ESTE COLOQUIO DE LA UAEM que nos convoca, conjunta las ideas de legalidad, legitimidad y democracia. Nos parece muy importante la iniciativa de una parte central de lo que es la reserva moral de este país, como son las instituciones universitarias y de educación, para discutir y pensar en voz alta, con cierta profundidad, temas tan importantes que marcan la actualidad de nuestro país.
Tomando por separado estos conceptos, se nos presenta una vieja discusión de la política, ¿qué viene antes: ¿la legalidad o la legitimidad?
Para muchos sectores, lo legal es ya sinónimo de lo legítimo, pero conviene no olvidar que la ley es la victoria de unos sobre otros, que la ley es fruto de un proceso en el que se defienden y se imponen los intereses de un grupo social sobre otros. También, que la ley ha sido un proceso cambiante, dinámico: hace 120 años era legal la esclavitud, hace poco más de 50 era legal que las mujeres no votaran en México; todavía en muchos países es legal que la gente no tenga derecho a protestar y manifestarse.
Por lo tanto, la ley no tiene un carácter sagrado ni reificado en el tiempo, y muchas veces –con otro enfoque– es consecuencia de un proceso de legitimidad social. Para el propio Gandhi –y otros grandes pensadores del republicanismo, del socialismo, de la democracia–, la legitimidad, la conciencia y la objeción de conciencia vienen muchísimo antes que lo legal. A su vez, la democracia, sabemos bien, puede ser real, participativa, comunitaria, o simulada, muy asociada a lo que se llama el “gatopardismo”: cambiar para que todo siga igual.
Entonces, creo que no ayuda plantearse grandes conceptos absolutos y sin contenido, sino que tenemos que instalarlos en alguna forma de “principio de realidad” de nuestra propia situación mexicana para empezar a enfrentar estas preguntas que formula el coloquio, durante estos tres días, respecto a qué hacer y qué implica este proceso electoral que México desarrollará el 7 de junio. De allí que una primera pregunta sería: ¿las elecciones serán un instrumento, un arma de la democracia o de la impunidad y la simulación?
No olvidemos que la semana pasada acaba de ser publicado a nivel mundial, que México ocupa el segundo lugar mundial –detrás de Filipinas– en impunidad. Por lo tanto, una situación inicial a considerar es romper esa imagen del “pensamiento mágico”, del “infantilismo social”, que tanto abunda en la publicidad que nos está atosigando, especialmente del Instituto Nacional Electoral y de todas las otras instancias afines, así como de los partidos, promoviendo la participación electoral: “El 7 de junio será la gran acción de paz en México”, “el 7 de junio tendremos la oportunidad de cambiar nuestra historia”.
Ese tipo de frases “mágicas-voluntaristas”, con una fecha puntual-terminal en la que todo puede cambiar o en la que nuestra participación puede llegar incluso a traer la paz en un país en guerra como es México, son simplemente una “gran siembra de la ilusión” y nada tienen que ver con una esperanza real de cambio: es el ilusionismo de la simulación (después de dos fraudes electorales presidenciales, el IFE cambió a INE y la memoria social se borró).
El principio de realidad, en cambio, que podría ayudar a enfrentar este tema de la simulación y la impunidad tiene que ver con que las elecciones –en realidad– más que un acto dialéctico de la ciudadanía hacia el poder son ante todo un acto en el que la clase política, o sea el poder –los que están arriba–, necesita construir su legitimidad en estos momentos. Por todos los sucesos de alta violencia social de los últimos seis años, y en particular desde finales del año pasado, la legitimidad de la clase política, en conjunto, está en los niveles más bajos de las últimas décadas en el país; para algunos de nosotros incluso es prácticamente nulo. Por tanto, la clase política y sus instituciones ad hoc, con ese pensamiento mágico de un acto-fecha en el que “todo cambiará para bien” y con la sacralización de la ley (que ellos manipulan a su antojo), sobreponen la idea de legalidad a la de legitimidad y colocan en el imaginario popular la imagen de que si es legal, es legítimo.
Así, esta clase política podrá continuar su proceso de reproducción social e impunidad, gobernando sin tomar en cuenta a la gente, despojando de sus cuerpos, de los recursos naturales y materiales a la población, para lo cual necesita su “certificado-constancia de mayoría”, asociado con la idea de legitimidad. Entonces, las elecciones son un arma fundamental de la clase política para continuar con su despojo e impunidad en todo sentido, porque de otro modo pierden el carácter de legitimidad, y ya sólo les queda el aparato de la fuerza material represiva.
