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La paradoja del voto

Los antiguos atenienses dejaban a la suerte de los dados la tarea de designar a sus jueces y gobernantes. En este sentido, lo que llamamos azar –dice Jean Robert–, está incorporado a las instituciones de base de la sociedad. Hoy, elegirlos de esa manera tal vez sería aventurado, pero no parece serlo más que con las votaciones. En este artículo, el autor analiza cómo la democracia se ha convertido en un concepto vacío, igual que un holograma, que tiene una estructura con forma pero sin sustancia, lo cual convierte al voto en una estructura paradójica.


Entre 1975 y 1979 tuve la oportunidad de pasar varios meses en París colaborando sucesivamente en dos proyectos editoriales con Jean-Pierre Dupuy, el entonces economista matemático que se volvió filósofo bajo las influencias de Iván Illich y, luego, de René Girard. Sin realmente fusionarme con el medio parisino, conocí a varios pensadores políticos franceses, tanto en el Centro de Epistemología Aplicada (CREA), fundado por Dupuy en la École Polytechnique, como en la sala de reunión de la revista Esprit, en conferencias organizadas en Cerisy-la-Salle, y en debates sobre “la izquierda y el cambio social” en les Hauts de Belleville. En tanto a la mención de un autor parisino más joven, Olivier Rey, exterior al grupo de reflexión en el que gravita Dupuy, mis reflexiones se basan en un encuentro personal en Lausanne, en casa de Jean-Michel Corajoud, en abril de este año.

EL DIVORCIO ENTRE LA FORMA Y
LA SUSTANCIA DE LA DEMOCRACIA

El estilo de este artículo se desprende del estilo de la reseña, en este caso de una reseña sobre una conversación de varias voces, aunque domina en ella la de Jean-Pierre Dupuy, excelente sintetizador del pensamiento de sus colegas.

Quizá mi principal aportación sea la advertencia que sigue. En Francia, la reflexión sobre la política –o le politique, “lo político”, como les gusta decir a mis amigos franceses– y su íntima relación con la cuestión de la democracia, representa una tradición de siglos, muy anterior a la Revolución francesa. Por ejemplo, Montesquieu, en 1748, se preguntaba si en una democracia –una posibilidad aún fuera de la realidad política francesa– convenía más escoger a los gobernantes por elección o por sorteo. Su respuesta fue que la elección conviene a los regímenes aristocráticos, y el sorteo –la “elección por el azar”– a las democracias pasadas y por venir. Así pensaban también los fundadores de la isonomía ateniense, que no usaban el término de democracia.

En el proyecto de este número de Voz de la tribu, se menciona un artículo de José Woldenberg, titulado “Rutina con sentido democrático”. Creo que mi relativa familiaridad con filósofos políticos franceses me permite intuir a qué se refiere: en las grandes democracias modernas, la forma y el contenido no coinciden y la democracia se ha convertido en una rutina formal sin contenido o sustancia. Esto no quiere decir que, en las macrodemocracias realmente existentes, hubiera que esforzarse por volver a re-unir la forma y el contenido. No. Significa que la forma vuelta rutina del proceso democrático es lo que nos queda, porque toda la supuesta sustancia de la democracia, todos los supuestos contenidos han sido o serán desmitificados. ¡Seamos adultos! Dejemos de pedir que los mecanismos formales tan bien aceitados del aparato electoral tengan sustancia, parecen decir los partidarios de las democracias realmente existentes.

LA OPORTUNIDAD DE UN PAÍS
SIN SÓLIDA TRADICIÓN DEMOCRÁTICA

No creo que en México haya habido, anterior a la mitad del siglo XIX, una reflexión sobre la cuestión de la democracia y sus íntimas ligas con “lo político”. Esto quiere decir dos cosas. La primera es que la cuestión de la democracia –que en mi modesta opinión es inseparable de la cuestión de “lo político” desde Solón (650[?]-559 a. C.) y Clistenes (570- 508 a. C.)–, no ha empapado el pensamiento filosófico mexicano como impregnó el pensamiento francés. Por lo tanto, la idea de democracia en México a partir del siglo XIX era básicamente una idea importada. En otras palabras, en México, el formalismo democrático –que es todo lo que tenemos como democracia formal– no tiene las cartas de nobleza que tiene en Francia. Para decirlo en pocas palabras: no hay ni un Montesquieu, ni un Jean-Jacques Rousseau, ni un Benjamin Constant en la tradición filosófica mexicana anterior al siglo XIX.

