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G._Conti_La_parabola_del_Buon_Samaritano_Messina_Chiesa_della_Medaglia_Miracolosa_Casa_di_Ospitalità_CollerealeLa parábola del buen samaritano, obra del artista Giacomo Conti.

Ayudar al otro es un acto de amor, nos dice la parábola del buen samaritano narrada en el Nuevo Testamento. Iván Illich puso sobre la mesa una cuestión ética, central en ese relato bíblico: Jesús habla del amor por el prójimo, sin embargo, ¿quién es ése al que se debe ayudar? Este texto es el primer capítulo del libro En los ríos al norte del futuro, que publicará Aliosventos Ediciones próximamente; agradecemos las facilidades para reproducirlo.


Traducción de Ana Gabriela Blanco y Juan Manuel Escamilla

 

Pienso que la Encarnación hace posible un florecimiento inédito y sorprendente del amor y del conocimiento. Para los cristianos, el Dios bíblico puede ahora ser amado en la carne. San Juan dice que se ha sentado a la mesa con Él, que ha reclinado la cabeza en su hombro, que lo ha escuchado, lo ha tocado…, olido. Y ha dicho que quien lo mira a él mira al Padre y que quien ama al otro lo ama a Él en la persona de ese otro. Una nueva dimensión del amor se abre ante nosotros. Pero tal apertura es, también, extremadamente ambigua por la forma en que potencialmente hace estallar ciertos supuestos universales sobre las condiciones bajo las cuales el amor es posible. Antes de ese momento mis límites quedaban marcados, definidos, por el pueblo en cuyo seno había nacido y por la familia que me había criado. Ahora puedo elegir a quién amaré y dónde amaré. Esto es una amenaza porque atenta contra las bases tradicionales de la ética, que ha sido siempre un ethnos, un “nosotros” históricamente asignado, precediendo cualquier pronunciación de la palabra “yo”.

La apertura de este nuevo horizonte viene acompañada de otro peligro: la institucionalización. La tentación de administrar y eventualmente legislar este nuevo amor, creando una institución que lo garantice, lo asegure y lo proteja, criminalizando su opuesto.

De manera que, junto con esta inédita posibilidad de darse a sí mismo libremente, aparece la capacidad de ejercer un poder igualmente inédito: el poder de aquellos que organizan el cristianismo y hacen uso de tal vocación, de tal llamado, para reclamar una superioridad emanada de la institución social. Este poder lo reivindica, en primera instancia, la Iglesia, y después las variadas instituciones seculares copiadas del molde de ésta. Ahí donde busco las raíces de la modernidad, invariablemente me encuentro con la pretensión de la Iglesias de institucionalizar, legitimar y administrar la vocación cristiana.

Quiero aclarar que no hablo aquí como teólogo, sino como creyente y como historiador. Durante treinta años he declinado hablar como teólogo porque, en la tradición más reciente de la iglesia católica romana, quien lo hace reclama estar revestido de autoridad institucional. En cambio, mi decisión es escribir y pensar como un historiador interesado en las innegables consecuencias históricas de la fe cristiana. Y me creo capaz de aportar evidencias de que, cuando el ángel Gabriel apareció frente a esa joven judía en Nazaret y le dijo “Ave” ocurrió algo que no puede ser desestimado por el historiador, aun cuando este suceso no parezca guardar relación con las categorías ordinarias del estudio de la historia. Creo que ese ángel anunció a esa mujer que, a partir de ese momento y en adelante, ella sería la Madre de Dios y que (asumiendo de antemano su aceptación doncellezca), Él, cuyo nombre los judíos nunca antes habían querido pronunciar, estaba por convertirse en una persona viva, tan humana como tú o como yo. Por ello yo lo escucho y lo miro como nunca antes nadie había podido escuchar o mirar a otro. Esto ha sido una sorpresa, continúa siendo una sorpresa y no podría ser de otra manera. Constituye una forma extraordinaria y radical de conocimiento que en mi tradición uno llama fe. No pretendo que todo mundo comparta el sentido de lo que, hasta ahora, para mí es obvio. Pero creo, sin embargo, que puedo demostrar que la encarnación del Allah bíblico, coránico y cristiano representa un punto de quiebre en la historia del mundo, tanto para creyentes como para no-creyentes. La creencia sobrepasa a la Historia, la excede; pero también la penetra y, atravesándola, la transforma irremediablemente.