Por tanto, resulta relevante para escapar de esta “simulación mágica ilusionista”, la cual afirma que un día la paz, la legalidad y la democracia van a regresar a México, centrar la mirada no en ese día mágico, periférico, sino en el proceso social en que estamos instalados, haciendo “observable” lo “inobservado” de él.
Hace muy pocos días el gobierno dio una cifra de 25, 293 desaparecidos en el país al 31 de enero de 2015; también sabemos por estudios académicos recientes que hay al menos 281 mil personas en desplazamiento forzoso, y el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad habla de más de 160 mil muertos en el país en los últimos seis años. En medio de esta situación de guerra en todos los ámbitos sucede un hecho de tal inhumanidad que nos debería obligar, y en parte nos obligó, a hacer un “Alto”, un “¡Ya Basta!”, y desde ahí preguntarnos ahora: ¿cuál es la democracia real en nuestro país? Y: ¿qué significado tienen estas elecciones?
Quisiera detenerme un momento para caracterizar con mucho cuidado lo sucedido el 26 y 27 de septiembre del año pasado en Iguala: contra la identidad social de estudiantes campesinos-indígenas de la Normal Rural de Ayotzinapa, pertenecientes a los sectores más pauperizados del país y más comprometidos con la educación campesina en las comunidades, se cometió, en contubernio total y flagrante entre el Estado y el crimen organizado, un acto genocida en el que se desapareció a 43 y se asesinó a seis bajo “la orden” de que todos debían ser exterminados esa noche.
Cuando uno menciona “acción genocida”, habla del grado más inhumano de la especie, para que se entienda bien la gravedad de lo que estamos hablando, y hasta hoy no hay ni mínimamente verdad, justicia y reparación en cualquier sentido que se busque: no sólo de que aparezcan los 43, que es demasiado importante, sino también en la otra demanda igual de central: ¿cómo fue que desaparecieron?
Porque en ese “proceso de esclarecimiento” van a surgir un conjunto de complicidades al más alto rango en todo sentido, de responsabilidades, y de justicia que se tiene que aplicar; porque es evidente que nadie de una población reflexiva e informada –nacional e internacional– ha podido creer la versión que nos presentó la PGR con el título de “verdad histórica”. Resulta también muy indicativo de la inhumanidad y simulación de la clase política mexicana (y de este proceso que se quiere culminar con su legalidad-legitimidad electoral), que la propia PGR, a final de marzo, declarara que la acción genocida contra la población de Ayotzinapa “no es un crimen de lesa humanidad… porque es una excepción”. Así, desaparecer a 43 personas y asesinar a seis en Iguala, en un país con más de 26 mil desaparecidos, 150 mil muertos y cientos de miles de desplazados, en medio de las recientes y también masacres de Tlatlaya y Apatzingán, es una “acción aislada”.
Entonces, evidentemente, ante estas situaciones de tal inhumanidad e impunidad, en un contexto que se busca definir desde el poder como de aparente “proceso democrático”, decimos: “¡No! Hay que parar, hay que decir otra vez ¡ya basta!”, y no podemos prestarnos a construir una situación de simulación democrática para que la guerra en el país siga recrudeciéndose. La clase política de estos tiempos no ha cambiado nada en su interior ni en imagen exterior; reproduce los mismos discursos, hay atentados criminales de cualquier tipo contra toda clase de candidatos, se pide seguridad armada al Ejército para cuidar las urnas y asistimos a lemas patéticos sin ningún fondo ni propuestas concretas. Así se quiere, mágicamente, de golpe, construir una gran simulación de legitimidad y democracia, inexistentes en el país bajo ningún ángulo, sin haber cambiado nada en el proceso de fondo ni en la relaciones socioeconómico-políticas que desnudaron esta acción genocida y toda esta absurda y brutal guerra (que, en realidad, es un gran negocio con nuestros cuerpos y recursos) en que nos han instalado.
