Cargada de libros, escribiendo poemas en servilletas de papel, en los cafés o en las fondas, dejándolas al desgaire sobre las mesas y con apenas algunos centavos en los bolsillos, Concha Urquiza caminaba los días de la Revolución, perseguida por su pensamiento infinito, perseguida por su fe y por su conciencia, locutorio en donde tenía lugar su incesante coloquio con Dios.
En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?, escribe en su celda los primeros versos de uno de sus famosos sonetos, la de Asbaje, cuya existencia en el México virreinal estuvo asediada por la sociedad seglar y la eclesial. No será muy distinto casi tres siglos después el suplicio de la poeta también mexicana, Concha Urquiza, si tomamos ese Mundo con mayúscula como el ente social que tanto ha lastimado al ser humano en pos de un pretendido comportamiento que busca un hechizo bien común, siempre y cuando comunes hubieran sido estas mujeres artistas tan perseguidas por ambos sustantivos, y con el agregado de ése su pertinaz afán de servirla y de decir verdad acerca del gran misterio que las habitó y que las llevó a hacer juramento vasallático con su reina, la poesía.
Concha Urquiza, nacida en Morelia, Michoacán, en 1910, parecía estar siendo dotada del espíritu y la entraña de la Revolución que convulsionaba entonces a México, si no con la belicosidad, sí con la beligerancia del que está siendo azuzado en su espiritual evolución, dejando en ella no sólo la marca, sino también la herida primigenia abierta y por eso siempre lábil y siempre vulnerada. Concha Urquiza, entre la vida y la muerte, entre la tierra y el cielo, habitó su propia Nepantla, perseguida por el Mundo y perseguida por su propia fe, encarnación misma de su poesía mística.
Delgada y de mechas volanderas, de ojos glaucos y zapatones de monja, trajes sastre, limpia y alejada de todo aquello que tuviera que ver con lo cosmético, ataviada con su inteligencia, dotada de la bella esgrima de las palabras bien plantadas, tolerante y amorosa con el desvalido, intolerante con la prepotencia y la estulticia, Concha Urquiza pasaba los días de su existencia entre la gloria y la gravedad, habitante rotunda de su cuerpo y habitación obediente de su alma. Una cerveza a la hora de la comida y tequilas en jarrito de barro para café, a las horas de trabajo. Diario a la primera misa de la mañana, diario la eucaristía, la comunión con el cuerpo del Amado, de su Amado con quien hablaba largos minutos cada día en oración silente. Miembro del Partido Comunista, por un tiempo; compositora de canciones para la iglesia protestante: para ganarse 50 pesos por cada una y resolver la provisión de sus tres cajetillas diarias de cigarros. Hembra total e intensa en todos sus actos y con sus amantes de tal forma, que sus relaciones no fueron de larga duración; eran más carrera de velocidad apasionada que carrera de resistencia. Su talante no lo permitía, no lo permitía la angustia que le mordía las entrañas cada día y a la que los demás llamaban “crisis nerviosa”, cuando con un pie en el cielo y el otro en la Tierra, se debatía por cumplir con mandato mayor y con sus cabales como terrenas entregas, que fueron siendo agostadas por esa conciencia que iba segando sus deseos y sus industrias, llevándola al seno mismo del estado de sitio, en el abrazo del Amado:
Él fue quien vino en soledad callada,
y moviendo sus huestes al acecho
puso lazo a mis pies, fuego a mi techo
y cerco a mi ciudad amurallada.
Como lluvia en el monte desatada
sus saetas bajaron a mi pecho;
Él mató los amores en mi lecho
y cubrió de tinieblas mi morada.
Trocó la blanda risa en triste duelo,
convirtió los deleites en despojos,
ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,
hirió la tierra, la ciñó de abrojos,
y no dejó encendida bajo el cielo
más que la oscura lumbre de sus ojos.
Abastecida con el imperio de la razón que la llevó a los bordados de sus versos en métricas perfectas como el soneto, la endecha y la lira, y abastecida por las alas místicas de su inspiración, no, Concha Urquiza no fue propiamente rezandera, más bien, dueña de su alma y de su cuerpo, y a éste lo respetaba mucho, incluidos sus apetitos; sin embargo, lo que le pesaba era Dios propio en sus relaciones, es decir, esa conciencia cristalina como la transparencia de sus ojos que desplegaba ante su ser anhelante, la revelación del amor divino que ya la había tocado en secreto y en celada.
Amante espiritual, Concha Urquiza en algún momento dijo, con dejo de dulce tristeza: “Cómo siento que no tengo el valor que se necesita para vivir en el mundo amando a Cristo”.
No sabemos cómo, pero desde sus primeros versos Dios encarnaba en sus palabras y en su carne; mística por ser buscada y encontrada por el Creador, mística porque obedece sus designios y los cumple moradora de las esferas que vivió, en Morelia, Ciudad de México, California y San Luis Potosí, para llegar a su postrero naufragio en Ensenada, en 1945.
Enamorada de Dios, habitante taciturna de la nostalgia del Bien perdido que parecía no encontrar, pero dejándose hallar por Él, ciñendo el oxímoron de su existencia: desasida y desprendida, corpórea hasta sus últimos sedimentos y representada en los tres sonetos que escribió intitulados “Nox”, el mismo año de su muerte, son el corolario perfecto a aquel mandato y su obediencia:
Cómo perdí en estériles acasos,
aquella imagen cálida y madura
que me dio de sí misma la natura
implicada en Tu voz y Tus abrazos.
Ni siquiera el susurro de tus pasos,
ya nada dentro el corazón perdura;
te has tornado un “Tal vez” en mi negrura
y vaciado del ser entre mis brazos.
Universo sin puntos cardinales.
Negro viento del Génesis suplanta
aquel rubio ondear de los trigales.
Y un vértigo de sombra se levanta
allí donde Tus ángeles raudales
tal vez posaron la serena planta.