FUE LA PRIMERA PREGUNTA que surgió cuando una de mis talleristas, Sandra Rojas, mencionó su nombre, y a ella le agradezco no sólo que me haya hablado de esta poeta, su compatriota, sino también el invaluable regalo de sus letras, las obras reunidas de Julia.
Después de haber entrado en la vibración acuática de su poesía, me he vuelto a preguntar una y otra vez: ¿quién es Julia de Burgos?, ¿de qué estaba hecho su temperamento, con qué se templó su deseo, cuál fue el puntal que la lanzó al impensado y, al mismo tiempo, tan consciente azul de sus versos?
Como Marguerite Duras, como Octavio Paz, como Revueltas, Julia Constancia Burgos García nació en el año de 1914, en su caso, un 17 de febrero, en Puerto Rico. La primera de trece hijos, Julia de Burgos tuvo la fortuna de haber sido elegida entre la prole, la única para continuar con los estudios secundarios, no por otra cosa, sino porque, como fue el caso de la familia de Walt Whitman, era de tal modo humilde la situación económica de sus padres que sólo tenían la posibilidad de enviar a uno de sus vástagos a la escuela. Una se pregunta por lo extraño del caso, pues la época victoriana todavía tiraba con sus dogales limitando el quehacer de las mujeres al “ángel de la casa”, en los albores del siglo xx.
Pero no sólo, cuando Julia tenía 19 años egresó de la Universidad de Puerto Rico con el título magisterial, y ya entonces y desde antes iba escribiendo su poesía, mano a mano, caricia a caricia envolvente, guiño solariego y reverberante, con su alter ego de infancia, de adolescencia y de vida esa presencia serpeante y caudalosa, plácida y cristalina, que hace que la angustia del pasar, como dice María Zambrano, se transforme en gozo de caminante:
¡Río Grande de Loíza!… Alárgate en mi espíritu
y deja que mi alma se pierda en tus riachuelos
para buscar la fuente que te robó de niño
y en un ímpetu loco te devolvió al sendero1.
La infancia de Julia transcurrió en Carolina, un pequeño poblado por el que cruzaba el gran río Loíza, leal amigo, compañero, confidente y amante que fue haciendo en sus cauces las causas de Burgos, que fue haciendo de sus sonidos caudales la voz lírica que la niña escuchaba sobrecogida y en gratitud cada día; esa niña tan arraigada a su tierra como el río a su lecho floreciendo en versos patrios de poderosa profundidad y compromiso con su tierra, con ella misma, con la existencia… con el río:
Enróscate en mis labios y deja que te beba,
para sentirte mío por un breve momento,
y esconderte del mundo y en ti mismo esconderte,
y oír voces de asombro en la boca del viento2.
Envueltos los labios de la poeta de marras, bebido el cáliz de su frescura inocente, fue suyo y sólo de ella en más de un breve momento, amantes implacables que buscan el escondite en el seno de la tierra, vate que es encontrada por la soledad como la Castellanos sentencia, único reducto para el acrisolado nacimiento de las letras que llevan fuerza y sentido:
Apéate un instante del lomo de la tierra,
y busca de mis ansias el íntimo secreto;
confúndete en el vuelo de mi ave fantasía,
y déjame una rosa de agua en mis ensueños3.
Julia de Burgos, autora de ocho poemarios en primera persona (Poema en veinte surcos, Canción de la verdad sencilla, Los poemas del río, Confesión del sí y del no, El mar y tú, Criatura del agua…), musicalizados algunos por grandes compositores, como Leonard Bernstein, fue mujer y cónyuge de ésas que en amado se transforman; tres veces casada, tres veces amada y tres veces desconocida por tres hombres lumbreras que abundaron en los “noes” de su vida ya abrasada por las estancias vacías. Mujer que fue perdiendo su nombre y su persona para dar vida a su poesía, como aquel ruiseñor de Wilde incrustado el pecho en la punta de la espina para dar su sangre a la blanca rosa desdeñada y escupida por la infamia del mundo con mirada de gemas y aliento cortante de joyería fina.
Río hombre, pero hombre con pureza de río,
porque das tu azul alma cuando das tu azul beso.
Muy señor río mío. Río hombre. Único hombre
que ha besado mi alma al besar en mi cuerpo4.
Julia de Burgos en el final de sus días perdió el trazo luminoso de su amado, el signo de la luz y confundió el agua con el etanol, yació tirada en el helor de una calle en el barrio de Harlem, en Nueva York, un 6 de julio de 1953, a los 39 años de edad y con la vida perdió su nombre, también, al no llevar consigo alguna cartilla o identificación; así fue llevada a la fosa común con el nombre de “Jane Doe”.
Tiempo después algunos amigos de ella se dieron a la búsqueda de su extraviada persona, exhumaron su cuerpo yerto para llevarlo a Puerto Rico, donde su amante la esperaba tanto como los homenajes a los que en vida no esperó.
Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:
un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes;
cuando ya los heraldos me anunciaban
en el regio desfile de los troncos viejos,
se me torció el deseo de seguir a los hombres,
y el homenaje se quedó esperándome5.❧