La mayoría de los autores que convergen en este número de Voz de la tribu están de acuerdo en que la construcción de nuevas formas de organización para elegir a los representantes de la sociedad requiere, en primera instancia, un proyecto incluyente, que abarque todos los sectores sociales y tome en cuenta sus necesidades. En las siguientes páginas, Miguel Albarrán indaga cómo las élites políticas y económicas, así como ciertos medios informativos, han generado una democracia de los “poderosos” que coloca a la sociedad en un segundo plano, lejos del bien común.
EL CONTEXTO Y LA IDEA DE DEMOCRACIA
LA BARBARIE QUE DEJÓ su huella en el siglo XX amenaza nuevamente nuestro futuro.
Vivimos un parteaguas civilizatorio –escribe Javier Sicilia– en el que las construcciones históricas que señorearon al mundo desde la Revolución francesa: Estado liberal y sus variantes totalitarias –incluyo en ellas al mercado, tal y como hoy los Estados liberales lo conciben y lo protegen– entraron en crisis y se desmoronan como un día se desmoronaron el imperio romano, el mundo feudal, las monarquías absolutas y esas variantes terribles del Estado hobbesiano: el fascismo y el sovietismo. La crisis de esas instituciones es, con sus características particulares, global1.
En el marco de ese proceso de decadencia, el discurso sobre la democracia, postulado por una clase política hoy carente de toda credibilidad y legitimidad, ha cobrado una presencia y pertinencia cada vez mayor en el actual momento histórico. En efecto, de cara a la agudización de los distintos fenómenos destructivos asociados a la crisis global que señala Sicilia, se plantea la urgencia de construir alternativas a la exclusión económica, política y social, que tengan como principio fundante la convivencia democrática.
El concepto de democracia, definido como poder del pueblo en la antigua Grecia, ha tenido múltiples significados a lo largo de la historia. Pero, en esencia, la democracia se ha definido y practicado en función de los límites impuestos a los derechos ciudadanos desde el poder, sea éste religioso, político, militar, económico o de cualquier otra índole. La eliminación, reducción o ampliación de esos límites generalmente ha sido resultado de demandas y luchas populares, antes que de iniciativas o concesiones del poder.
Norberto Bobbio2, por ejemplo, se refiere a la democracia como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar decisiones colectivas y bajo qué procedimientos”. Para Alain Touraine3, “la democracia es el reconocimiento del derecho de los individuos y de las colectividades a ser los actores de su historia, no a verse liberados solamente de sus cadenas. El régimen democrático es la forma de vida política que da mayor libertad al mayor número, el que protege y reconoce la mayor diversidad posible”. Noam Chomsky4, afirma que la democracia tiene un significado real y otro que se utiliza con propósitos de control ideológico, según sea que ofrezca posibilidades reales de que la generalidad de la población juegue un papel significativo en las decisiones sobre los asuntos públicos, o que sean las “leyes del mercado” las que impongan tales decisiones sin interferencia alguna de la población.
Las recientes elecciones intermedias en nuestro país son un ejemplo fehaciente de la capacidad de los medios de comunicación de masas para lograr tales propósitos. Igual sucedió con las elecciones presidenciales de los últimos 30 años…
El significado real al que se refiere Chomsky es el que las élites en el poder consideran una amenaza y, por tanto, el que se empeñan en impedir. Con este propósito, utilizan como punto de partida el razonamiento excluyente predominante en las primeras revoluciones democráticas modernas de mediados del siglo XVII, el cual, aunque más refinado, persiste casi invariable hasta el presente: la población es ignorante por naturaleza; permitir que los ciudadanos tengan alguna influencia sobre los asuntos públicos sería un desastre para los que controlan el poder y el privilegio. Toda sociedad debe ser administrada por aquellos “hombres de virtud” que tienen el derecho natural a “mandar” y regir las instituciones de una democracia liberal.
