invaluable obsequio de estos nuevos anteojos para verte mejor, para mirarte y recibir, ahora sí, con más placidez y plenitud tu paso, ese que dice Susan, que es “el paso firme de [sus] las mártires que cantan cuando sufren”6.
Y en esta devota tarea, Emily, en la que se empeñan en un muy encomiable trabajo nuestras traductoras, va revelándose otra tú –que eres tú contigo–, de tu mano, y amaneces en blanca aurora, en ese tu siempre renacer en la mirada que es bienaventuranza, a tu amada, visión que traía consigo el nacimiento lustral y la creación de cada uno de tus poemas, en rapto, en éxtasis, en arrebato, entregándote enteramente como sólo una amante espiritual de tu altura pudo haber hecho y sido. Leerte, Emily Dickinson, es dejarse amar por el amor que imprimiste en cada verso.
ESPEJO EN EL ESPEJO,
DULCES MONTAÑAS
Genealogía femenina, espejo en el espejo: Emily/Susan, siglo XIX; María-Milagros/Ana, siglo XXI, la experiencia de la relación y la poética de la relación que hoy hacen resonancia… Poeta es quien se entrega a lo inefable en la sed del espíritu, buscando las palabras y encontrándolas para reunirlas bajo la especie de la belleza; poeta es, también, quien lee escritura en verso, en juicio dócil, hasta la mansedumbre, atreviéndose a la real empatía; poeta es también quien traslada, mano a mano con la escritora o escritor, los versos y su sentido, con el sentido de la vida del autor, como es el caso de María-Milagros y de Ana.
Todo poeta tiene sus antecedentes, es decir, un manantial y un linaje, lo sepa o no, esté consciente de ello o no. Sin embargo, en el caso de Emily, gracias a este traslado proveniente de sus más prístinas fuentes que son los cuadernillos o libros manuscritos de Dickinson –en su edición facsimilar–, y su estudio e investigación minuciosos, sabemos que leyó y en casos aislados conoció en persona a algunas de sus madres, hermanas y compañeras de letras, esas Dulces Montañas que le dieron maternage y patria en el espíritu de su lengua, como lo son Elizabeth Barrett Browning, Charlöte Bronte, George Elliot, Harriet Beecher Stowe y Helen Hunt (luego Helen Jackson), por mencionar algunas. Pero también en su hálito, en las maneras de su fe y su mística, la acompañaron las mujeres de espíritu libre en el cristianismo, quienes fueron de suyo haciendo historia y política en el simbólico de sus propias antecesoras, en la certeza de que si bien la carne puede ser mancillada, el Espíritu siempre la redime.
Así, con la desnudez del alma y del cuerpo, sin aspavientos, y en gratitud, Emily, te ofreces abierta e inerme, como quien dice Santa Teresa de Jesús, conversa de amor con el Amor.
Dulces Montañas– Vos no Me decís mentira–
Nunca Me negáis– Nunca voláis–
Esos mismos Ojos invariables
Vuelven sobre Mí– Cuando desfallezco– o finjo,
O tomo los nombres Reales en vano–
Su lejana– lenta– Mirada Violeta–
Mis Fuertes Madonas– seguid Queriendo–
A la Monja Vagante– indigna de la Colina–
Cuyo servicio– es a Vosotras–
Su último Culto– Cuando el Día
Desaparece del Firmamento–
El alzar Sus Cejas sobre Vosotras–7 ❧