El movimiento general del Antiguo Testamento de la Biblia cristiana es profético. En su núcleo habitan quienes hablan de hechos aún por venir. Los primeros estudios bíblicos tendían a plantear la pregunta de cómo fue que tales personas surgieron únicamente de entre esa tribu particular a la que hoy llamamos los judíos. Sin embargo, los estudios bíblicos de los últimos cuarenta años han modificado esta cuestión. Los autores que más hondo han calado en mí se preguntan: ¿cómo es que el pueblo judío llegó a existir alrededor de sus profetas? Aquello que le da especificidad a los judíos ancestrales es el hecho de que se convirtieron en un “nosotros” social, un nítido “yo” plural, alrededor del mensaje de que todo lo que sucede en la historia, o todo aquello que puede ser observado en la naturaleza, es un presagio, una anunciación, en el sentido en que la preñez anuncia el nacimiento (aquí me refiero a la preñez en el viejo sentido, el cual dice que una mujer está en estado de “buena esperanza” y no en la acepción corriente que ha convertido al vientre en un lugar público, monitoreado, dentro del que reside un ciudadano embriónico).

Los profetas de Israel lanzaron la asombrosa afirmación de que era posible para ellos trascender el contexto familiar y tribal dentro del cual el mañana cierra un círculo con el ayer y, en su lugar, hablar acerca de un mañana totalmente sorprendente, mesiánico. Es únicamente alrededor del anunciado Mesías que el Pueblo de Dios, como fenómeno histórico inédito, deviene existente; en tal sentido el Antiguo Testamento está preñado del Mesías. “La Creación entera –dice Pablo, el Apóstol–, ha estado, hasta ahora, gimiendo en dolores de parto”.

Esta imagen no debe ser en modo alguno interpretada como que la Encarnación era inevitable, o predeterminada. Fue, y es, el efecto de una libertad pura y no constreñida, y esto es algo que la mente moderna difícilmente puede asimilar.

Según ésta, todo lo que ocurre es resultado o del azar o de una cadena de necesidades causales. Pareciera que hemos olvidado que entre estos extremos existe un ámbito de gratuidad, de don; un ámbito que se realiza como respuesta a un llamado y no tanto a una causa determinativa. La palabra gratuidad revela en sí misma la pérdida de su sentido: hoy día se interpreta como algo trivial, una especie de propina; y lo gratuito se entiende primariamente como lo que no es esencial, lo innecesario, lo no-pedido y, por tanto, resulta una especie de evento fortuito. Sin embargo, en la Biblia, lo gratuito representa la forma primera de causalidad (desde el llamado de Dios a Abraham hasta Jesús diciendo a Felipe sígueme). El Evangelio demanda a sus lectores reconocer que lo que ahí se presenta no es ni necesidad ni es azar, sino un don, un regalo superabundante dado libremente a todo aquél que quiera, libremente, recibirlo.

Este don se revela entero sólo en el momento de su rechazo, momento que, a mi entender, es el que da sentido al Evangelio, su núcleo: la Crucifixión. Jesús, como nuestro salvador, pero también como nuestro modelo, es condenado por su propio pueblo, expulsado de la ciudad y ejecutado como quien ha blasfemado contra el Dios de todos. No es simplemente ejecutado. Es colgado de una cruz: una forma de muerte que posee un poderoso significado en la tradición mediterránea. Esto se va aclarando mientras examinamos descripciones del suicidio por colgamiento en la literatura clásica de la tradición greco-romana. Uno de los primeros relatos sobre el tema tiene que ver con una reina italiana que, enfurecida con su pueblo, sólo desea abandonarlo, así que se cuelga en el bosque para morir sin tocar el suelo. De esta manera espera que su espíritu permanezca en los alrededores como un sobrecogedor fantasma, en lugar de ser absorbido por el reino de los ancestros. En la tradición grecolatina, ejecutar a una persona colgándola para que muera sin tocar la tierra es una forma de excluirla no sólo de su pertenencia a un pueblo, a un “nosotros”, sino también de “nuestros muertos” en el otro mundo.

