El amor, como el gran ausente, sólo puede valorarse y apreciarse desde la soledad del amante (es decir, de quien ama), afirma la escritora Alejandra Atala, quien parte del análisis de la Sulamita del Cantar de los Cantares para hablar sobre el amor y el gozo del erotismo que habita en este clásico de la literatura.
Al P. Francisco Montes de Oca, sabio amigo, in memoriam
El Amor – es anterior a la Vida –
Posterior- a la Muerte –
Principio de la Creación, y
El Intérprete de la Tierra –
Emily Dickinson
Cuando se definió en el consejo editorial de esta revista el título de la presente edición –El amor, ese gran ausente–, por los caminos en este caso sospechados, de la lira, apareció de modo instantáneo el nombre de mi texto: La Sulamita… como una voz que llama, como una voz que busca actualizarse, como una voz pertinente que busca el propicio escenario o el cauce para aparecer y decir, decir-nos, decir-se, decir-me, decir-te.
Figura principal y emblemática del Cantar de los Cantares –libro que pertenece a los poéticos y sapienciales de La Biblia–, en la Sulamita se ha querido ver el nombre femenino de Salomón quien fuera hijo de David, rey de Israel y varón distinguido por su sabiduría; o Sulamita como una modalidad de la Sunamita (de Sunem), asociada directamente con Abisag, esa mujer de extraordinaria belleza a quien manda buscar el rey David, para que le diera calor en las horas mórbidas de la vejez11Re 1:3S.; en su sentido etimológico del hebreo Shûlammîth: “pacífica” o “la pacificadora”, y de ahí muy probablemente el epíteto que le da Fray Luis de León, La hierosolomitana, ciudadana de Jerusalén, o ciudadana de la paz.
Escrito en Palestina en el siglo IV a. C., el Cantar de los Cantares, según eruditos como el P. Francisco Montes de Oca (1923-2018) –sacerdote español y exégeta de La Biblia de Jerusalén–, nos dice que aun cuando se le atribuye a Salomón, no pudo haber sido de su autoría, primero, por la forma y las palabras de su escritura, preponderantemente hebreas, si acaso algunos arameísmos y eventuales palabras persas; después, por cuestiones cronológicas no coincide, ya que el mencionado rey de Israel vivió y reinó en el siglo X a. C. Sin embargo, cuando se dice que el Cantar de los Cantares es de Salomón es por la nobleza, la excelencia y el depurado de sabiduría que rezuma este canto de amor por antonomasia que da inicio con la Sulamita, quien por decir poco, embiste a los ojos por la extraordinaria docilidad y firmeza en la voz que emite, sin aspavientos, sin juicios, sin artilugios, franca y derecha, en un requiebro que es un anhelo, que es añoranza, que es Deseo y que nos remite inigualablemente al gran ausente:
¡Que me bese con los besos de su boca!2 Cantar de los Cantares. Biblia de Jerusalén, “Sepan cuantos…”, Ed. Porrúa. México, 1986. P. 913.
Si el canon bíblico ha justificado la presencia del Cantar de los Cantares en La Biblia, ha sido principalmente por las dos alegorías fundamentales que surgieron de sus magníficos versos o versículos, la primera, que tiene que ver con la tradición hebrea, nos habla de Dios como el Amado y el pueblo de Israel como la Amada; y, la segunda, de tradición cristiana, presenta al Amado como Jesucristo y a la Amada como la Iglesia. Sumadas a éstas también están las felices paráfrasis que han nacido de la tradición mística tanto judaica como cristiana. Sin embargo, lo que se lee con toda claridad es un canto de amor entre una pareja que se busca, se encuentra, se pierde, para volver a encontrarse, en un ritornello amoroso que se tiende a los largo de los ocho poemas y el epílogo. Aun cuando varios exégetas han hablado como antecedente del Cantar, de los cantos a la fertilidad egipcios, la estructura y sobre todo el sentido de este libro poético lo desmienten. El Cantar de los Cantares es el amor vivo o la viva experiencia del amor, en donde una mujer, la Sulamita y un hombre, Salomón, en este caso ya sea como reina y rey, pero también ya como pastora y pastor –ambos son lenguaje del amor–, celebran en continua contienda amorosa el gozo del erotismo como destilado del amor Real y recíproco, el amor rotundo, el amor por excelencia que escapa a los tiempos, a las modas, a las épocas, a los usos y las costumbres, pero sobre todo, a las ideologías, para identificarse con su propia esencia que es de especie eterna.