Creo que hay una escala en la que la forma y la sustancia de la democracia pueden cohabitar, pero creo también que esta cohabitación o reconciliación es imposible en los macroproyectos políticos calificados democráticos.

La segunda es que esto es precisamente lo que torna cuestionable la aplicación literal de ideas francesas a la política mexicana, y con esto, mi propio artículo. Trataré de explicarlo con mis palabras. Creo que la parte de este artículo más cercana a una reseña establece claramente que hoy la política democrática es puramente formal, insisto: es pura forma. Con su concepto de voluntad general, Rousseau pensaba tocar el fondo o la sustancia de la democracia, pero este concepto ha sido “desmitologizado”. Pero precisamente el carácter tambaleante de la democracia formal en nuestro país nos permitió tener brotes locales de sustancia democrática en lo que llamamos el tejido social, las redes sociales, las relaciones informales de soporte mutuo y la Selva Lacandona. Para repetir mi argumento en un escorzado simplista: la debilidad y la falta de credibilidad de la forma democrática sin contenido tiene como contraparte la fuerza de brotes de contenido o de sustancia sin forma. Pero esto, que yo veo como una esperanza razonable, es a lo que parecen temer pensadores políticos como Enrique Krauze.

Otra aportación personal es haber entrelazado mis recuerdos de debates franceses con un tema casi por completo ausente en ellos –con excepción de Olivier Rey–: el tema de la escala adecuada, de la proporción justa, del tamaño de una democracia. Creo que hay una escala en la que la forma y la sustancia de la democracia pueden cohabitar, pero creo también que esta cohabitación o reconciliación es imposible en los macroproyectos políticos calificados como democráticos. Como los seres vivos, la democracia, cuando tiende a manifestarse como un hecho, lo que según mi opinión no ocurre en Francia ni en México y menos en Estados Unidos, es un fenómeno variable con su escala, o, mejor dicho, cuya naturaleza cambia cuando cambia su escala.

Pasemos a la parte “reseña” de este artículo.

EL EJERCICIO DE LA «VOLUNTAD POPULAR»
DEBILITA LAS REDES SOCIALES

La democracia realmente existente es, en esencia, un ritual cuya eficacia depende de la participación del gran número y del respeto de las formas, que tienen prioridad sobre el contenido, fondo o sustancia. Dupuy cita a Claude Lefort, quien en su texto “La cuestión de la democracia”, escribe:

Nada expresa mejor la paradoja de la democracia que la institución del sufragio universal. En el momento preciso cuando la voluntad popular pretende ejercerse y el pueblo actualizarse expresando su voluntad, se aflojan las solidaridades sociales. El ciudadano es separado de las redes sociales y convertido en unidad de la contabilidad electoral. El número sustituye a la sustancia1.

Dupuy apunta que:

[de] la misma manera que el mercado y el sistema de los precios reducen la vida colectiva a una contabilidad de valores (…), el acto político esencial de una democracia, la elección de los gobernantes, se reduce a un conteo de votos (…).

Para que esta reducción sea posible, las relaciones que mantienen la coherencia de los diversos componentes de la sociedad tienen que desaparecer temporalmente. Consecuencia: en el momento en que se expresa la voluntad popular se aflojan los tejidos sociales y amenazan con colapsar. Éste es el momento en que la democracia puede bascular en el totalitarismo. Si, finalmente, esta reseña de algunas tendencias de la filosofía política francesa no es totalmente inútil, entonces es una advertencia del peligro que correremos en 2018.