De manera que si tomamos como nuestro ejemplo a este hombre que dice, temeroso: “Aparta de mí este cáliz”, el que elegimos es un ejemplo simultáneo de lealtad a su pueblo y de voluntad de aceptar ser excluido de este por la causa que defiende. Ésta es, en su forma suprema, la actitud cristiana hacia esta comunidad en el mundo, una actitud que los cristianos intentaron encarnar en la vida cotidiana. Esta misma voluntad de aceptar sustraerse al abrazo de la comunidad es evidente en la Parábola del Samaritano. Jesús narra esta historia como respuesta a “un cierto legista”, es decir, un hombre versado en la Ley de Moisés, que interroga: “¿Quién es mi prójimo?”.

Dice Jesús que un hombre viajaba desde Jerusalén hasta Jericó cuando fue asaltado por ladrones, despojado y golpeado hasta dejarlo medio muerto en una zanja a un lado del camino. Un sacerdote pasa por ahí y después un Levita, ambos hombres asociados al Templo y a los ritos sacrificiales aprobados por la comunidad. Los dos pasan junto a él “desde el otro lado”. Entonces aparece un samaritano, una persona a quien los oyentes de Jesús identificarían como enemiga; un fuereño despreciado que no ora en el templo y que proviene del reino norte de Israel. Y resulta que este samaritano se inclina hacia el herido, lo recoge, lo lleva en brazos, arropa sus heridas y lo aloja en un hostal donde paga para que sea atendido hasta su convalecencia.

Representación de la parábola El buen Samaritano

Esta parábola es una historia muy conocida. Los diccionarios reconocen al buen samaritano como un amigo en la necesidad. Los Estados Unidos tienen sus así llamadas “samaritan laws”, que te eximen de demandas civiles en caso de que, inadvertidamente, hicieras daño mientras ofrecías auxilio. Esta familiaridad esconde el carácter chocante de la historia que narra el Señor. Quizá la única forma de recapturar su esencia en el contexto actual sería imaginar al samaritano como un palestino asistiendo a un judío herido. Aquel es alguien que no sólo excede la frontera de su preferencia étnica, que es cuidar exclusivamente a los suyos, sino que, además, comete una especie de traición al brindarse a su enemigo. Su acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido, muy frecuentemente, pasada por alto.

Hace como treinta años, realicé una minuciosa investigación en busca de sermones que trataran de esta historia del Samaritano, desde inicios del siglo III y hasta el siglo XIX, y lo que hallé fue que la mayoría de los predicadores que habían comentado este pasaje sintieron que trataba acerca del comportamiento que uno debe tener hacia su prójimo; que la parábola proponía una regla de conducta o una ejemplificación de un deber ético. Creo que, de hecho, se interpreta en un sentido exactamente opuesto al que Jesús quería señalar. No se le había preguntado cómo se debe uno comportar con el prójimo, sino “¿quién es mi prójimo?”. Y lo que él dijo, según lo entiendo, fue: “Mi prójimo es quien yo elijo, y no quien debo elegir”. Y es que no hay forma de categorizar quién debería ser mi prójimo.