Lo que conmueve y atrae e inquieta y que me ha llevado a aventurarme en estas páginas, es esa voz de la que hablaba al principio, la de la Sulamita, una mujer que nació y vivió en los años trescientos antes de Cristo y en cuya palabra habita una fuente cristalina de autoridad y sabiduría, sin tapujos ni dobleces, como un manantial que ha ido permeando a la cultura occidental judeocristiana con su impoluta sustancia por más de veinte siglos.
Su voz en el suspiro abre el Cantar de los Cantares en esa lamentación, en esa exclamación de quien desmaya por la ausencia del amado y que hará –por citar a uno de los más grandes– irrepetible eco en el siglo xvi en las palabras del místico español Juan de la Cruz, que dice: ¿A dónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido? Dando por sentada y con harta congoja la marcha del amado.
El Amor, como el gran ausente, sólo puede valorarse y apreciarse desde la soledad del amante (es decir, de quien ama), sin esa soledad en donde el espacio definido que deja la presencia del otro en quien se derraman las delicias de ésta que bien puede ser emoción, pasión y sobre todo regalo, don o gratuidad, no sería posible. Se deja ver claramente en el inicio o arranque que ya mencionaba: ¡Que me bese con los besos de su boca!
La voz que se adentra en el oído permitiéndonos sentir la lasitud, el desánimo, el desfallecimiento, esa ausencia que es falta que se vuelve deseo por haber sido tocada, la Sulamita por el Amor, que es a quien se dirige, a quien le habla buscando, clamando por ese beso que le devolverá el ánimo, la fuerza, la derechura en su andar; pues bien dice Fray Luis de León, uno de los primeros o el primer cicerone de este canto por antonomasia, que los amantes al besarse en el aliento se entregan el alma y qué es el aliento sino el ánima, el hálito de la vida que habita a todo ser humano y en la que reside toda posibilidad amorosa y su fuente.
Mejores son que el vino tus amores;3Ibíd.
Continúa la Sulamita en este discurso que no habla acerca del amor, sino que es el amor mismo el que se expresa definiéndose en la experiencia misma de sus potencias y que en su narración poética va de la segunda a la tercera persona, no por otra cosa, sino porque la psique humana así funciona en corazón y pensamiento, ora le habla a un tercero de su amor, ora le habla directamente al sujeto de su amor, no obstando su ausencia, pero es que a fin de cuentas está cerca, en su alma misma en donde ya mora el aliento del otro, en esa proximidad real que sólo habita a quien experimenta esta violenta pasión que lo es porque sustrae al sujeto de la comodidad, del confort y de la inmovilidad para ir tras el amado perdiéndose de sí misma para después ganarse con el otro. Entrando al principio por el sentido del oído, luego va hacia el sentido del gusto “Mejores son que el vino tus amores” que se cumple en la cata como si se tratase de un excelente vino siendo la copa, una, esa sola y única boca, los labios ese cáliz que promete una sustancia única e irrepetible ahí latente para realizarse en esa respiración que se pierde en la dulce y cálida y húmeda lengua y sus encantos. Como se puede ver, es el amor mismo quien habla a través de este notorio y palpable erotismo que se expresa como caricia a través de la sensitiva de la carne, del cuerpo, como reales umbrales, ventanas o canales abiertos, percepciones a través de las cuales se va abasteciendo el alma y el espíritu en el fino empleo del oído, el gusto, el olfato, la vista y el tacto, todos los sentidos desgranándose con dulce elocuencia, en cascada de sensualidad en las palabras de una Sulamita anhelante y rotunda:
mejores al olfato tus perfumes;
ungüento derramado es tu nombre4Ibíd.