Pablo González Casanova ha señalado que quienes construyen la democracia definen y delimitan el concepto y la realidad. Así, por ejemplo, la sociedad esclavista que construyó la democracia griega o romana, excluyó a los esclavos y a las mujeres. En este sentido, el vocablo democracia ha estado permanentemente ligado a un concepto oligárquico, elitista o de exclusión, de tal forma que “ni el nacionalismo revolucionario, el populismo o el clientelismo, construyeron conceptos y realidades de naciones, pueblos y democracias sin marginación o exclusión de las mayorías de los habitantes”5.
LA DEMOCRACIA REALMENTE EXISTENTE
Con el derrumbe del socialismo real, la democracia liberal se impuso como hegemónica en el mundo, de tal manera que cuando hoy se habla de “democracia”, se hace referencia, en general, a este tipo de organización política que, como democracia realmente existente, presenta una característica sustancial: su lejanía de los principios originales formulados por los padres fundadores.
El primero de ellos es que las leyes nacen de la lucha de opiniones y argumentos. Hoy, el lugar de esta lucha lo ha tomado el cálculo pragmático de intereses económicos y oportunidades de poder, mientras que en la relación del poder político con las masas domina la manipulación deliberada mediante el símbolo, aquello que Noam Chomsky6 llama propaganda orientada al “control del pensamiento”, esto es, a asegurar que la población respaldará las decisiones tomadas por sus clarividentes líderes políticos.
El primer señalamiento es más que evidente. En cuanto al segundo, es revelador, por ejemplo, el papel que juega la propaganda en las campañas políticas electorales: convencer a los ciudadanos del papel legitimador de la democracia representativa y de la bondad de los partidos políticos y sus candidatos e, incluso, revertir el voto en el sentido más conveniente para la clase gobernante y los poderes fácticos.
Se puede controlar a la masa por la fuerza o moldeando sus opiniones; en este sentido, los medios electrónicos tienen un papel central, puesto que en el mundo moderno son los encargados de presentar una imagen de la vida tal como habría que vivirla según el punto de vista de los que mandan. Impedir que la gente tome el control de sus vidas y que preste atención a los asuntos públicos distrayéndola banalmente con cualquier asunto, es el propósito central de la propaganda mediática.
Las recientes elecciones intermedias en nuestro país son un ejemplo fehaciente de la capacidad de los medios de comunicación de masas para lograr tales propósitos. Igual sucedió con las elecciones presidenciales de los últimos 30 años, en algunas de las cuales llegaron al extremo de legitimar descarados fraudes electorales. En uno y otro caso, todo fue simbólico, emocional. Se trataba, como siempre, de crear mitos –en el más puro sentido antropológico–, contando la misma historia, repitiendo hasta la saciedad quién es el bueno y quién es el malo, qué es lo que conviene o no al país según la visión de quienes se consideran sus dueños. Tal es el paradigma común de las campañas políticas en la cultura cibernética.
El hecho de que en la práctica los partidos representen intereses políticos y económicos particulares y no proyectos de nación a debatir, y la visión de que las mayorías son una clientela de mercado a la cual hay que manipular y controlar mediante la debida construcción del consenso, convierten al parlamento de la democracia liberal en un pedestre instrumento técnico de repartición del poder entre las diversas fracciones de la clase dominante y a la política en una vulgar técnica de mercado.
Si esto es cierto para el parlamento, institución por excelencia de la democracia formal, lo mismo puede observarse respecto del mecanismo de división de poderes –otro principio de la democracia liberal–, que constituye, a su vez, el eje del Estado de derecho burgués.
Si nos remitimos a la realidad del principio de la división de poderes en nuestro país, es obvio que poco tiene que ver con sus postulados originales. Bajo el control absoluto de la oligarquía, ese principio es sagrado en el discurso político: se acata pero no se cumple.
Hay, en términos reales, un tercer principio que nos remite a una característica de las democracias liberales del nuevo paradigma político mundial, que John Locke llamó el “poder prerrogativo” y que se puede considerar como un cuarto poder dentro del sistema de dominación de la burguesía; una cuarta facultad política que nace de la imposibilidad de prever “todas las incidencias y necesidades que pueden afectar al interés público, lo mismo que hacer las leyes de manera que no resulten dañinas cuando se aplican con rigor inflexible en todos los casos y con todas las personas que caen bajo su acción”7.