Esta doctrina que Jesús propone es rematadamente destructiva frente a la decencia ordinaria, frente a lo que había sido hasta ese momento entendido como un comportamiento ético. Esto es algo sobre lo que los modernos predicadores no desean insistir y es la razón por la que esta enseñanza sorprende tanto el día de hoy como lo hiciera al principio. Antiguamente, el comportamiento hospitalario o el compromiso pleno de mis acciones hacia los demás implicaba la existencia de fronteras trazadas alrededor de aquéllos con quienes podía comportarme de ese modo. Los antiguos griegos reconocieron el deber de la hospitalidad hacia los xenoi, extranjeros hablantes de lenguas helénicas, pero no así hacia aquellos que balbucían lenguas extrañas, a quienes llamaron barbaroi.

Jesús enseñó a los fariseos que la relación, tan enteramente humana, que él había venido a anunciar no era la esperada, la requerida o la debida. Era una posible sólo como libre creación entre dos personas y una que no podía ocurrir a menos que algo llegara a mí a través del Otro, por el Otro, en su presencia corpórea. No se trata de una relación que exista porque resulta que somos ciudadanos de la misma Atenas y por ello sentimos un deber mutuo, ni tampoco porque Zeus tienda su manto protector sobre corintios y otros helenos. Existe porque lo hemos decidido. Esto es lo que el Maestro llama comportarse como un prójimo.

 Hace muchos años, durante la sesión anual de mi ciclo de conferencias en la Universidad de Bremen, llevé al Samaritano como mi tema central pues los estudiantes me habían pedido que se discutiera sobre ética. Lo que yo pretendía señalarles era que esta historia sugiere que somos criaturas que hallamos nuestra perfección sólo cuando establecemos una relación y que esta relación puede llegar a parecer arbitraria desde el punto de vista de todos los demás, porque la establezco como respuesta a un llamado y no a una categoría (en este caso, el llamado del judío apaleado en la zanja). La cuestión tiene dos implicaciones. La primera es que este “deber” no es, y no podría ser, reducido a una norma. Posee un telos. Va dirigido a un alguien,1“Somebody, Some-body”, en el original. Illich enfatiza que alude a un cuerpo concreto, tangible. a una presencia inequívocamente corpórea, pero no por obediencia a una regla. Hoy, cuando se trata de cuestiones éticas o morales, se ha vuelto casi imposible pensar en términos de relaciones y no de reglas. La segunda implicación (y éste es un punto que desarrollaré más adelante) es que, con la creación de este nuevo modo de existir, aparece también la posibilidad de su rompimiento. Esta negación, infidelidad, rechazo, frialdad, es lo que el Nuevo Testamento llama pecado, algo que sólo puede ser reconocido a la luz de este nuevo y tenue brillo de mutualidad.

El acento que el Nuevo Testamento pone en la relación también es visible en la nueva consideración de la virtud que aparece entre los cristianos. En las enseñanzas platónicas y aristotélicas, la virtud es algo que puedo cultivar en mí mediante la repetición disciplinada de buenas acciones hasta que éstas se convierten en una segunda naturaleza. Hugo de San Víctor, abad del siglo XII y uno de mis grandes maestros, toma esta consideración tradicional de las virtudes como punto de partida, pero agrega que, como hombre de fe, cada una de ellas puede florecer únicamente como regalo inesperado de parte de Dios, usualmente a través de la intermediación de su interlocutor, de la persona, las personas o la comunidad en la que habita. El florecimiento de las virtudes, evidenciado por lo que Hugo llama “su delicado perfume”, sólo puede venir como un regalo, un don, y no como algo que pueda hacer por mí mismo, como en la tradición clásica. En ésta, la virtud está centrada en mí mismo, construida sobre mis propios poderes. Hugo presenta los dones del Espíritu Santo como regalos que me son concedidos a través de mis semejantes.