La acción genocida nos mostró el profundo contubernio entre la autoridad política en todos sus niveles, el delito organizado, los sectores empresariales y parte de la sociedad civil que directa o indirectamente los apoya. Nos desnudó la gran mentira de esa simulación que se llama “guerra contra el narco”, cuando en realidad es una gran guerra por el control monopólico de territorios corporales, de recursos naturales y de unos 22 o 23 tipos de diferentes delitos. En cada banda que se enfrenta por ese control territorial hay sectores empresariales, gubernamentales, delito organizado y porciones de la sociedad civil.
Al no haber ningún cambio sustantivo en este proceso mexicano de un Estado delictivo, lejos de ser “fallido”, que es parte de una nueva etapa del capitalismo transnacional, cabe preguntarse y pasar a otro tipo de reflexión: ¿qué quieren decir, en este contexto, las elecciones y su carácter de legitimidad que otorgan a la clase política? ¿Son en parte un enorme proceso de normalización de esta inhumanidad nacional?
Votar o adherirse a este proceso, ¿significa cooperar para normalizar la inhumanidad?
Surge, así, el tema de la no-cooperación, muy importante en la experiencia histórica universal en la lucha civil y noviolenta por la democracia, que ha tenido muchos rostros: frente a lo de Iguala, por ejemplo, a finales del año pasado, hubo grandes acciones de no-cooperación en todo el país. Los paros activos en más de 60 universidades tuvieron ese carácter; fueron acciones de “no normalización de la inhumanidad”, pues no era posible dar clases como si no pasara nada en el país. ¿Se puede votar como si no pasara nada en México?
Otras acciones de no-cooperación han sido la creación de los Consejos Populares en Guerrero, de las policías comunitarias por todos lados, en las que el pueblo decide romper la cooperación (obediencia) ciega con la autoridad y la simulación de una falsa legalidad sin legitimidad, contra identidades sociales que son despojadas y reprimidas. En ese sentido, se han ido construyendo en el país una serie de “armas morales”, o sea de cuerpos con reflexión, cada vez más masivas entre la población, que dice: “no podemos seguir este proceso de simulación, tenemos que cambiar de fondo –desde el pueblo– lo que está pasando en el país, revisar completamente los procesos que la clase política llama democracia, pero que en realidad la población en su mayoría llama exclusión, represión, simulación o despojo”. Están creciendo en el país, asumidas y no, una toma de conciencia, una organización y acciones hacia una “desobediencia debida a las órdenes de inhumanidad”1, en el plano de la no-cooperación y la desobediencia civil.
Regresando ahora más concretamente al tema de votar o no, creo que no votar o abstenerse es algo totalmente legítimo, es una acción valiosa de no-cooperación individual-simbólica, pero que no afecta directamente al ejercicio y a las relaciones de poder, porque quien ejerce el poder con un porcentaje mínimo de votos –cooptados alrededor suyo– lo va a seguir haciendo. Lo que los familiares de Ayotzinapa y muchos grupos están pregonando, relacionado con el hecho de que no haya elecciones, al menos en Guerrero, sí es una acción mucho más radical de no-cooperación, porque pone en tela de juicio toda la simulación democrática y niega la legitimidad y legalidad a esa porción de la clase política. No es un acto individual, pues también afecta a toda una colectividad y al orden social.
Permitiría acercarse a un planteamiento verdadero de fondo sobre la forma de gobierno en este orden social mexicano tan permeado por el delito organizado y la impunidad, hacia formas de “control ciudadano” sobre las autoridades, de poder horizontal y autonómico, del “mandar obedeciendo” zapatista e indígena, de lo que el Programa Constructivo gandhiano afirmaba en el sentido de que “la verdad radica en que el poder está en la gente” y es confiado, momentáneamente, o quitado si ella lo decide, a sus representantes.
Quisiera, para no extenderme más, plantear una pequeña ecuación entre la legitimidad, la legalidad y la democracia, a partir de una pregunta: ¿qué relación hay entre: 1) la palabra “supérenlo”, dicha por el presidente a los familiares de Ayotzinapa frente a la tragedia de la desaparición de sus hijos; 2) el proceso electoral del 7 de junio que, según afirma la autoridad, “es la gran acción por la paz y la democracia en el país”, y 3) una acción de no-cooperación masiva contra la normalización de lo inhumano de esta guerra y contra la gigantesca simulación de un sistema y clase política de impunidad y delito organizado?❧