EL PROBLEMA TEOLÓGICO- POLÍTICO

Dupuy cita a otro pensador político francés, Marcel Gauchet, que analizó un dilema de la democracia ligado a la paradoja del voto: la inquietante proximidad entre el ideal democrático y sus derivas totalitarias y buscó las condiciones de un funcionamiento democrático viable2. Esto lo llevó a reformular lo que Dupuy llama “el problema teológico-político”. Cuando la religión determinaba abiertamente la sociedad, los individuos imaginaban que el orden social y su sentido se debían a una voluntad superior, exterior a la de ellos. En contraste, la modernidad considera que los seres humanos son los creadores de las leyes y de las formas sociales. La exterioridad del hecho social es “interiorizada” y, con ello, “la división de la sociedad de sí misma que caracteriza la lógica de lo sagrado es importada en el interior de la sociedad”3. Se pudo esperar que esta interiorización de la división entre el orden de lo sagrado y el orden social pudiera llevar a una reapropiación total del ser colectivo por sí mismo. Pero tal expectativa es precisamente el gran peligro de la democracia, inseparable de la amenaza de su caída en el totalitarismo. La razón más evidente es que en una macrodemocracia esta reapropiación del colectivo “por sí mismo” no se podría realizar sin aparatos destinados a ello. Pero la historia nos obliga a invertir los términos del debate: no faltan ejemplos de personajes (el Caudillo, el Duce, el Führer) que pretendieron ser instrumentos –en nombre del “pueblo”– de esta apropiación del colectivo por sí mismo.

La absoluta soberanía del pueblo sobre sí mismo tendría que generar su contrario: la enajenación más completa de esta soberanía por la concentración de un poder vuelto ilimitado y arbitrario en un lugar radicalmente extraído del resto de la sociedad4.

Mientras el soberano fue un príncipe, el poder tenía cuerpo y lugar. En la democracia, el lugar del poder se vuelve un lugar vacío. La democracia prohíbe a los gobernantes apropiarse del poder. Su ejercicio se debe poner en juego periódicamente. Ningún individuo o grupo puede ser consustancial con el poder, cuyo “lugar” ha de quedar vacío. “Sería un error pensar que, porque emana del sufragio universal, el poder reside dentro de la sociedad”5. Nadie, ni siquiera el “pueblo unánime”, puede representar la voluntad general. Durante un tiempo limitado, el jefe de Estado ocupará un lugar protegido por la “voluntad general” sin que pueda jamás identificarse con ella. El antropólogo y filósofo Lucien Scubla define así al jefe de Estado democrático: “Ni jefe supremo ni representante del Soberano, es el guardián de un lugar vacío en donde nadie puede hablar, porque nadie lo puede ocupar”6.

El lugar vacío de la democracia coincide con la ausencia de contenido, la “sustancia invisible” alrededor de la cual se estructura el orden social y político. Sin embargo, “[para]adquirir su eficacia, la forma pura del ritual necesita una sustancia (el interés común, la voluntad general, la justicia, etcétera), pero bajo la condición que nadie pueda hablar en su nombre ni decir lo que es”7.

REPLANTEAR LA CUESTIÓN DE LA SUSTANCIA O
DEL CONTENIDO DE LA DEMOCRACIA

La crítica ha desmitificado estos contenidos. Todos saben hoy que el interés común, la voluntad general y la justicia son mitos que disfrazan el hecho de que la voluntad de los gobernantes no es algo más que su voluntad particular. La mentira fundadora de las macrodemocracias modernas es que todos creen –o juegan a creer– que tienen sustancia. Como no es cierto, lo único que se puede y debe preservar es la forma. Entonces, si tal es la naturaleza paradójica de la democracia, las sociedades democráticas deben enfrentar una pregunta vertiginosa: “¿Cuáles instituciones o procedimientos se encargarán de la sustancia?”8. Ni las autoproclamaciones de espíritu democrático de los candidatos ni los intentos de nuevos “pactos democráticos” pueden devolver a la democracia formal su sustancia perdida. En temas de debate tan esenciales como los peligros de la tecnología, la disuasión del uso de armas de destrucción masiva o el deterioro ambiental, el llamado a la democracia sirve de coartada a la ausencia de reflexión.