Otro de mis grandes maestros, Gerhart Ladner, intentó definir esta nueva cosa que vino al mundo junto con el cristianismo en un libro titulado The Idea of Reform. Siento una especial gratitud hacia Ladner porque, hasta donde sé, él fue uno de los primeros en confrontar la pregunta sobre cómo es que un historiador debería tratar el tema de la aparición en la historia de algo nuevo y sin precedentes. Hace treinta años, cuando la palabra “revolución” flotaba en el aire y era inevitable que mis seminarios de verano en el CIDOC trataran temas relacionados con este concepto, yo pedía que cada uno de los estudiantes leyera al menos ciertos pasajes del libro de Ladner antes de presentarse a las sesiones.

 Como Ladner expone, la palabra reformatio vino a designar en los primeros siglos cristianos una forma de comportarse y sentir, desconocida hasta entonces. El mundo clásico había conocido la renovación y el renacimiento como una fase del eterno ciclo de los astros y las estaciones, pero esto no era nada frente a la idea, diseminada por toda la cristiandad hacia el siglo IV, de una conversión que barrería con la cultura que me había visto nacer y me dejaría en un estado enteramente nuevo. Como ejemplo, conozco una fuente de ese período que relata la historia de una familia de hermanos irlandeses, cuyo padre había sido asesinado. En la sociedad de la que formaban parte era deber absoluto vengar la muerte del padre; sin embargo, estos jóvenes decidieron olvidar la venganza para irse a vivir como monjes a una isla yerma, donde hicieron penitencia por sus pecados.

De pronto, fueron capaces de trascender la cultura que los había formado y de comenzar a vivir en oposición pacífica a ésta. La tesitura, o la nota fundamental, de este nuevo estado fue la contrición, la penitencia. Pero no motivada por un sentimiento de culpabilidad, sino por una profunda pena, sentida por mi capacidad de traicionar las relaciones que yo, como un samaritano, había establecido y, al mismo tiempo, una clara confianza en el perdón y la misericordia del otro. Y este perdón no era concebido como la cancelación de una deuda; se trataba de la expresión de amor y mutua tolerancia en que las comunidades cristianas eran llamadas a vivir. Esto es difícil de comprender hoy en día porque la sola idea del pecado tiene connotaciones amenazantes y oscuras para las mentes contemporáneas. La gente ahora tiende a interpretar el pecado a la luz de su “criminalización”, por obra de la Iglesia, a partir de la Alta Edad Media. Lo explicaré al detalle más adelante, pero precisamente esta criminalización fue la que generó la idea moderna de la conciencia como interiorización de reglas o normas morales. Propició la angustia y la sensación de aislamiento que sufre el individuo moderno, y desdibujó el hecho de que lo que el Nuevo Testamento llama pecado no es un error moral, sino un abandono, una falta. El pecado, como lo asume el Nuevo Testamento, es algo que se revela sólo a la luz de su posible perdón. De manera que creer en el pecado es celebrar como un don inconmensurable el hecho de que uno ha sido perdonado. La contrición es una dulce glorificación de la nueva relación que proclama el samaritano, una relación que se nos ofrece libre y, por ello, vulnerable y frágil, pero siempre capaz de sanar, de la misma forma en que se concebía a la naturaleza: en un estado perenne de sanación.

Sin embargo, esta nueva relación, como dije antes, fue también sujeta a la institucionalización y esto fue lo que comenzó a ocurrir justo cuando la Iglesia adquirió estatus oficial dentro del Imperio Romano. Durante los primeros tiempos de la cristiandad, todo hogar cristiano acostumbraba reservar un lecho adicional, un cabo de vela y algo de pan seco, en caso de que el Señor Jesús tocara a la puerta en el cuerpo de un extraño sin techo (una forma de comportamiento que era en extremo ajena a las costumbres de cualquiera de las culturas del Imperio: tú te hacías cargo de los tuyos, pero jamás de alguien perdido en las calles). Entonces, el emperador Constantino le otorgó reconocimiento a la Iglesia y los obispos cristianos adquirieron posiciones equivalentes a las de los magistrados en la administración imperial, de suerte que cuando Agustín (354-430) escribió a un juez romano acerca de un asunto legal, le escribió como un par social.