Este principio del poder político burgués –separado de la ley del bien común y de la ética pública– se ha convertido en elemento constitutivo de la democracia liberal, como lo demuestra la tendencia cada vez más marcada de las instituciones del Estado a actuar al margen de la ley con una violencia que ha borrado las fronteras de lo humano, en aras de la maximización del poder y del dinero8.
Este “cuarto poder”, junto con elecciones fraudulentas o ilegítimas para gobernar al margen de los intereses mayoritarios e imponer una única visión del mundo –los ejemplos en el caso de Latinoamérica y México son incontables–, son, de hecho, los mecanismos de dominación y control más utilizados por las élites en el poder.
Otro elemento de la política burguesa que debe ser tomado en cuenta es la eticidad de la sociedad política, tal como la concibió Hegel. Para Hegel, el Estado representaba el momento ético de la vida nacional. En palabras de Roberto Ochoa9, “…el Estado es, nada más y nada menos, la institución cumbre, la madre del resto de las instituciones en el punto final de este proceso civilizatorio”. Hegel entendía que la polarización de la sociedad burguesa en ricos y pobres era resultado de sus insuperables antagonismos de clase. De ahí su idea del Estado como garante del bien público frente a los intereses particulares, idea que dejaba ver que entonces, como ahora, la ley de la civilización capitalista es, en esencia, la ley de la selva.
A la luz de estos principios, los Estados-nación y sus democracias aparecen como encarnación caricaturesca del ideario original de los clásicos. Los Estados-nación, lejos de representar el bien común, se han convertido en botín de intereses oligárquicos que los usan como esclavos salvajes de sus políticas de exclusión y explotación.
Por ello, es evidente que la construcción de la democracia es, hoy más que nunca, un problema que tiene que ver con la crisis terminal del Estado y con el sometimiento de las mayorías a un poder omnímodo arbitrario. Por eso, las posibles soluciones de salvación no pueden ser exclusivamente nacionales. El cambio democrático tiene que abarcar el hábitat común del ser humano, es decir, el mundo.
La exigencia de una democracia universal incluyente se acentúa en la medida en que las sociedades industriales ricas de Occidente proclaman, insistentemente, que la historia está convergiendo hacia un ideal de democracia liberal y de libre mercado, que es la materialización definitiva de la libertad humana. Pero la realidad es muy diferente, pues dicho ideal se diluye de manera natural, a medida que el poder se concentra cada vez más en manos de pequeñas élites privilegiadas, internas y externas, sea cual fuere la sociedad capitalista de que se trate.
Necesitamos asomarnos a alternativas de democracia incluyente presentes en experiencias como la de los Caracoles zapatistas en Chiapas o en las comunidades purépechas de Cherán, pero también en movimientos sociales como la Primavera Árabe, los Indignados en España, los Ocuppy Wall Street en Estados Unidos, los campesinos sin tierra en Brasil, los mineros bolivianos, los estudiantes y profesores en Chile, Canadá, Estados Unidos o México, los pueblos originarios de Morelos y en tantas otras experiencias de naturaleza autonómica alrededor del mundo. Este tipo de experiencias son ejemplos concretos de la posibilidad real de construir un mundo en donde los valores de libertad y de justicia social, de tolerancia y de solidaridad, sean parte de un proyecto universal de democracia de todos, con mediaciones a formular y a crear desde la sociedad civil, en la que historia y proyecto vayan profundizando en las variantes humanistas, religiosas, laicas, idealistas y materialistas que se dan en las distintas regiones del mundo y en el interior de cada región10. Se trata de construir, desde abajo, alternativas de nuevas estructuras sociales y nuevas formas de ejercicio del poder; mostrar las contradicciones entre realidad formal y material y develar los órganos putrefactos de un sistema político decadente que se oculta bajo el disfraz de un discurso cínico y mentiroso y de un diagnóstico de apariencia saludable. Se trata, en suma, de comprender, interpretar y darle un nuevo rumbo a la historia. Contribuir a este cambio de rumbo es uno de los grandes desafíos de toda universidad pública que se asuma socialmente responsable.❧