Y entra el sentido del olfato en ese olor impar de quien se ama y en la emisión de su nombre, el oído… que por el sólo hecho de proferirlo, el nombre, define y aroma sus estancias, las habitaciones de la realidad, esa misteriosa corriente de energía que no fluye de mejor manera sino desde los veneros de esta gran pasión que todo lo trastoca para ponerla a derechas, como a derechas entra en el paladar el buen vino, tan prestigioso elixir que trae consigo la mejor analogía de lo que el amor obra, en su pleno ejercicio, en cada ser humano.
Por eso te aman las doncellas.5Ibíd.
Curioso, las nuevas visiones meramente objetivas y especulativas que se le han adjudicado a la razón, parecen contradecir a la Sulamita, quien nos habla de la razón cuando del amor se trata: “Por eso te aman…”. La razón de la sinrazón que puebla lo tan subestimado hoy día, lo subjetivo, y que es lo más razonable del ser humano cuando humano es. Amable, pues, el amado o la amada, un ser con las cualidades únicas y exactas para despertar al amor en quien está cerca.
La Sulamita, mujer plena y por eso la “pacificadora” o portadora de paz, cuyas palabras traspasan con el poder de la certeza, en el mismo discurso habla de las doncellas de Jerusalén: “Por eso te aman las doncellas”, de esas mujeres que en su pureza espiritual buscan el camino de la belleza no a través de la costumbre, la alienación o la cosmética, sino a través de la virtud destacada por los dones innatos y la aplicación de los mismos, con sentido y oficiosa intención, dándolo por hecho y permitiéndonos ver que todo lo espiritualmente impoluto, intocado y virgen tiene las cualidades y la autoridad para apersonar al amor y ser habitación del mismo: El Amante divino es Espíritu sin cuerpo; el amante físico es un cuerpo sin espíritu; el amante espiritual posee espíritu y cuerpo6Jean-Yves Leloup. El Evangelio de María. Ed. Herder. España, 1998 P.28 (Ibn Arabi, citado por Daryush Shayegan en “Henry Corbin. La topographic spirituelle de l’Islam iranien” La Différence, París, 1990.). Es decir que, aun cuando suene a dislate para ciertas culturas, partiendo de la premisa de que somos seres encarnados, es a través de la sensualidad, el erotismo, la caricia y la entrega corporal que el amor se expresa, no obstando su naturaleza pura e inocente. Sin inocencia el amor no es posible. Por eso el gran ausente se va perdiendo en el “mundanal ruido”, entre la multitud de ideas, conceptos e ideologías, entre las fauces de la des-información y en un conocimiento que nada tiene que ver con los sabores del alma de que nos habla la Sulamita en su sabiduría de flor abierta, oriunda de sí y quien deja claro su lugar en el mundo cuando al arranque del segundo capítulo nos dice:
Yo soy el narciso de Sarón7 Cantar de los Cantares. Biblia de Jerusalén. “Sepan cuantos…” Ed. Porrúa. México, 1986. P. 914
Es decir, orgulloso ser que nace y crece en un lugar apartado, figura señera y exótica. Señera, porque es en el aislamiento de los ruidos del mundo donde germina lo más legítimo. Exótica, porque no es común, no es frecuente que sea, por inadmisible, en un mundo gestado exprofeso por los poderes fatuos, desde todo lo que no es el gran ausente. La Sulamita lo dice desde el gozo de ser, desde esa soledad solariega del lirio de los valles.
Esta pastora y reina de la paz, emite el discurso del amor, exclama sin aspavientos su prístina valía. Que por ser mujer, en cuerpo y alma, del desierto, su tez se ha tornado morena y sin embargo, está abastecida de las más hermosas potencias del alma. ❧
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