También ganaron el poder de establecer corporaciones sociales. Y las primeras corporaciones que establecieron fueron corporaciones samaritanas, que se encargaron de designar inequívocas categorías de personas como prójimos deseables. Por ejemplo, los obispos crearon casas especiales financiadas por la comunidad, encargadas de atender a la gente sin hogar. Así que ese cuidado dejó de ser la alternativa libre de la cabeza de familia para convertirse en la tarea de una institución. Contra esta idea se rebeló, acotándola, el gran Padre de la Iglesia Juan Crisóstomo (347?-407). Le llamaban “Boca de Oro” por su hermosa retórica, y en uno de sus sermones advirtió del peligro de crear tales xenodocheia, literalmente “casas de extranjeros”. Al asignar este proceder a una institución, dijo, los cristianos perderán el hábito de reservar un lecho y de tener lista una pieza de pan en cada hogar y sus habitaciones no serán más hogares cristianos.

Quiero contar una historia que le escuché al finado Jean Daniélou, cuando era ya un anciano. Daniélou fue un jesuita, profundo conocedor de las Escrituras y de la Patrística, que vivió y bautizó gente en China. Uno de aquellos conversos, dichoso de reconocerse aceptado dentro de la Iglesia, ofreció una peregrinación a pie desde Pekín hasta Roma. Esto ocurrió justo después de la Segunda Guerra Mundial.

Su peregrinaje resultó sumamente fácil al principio, según dijo. En China sólo tenía que identificarse como peregrino, alguien cuyo camino conducía a un lugar sagrado, y de inmediato era recibido, alimentado y cobijado. Esto comenzó a cambiar en cuanto entró al territorio del cristianismo ortodoxo. Ahí, se le enviaba a la casa parroquial, donde habría sitio disponible para él, o en última instancia, a la casa del clérigo. Después arribó a Polonia, el primer país católico, y se encontró con que los católicos polacos generosamente le obsequiaban dinero para alojarse en un hotel barato. He aquí una consecuencia de la gloriosa idea occidental y cristiana: la existencia de instituciones que preferentemente no han de ser hoteles sino albergues especiales, disponibles para aquellos que necesitan pasar la noche. De esta forma, el gesto de abrirse a todo aquél que se encuentra en necesidad se convierte en degradación de la hospitalidad, que es reemplazada por el asistencialismo institucional.

La elección libre y gratuita se había convertido en una ideología y en un idealismo. Y esta institucionalización de la relación hacia el prójimo desempeñó un papel cada vez más importante durante la última etapa del Imperio Romano. Dando un salto hacia adelante 150 años después del tiempo de Agustín, llegamos a un periodo en el que la Roma decadente y otros centros imperiales atrajeron migraciones masivas no sólo desde áreas rurales, sino a través de las fronteras. Esto transformó a las ciudades en sitios peligrosos. Los emperadores, especialmente en Bizancio, dictaron órdenes para expulsar a todo aquel que no comprobara la posesión de un hogar. Legitimaron sus decretos financiando instituciones que dieran cobijo a los indigentes. Si examinas la forma en que la Iglesia creó su base económica en la antigüedad, te percatas de que al tomar a su cargo la creación de instituciones de beneficencia para el Estado, la Iglesia adquirió el derecho moral y legal de ser beneficiaria de fondos públicos, con financiamiento prácticamente ilimitado (y es que se trataba de una tarea prácticamente ilimitada).