RELACIÓN ENTRE EL PROCEDIMIENTO
DEMOCRÁTICO Y EL AZAR

El procedimiento del voto, tan banal en apariencia, mantiene con el azar relaciones muy extrañas “que recuerdan [invirtiendo su sentido] este otro hecho sorprendente: el papel de [lo que llamamos] el azar en las prácticas y creencias religiosas”, pero que los no modernos llaman poder divino, Providencia o armonía cósmica. En las sociedades no modernas, lo que llamamos azar está incorporado a las instituciones de base de la sociedad. Fieles al principio de isonomía (misma regla para todos), los antiguos atenienses dejaban a la suerte de los dados la tarea de designar a sus jueces y gobernantes. En ocasiones, usaban para ello una “máquina de lotería” llamada klèrotèrion. En el siglo XVIII, Montesquieu aun escribió que “la suerte es una manera de elegir que no aflige a nadie: deja a cada ciudadano una esperanza razonable de servir a la patria”.

Si el problema político fundamental es “¿cómo hacer para que una diversidad de opiniones y de intereses siempre potencialmente en conflicto tome la forma de algo que se parezca a una unidad pacificada?”9, la religión aportaba una solución que apelaba a una exterioridad fundadora. La modernidad puso fin a esta lógica religiosa y quiso descansar los principios, las leyes y normas de la ciudad sobre los recursos internos del mundo humano.

LA ENSEÑANZA DE LA ELECCIÓN AMERICANA
DE NOVIEMBRE-DICIEMBRE DE 2000

Lo que volvió tan particular la situación que resultó de esta elección es que el margen de error incompresible fue superior al umbral crítico que da la victoria a un campo o al otro. “Todo ocurrió como si la decisión dependiera de aquello que escapa a la observación”. La situación estaba realmente más allá de todo poder de decisión humano. “Una causa tan pequeña que es imposible de conocer y que determina un resultado tan considerable que la selección del soberano más poderoso del mundo es la caracterización misma del azar”10. Abunda Dupuy: “La democracia moderna nunca se parece más a lo que ambiciona ser que cuando se parece a una gigantesca lotería”11.

Ese año (2000), ciudadanos del estado de Nuevo México propusieron introducir abiertamente la “elección” por sorteo en las elecciones estadounidenses, usando modernas máquinas de azar, semejantes a las de Las Vegas, como klèrotèria12. Esta propuesta, que vuelve a los fundamentos de las prácticas democráticas, provocó la hilaridad de comentaristas sin cultura política. Tengo la tentación de hacer esta propuesta en el contexto mexicano. No creo que sea tomada en serio, pero la mantengo para poner en evidencia, en contraste, lo aleatorio y la poca seriedad de los procedimientos electorales actuales, y el costo ridículamente alto de las campañas electorales y del voto.

LA ESCALA DE LAS ASAMBLEAS POLÍTICAS

Se ha dicho que la democracia de los atenienses –o la isonomía, como decían ellos– era una república de machos. Sólo eran ciudadanos los varones libres nacidos de padres atenienses. Cuando celebraban sus asambleas en el Pnyx, la extensión de éstas no superaba el alcance de la voz humana. La relación ciudadana era una relación de proximidad física en la que podía nacer la acción, considerada superior a todas las otras actividades, empezando por la banausia, actividad de mantenimiento generalmente servil, pero también a la obra, la actividad dotada de un fin (telos) del artesano, del artista y del poeta13. La asamblea cívica era el lugar del “entusiasmo”, el momento de posible inspiración del que hacía uso de la palabra. Este momento se calificaba también como de energeia, la actualización en un ciudadano de algo que sólo había sido potencial en él. Esta energeia –que evito llamar energía porque no tenía nada que ver con el concepto físico del mismo nombre–, era la sustancia de las asambleas en las que se tomaban la decisiones que orientaban el destino de la ciudad.

Existe cierta escala en la que la forma y la sustancia de la democracia pueden coincidir. Rebasada esta escala, lo que manifiestan las asambleas políticas ya no es la potencia de los ciudadanos, sino el poder de los políticos, su potestas, es decir su capacidad de manipular a los otros para transformarlos en instrumentos de sus obras14. La política democrática, a partir de cierto umbral crítico, sólo puede ser un muro de contención que mantenga vacío el lugar del poder para que nadie se apropie de él. Esta contención se vuelve particularmente difícil cuando lo que quiere ocupar el lugar que tiene que permanecer vacío no es un tirano de carne y hueso, sino un pensamiento hegemónico, como lo es la economía, por ejemplo.

