Los pies cansados de recorrer Puerto Madero, Corrientes, y dar siete vueltas por el Obelisco. Zapping. De pronto, la imagen de Cortázar que desparece a cuadro. En la televisión pública del país de la milonga, aún existen programas en los que la literatura es una estrella. De tal suerte que el panorama se pone mejor: aparece ante mis ojos una de las nueve clases que impartió Ricardo Piglia sobre Borges. Con duración de una hora, semejante banquete no podía desperdiciarse, pero es la una de la mañana y debo tomar un vuelo a las nueve, con destino a Curitiba, luego a Sao Paulo, después a la Ciudad de México. Día infernal, y es hasta el fin del viaje que Argentina me ofrece un verdadero regalo.
El sueño gana, siempre gana, lo coronaron rey de mis casinos. Pero antes de olvidarme de todo, escucho a Piglia defendiendo a Borges porque sí –sostiene el autor de Plata quemada–, la ideología no hace a un buen escritor. Los clásicos están llenos de hombres conservadores; algunos siguieron a Hitler. Pound, Céline, sólo por citar una dupla cuyas opiniones escandaliza a cualquiera con una mínima noción de lo políticamente correcto.
Piglia cuenta con cierto decoro aquello de que Borges no ganó el Nobel porque decidió aceptar un honoris causa de las manos de Pinochet. Luego disculpa al creador de El Aleph diciendo que su posición política le merece un castigo en tiempos de Perón: lo vuelven inspector de aves. Nada nuevo, cada parte de la clase ya lo sabía, pero los argentinos dicen las cosas literariamente. No en balde Roberto Bolaño afirmaba que Argentina es un país hasta donde los malos escritores saben escribir.
Cierto, a pesar de las calles reventadas, de la poca higiene, del aire europeo pero rancio que conservan las veredas; a pesar de la inflación, cuyas bromas macabras hacen que con cien pesos argentinos ya no alcance para un buen desayuno, cuando hace apenas dos años con la misma cantidad se comía tres veces; a pesar del caradurismo, de la pérdida brutal de todas la utopías, del desencanto, ahí se siguen vendiendo libros a la orilla de los andenes del Metro, del “subte”, como dicen.
Se lee y mucho. Se habla de lo que se lee. Tuve una nostalgia del infinito, un dolor del regreso, para ser etimológicamente precisa, escuchando las conversaciones en los cafés. Gente que llega en parejas, en tríos o en solitario, con tres periódicos que se colocan sobre la mesa, se abren como abanicos, se convierten en pretexto para conversar. La prensa jugó un papel importantísimo en la caída de los Kirchner. El papel aún pesa allí donde termina el mundo.
De algún modo sentía lo mismo en La Habana, aunque había sólo un periódico. Me refiero a la lentitud, a la contemplación de los días, al ritmo humano que ya no tenemos y que sé, no soy la única que lo extraña, que lo requiere, que lo ansía; pero soy, por desgracia e inmerecidamente, de las pocas privilegiadas que pueden comprar un boleto, que las invitan a Brasil a leer su obra y que de ahí saltan adonde quieren. Y saltan sólo para comprobar que lo importante en su país se ha perdido, se ha pulverizado en nombre del dios eunuco de la tecnología.
Cinco y media. La madrugada en el centro de Buenos Aires, en el número 325 de la calle Maipu, es azulada y gélida. Ya viene el invierno. Junio no perdona, pero julio y agosto son un iglú. Qué bueno que es hora de irse. Sin embargo, un café se torna urgente aunque sea sábado, pero no es seguro que a esas horas, si salgo, encuentre alguna cafetería abierta. La prueba de que en Buenos Aires todo es posible es que luego de seis cuadras doy con una panadería donde venden, sí, venden café y me esperan las mejores medialunas del viaje. Mientras bebo, recuerdo a Piglia; maldita sea, no debí dormir, no debí apagar el televisor, de todas formas no descansé lo suficiente, me increpo, me regaño.
Primer avión de los tres. Primer saltito. Voy molida. En el aeropuerto Newbery, me obligan a rehacer las maletas. Muchos libros, muchos cuadernos, alfajores. Aerolíneas Argentinas reprueba todo el tiempo. Enojada, abordo una avioneta con sobrecargos que llegan tarde, cuya desorganización irrita. El despegue va dejando cada más lejos el azul neblinoso de esa ciudad. Algo me duele pero no sé qué es. Concluyo que Argentina es añil y que Brasil verde, que no se equivocan sus banderas.
Intento dormir de nuevo. Culpo al café decidido de la mañana. Nunca sigo los consejos de las bellas durmientes que conozco. Mi hermana, por ejemplo, sube a un avión, se acomoda y luego de diez minutos cae en un sueño que nada interrumpe, ni el olor de la comida ni el sonido de las pantallas o las turbulencias. Lo logra porque renuncia a todo tipo de cafeína. Yo no puedo.
Meditaciones sin sentido. La señora del asiento de junto saca una crema para las manos cuyo aroma me provoca náuseas. Por fortuna, la aeromoza impuntual ofrece otro café y una cajita también con un emparedado de pan negro y blanco totalmente artificial, como la novela de Piglia. La joya es un alfajor de chocolate que sí agradezco para animarme a encender la pequeña pantalla al frente de mi lugar. Le faltan tres horas a ese vuelo. Sorpresa: ahí están también las clases sobre Borges, que esta vez devoro con la misma actitud que el alfajor oscuro.
Influencias borgianas, temas borgianos, anécdotas borgianas, recursos borgianos; en suma, un punto de vista sobre el mundo que impone Jorge Luis Borges y que continúa presente en la literatura de nuestro siglo. Noto que Piglia se contradice, se equivoca un poco en las fechas y en uno que otro nombre. Pero estoy de acuerdo con él en eso de que Sarmiento es más grande, en que el Facundo supera cualquier libro. También en lo que se refiere a la repetición temática, a las obsesiones e incluso a cierta ingenuidad que encuentro en todo lo borgiano.
Eliana Albala sostiene que Borges repite a Poe pero con menos fortuna, que su estilo no es nada original, que se trata de un escritor sobrevalorado. Pienso en Cortázar entonces, quizás él sí es más atrevido, más auténtico, con menos bastón, con menos mitos alrededor de su estatura de gigante. Pienso en Bioy, que si hubiera sido menos “fresa”, menos golfista y menos mujeriego, pero sobre todo si se hubiera distanciado de Borges, habría brillado con más luz. Pienso en Silvina Ocampo y en Alejandra Pizarnik. Pienso en las nuevas, en Samanta Schweblin, cuyo libro premiado, Siete casas vacías, me gusta pero no me sorprende, no me arroba, no me permite entender qué es lo que se está reconociendo.
Lluvia en Curitiba. Ya casi termino otra clase sobre Borges. Me faltaron tres, lamento que el vuelo haya sido tan corto. Al bajar de esa aeronave comprendo que por fin he dejado Argentina y que debería volver algún día a terminar ese curso por televisión. Nunca he sido mala alumna. ❧
0