Pero ocurrieron dos cosas tan pronto como la hospitalidad fue transformada en un servicio. Primero, surgió una nueva forma de comprender la relación interpersonal Yo-Tú. En ninguna parte del territorio de la antigua Grecia o Roma hallamos algo parecido a estos nuevos albergues para extranjeros o refugios para viudas y huérfanos. La Europa cristiana es inconcebible sin su aprehensiva vocación de fundar y construir instituciones que se hagan cargo de cuidar a diferentes tipos y categorías de personas necesitadas. Así que, para mí, no cabe duda de que la moderna sociedad de servicios se va configurando a partir de la pretensión de establecer y extender la hospitalidad cristiana. Y ahí es cuando de inmediato se pervierte. La libertad personal de elegir a quien habría de ser mi otro se transformó en el uso del poder y el dinero para proveer un servicio. Esto despoja a la idea del prójimo de la libertad cualitativa implicada en la Parábola del Samaritano. También formula una visión impersonal acerca de cómo debe funcionar una buena sociedad. Crea las así llamadas necesidades de bienes y servicios. Necesidades que jamás podrán ser realmente satisfechas (¿hemos alcanzado ya la suficiencia en salud, en educación?). Con ello se produce también una clase de sufrimiento totalmente desconocida hasta entonces fuera de la cultura occidental de raíces cristianas.

A una persona moderna le resulta fastidioso y desagradable tener que dejar desatendida a esa lánguida mujer o a aquel hombre que sufre. Así que (homo technologicus al fin) crea agencias para tal propósito. A esto lo llamo perversio optimi quae est pessima (la perversión de lo mejor que es lo peor). Podré ser un buen cristiano y aliviar a quien me lo pide, pero aun así necesito instituciones caritativas para todos aquellos a quienes dejo desamparados. Permitamos que esto se haga, pues sabemos que no habrá suficientes amigos verdaderos que tengan tiempo de sobra para ofrecer al necesitado. ¡Que se creen servicios, ya los encargados de las cuestiones éticas discutirán cómo distribuir su limitada productividad!

Bien, cuando hablo acerca de todo lo anterior, la gente me responde “Sí, es evidente que existe un tipo de sufrimiento en la vida moderna que resulta de necesidades de servicio insatisfechas pero, ¿por qué argumentas que se trata de un sufrimiento de nuevo tipo?; más aún: ¿hablas de una maldad, de suyo, inédita? ¿Por qué lo llamas un horror?”. Respondo que considero a esta maldad el resultado de la pretensión de utilizar el poder, la organización, la administración, la manipulación y la “legalidad” para asegurar la presencia social de algo que, por naturaleza, no podría ser más que la libre elección personal de quien ha aceptado la invitación de ver en los otros el rostro de Cristo. Ésta es la razón por la que hablo de corrupción o perversión.

Para ir más allá: la vocación, la capacidad, la invitación, la posibilidad real de elegir libremente, trascendiendo el horizonte de mi ethnos, los dones que he de prodigar y la decisión de a quién se los obsequio es comprensible sólo para aquél que está abierto a la sorpresa, al misterio, aquél que vive mirando hacia ese impensado e impredecible horizonte que yo llamo fe. Y la perversión de la fe no es simplemente maldad. Es algo más. Es pecado, pues pecado es la decisión premeditada de transformar la fe en algo sujeto a los poderes mundanos.

Representación moderna de la parábola de El buen Samaritano

Quiero señalar que estamos hablando de la institucionalización o normalización de algo que, para el razonamiento ordinario, es absurdo: que Dios pudiera convertirse en hombre sólo puede explicarse a través del amor; lógicamente, resulta una contradicción. Su comprensión depende de lo que mi tradición llama fe, pero esto también resulta difícil de asimilar para los contemporáneos. La fe es una forma de conocimiento que no se basa en mi experiencia de la realidad ni en los recursos de mi inteligencia. Encuentra la certeza en la palabra de alguien en quien yo confío y, por ello, este conocimiento basado en la confianza adquiere una dimensión de mayor alcance y profundidad que aquello que puedo llegar a conocer a través de la razón. Esto, por supuesto, sólo es posible cuando creo que la palabra divina puede alcanzarme. Adquiere pleno sentido únicamente cuando aquél en quien yo creo es Dios; sin embargo, fecunda y determina mi relación con los que me rodean. Me obliga a colocarme frente a los demás con la voluntad de tomarlos por lo que revelan de sí mismos, es decir, al pie de la letra, y no dejarme llevar por la pretensión de que puedo saber quiénes son a partir de lo que conozco de él o ella. Ésta es una cuestión compleja, dado que llevamos a cuestas más de un siglo de psicoanálisis.