Discurso fúnebre de Pericles, Philipp von Foltz, 1877

El pensador que entendió más claramente la morfología de la política y propuso un análisis dimensional del umbral a partir del cual la democracia pierde su sentido y su contenido, fue Leopold Kohr15. Uno de los mejores comentaristas de Kohr es el mexicano Roberto Ochoa16. Como también es autor de un texto en este número de Voz de la tribu, debo abstenerme de citarlo demasiado. Sólo diré que admiro su libro. En 2014, Olivier Rey intentó introducir el argumento de la escala adecuada y de la medida justa en la tradición filosófico-política francesa, y creo que su ensayo fue bien recibido. Lo encontré en Lausanne, el 12 de abril de 2014. Cito una frase característica de su libro:

Para hablar de la medida justa, los griegos disponían de muchas palabras: logos, metron, harmonia, summetria, emmelía, que definen respectivamente el tono justo en el canto, la modulación armoniosa de la voz en un discurso, la justa proporción, la armonía, la gracia17.

La tradición filosófica francesa, tan aficionada a los helenismos, hasta la fecha, ha dejado la cuestión del tamaño de la democracia, de su justa medida y de la proporcionalidad en la mancha ciega de su visión. Ha ratificado la esencia puramente formal del proceso democrático, excluyendo la posibilidad de su re-unión con su sustancia en una democracia de tamaño justo. En otras palabras, no ha visto que el divorcio de la forma y de la sustancia de la democracia es un fenómeno a escala. Y es precisamente en México, país alejado de la tradición francesa, que la sustancia de la democracia volvió a encontrar su forma en comunidades de tamaño justo. Hablo de los zapatistas y de la exigencia ética de reconocer su aportación. En agosto de 2013 me invitaron a su escuelita. Los campesinos maestros nos hablaron de una práctica para la que no existen manuales ni recetas. Su ejemplo me entusiasmó.❧

 


1.  Lefort, Claude, “La question de la démocratie”, Essais sur le politique, Seuil, París, 1986. Subrayado por Dupuy.
2. Gauchet, Marcel, Le Désenchantement du monde, Gallimard, París, 1985.
3. Dupuy, Jean-Pierre, p. 190.
4. Op. cit., p. 191, énfasis mío para aludir al peligro que corre actualmente la forma de la democracia en México.
5. Lefort, Claude, op. cit.
6. Scubla, Lucien, “Est-il possible de mettre la loi au-dessus de l’homme? Sur la philosophie politique de Jean-Jacques Rousseau”, Dupuy, Jean-Pierre, Introduction aux sciences sociales: logique des phénomènes collectifs, Ellipses, París,1992, pp. 105-143.
7. Dupuy, Jean-Pierre, op. cit., p. 193. Por una especie de horror vacui, el vacío interno de la forma democrática puede atraer un contenido ajeno a la democracia: el totalitarismo político y, hasta hace poco, algo posiblemente más radical y antidemocrático: la dictadura del pensamiento único, llamado “economía”, como lo demuestra el drama griego contemporáneo.
8. Ibid.
9. Dupuy, Jean-Pierre, op. cit., p. 164.
10. Op. cit., pp. 181, 182.
11. Op. cit., p. 183.
12. Op. cit., p. 182.
13. Ver Dupuy, Jean-Pierre; Robert, Jean, La trahison de l’opulence, París: PUF, 1975, pp.87-89.
14. Ver Rahnema, Majid; Robert, Jean, La potencia de los pobres, Actes Sud, Arles, 2008, traducción al español disponible en la Universidad de la Tierra de San Cristóbal.
15. Kohr, Leopold, The Breakdown of Nations, Routledge and Kegan Paul, Londres, Nueva York,1957
16. Ochoa, Roberto, Muerte al Leviatán. Principios para una política desde la gente, Jus-Conspiratio, México, 2009.
17. Rey, Olivier, Une question de taille, Stock, París, 2014, p. 195.
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