Las diversas escuelas psicoanalíticas asumen que pueden averiguar quién es uno porque tienen la capacidad de comprendernos mucho mejor de lo que nosotros mismos podríamos hacerlo, y esa pretensión asumida como un hecho, inevitablemente colorea y matiza todas nuestras relaciones hasta el momento. Esto se aplica tanto a las más sofisticadas y fascinantes escuelas y teorías analíticas como a las formas más triviales y degradadas. Una de las novedades que nos trae aquél que dice: “He venido a hacer nuevas todas las cosas” es justamente la disposición, cuando del Otro se trata, de aceptarle por lo que expresa de sí. El supuesto sociológico contemporáneo, sea marxista o psicoanalítico, es que lo que el otro ve de sí mismo es una especie de ilusión modelada por la ideología, la condición social, la crianza y la educación. Pero es únicamente desnudando ese rostro de tal predictibilidad cuando podemos encontrarnos, sorprendernos.

Y esto es lo que yo he intentado hacer: invitar a todo aquél que desea escucharme a visualizar esta posibilidad, a pesar de que no pudiera decir explícitamente quién era mi modelo.

La fe, inevitablemente, implica una cierta insensatez, una especie de desatino, por ponerlo en términos mundanos. El Salvador de Israel murió en la cruz, colgado y ridiculizado por todos aquellos facultados para representar a ese pueblo. La más antigua imagen que tenemos de la crucifixión fue hallada en las ruinas romanas de lo que los arqueólogos piensan era un burdel. La representación muestra a un hombre crucificado con cabeza de asno y a sus pies puede verse a una figura en actitud de devota oración. “Alexamenos adora a su Dios”, dice la inscripción 2El llamado “Grafito del Palatino”, o “Grafito de Alexamenos” fue hallado en Roma en un sitio arqueológico que posiblemente funcionó, entre otras cosas, como un lugar de enseñanza para pajes imperiales. . Esta imagen es la primera indicación histórica de que el Crucifixus, el cuerpo en la cruz, tenía un significado para los cristianos. Permanece la duda acerca de cuál era la intención de tal imagen: si acaso se trataba de una burla hacia el credo cristiano o quizá fuera la afirmación cristiana de quien se asume como un insensato. De cualquier manera, ilustra una comprensión del cristianismo como una forma del absurdo, una interpretación que permaneció viva en la Iglesia de oriente hasta finales del siglo XIX. En Occidente, si era tu deseo abandonar las exigencias de la vida mundana para entregarte totalmente a una de oración cristiana y recogimiento, sólo había un camino: convertirte en monje. En la Iglesia Ortodoxa se te ofrecían dos caminos: o monje o necio, pero tu locura debía ser enteramente gratuita, despojada de velados deseos de perfección.

Menciono esto porque me parece que una de las formas de entender la historia del cristianismo occidental es tomarlo a partir de esa progresiva pérdida de la comprensión de que la libertad: esa libertad por la que Cristo es nuestro modelo y nuestro testigo es absurda, disparatada. La Iglesia de occidente, en su vehemente esfuerzo de institucionalizar esta libertad, tendió a transformar la suprema insensatez, primero en un deber deseable, y más tarde en un deber legislado. Es insensato ser hospitalario a la manera de aquel samaritano (una locura, si lo miras muy cuidadosamente). Pero transformar esto en un deber para después crear categorías para su aplicación es estar en presencia de una forma brutal de seriedad. Más que ello, la perversión de la simple y extraordinaria insensatez que deviene vasta posibilidad a través del Evangelio representa un misterio de malevolencia, y es de éste del que ahora quiero hablar. ❧

SIGUIENTE ARTÍCULO:

La corrupción del amor

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